CAPÍTULO XIII

El día siguiente, 31, era domingo. ¿Cómo se pasaría el día a bordo? ¿Sería el domingo inglés o americano, que cierra los «taps» y los «bars» durante los oficios; que detiene la cuchilla del carnicero sobre la cabeza de su víctima y la pala del panadero a la boca del horno; que suspende los negocios, que apaga los fogones de las máquinas de vapor y condensa el humo de las fábricas, que cierra las tiendas, abre las iglesias y hace cesar el movimiento de los trenes, al contrario de lo que sucede en Francia? Sí, así debía ser, o poco menos.

En primer lugar, para santificar la fiesta dominical, el capitán no mandó desplegar las velas, aunque era magnífico el tiempo y favorable el viento. Hubiéramos podido ganar algunos nudos, pero hubiera sido «improper». Me juzgaba muy afortunado porque se permitiera a las ruedas y a la hélice dar sus vueltas ordinarias. Cuando pregunté, a un puritano de a bordo, la razón de aquella tolerancia, respondió con gravedad: «Caballero, debemos respetar lo que viene de Dios directamente. El viento está en su mano. El vapor está en la de los hombres».

Me di por satisfecho y resolví observar lo que pasaba a bordo.

La tripulación estaba de gala y muy limpia. No me hubiera extrañado que los fogoneros trabajaran con levita negra. Los oficiales e ingenieros llevaban su mejor uniforme con botones de oro. Los zapatos relucían con brillo británico y rivalizaban con la intensa irritación de los sombreros encerados. Todos aquellos hombres parecían coronados y calzados de estrellas. El capitán y el segundo daban ejemplo: con guantes nuevos, abrochados militarmente, relucientes y perfumados, paseaban por las pasaderas, esperando la hora del oficio.

El mar estaba hermoso y resplandecía bajo los primeros rayos del sol. Ni una vela se divisaba. El Great-Eastern ocupaba solo el centro geométrico de aquel vasto horizonte. Las diez sonaron, con intervalos regulares, en la campana. El campanero timonel, en traje de gala, sacaba del bronce un sonido místico, muy diferente de las notas metálicas con que acompañaba el silbido de las calderas en medio de las brumas. Se buscaba instintivamente el campanario del pueblo, que nos llamaba a misa.

Numerosos grupos aparecieron a la entrada de los salones de popa y proa. Hombres, mujeres y niños estaban vestidos como correspondía al caso. Pronto se llenaron las calles. Los paseantes cambiaban saludos circunspectos. Cada cual empuñaba su libro de oraciones, esperando que la campana, cesando de tocar, indicara que habían empezado los oficios. La bandeja en que solían servirse los bocadillos, pasó por delante de mí, colmada de Biblias, que fueron repartidas sobre las mesas del templo.

Éste era el comedor principal, formado por el salón de popa, y que, por su longitud y regularidad, recordaba exteriormente el ministerio de Hacienda, de la calle de Rívoli. Entré. Los fieles «sentados» eran muchos. Reinaba profundo silencio. Los oficiales ocupaban el testero del templo. Entre ellos, el capitán Anderson, estaba sentado como en un trono.

El doctor Dean Pitferge, estaba a mi lado, paseando sus ojuelos por todo el auditorio. Me permito creer que estaba allí más como curioso que como fiel.

A las diez y media levantóse el capitán y empezó el oficio. Leyó en inglés un capítulo del antiguo Testamento, el décimo del Éxodo. Después de cada versículo, los asistentes murmuraban el que seguía. El soprano agudo de los niños y el mezzo-soprano de las mujeres se destacaban del barítono de los hombres. Aquel diálogo bíblico duró media hora. La ceremonia, sencilla y digna, se ejecutaba con puritana gravedad, y el capitán Anderson, amo después de Dios, hacía las veces de ministro a bordo, en medio del vasto Océano, hablando a aquella multitud suspensa sobre el abismo, con derecho al respeto hasta de los más indiferentes. Si el oficio se hubiera limitado a una lectura, todo hubiera ido bien; pero al capitán sucedió un orador que llevó la pasión y la insolencia al templo de la tolerancia y del recogimiento.

El orador era el reverendo que ya conocemos, el hombrecillo vivaracho, el intrigante yanqui, uno de esos ministros tan influyentes en los Estados de Nueva Inglaterra. Teniendo ya el sermón arreglado, no quiso dejar de aprovechar la ocasión, aunque fuera asiéndola de un cabello. No hubiera hecho lo mismo el amable Jorick. Miré a Pitferge, que no pestañeaba, dispuesto a resistir el fuego del predicador.

Éste abotonó gravemente su levita negra, sacó el pañuelo, tosió, y envolviendo a los presentes en una mirada circular:

—Al principio —dijo—, Dios creó América en seis días y el séptimo descansó.

Oído esto, tomé las de Villadiego.