Durante el lunch, el doctor Pitferge me dijo que el reverendo había desarrollado admirablemente su tema. Los monitores, los espolones de guerra, los fuertes acorazados, los torpedos, todos estos artificios habían figurado en su discurso. Él mismo se había engrandecido con toda la grandeza de América. Si a América la halaga verse ensalzada de este modo, no os lo puedo decir.
Al entrar en el gran salón, leí:
Lat. 50° 8' N.
Long. 30° 44' O.
Car. 255 millas.
El mismo resultado. No habíamos recorrido aún más que 1100 millas, contando las 310 que hay de Fastenet a Liverpool. La tercera parte del viaje, aproximadamente. Durante el resto del día, marineros oficiales, pasajeros, continuaron «descansando», como Dios después de crear América. No resonaba ningún piano en los salones. Los juegos de damas no salieron de sus cajas ni las barajas de sus estuches. Aquel día tuve ocasión de presentar el doctor Pitferge al capitán Corsican. Mi original logró entretener a Corsican, refiriéndole la historia secreta del Great-Eastern, con el objeto de convencerle de que era un buque maldito, embrujado, que necesariamente había de tener mal fin. La leyenda del maquinista soldado, hizo mucha gracia a Corsican, aficionado como un buen escocés, a lo maravilloso; pero no pudo, sin embargo, contener una sonrisa de incredulidad.
—Me parece —dijo el doctor—, que el capitán no da entero crédito a mis leyendas.
—¡Mucho!… ¡Es mucho decir! —repuso Corsican.
—¿No creeréis más, capitán, si os demuestro que en este buque, por la noche, aparecen fantasmas?
—¿Fantasmas? ¡Cómo! ¿También hay aparecidos? ¿Lo creéis?
—Creo —respondió el doctor—, todo lo que me refieren personas dignas de crédito. Sé, por los oficiales de cuarto y por los marineros, unánimes sobre este punto, que en las noches oscuras, una sombra, una forma indecisa, pasea por el buque. ¿Cómo viene? No se sabe. ¿Cómo desaparece? Tampoco se sabe.
—¡Por San Dustaní! ¡La acecharemos juntos! —exclamó Corsican.
—¿Esta noche? —preguntó el doctor.
—Sí. Y vos —añadió Corsican, volviéndose hacia mí—, ¿nos acompañaréis?
—No —dije—. No quiero turbar el incógnito del fantasma. Prefiero creer que el doctor se chancea.
—No me chanceo —repuso el terco Pitferge.
—¡Vamos, doctor! —le dije—. ¿Creéis formalmente en los muertos que recorren las cubiertas de los buques?
—Creo en los muertos que resucitan —contestó el doctor—. Esto es tanto más extraño cuanto que soy médico.
—Médico —dijo Corsican, como si le asustase la palabra.
—No os alarméis, capitán —respondió el doctor sonriendo amistosamente—. En viaje, no ejerzo.