La cubierta aún no era mas que un inmenso astillero entregado a un ejército de trabajadores. No podía convencerme de que aquello fuera un buque. Muchos miles de hombres, jornaleros, marineros de la tripulación, maquinistas, oficiales, curiosos, se cruzaban, se codeaban sin incomodarse, unos por el puente, otros por las máquinas, unos agrupados, otros dispersos, por la jarcia, entre la arboladura, todos formando un revoltijo imposible de describir Aquí, garruchas volantes elevaban enormes piezas de fundición; allá, cabrias de vapor izaban pesadas vigas: sobre la cámara de las máquinas se balanceaba un cilindro de hierro verdadero tronco de metal; hacia la proa, las vergas trepaban; gimiendo, a lo largo de los masteleros; hacia la popa, se alzaba una andamiada que ocultaba, sin duda, un edificio en construcción. Se edificaba, se encajaba, se cepillaba, se pintaba, se clavaba, en incomparable desorden.
Mi equipaje estaba ya trasbordado. El capitán Anderson no se hallaba aún a bordo, pero uno de sus subordinados me instaló, con mis fardos, en un camarote de popa.
—Amigo —le dije—, aunque la salida del Great-Eastern está anunciada para mañana, es imposible que en veinticuatro horas estén concluidos estos preparativos. ¿Cuándo os parece que podremos salir de Liverpool?
Acerca de este punto, el personaje a quien me dirigía no estaba más enterado que yo. Me dejó solo. Entonces resolví visitar todos los rincones de aquel inmenso hormiguero, y empecé mi paseo, como un viajero curioso en una ciudad desconocida.
Un fango negro, ese lodo británico que se pega al empedrado de las ciudades inglesas, cubría la cubierta. Asquerosos arroyuelos serpenteaban por todos lados. Parecía que me hallaba en uno de los peores puntos del Uper-Thames-Street de Londres. Adelanté, rozando los camarotes que se prolongaban hacia la popa. Entre éstos y las bordas, a ambos lados del buque, se delineaban dos anchas calles o, por mejor decir, dos arrabales, ocupados por una multitud compacta. Así llegué al centro mismo del buque, entre los dos tambores, reunidos por un doble sistema de pasarelas.
Allí se abría el antro destinado a contener los órganos de la máquina de ruedas, y pude ver aquel admirable artificio de locomoción. Unos cincuenta trabajadores estaban repartidos en los huecos del metálico edificio, unos enganchados a los largos émbolos inclinados según diversos ángulos, otros colgados de las bielas; éstos ajustando el excéntrico, aquello asegurando con enormes llaves los cojinetes para los muñones. El tronco de metal, que descendía lentamente por la escotilla, era un nuevo árbol motor destinado a transmitir a las ruedas el movimiento de las bielas. De aquel abismo salía un ruido continuo, mezcla de sonidos agrios y discordantes.
Después de dirigir una ojeada a aquellos trabajos de ajuste, proseguí mi paseo y llegué a la popa, donde algunos tapiceros acababan de adornar una cámara bastante espaciosa, designada con el nombre de smoking-room, que era el salón de fumar y a la vez el café de aquella ciudad flotante, alumbrado Por catorce ventanas, con cielo raso blanco y oro y con las paredes adornadas con molduras y cuarterones de madera de limoncillo. Después de atravesar una especie de plazoleta triangular, que formaba la proa del puente, llegué al estrave, que caía a plomo sobre la superficie de las aguas.
Desde aquel punto extremo pude ver, por un jirón de las bramas, la popa del Great-Eastern, a más de dos hectómetros de distancia; semejante coloso bien merece que se empleen tales unidades para valuar sus gigantescas dimensiones.
