Al día siguiente, primero de abril, el mar presentaba un aspecto primaveral. Reverdecía, a los primeros rayos del sol, como una pradera. Aquella madrugada de abril en el Océano era soberbia. Las olas se desenvolvían voluptuosas, y algunas marsoplas saltaban como clowns, en la láctea estela del buque.
Encontré a Corsican, que me hizo saber que el aparecido anunciado por el doctor no había juzgado oportuno dejarse ver. Sin duda, la noche le habría parecido demasiado clara. Ocurrióseme la idea que aquello podía muy bien haber sido una chanza de Pitferge, autorizada por el primer día de abril, pues semejante costumbre está muy admitida en Inglaterra y en América, así como en Francia. No faltaron bromistas y burlados; unos se enfadaban, otros se reían. Hasta se cambiaron algunas puñadas, pero éstas entre sajones, no se transforman nunca en estocadas. Sabido es, en efecto, que el desafío tiene, en Inglaterra, penas muy severas. Ni los militares pueden batirse, cualquiera que sea la razón que aleguen. El matador es condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El doctor me citó el nombre de un oficial que se hallaba en presidio, hace mucho tiempo, por haber herido de muerte a su enemigo, en un desafío leal. Esto hace comprender por qué ha desaparecido el desafío de las costumbres británicas.
Con un hermoso sol, la observación del mediodía fue muy buena. Dio 48° 47' de latitud, 36° 48' de longitud y sólo 250 millas como carrera. El transatlántico de peor fama tenía derecho a ofrecernos remolque. El capitán Anderson estaba muy disgustado; el ingeniero atribuía la poca presión a la poca ventilación de los nuevos fogones, pero yo creo que la falta consistía en haber disminuido imprudentemente el diámetro de las ruedas.
Pero, a las dos, mejoró la marcha. La actitud de los dos prometidos me reveló la novedad. Apoyados en la borda de estribor, palmoteaban y gritaban, muy contentos. Miraban, sonriendo, los tubos de escape que se elevaban a lo largo de las chimeneas del Great-Eastern, cuyos orificios se coronaban de un ligero vapor blanquecino. La presión había subido en las calderas de la hélice, y el poderoso agente forzaba sus válvulas, a pesar de su carga de 21 libras. No era aquello aún más que una débil respiración, un tenue aliento, pero los jóvenes lo bebían con sus ojos. No, ¡no fue más feliz Dionisio Papin cuando vio medio levantada la tapadera de su célebre marmita!
—¡Humean! ¡Humean! —exclamó la joven miss, en tanto que un ligero vapor se escapaba también de sus labios entreabiertos.
—Vamos a ver la máquina —respondió él, estrechando bajo su brazo el de su futura.
Pitferge y yo seguimos a la enamorada pareja.
—¡Qué hermosa es la juventud! —repetía el doctor.
—¡Sí —decía yo—, la juventud entre dos!
Pronto estuvimos también nosotros asomados a la escotilla de la máquina de la hélice. En el fondo de aquel vasto pozo, a 60 pies de profundidad, distinguimos los cuatro grandes émbolos horizontales que se embestían, humedeciéndose a cada movimiento con una gota de aceite lubrificador.
El joven tenía su reloj en la mano, y ella apoyada en su hombro, seguía la manecilla de los segundos. Él, en tanto, contaba las vueltas de la hélice.
—¡Un minuto! —dijo ella.
—¡Treinta y siete vueltas! —respondió él.
—¡Treinta y siete y media! —dijo el doctor, que fiscalizaba la operación.
—¡Y media! —gritó la joven—. Ya lo oís, Edward. Gracias, caballero —añadió, dirigiendo al doctor la más amable de las sonrisas.