CAPÍTULO IV

Fabián se separó de mí, para ir a reconocer su alojamiento, en el camarote 73 de la serie del gran salón, cuyo número estaba marcado en su billete. En aquel momento, gruesos borbotones de humo revoloteaban en torno de las anchas bocas de las chimeneas del buque. Oíase estremecer el casco de las calderas hasta en las profundidades de la nave. Huía el estridente vapor por los tubos de escape, volviendo a caer sobre cubierta, en forma de menuda lluvia. Estrepitosos remolinos revelaban que se estaban ensayando las máquinas. La presión decía al ingeniero que podíamos partir.

Fue preciso ante todo levar el ancla. La marea subía aún y el Great-Eastern, movido por su empuje, le presentaba la proa. Todo estaba dispuesto para bajar el río. El capitán Anderson había tenido que aprovechar aquel momento para aparejar, pues la eslora del Great-Eastern no le permitía evolucionar en el Mersey. No arrastrado por la bajamar, sino al contrario, resistiendo la rápida marea, era más dueño de su barco y estaba más seguro de poder maniobrar hábilmente por entre las numerosas embarcaciones que surcaban el río. El más leve contacto con aquel gigante hubiera sido desastroso.

Levar el ancla en tales condiciones exigía esfuerzos considerables. En efecto, el buque, a impulso de la corriente, estiraba las cadenas que lo amarraban. Además, un fuerte viento del Sudoeste, hallando en su masa un obstáculo, unía su acción a la del flujo. Para arrancar las pesadas anclas del fondo de cieno se necesitaban poderosos aparatos. Un anchor-boat, buque especial, destinado a esta operación, se enganchó a sus cadenas; pero no bastando sus cabrestantes, hubo que recurrir a los aparatos mecánicos que tenía a su disposición el Great-Eastern.

En la proa, para izar las anclas, estaba dispuesta una máquina de la fuerza de setenta caballos. Se obtenía una fuerza considerable, que podía actuar inmediatamente sobre el cabrestante a que se enganchaban las cadenas, sin más que hacer pasar a los cilindros el vapor de las calderas. Pero la inmensa fuerza de la máquina fue insuficiente y hubo que acudir en su socorro. Cincuenta marinos, obedeciendo una orden del capitán Anderson, colocaron las palancas y empezaron a virar el cabrestante.

El buque empezó a avanzar sobre sus anclas, pero con mucha lentitud. Los eslabones rechinaban penosamente en los escobones; me parece que algunas vueltas de rueda, que hubieran permitido embragar más fácilmente, hubieran aliviado mucho las cadenas.

Hallábame entonces en la toldilla de proa con algunos pasajeros, que contemplaban, como yo, los progresos de la operación. A mi lado, un viajero, impaciente, sin duda, por la lentitud de la maniobra, se encogía de hombros a cada instante, burlándose de la imponente máquina. Era un hombrecillo flaco, nervioso, de viveza ratonil, cuyos ojos apenas se distinguían bajo los pliegues de sus párpados. Un fisonomista hubiera comprendido, a la primera ojeada, que la vida se presentaba de color de rosa a aquel filósofo, discípulo de Demócrito, que no daba punto de reposo a sus músculos cigomáticos, necesarios para la acción de la risa. Por lo demás, como luego tuve ocasión de ver, era un buen compañero de viaje. «Hasta ahora —me dijo—, había yo creído que las máquinas servían para ayudar a los hombres, y no para que éstos las ayudaran».

Iba a responder a observación tan sensata, cuando se oyeron gritos. Mi vecino y yo corrimos a la proa, donde pudimos ver que habían sido derribados todos los trabajadores de las palancas: unos se levantaban, otros no podían levantarse. Un piñón de la máquina había saltado, y la poderosa acción de las cadenas había hecho girar con espantosa fuerza el cabrestante. Los marineros habían sido heridos, con terrible violencia, en el pecho o en la frente. El irresistible molinete descrito por las sueltas barras había herido a doce marineros y muerto a cuatro. Entre los heridos se hallaba el contramaestre, que era un escocés llamado Dundée.

Todos acudimos. Los heridos fueron llevados a la enfermería y se mandó desembarcar los cadáveres. La vida de las gentes pobres es tan poca cosa para los anglosajones, que apenas causó impresión a bordo tan triste suceso. Aquellos desgraciados, muertos o heridos, no eran más que dientes de una rueda, fáciles de reponer. El ténder, dócil a una seña que se le hizo, volvió a atracar a nuestro costado.

Me dirigí a la escalera que no se había quitado aún. Los cadáveres, envueltos en mantas, fueron colocados sobre cubierta, en el ténder. Uno de los médicos de la dotación del Great-Eastern, fue a acompañarlos a Liverpool, con orden de regresar cuanto antes a bordo. Alejóse el ténder, y los marineros lavaron las manchas de sangre que ensuciaban el puente.

Detalle curioso. Un viajero levemente herido por una astilla, se marchó en el ténder, aprovechando la ocasión. Ya estaba saturado de Great-Eastern.

Yo miraba el ténder, que a todo vapor se alejaba, cuando oí a mi irónico compañero, que murmuraba detrás de mí:

—¡Buen principio de viaje!

—No puede ser peor —repliqué—. ¿Tengo el honor de hablar a…?

—Al doctor Dean Pitferge.