Regresé por la calle de estribor, evitando el choque de las poleas que se columpiaban en los aires y los latigazos de la jarcia que el viento sacudía, librándome ya del beso de una volante, ya de las escorias inflamadas que una fragua vomitaba como un ramillete de fuegos artificiales. Apenas divisaba la parte superior de los mástiles, de 200 pies de altura, que se perdían entre la niebla a la que mezclaban su negro humo los tenders de servicio y los «carboneros». Más allá de la grande escotilla de la máquina de ruedas, observé una pequeña «fonda» a mi izquierda, y después la larga fachada de un palacio coronado por una azotea cuya barandilla estaban adornando. Por fin, llegué a la popa, el lugar donde se alzaba la andamiada consabida. Allí, entre el último camarote y el vasto enrejado sobre el cual se elevaban las cuatro ruedas del gobernalle, unos maquinistas acababan de instalar una máquina de vapor, compuesta de dos cilindros horizontales y de un complicado sistema de piñones, palancas y ruedas de escape. No comprendí al pronto su destino, pero me pareció que en aquella parte, como en las demás, los preparativos estaban muy lejos de tocar a su término.
¿Por qué tanto retraso? ¿Por qué tanta compostura en un buque relativamente nuevo? Diremos, sobre esto, algunas palabras.
Después de unas veinte travesías entre Inglaterra y America, una de las cuales fue señalada por accidentes muy graves, la explotación del Great-Eastern quedó momentáneamente abandonada. Aquel inmenso barco, dispuesto para el transporte de viajeros, no parecía servir para nada: la desconfiada casta de los pasajeros de ultramar lo despreciaba. Después del fracaso de las primeras tentativas para establecer el cable sobre su meseta telegráfica (mal éxito, debido en gran parte a la insuficiencia de los buques que lo transportaban), los ingenieros se acordaron del Great-Eastern. Sólo él podía almacenar a su bordo aquellos 3400 kilómetros de alambre, que pesaban 4500 toneladas. Sólo él podía, gracias a su indiferencia a los embates del mar, desarrollar y sumergir aquél inmenso calabrote. Pero la estiba del cable en el buque exigió cuidados especiales. Se quitaron dos calderas de cada seis y una chimenea de cada tres, pertenecientes a la máquina de la hélice, y en su lugar se dispusieron vastos recipientes, para alojar el cable preservándolo una capa de agua de las capas atmosféricas. De este modo, el hilo pasaba de aquellos lagos flotantes al mar, sin sufrir el contacto de la atmósfera.
La operación de tender el cable se efectuó con pleno éxito, y después, el Great-Eastern fue relegado de nuevo a su costoso abandono. Tuvo entonces lugar la Exposición Universal de 1867. Una compañía francesa, llamada de los Fletadores del Great-Eastern, se fundó, con el capital de dos millones de francos, con la intención de emplear el inmenso buque en el transporte de visitadores transoceánicos. De aquí la necesidad de volver a apropiar el Great-Eastern a este destino, de cegar los recipientes, restablecer las calderas, agrandar los salones que debían habitar muchos miles de pasajeros; de construir aquellos camarotes con comedores suplementarios, y por último, de disponer tres mil camas en los costados del inmenso casco.
El Great-Eastern fue fletado al precio de 25 000 francos mensuales. Se ajustaron dos contratas con «G. Forrester y Compañía», de Liverpool: la primera, de 538 750 francos para el establecimiento de las nuevas calderas de hélice; la segunda, de 662 500 francos, para reparaciones generales y mobiliario del buque.
Antes de emprender estos últimos trabajos, el «Board of Trade» exigió que el buque fuera sacado del agua, para poder reconocer escrupulosamente su casco. Hecha esta costosa operación, se reparó cuidadosamente y con grandes gastos una ligera grieta de la quilla. Procedióse luego a la instalación de las nuevas calderas. También fue preciso reemplazar el árbol motor de las ruedas, que se había resentido en el último viaje; aquel árbol, acodado en su parte central para recibir la biela de las bombas, fue substituido por un árbol provisto de dos excéntricos, lo cual aseguraba la solidez de tan importante pieza, que sufre todo el esfuerzo. Por primera vez, el gobernalle iba a ser movido por el vapor.
