CAPÍTULO VIII

La noche del miércoles al jueves fue mala. Mi lecho se agitó extraordinariamente y tuve que apoyar mis rodillas y codos en su tabla de doble suspensión. Sacos y maletas danzaban por el camarote. Oíase un estrépito inusitado en el salón inmediato, donde habían sido depositados, provisionalmente, dos o trescientos fardos que chocaban con las mesas y bancos. Golpeaban las puertas, gemían los tabiques, vasos y botellas daban chasquidos en sus móviles suspensiones y caían al suelo, en las cocinas, cataratas de vajilla. Resonaban también los mugidos de la hélice y los golpes de las ruedas que, saliendo del agua, alternativamente, azotaban el aire con sus paletas.

Comprendí que, habiendo refrescado el viento, no permanecía ya insensible el buque a las olas que le cogían a su largo.

Después de una noche de insomnio, me levanté a las seis de la mañana. Agarrado con una mano al marco de la litera, me vestí con la otra, a fuerza de trabajos. No hubiera podido, sin punto de apoyo, mantenerme en pie, y tuve que sostener con mi levita una reñida lucha. Dejé luego mi camarote, atravesé, como pude, el salón lleno de revoltosos fardos y subí, a gatas, la escalera, como un campesino romano que trepara por los escalones de la Scala Santa de Poncio Pilato, y llegué a la cubierta, donde me aferré vigorosamente a un guardiamarina.

Nada de tierra a la vista. Habíamos doblado por la noche el cabo Clear, y se distinguía por todos lados esa circunferencia que trazan las aguas sobre el azul del cielo. Grandes olas de color de pizarra, que no se deshacían, hinchaban el mar. El Great-Eastern, cogido al sesgo y no apoyado por vela alguna, se balanceaba espantosamente. Sus palos describían arcos de círculo, cual si fueran enormes piezas de compás. El oficial de cuarto, aferrado a la pasadera, se mecía como en un columpio, pues era imposible permanecer en pie.

Conseguí, de guardiamarina en guardiamarina, ganar el tambor de estribor. La bruma había dejado muy resbaladiza la cubierta. Al ir a cogerme a la paralela por uno de sus puntales, un cuerpo llegó rodando a mis pies. Era el doctor Dean Pitferge. Aquel tipo se puso al punto a gatas y mirándome, exclamó:

—Justo. Las paredes del Great-Eastern describen un arco de 40 grados; veinte de elevación y otros tantos de depresión.

—¿De veras? —respondí riendo, no por la observación sino por la ocasión en que se hacía.

—¡Tal como suena! —repuso—. La velocidad de las paredes es, durante la oscilación, de un metro setecientos cuarenta y cuatro milímetros por segundo. Un trasatlántico, que tiene la mitad de largo, sólo emplea ese tiempo en caer de una a otra borda.

—Entonces —le dije—, puesto que el buque recobra tan pronto la vertical, hay sobra de estabilidad.

—Sí, ¡para él, pero no para nosotros! —respondió alegremente el doctor— pues, como veis, recobramos la horizontal mejor que queremos.

Encantado de su réplica, levantóse el doctor y, apoyados uno en otro, logramos llegar a un banco de la toldilla. Felicité allí a Pitferge, porque sólo tenía algunas desolladuras, cuando podía haberse roto la cabeza.

—Aún no hemos Regado al fin —me dijo—. Pronto ocurrirá alguna desgracia.

—¿A nosotros?

—Al buque, que es lo mismo.

—Si habláis en serio, ¿por qué os embarcasteis?

—¡Porque tengo ganas de ver a qué sabe un naufragio! —dijo el doctor con la mayor formalidad.

—¿Es la primera vez que navegáis en este barco?

—No. He hecho en él, como curioso, varias travesías.

—Entonces no os quejéis.

—No me quejo. Hago constar los hechos y espero paciente la hora de la catástrofe.

¿Se burlaba aquel hombre de mí? Sus ojuelos me parecían muy irónicos. Quise tantearle más.

—Doctor —le dije—, aunque no sé en qué hecho pueden fundarse vuestros pronósticos, debo advertiros que el Great-Eastern ha atravesado ya veinte veces el Atlántico, y que el conjunto de sus viajes ha sido satisfactorio.

