En la puerta del gran salón, se veía el siguiente programa:
ESTA NOCHE
PRIMERA PARTE
Ocean Time.
Song: Beautiful isle of the sea.
Reading.
Piano solo: Chant du berger.
Scotch song.
Mr. MacAlpine.
Mr. Ewig.
Mr. Afflect.
Mrs. Alloway.
Dr. T…
Descanso de diez minutos
SEGUNDA PARTE
Piano solo.
Burlesco: Lady of Lyon.
Entertainment.
Song: Happy moment.
Song: Your remember.
Mr. Paul V…
Dr. T…
Sir James Anderson.
Mr. Norville.
Mr. Ewig.
FINAL
God save the Queen
Como se ve, era un concierto completo lo que se anunciaba, con dos partes, entreactos y final. Pero algo debía faltar en el programa, pues oí decir, detrás de mí:
«¡Vaya! ¡Nada de Mendelsohn!».
Me volví; era un simple camarero quien así protestaba de la omisión de su música favorita.
Volví a subir a cubierta, en busca de Macelwin. Corsican me acababa de decir que Fabián había salido de su camarote, y quería, sin importunarle, sacarle de su aislamiento. Le encontré en la parte de proa. Hablamos durante largo rato, pero no hizo alusión alguna a su pasado.
En ciertos momentos permanecía absorto, pensativo, sin ver ni oír, apretando su corazón, como para contener un espasmo doloroso. Entretanto que hablábamos, Harry Drake pasó varias veces por delante de nosotros. Siempre era el mismo alborotador y molesto con sus movimientos, como lo sería un molino de aspas en un Salón de baile. ¿Me engañaba? Puede ser, porque me hallaba prevenido, pero me pareció que Harry Drake observaba a Fabian con cierta insistencia. Fabián debió notarlo, porque me dijo:
—¿Quién es ése?
—No sé —le respondí.
—¡Es antipático! —añadió Fabián.
Dejad en alta mar dos buques, sin corriente ni vientos, y concluirán por atracar uno a otro. Poned en el espacio dos planetas inmóviles, y acabarán por chocar. Colocad dos enemigos en medio de un gentío y se encontrarán, más o menos pronto: todo es cuestión de tiempo. Esto es fatal.
Llegada la noche, el concierto se efectuó con arreglo al programa. El salón, lleno de gente, estaba profusamente alumbrado. Por las escotillas entreabiertas se veían las anchas caras tostadas por el sol y las curtidas manos de los marineros. Parecían mascarones esculpidos en las volutas del techo.
En los umbrales de las puertas hormigueaban los camareros. Los espectadores de ambos sexos estaban sentados en los escaños de los lados y en butacas y sillas colocadas alrededor del piano, fuertemente atornillado entre las dos puertas del salón de señoras y al cual todos daban frente. A veces un estremecimiento agitaba la concurrencia: todas las cabezas, a modo de oleada, tomaban una misma dirección; unos a otros se apretaban, sin hablar ni bromear. No había peligro de caer, gracias a lo prensados que estaban. Empezó la función con el Ocean-Time. Era el Ocean-Time un diario político, comercial y literario, que algunos pasajeros habían fundado para las necesidades de a bordo. Ingleses y americanos son muy dados a tales pasatiempos. Redactan su hoja durante el día. Si los redactores no son gran cosa, tampoco lo son los lectores. Poco les basta.
El número del 1.º de abril contenía un artículo bastante pesado sobre política general, gacetillas que no hubieran hecho reír a ningún francés, noticias de Bolsa bastante sosas, telegramas muy tontos y algunas descoloridas noticias de actualidad. Semejantes bromas sólo divierten, si acaso, a sus autores. El honorable Macalpine, americano dogmático, leyó con convicción aquellas elucubraciones, entre los aplausos de la concurrencia, y terminó con estas noticias:
«Se anuncia que el presidente Johnson ha abdicado en el general Grant.
»Se da como cosa cierta que el papa Pío IX ha designado para sucederle al príncipe imperial.
»Dícese que Hernán Cortés ha acusado de plagiario a Napoleón III por su conquista de Méjico».
Así que el Ocean-Time hubo recibido suficiente cosecha de aplausos, el honorable mister Living, un tenor bastante buen mozo, suspiró la hermosa isla del mar, con toda la aspereza de una garganta inglesa.
La lectura «reading» me pareció de interés muy dudoso. Un digno hijo de Tejas leyó, en voz alta, algunos párrafos de un libro que había empezado a leer en voz baja. Fue muy aplaudido.
El Canto del pastor, para piano solo, por mistress Alloway, inglesa que tocaba con la fuerza de un rubio picapedrero, como hubiera dicho Teófilo Gautier, y una pantomima escocesa del doctor T… dieron fin a la primera parte del programa.
Después de un entreacto de diez minutos, durante el cual nadie abandonó su puesto, el francés Paul V. nos propinó unos valses inéditos, que fueron aplaudidos estrepitosamente. El médico del buque, joven rubio y presuntuoso, leyó una escena bufa, parodia de la Dama de Lyon, drama muy conocido en Inglaterra.
Al burlesco sucedió el entertainment. ¿Qué nos preparaba, bajo este nombre, mister Anderson? ¿Un sermón o una conferencia? Ni uno ni otro. Sir James Anderson se levantó sonriendo siempre, sacó de su bolsillo una baraja, y después de remangar los blancos puños de su camisa, hizo juegos de manos tan sencillos como graciosos. Bravos y aplausos.
Después del Happy moment de mister Norville y del Your remember de Mr. Ewing, el programa anunciaba el God save the Queen. Pero algunos americanos rogaron al francés Paul V. que cantara el himno nacional de Francia, y mi dócil compatriota entonó el principio del inevitable Partant pour le Siry. Enérgicas reclamaciones de un grupo de nordistas que deseaban oír La Marsellesa. El obediente pianista, sin hacerse rogar, con una condescendencia que revelaba tanta facilidad musical como profundidad de convicciones, atacó vigorosamente el canto de Rouget de L’Isle. Aquél fue el triunfo del concierto. Después la reunión, en pie, entonó lentamente el cántico nacional que «ruega a Dios que guarde a la Reina».
En resumen, el concierto valió lo que valen los conciertos caseros; los autores y sus amigos estaban de enhorabuena. Fabian no asistió a él.