En efecto, el Great-Eastern se disponía a zarpar. De sus cinco chimeneas se escapaban ya algunas volutas de humo negro. Una espuma caliente transpiraba a través de los pozos profundos que daban acceso a las máquinas. Algunos marineros bruñían los cuatro grandes cañones que debían saludar a Liverpool a nuestro paso. Algunos gavieros corrían por las vergas, recorriendo la jarcia para facilitar la maniobra. Se estiraban los obenques, encapillándolos debidamente y haciéndolos bajar a las mesas de guarnición. A eso de las once, los tapiceros clavaban los últimos clavos y los pintores daban la última mano de barniz. Después, todos se embarcaron en el ténder que los aguardaba. Así que la presión fue suficiente, se envió el vapor a los cilindros de la máquina motriz del gobernalle y los maquinistas reconocieron que el ingenioso aparato funcionaba regularmente.
El tiempo era bastante bueno; el sol se dejaba ver con claridad y sólo momentáneamente lo cubría alguna nube. En alta mar debía soplar bien el viento, lo cual importaba bastante poco al Great-Eastern.
Todos los oficiales se hallaban a bordo, repartidos por todo el buque, para preparar el aparejo. El Estado Mayor se componía de un capitán, un segundo, dos segundos oficiales, cinco tenientes, uno de ellos francés, mister H…, y un voluntario, francés también.
El capitán Anderson goza de gran reputación en la Marina mercante inglesa. A él se debe la colocación del cable transatlántico. Verdad es que si triunfó donde fracasaron sus antecesores fue porque trabajó en condiciones mucho más favorables, teniendo el Great-Eastern a su disposición. Lo cierto es que su triunfo le valió el título de sir, otorgado por la reina. Encontré en él un comandante muy amable. Era un hombre de unos cuarenta años; sus cabellos tenían ese color rubio que se conserva a pesar de la edad, su estatura era elevada, su cara ancha y risueña y de tranquila expresión; su aspecto era verdaderamente inglés; su paso lento y uniforme, su voz dulce; sus ojos pestañeaban con frecuencia, sus manos nunca iban metidas en los bolsillos y siempre ostentaban estirados guantes; vestía con elegancia, pero con esta seña particular: la punta de su pañuelo blanco salía siempre del bolsillo de su levita azul con triple galón de oro.
El segundo del buque ofrecía un contraste singular con el capitán Anderson. Es fácil de retratar: es un hombrecillo vivaracho, muy moreno, con ojos algo inyectados, con barba negra que le llega a los ojos; piernas arqueadas que desafían todas las sorpresas del balance. Marino activo, vigilante, muy instruido en los pormenores, daba sus órdenes con voz breve órdenes que repetía el contramaestre con ese ronquido de león constipado peculiar a la Marina inglesa. El segundo se llamaba W… y era, según tengo entendido, un oficial de la Armada, empleado, con permiso especial, a bordo del Great-Eastern. Su modo de andar era de «lobo de mar» y debía de ser de la escuela de aquel almirante francés, valiente a toda prueba, que en el momento del combate gritaba siempre a su gente: «¡Animo, muchachos, no tropecéis! ¡Ya sabéis que tengo la costumbre de hacerme ascender!».
Las máquinas corrían a cargo de un ingeniero jefe, auxiliado por diez oficiales mecánicos. A sus órdenes maniobraba un batallón de 250 maquinistas, fogoneros o engrasadores, que no salían de las profundidades del barco.
Diez calderas, con diez fogones cada una, es decir, cien fuegos que vigilar, tenían al batallón ocupado noche y día.
La tripulación propiamente dicha, contramaestre, gavieros, timoneles y grumetes, era de unos 100 hombres. Además, había 200 mozos destinados al servicio de los pasajeros.
Cada cual estaba en su puesto. El práctico que debía «sacar» el Great-Eastern de la barra de Mersey, estaba a bordo desde el día anterior. Vi también a un piloto francés, de la isla de Moléne, cerca de Ouessant, que debía hacer con nosotros la travesía de Liverpool a Nueva York, y al regreso hacer entrar el Great-Eastern en la rada de Brest.
