La operación había empezado de nuevo. El anchor-boat permitió aliviar las cadenas, y las anclas dejaron al fin el tercer lecho. La una y cuarto daban en los relojes de Birkenhead; para aprovechar la marea, era indispensable que el Great-Eastern no retardara más su salida. Subieron a la pasadera el capitán y el piloto. Colocóse un teniente junto al aparato de señales de las ruedas y otro junto al de la hélice; entre los dos, junto a la ruedecilla destinada a mover el timón, estaba el timonel. Otros cuatro timoneles, para el caso de que llegara a faltar la máquina de vapor, vigilaban en la parte de popa, dispuestos a maniobrar las grandes ruedas del timón. Para bajar el río, el Great-Eastern no tenía más que hendir la marea.
Diose la señal de partir. Resonó la hélice en la popa, azotaron las ruedas lentamente las primeras capas de agua, y empezó a moverse el buque.
Casi todos los viajeros contemplaban, desde la toldilla de proa, el doble paisaje que ofrecían Liverpool a la derecha y Birkenhead a la izquierda. El Mersey no dejaba, para el paso de nuestro enorme buque, más que estrechos callejones, entre los buques anclados y los que se movían subiendo o bajando. Pero, sensible a los más leves movimientos de la mano del piloto, el Great-Eastern se deslizaba por aquellas angosturas, ágil como una piragua. Hubo un momento en que me pareció imposible que dejáramos de pasar por ojo a una fragata que cruzaba la corriente y que rozó, con sus penoles, el casco de nuestra gigantesca nave; pero se evitó el choque, y cuando, desde las cofas, pude ver aquel barco de 700 a 800 toneladas, me pareció uno de esos barquitos con que los niños juegan en los estanques de Green-Park o de Serpentine-River.
No tardó el Great-Eastern en atravesar los muelles del embarque de Liverpool. Los cuatro cañones, respetando la memoria de los muertos que el ténder desembarcaba, permanecieron mudos, pero formidables aclamaciones y vivas reemplazaron aquellos estampidos, que son las más ruidosas manifestaciones de la cortesía nacional. Resonaron palmoteos, se levantaron los brazos, se agitaron los pañuelos con ese entusiasmo de que son tan pródigos los ingleses a la salida de todo barco, aunque sea una lancha que va a dar un paseo por la bahía. Mas ¡qué manera de responder a aquellos saludos! Millares de curiosos coronaban las murallas de Liverpool y de Birkenhead. Los boats, cargados de espectadores, hormigueaban en el río. La tripulación del Lord Clyde, buque de guerra fondeado en la dársena, saludó al Great-Eastern con sus aclamaciones, desde lo alto de las vergas. Desde las toldillas de los buques anclados en el río, estrepitosas músicas nos enviaban terribles armonías que dominaban el griterío. Las banderas, en honor al gigante, no cesaban de subir y bajar. Pero pronto empezaron a amortiguarse los gritos, a causa de la distancia. Pasamos rozando el Trípoli, paquebote de la línea «Cunard», destinado al transporte de emigrantes y que parecía una lancha, a pesar de sus 2000 toneladas. Después, el humo cesó de oscurecer el horizonte, aumentaron los espacios entre las casas y pudo verse el campo por entre las paredes de ladrillo. Aún se distinguían las casas de campo de recreo y, en la orilla derecha del río, nos saludaron los últimos vivas, desde la meseta del faro y las caras y flancos del baluarte.
A las tres de la tarde, después de haber franqueado los pasos del Mersey, el Great-Eastern salía al canal de San Jorge. Soplaba el Suroeste. Nuestras banderas, estiradas, no formaban ni un pliegue. Algunas olas, que pasaban inadvertidas para el Great-Eastern, empezaban a hinchar la superficie líquida.
A las cuatro, el capitán Anderson mandó hacer alto. Así que el barquillo satélite atracó, se le echó una escala de cuerda, por la cual se encaramó pesadamente el médico segundo del buque. El práctico bajó, con más agilidad, a su bote que le esperaba, y cuyos remeros llevaban cinturones salvavidas. Al pairo los esperaba una elegante goleta, a la cual abordaron muy pronto.
Rompióse de nuevo la marcha, acelerándose la del Great-Eastern a impulso de sus ruedas y su hélice. El buque no arfaba, a pesar del viento que soplaba de proa. Pronto cubrieron las sombras el mar, perdiéndose en la noche la costa del condado de Gales, señalada por la punta de Holg-Head.