Al amanecer del 3 de abril, presentaba el horizonte el matiz particular que los ingleses llaman blink. Era una reverberación blanquecina, que anunciaba próximos hielos. Efectivamente, navegábamos en las aguas donde flotan las primeras moles de hielo que salen del golfo de Davis, destacándose de los inmensos bancos. Para evitar encuentros con ellos se organizó una vigilancia especial.
Soplaba una fuerte brisa del Oeste. Jirones de nubes, verdaderos andrajos de vapores barrían la superficie del mar. Por sus agujeros se veía el azul del cielo. Oíase el sordo hervor de las olas, despeinadas por el viento, y las gotas de agua, pulverizadas, se resolvían en espuma.
Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge habían subido aún a cubierta. Me dirigí hacia la proa. Allí las paredes, al acercarse, forman un ángulo resguardado, un retiro en el cual un ermitaño hubiera podido vivir alejado del mundo. Me coloqué en aquel rincón, sentado en un rollo de cable y con los pies sobre una enorme poleo. El viento de proa rozaba la cresta de mi masa cubridora sin llegar a mi cabeza. El sitio era bueno para hacer castillos en el aire. Mis ojos abrazaban toda la extensión del buque. Podía seguir sus largas líneas, algo encorvadas, que se dirigían hacia la popa. En primer término, un gaviero, agarrado a los obenques de trinquete con una mano, trabajaba con la otra con admirable destreza. Más abajo el oficial de cuarto, de espalda al viento y envuelto en su capote de capucha, resistía los envites del viento. Del mar sólo distinguía una línea estrecha de horizonte, trazada por detrás de los tambores. Arrastrado por sus poderosas máquinas, el buque, cortando las ondas con su afilado estrave, se estremecía, como los costados de una caldera cuyo fuego se activa poderosamente. Algunos torbellinos de vapor, arrancados por la brisa que los condensaba con rapidez extraña, se retorcían al salir de los tubos de escape. Pero el colosal barco, cara al viento y sobre tres olas, apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual un transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera sido traído y llevado como una pelota.
A las doce y media, el cartel marcó 44° 53' de latitud Norte y 47° 6' de longitud Oeste. ¡Sólo 227 millas en veinticuatro horas! ¡Los dos novios debían maldecir aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice que languidecía, aquel insuficiente vapor que no obraba conforme a sus deseos!
A cosa de las tres, el cielo, limpio por el viento, resplandecía. Las líneas del horizonte se purificaron, ensanchándose en torno del punto central ocupado por el Great-Eastern. Cedió la brisa, pero el mar continuó elevando anchas olas de un verde extraño y con bordes de espuma. Tanto oleaje no correspondía a tan poco viento; el Atlántico gruñía aún.
A las tres y media se señaló un buque a babor. Era una fragata americana que mandaba su número; se llamaba el Illinois y llevaba rumbo a Inglaterra.
En el mismo instante, el teniente H… me hizo saber que pasábamos sobre la cola del banco de New-Found-Land, nombre que dan los ingleses al de Terranova. Estábamos en las ricas aguas donde se pescan esos bacalaos, de los cuales tres bastarían para alimentar a Inglaterra y América, si se desarrollaran todos sus huevos.
Pasó el día sin novedad. Los paseantes habituales visitaron la cubierta. Arquibaldo y yo no perdíamos de vista a Fabián y a Harry Drake; hasta entonces la casualidad nos favorecía. La noche reunió en el salón a sus dóciles tertulianos. Siempre los mismos ejercicios, lecturas y cantos; siempre los mismos aplausos, prodigados por las mismas manos o los mismos artistas, que acabaron por parecerme más aceptables. Hubo un incidente extraordinario, pues estalló una acalorada discusión entre un nordista y un tejano. Este pedía un «emperador» para los Estados del Sur. Afortunadament aquella disputa política, que amenazaba concluir a cachetes fue interrumpida por un telegrama imaginario dirigido al Ocean-Time y concebido en estos términos: «El capitán Senmaes, ministro de la Guerra, ha hecho pagar por el Sur la averías del Alabama».