—Empiezo a creer que saldremos hoy —dije al teniente H…
—No esperamos más que a los viajeros —respondió mi compatriota.
—¿Son muchos?
—Cerca de mil trescientos.
Era la población de un pueblo grande.
A las once y media fue señalado el ténder, colmado de pasajeros, que rebosaban de las cámaras, que se apiñaban en las pasarelas, que se apretaban sobre las montañas de fardos que había sobre la cubierta; algunos iban tendidos sobre los tambores. Eran, como supe muy pronto, califomianos, canadienses, yanquis, peruanos, americanos del Sur, ingleses, alemanes y dos o tres mil franceses. Entre ellos se distinguían el célebre Cyrus Field, de Nueva York; el honorable John Rose, del Canadá; el honorable Macalpine, de Nueva York; mister Alfredo-Cohen, de San Francisco; mister Whitney, de Montreal; el capitán Macph… y su esposa. Entre los franceses se hallaban el fundador de la «Sociedad de los Fletadores del Great-Eastern», mister Jules D… representante de la «Telegraph Construction and Maintenance Company», que había contribuido a poner en práctica el proyecto, con veinte mil libras.
El ténder atracó al pie de la escalera de estribor, y dio principio a la interminable ascensión de equipajes y pasajeros, pero sin prisa, sin gritos, como si todos fueran personas que entraran tranquilamente en su casa. Si hubieran sido franceses, hubieran creído su deber subir como al asalto, a guisa de verdaderos zuavos.
El primer cuidado de cada pasajero, al poner el pie en el Great-Eastern, era bajar a los comedores, para marcar el puesto de su cubierto. Una tarjeta o su nombre, escrito con lápiz en un pedazo de papel bastaba para asegurarle su toma de posesión. En aquel momento se estaba sirviendo un almuerzo, y no tardaron las mesas en verse rodeadas de convidados, que cuando son anglosajones, saben combatir perfectamente, esgrimiendo el tenedor, el fastidio de una travesía.
Con objeto de seguir todos los pormenores del embarque, me había quedado sobre cubierta. A las doce y media todos los equipajes estaban transbordados. Allí pude ver, revueltos, mil fardos de todas formas y tamaños; cajones grandes como coches, capaces de contener un mobiliario completo; estuches de viaje de elegancia perfecta; sacos de formas caprichosas, y muchas de esas maletas americanas o inglesas, tan fáciles de reconocer por el lujo de sus correas, su hebillaje múltiple, el brillo de sus chapas y sus gruesas fundas de lona o de hule, con dos o tres grandes iniciales caladas en sendas chapas de hojalata. Pronto desapareció toda aquella balumba en los almacenes (iba a decir en las estaciones del entrepuente), y los últimos trabajadores, mozos de cuerda o guías, volvieron al ténder, que se alejó, después de haber ensuciado el Great-Eastern con las escorias de su humo.
Volvía hacia la proa, cuando de pronto, me hallé en presencia del joven a quien había visto en el muelle de New-Prince. Se detuvo al verme y me tendió una mano que estreché cariñosamente.
—¿Vos aquí, Fabián?, exclamé.
—Yo mismo, amigo querido.
—No me engañé cuando, hace algunos días, creí veros en el embarcadero. ¿Vais a América?
—Sí. ¿En qué puede emplearse mejor una licencia de algunos meses, que en correr el mundo?
—¡Dichosa la casualidad que os ha hecho elegir el Great-Eastern para vuestro paseo!
—No ha sido, casualidad, querido compañero. Leí en un periódico que habíais tomado pasaje a bordo de este buque y he querido hacer el viaje con vos.
—¿Acabáis de llegar de la India?
—El Dodavery me dejó anteayer en Liverpool.
—¿Y viajáis, Fabián?… —le pregunté observando su rostro pálido y triste.
—Para distraerme, si puedo —respondió, estrechando mi mano con emoción, el capitán Fabián Macelwin.