A esta delicada maniobra estaba destinada la máquina en que hemos visto trabajar a los operarios mecánicos, en la popa. El piloto, colocado sobre la pasarela del centro, entre los aparatos de señales de las ruedas y de la hélice, tenía bajo los ojos un cuadrante provisto de una aguja móvil, que le indicaba a cada instante la posición de su barra. Para modificarla le bastaba imprimir un leve movimiento a una ruedecilla de un pie de diámetro, colocada verticalmente, al alcance de su mano. Las válvulas se abrían acto continuo; el vapor de las calderas se precipitaba por largos tubos o conductos a los dos cilindros de la pequeña máquina; los émbolos se movían con rapidez, las transmisiones funcionaban, y el gobernalle obedecía instantáneamente a esta irresistible combinación de fuerzas. Esto debía suceder, según la teoría, si la práctica no demostraba otra cosa, un solo hombre podría gobernar, con un dedo, la masa colosal del Great-Eastern.
Por espacio de cinco días prosiguieron los trabajos con febril actividad. Los retrasos perjudicaban notablemente a la empresa de los fletadores, pero los contratistas no podían hacer más. La partida se fijó irrevocablemente para el día 26 de marzo. El 25, la cubierta del Great-Eastern estaba aún obstruida por todo el material suplementario.
Pero durante este último día, la cubierta, las pasarelas, los camarotes se desocuparon poco a poco; se deshicieron los andamios, desaparecieron las garruchas; se dio por terminado el ajuste de las máquinas; se golpearon los últimos pasadores y se apretaron los tornillos en las últimas tuercas; las piezas bruñidas recibieron un barniz blanco que debía preservarlas de la oxidación durante el viaje; se llenaron los depósitos de aceite; la última placa descansó, por fin, sobre su mortaja metálica. Aquel día hizo el ingeniero la prueba de las máquinas. Una enorme cantidad de vapor se precipitó a la cámara de éstas. Asomado a la escotilla, envuelto en aquellas cálidas emanaciones, no me era posible ver nada, pero oía cómo los largos émbolos gemían al recorrer sus cajas de estopas y cómo oscilaban con ruido los gruesos cilindros sobre sus sólidos apoyos. Un fuerte hervor se producía bajo los tambores, mientras las palas golpeaban lentamente las aguas turbias del Mersey. Hacia la popa, la hélice azotaba las olas con su cuádruple rama. Las dos máquinas, independientes entre sí, estaban prontas a funcionar.
A eso de las cinco, atracó una lancha de vapor, destinada al Great-Eastern. Su locomóvil fue desprendida e izada luego al puente, por medio de cabrestantes. Pero no fue posible embarcar la lancha, pues su casco de acero pesaba tanto que los apoyos de las palancas cedieron bajo la carga, efecto que no se hubiera producido, sin duda, si se hubieran empleado balancines. Fue, pues, preciso abandonar aquella lancha, pero aún le quedaba al Great-Eastern un rosario de dieciséis embarcaciones colgadas de sus pescantes.
Por la tarde todo estaba ya concluido, o poco menos. Las calles, limpias, no ofrecían ya señal de barro; el ejército de los barrenderos había pasado por ellas. La estiba había terminado. Víveres, mercancías, combustible ocupaban las despensas, los almacenes y las carboneras. Sin embargo, el buque no se hundía aún hasta la línea de flotación, no sacaba los nueve metros reglamentarios, lo cual era un inconveniente para las ruedas, cuyas paletas, insuficientemente sumergidas, debían dar menos impulso. Pero, no obstante, podíamos partir. Me acosté, con la esperanza de salir al mar al día siguiente. No me engañaba. El 26 de marzo, al rayar el día, vi flotar en el palo de mesana el pabellón americano, en el mayor el pabellón francés y en el trinquete el pabellón de Inglaterra.