La vida a bordo se iba organizando, a pesar de los balances desordenados del buque. Para un anglosajón, un buque correo es su barrio, su calle, su casa que se mueve y está en su casa. El francés, al contrario, parece siempre que viaja cuando viaja.
La multitud, cuando lo permitía el tiempo, afluía a las anchas calles de la cubierta. Todos aquellos paseantes, que conservaban su verticalidad a pesar de los balanceos, parecían borrachos, a quienes su enfermedad comunicaba los mismos aires de marcha. Las pasajeras cuando no subían a cubierta permanecían en su salón particular o en el salón grande. Oíanse entonces las atronadoras armonías de los pianos; preciso es confesar que aquellos instrumentos, «borrascosos» como el mar, no hubieran permitido a un Listz ejercitar su talento. Los bajos faltaban cuando se inclinaba el buque a babor, y los tiples cuando a estribor, produciendo, en la melodía y la armonía, soluciones de continuidad de que no se apercibían aquellas orejas sajonas. Entre aquellos aficionados me llamó la atención una mujer alta y flaca, que debía ser muy inteligente en música. Para poder tocar una pieza, había numerado convenientemente cada nota y cada tecla. Al leer la nota acotada con 27, tocaba la tecla 27, sin ocuparse del eco de los otros pianos, ni de los otros ruidos, ni de los chiquillos traviesos que golpeaban con el puño cerrado sus octavas desocupadas.
Durante el concierto, los asistentes leían los libros desparramados por las mesas. El que hallaba un pasaje interesante, lo leía a gritos, y los circunstantes le saludaban agradecidos con un lisonjero murmullo. Algunos diarios yacían sobre los escaños, diarios de esos ingleses o americanos, que parecen viejos aunque sus hojas no están cortadas. Es incómoda operación la de desplegar aquellas sábanas de papel de algunos metros cuadrados. Pero siendo la moda no cortar, no se corta. Tuve un día la paciencia de leer de cabo a rabo y de esta manera el New-York-Herald, pero mi paciencia quedó al fin recompensada con la lectura de este anuncio: «M. Z. ruega a la linda M. X. a quien ayer encontró en el ómnibus de la calle 25, que pase mañana a visitarle, cuarto número 17 de la fonda de San Nicolás, para arreglar su matrimonio». ¿Qué haría la linda young X? No quiero saberlo.
Mirando y charlando, pasé aquella tarde en el salón. Habiendo venido Pitferge a sentarse a mi lado, la conversación no podía dejar de ser interesante.
—¿Estáis mejor, después de vuestra caída? —le pregunté.
—Perfectamente. Pero esto no anda bien.
—¿Quién anda mal? ¿Vos?
—No, el buque. Funcionan pésimamente las calderas de la hélice. No hay presión bastante.
—¿Deseáis, pues, llegar a Nueva York?
—¡De ninguna manera! Hablo como mecánico, ni más ni menos. Estoy en mi centro y sentiría mucho que se disolviera este grupo de tipos reunidos por la casualidad para divertirtne.
—¡Tipos! —exclamé mirando a los pasajeros que afluían al salón—. Todas estas gentes son iguales.
—¡Bah! —dijo el doctor—. No los conocéis. Convengo en que hay sólo una especie, pero ¡cuántas variedades tiene! Mirad aquel grupo de despreocupados, con las piernas tendidas sobre los divanes y el sombrero ladeado. Son yanquis, legítimos yanquis de los pequeños estados de Maine, de Vermont o del Connecticut, productos de Nueva Inglaterra, hombres de cabeza y de acción, algo demasiado crédulos con los reverendos, pero que estornudan sin volver la cara. ¡Ah! Son verdaderos sajones, naturalezas hechas para el lucro y por tanto muy hábiles. ¡Encerrad a dos yanquis en un cuarto, y al cabo de una hora, cada uno habrá ganado diez dólares al otro!
—No os pregunto cómo —dije soltando la carcajada—. Pero decidme, ¿quién es aquel hombrecillo vestido con gabán largo y pantalón corto, que se mueve como una verdadera veleta?
—Un ministro protestante, un hombre considerable de Massachussets, que va a incorporarse a su mujer, institutriz muy conocida por cierta causa célebre.
—¿Y aquel alto y fúnebre, que parece embebido en sus cálculos?
—Calcula en efecto —dijo el doctor—. Calcula siempre y siempre.
—¿Problemas?
—No, su fortuna. Es un hombre considerable. Sabe en cada instante, cuánto posee, con error de menos de un céntimo. Todo un barrio de Nueva York le tiene por casero Hace un cuarto de hora tenía 1 625 367 dólares, pero ahora ya no tiene más que 1 625 366 dólares y cuarto.
—¿Por qué?
—Porque acaba de fumar un cigarro, que no se lo dieron gratis.
Las salidas del doctor me hacían gracia. Le indiqué otro grupo, reunido en otro punto del salón.
—Aquéllos —me dijo— son del Fart West. El más alto es el director del Banco de Chicago, hombre considerable. Lleva debajo del brazo un álbum con vistas de su querida ciudad. ¡Está orgulloso y hace bien en estarlo: es una gran ciudad, edificada en un desierto en 1836, que hoy contiene 400 000 almas contando la suya! A su lado se ve una pareja californiana. La mujer es guapa y delicada; el marido, fuerte y flaco, es un antiguo mozo de labranza, que cierto día supo labrar pepitas de oro. Es…
—¿Considerable?
—¡Vaya! ¡Ya lo creo! Su activo es de millones.
