CAPÍTULO XIX

Al dejar el salón, vivamente alumbrado, subí a cubierta con Corsican. La noche era oscura. No se veía una estrella. Las ventanas de los camarotes brillaban como bocas de hornos encendidos. Apenas se veía a la gente de cuarto, que paseaba lentamente por las toldillas. Pero se respiraba el aire libre, cuyas frescas moléculas absorbía el capitán Arquibaldo con todos sus pulmones.

—Me ahogaba en el salón —me dijo—. ¡Aquí, al menos, nadamos en plena atmósfera! ¡Esta absorción me da la vida! Para no vivir medio asfixiado necesito cien metros cúbicos de aire puro cada veinticuatro horas.

—Respirad, capitán, respirad a vuestras anchas —le respondí—. Aquí hay aire para todos y la brisa no os regatea vuestro contingente. Confieso que los habitantes de París y Londres no conocen el oxígeno más que de nombre.

—Sí, prefieren el ácido carbónico. De gustos no hay nada escrito. ¡Por mi parte, me desagrada hasta en el champaña!

Mientras hablábamos, íbamos costeando la borda de estribor, abrigados del viento por la alta pared de los camarotes. Las negras chimeneas vomitaban torbellinos de humo negro, constelados de chispas. Al ronquido de las máquinas acompañaban los silbidos de los obenques metálicos que, azotados por la brisa, resonaban como cuerdas de arpa. A este rumor se unía, periódicamente, el grito de los centinelas: «¡Babor, alerta! ¡Estribor, alerta!».

No se había omitido precaución alguna para la seguridad del buque en medio de aquellas aguas frecuentadas por los hielos flotantes. El capitán, de cuarto en cuarto de hora, hacía sacar un cubo de agua; si su temperatura hubiera sido inferior a cierto límite, inmediatamente hubiera hecho variar el rumbo. Sabía el capitán, en efecto, que quince días antes el Pereire se había visto cercado por los témpanos, a la mis ma latitud, y era preciso evitar tamaño peligro. Su orden de noche prescribió siempre una vigilancia rigurosa. Dos oficiales permanecieron a su lado, uno dedicado a las señales de la hélice, otro a las de la máquina de las ruedas. Otro oficial con dos marineros velaba a la parte de proa, mientras que un contramaestre y un marinero se mantenían en el estrave Podíamos los viajeros dormir tranquilos.

Después de observar estas disposiciones, Corsican y yo regresamos a popa. Antes de retirarnos, quisimos permanecer aún algún tiempo sobre cubierta, como dos lugareños pacíficos en la plaza de su pueblo.

Al parecer estábamos solos. Pero nuestros ojos, así que se hubieron habituado a la oscuridad, distinguieron un hombre, completamente inmóvil, asomado al pasamanos. Corsican, después de examinarle atentamente, me dijo:

—¡Es Fabián!

Efectivamente, él era. Pero no nos vio, pues se hallaba completamente estático, en muda contemplación, con la mirada fija en un ángulo de las cámaras; sus ojos brillaban en la sombra. ¿Qué miraba? ¿Cómo podía atravesar aquella profunda oscuridad? Aunque según mi modo de ver, lo mejor era dejarle en paz, Corsican, acercándose a él, le dijo:

—¿Fabián?

Fabián no respondió. No le había oído. Corsican le llamó otra vez. Fabián se estremeció, volvió un momento la cabeza y dijo:

—¡Silencio!

Después, señaló con la mano una sombra que se movía lentamente, al extremo de la línea de las cámaras. Después, sonriendo con tristeza, murmuró:

—¡La dama negra!

Me agitó un estremecimiento; sentí que Corsican, cuyo brazo estaba unido al mío, se estremecía también. Aquélla era la aparición anunciada por Pitferge.

Fabián había vuelto a sumirse en su contemplación soñadora. Yo, con el pecho oprimido, con la mirada vaga, veia aquella forma humana, medio delineada en la sombra, que pronto marcó sus contornos con más claridad. Adelantaba, vacilaba, se detenía, volvía a caminar, más bien deslizándose que andando. ¡Un alma errante! A diez pasos de nosotros se detuvo. Entonces pude distinguir la forma de una mujer esbelta, envuelta con una especie de albornoz pardo y con la cara oculta por un espeso velo.

—¡Una loca! Una loca, ¿verdad? —murmuró Fabián.

Y era una loca, en efecto. Pero Fabián no hablaba con nosotros, sino consigo mismo.

Pero aquella pobre criatura se acercó más aún. Me pareció ver brillar sus ojos al través de su velo cuando se fijaron en Fabián. Se acercó a él. Fabián se levantó electrizado. La tapada le puso la mano sobre el corazón como para contar sus latidos… Después, huyendo, desapareció.

Fabián cayó de rodillas, con las manos extendidas.

—¡Ella! —murmuró.

Y luego, sacudiendo la cabeza:

—¡Qué alucinación! —dijo.

El capitán Corsican le cogió la mano, diciendo:

—¡Ven, Fabián; ven!

Y arrastró tras sí a su desdichado amigo.