—¿Qué importa eso? —contestó—. Este buque está embrujado, para emplear la expresión del vulgo. Su destino está escrito. Todo el mundo lo sabe y nadie se fía de él.

»¡Cuántas dificultades ha habido que vencer para botarlo al agua! Se resistía tanto a mojarse como el hospital de Greenwich. Creo que su constructor Brunnel murió, como decimos los médicos, de resultas de la operación.

—¿Sois, acaso, materialista?

—¿A qué viene esa pregunta?

—La hago porque he observado que muchos que no creen en Dios, creen en todo lo demás, hasta en el mal de ojo.

—Bromead, pero dejadme proseguir argumentando —replicó el doctor—. El Great-Eastern ha arruinado ya varias compañías. Construido para el transporte de emigrantes y el de mercancías a Australia, no ha visto Australia. Combinado para dar una velocidad superior a la de los paquebotes transoceánicos, la ha dado mejor.

—Por consiguiente…

—Esperad —respondió Dean Pitferge—. Se ha ahogado ya uno de los capitanes del Great-Eastern, y era de los más hábiles, porque sabía cortar las olas de manera que evitaba este infernal balance.

—Deploremos su muerte, pero nada más.

—Ademas —prosiguió el doctor sin hacer caso de mi incredulidad—, se dice que un pasajero que se perdió en sus profundidades, como un leñador en los bosques americanos no ha sido hallado aún.

—¡Hombre! —dije irónicamente—. Eso ya es un hecho.

—También dicen que al hacer las calderas, un maquinista quedó, por descuido, soldado dentro de una de ellas.

—¡Bravo! ¡Un maquinista soldado! ¡E ben trovato! ¿Creéis eso, doctor?

—Lo creo, como creo que nuestro viaje, que ha empezado mal, acabará peor.

—El Great-Eastern es tan fuerte que puede desafiar los mares más furiosos. Es sólido como si fuera macizo.

—Aunque es sólido, dejadle caer en el hueco de dos olas y veréis si se levanta. Es un gigante cuya fuerza no corresponde a su talla. Sus maquinas son débiles. ¿Habéis oído hablar de su 19 viaje, de Liverpool a Nueva York?

—No.

—Pues yo estaba a bordo. Habíamos salido de Liverpool el 10 de diciembre, en martes. Los pasajeros eran muchos y estaban llenos de confianza. Mientras la mar no nos cogió al largo, gracias a las costas de Irlanda, todo fue a pedir de boca. Al día siguiente, la misma indiferencia al mar. Pero el 12 por la mañana, refrescó el viento. Las olas empezaron a cogernos al sesgo y el Great-Eastern a bailar. Los pasajeros de ambos sexos se encerraron en sus camarotes. A las cuatro, el viento era de tempestad. Empezaron a danzar los muebles. Una cabezada de vuestro servidor rompió un espejo del gran salón. La vajilla se hizo trizas. ¡Qué estrépito! Un golpe de mar arranca de sus pescantes ocho embarcaciones. La situación se agrava. Se paró la máquina de las ruedas, pues un enorme pedazo de plomo, que el balance había arrancado, iba a introducirse entre sus órganos. La hélice seguía llevándonos. Volvieron a funcionar las ruedas, a mitad de velocidad, pero una de ellas, habiéndose falseado durante el descanso, arañaba con sus paletas el casco del buque, por cuya razón hubimos de contentarnos con la hélice para permanecer a la capa. ¡Qué noche! Caído en el hueco de las olas, el buque no podía levantarse. Algunas velas que se largaron para maniobrar y tratar de levantarlo, echaron a volar como cometas.

»Todos los herrajes de las ruedas habían desaparecido al amanecer. Se hunde el piso de la cuadra y cae una vaca en el salón de señores. Se rompe la mecha del timón y ya no es posible gobernar. Se oyen choques espantosos. Los produce un inmenso depósito de aceite, de 3000 kilos de peso, que ha roto sus asas y barre la cubierta, chocando con las bordas que tal vez va a derribar. El sábado pasó en medio de la mayor consternación, pues continuamos en el hueco de las olas. Un ingeniero americano logró enganchar unas cadenas en el azafrán del timón, dándonos medio de gobernar. El Great-Eastern logra, por fin, levantarse y, ocho días después de nuestra salida de Liverpool, entrábamos en Queenstown. ¿Quién sabe dónde estaremos dentro de ocho días?