—¿Y aquél que mueve la cabeza de arriba abajo, como un negro de reloj?
—Es el célebre Cokburu de Rochester, el estadístico universal, que todo lo ha pesado, medido, contado y valuado en guarismos. Interrogad a ese maniático inofensivo y os dirá cuánto pan ha engullido un hombre a los cincuenta años, cuántos metros cúbicos de aire ha respirado. Os dirá también cuántos pliegos en folio llenarían las palabras de un abogado de Temple-Bar; cuántos millas anda diariamente un cartero, solo para llevar cartas amorosas; cuántas viudas pasan al día por el puente de Londres; cuántos metros de altura tendría una pirámide levantada por los bocadillos consumidos anualmente por un ciudadano de la Unión; cuántos…
El doctor, lanzado a toda vela, hubiera seguido por el mismo camino hasta sabe Dios cuándo, si no le hubieran distraído otros pasajeros que desfilaron por delante de nosotros. ¡Qué tipos tan diversos! Pero ni un desocupado; no se varía de continente sin motivo serio. La mayor parte iba a América a hacer fortuna, sin tener en cuenta que un yanqui a los veinte años ya ha adquirido su posición, y que a los veinticinco es demasiado viejo para entrar en lucha.
Entre aquellos aventureros, inventores y buscavidas, me enseñó el doctor algunos muy interesantes. Uno era un sabio químico, rival de Liebig, que sabía condensar todos los elementos nutritivos de un buey en una pastilla de carne del tamaño de un peso duro y que iba a acuñar moneda con rumiantes de las Pampas. Otro corría a Nueva Inglaterra, a explotar un caballo de vapor que llevaba encerrado en una caja de reloj de bolsillo. Un francés de la calle de Chapon creía tener hecha su fortuna, pues llevaba 30 000 muñecas de cartón que decían papá con acento americano.
Además de estos originales, ¡cuántos otros cuyos secretos podían suponerse! Tal vez algún cajero llevaba su caja a tomar aires, y algún detective, amigo suyo durante el viaje, esperaba solo la llegada a Nueva York para echarle mano al pescuezo. Tal vez hubiera podido hallarse entre otros algún director de alguna de esas empresas que hallan siempre accionistas bobos, aunque la sociedad se titule: Compañia oceánica de alumbrado de gas de la Polinesia, o Sociedad general de carbones incombustibles.
Me distrajo en aquel momento una pareja joven, que parecía profundamente aburrida.
—Son peruanos —me dijo el doctor—, casados hace un año, y cuya luna de miel han paseado por todos los horizontes del globo. Salieron de Lima en la noche de novios. Se adoraron en el Japón, se adoraron en Australia, se toleraron en Francia, riñeron en Inglaterra y se divorciarán en América.
—¿Y aquel hombre alto, de fisonomía altanera, que acaba de entrar? Parece un oficial, con su bigotazo negro.
—Es un mormón —respondió Pitferge—. Es mister Flateh, gran predicador de la Ciudad de los Santos. ¡Hermoso tipo de hombre! ¡Qué mirada tan arrogante, qué fisonomía tan digna, qué modo de vestir tan diferente del modo de vestir de un yanqui! Regresa de Alemania e Inglaterra, donde ha predicado, haciendo muchos prosélitos, pues el mormonismo cuenta en Europa muchísimos adeptos, a los cuales permite conformarse a las leyes de sus países respectivos.
—Yo creía que en Europa estaba prohibida la poligamia.
—Sin duda, pero se puede ser mormón sin ser polígamo. Brigham-Young tiene un harem porque así le conviene, como lo tiene más de un católico, pero no todos sus correligionarios le imitan a orillas del lago Salado.
—¿Y mister Hateh?
—Tiene una mujer, y le basta. Además, se propone explicarnos su doctrina una de estas noches.
—Tendrá un lleno completo —dije.
—Sí —respondió el doctor—, si el juego no le quita los parroquianos. Anda por ahí un inglés de mala cara, que me parece el jefe de esta turba de tahúres que juegan en la cámara de proa. Es un canalla de la peor fama. ¿Habéis reparado en él?
Algunos pormenores que añadió el doctor me hicieron recordar al individuo que aquella mañana se había distinguido por sus apuestas. Mi diagnóstico no me había engañado. Dean Pitferge me dijo que se llamaba Harry Drake. Era hijo de un comerciante de Calcuta, un jugador, un camorrista, un perdido, un tronado, y probablemente iba a América a probar vida de aventuras.
—Esos hombres encuentran en cualquier parte aduladores que les estimulan, y ése tiene ya aquí su círculo de pillos cuyo centro forma. Entre ellos está un hombrecillo chato, carirredondo, de labios gruesos y con gafas de oro, que se titula doctor y dice que va a Quebec, pero que estoy seguro de que es judío alemán, mestizo de burdeles; un charlatán de baja estofa y admirador de Drake.
Pitferge, que saltaba de tema en tema, me tocó en el codo, para hacerme reparar en un joven de 22 años que daba el brazo a una niña de 17.
—¿Dos recién casados? —pregunté el doctor.
—No, son dos novios antiguos que sólo esperan llegar a Nueva York para casarse. Han dado la vuelta a Europa, con permiso de sus familias, y ya están convencidos de que han nacido el uno para el otro. ¡Guapos muchachos! Da gozo verlos asomados a la escotilla de la máquina, contando las vueltas de las ruedas, que no andan bastante de prisa para su gusto. ¡Ah! ¡Si nuestras calderas hubieran llegado al rojo blanco, como esos dos corazones, no nos faltaría presión!