CAPÍTULO IX

UNA PAZ POR SEIS MESES

La Conferencia de Múnich hubiera debido marcar el principio de una nueva era en los asuntos europeos. «Versalles» (el sistema de 1919) estaba no sólo muerto, sino enterrado. Ocuparía su sitio un nuevo sistema, basado en la igualdad y la confianza entre las cuatro potencias. Chamberlain dijo que creía que era la paz para «nuestra generación». «No tengo ninguna reivindicación más que presentar en Europa», declaró Hitler. Pero quedaban por resolver varias cuestiones importantes. La Guerra Civil española no había terminado. Alemania no había recobrado sus colonias. Y, aunque quedase más lejana, era preciso, antes de asentar la estabilidad, concluir ciertos acuerdos sobre la política económica y sobre los armamentos. Ninguno de estos hechos amenazaba con provocar una guerra. Había quedado demostrado que Alemania podía obtener por medio de negociaciones pacíficas el puesto al que sus recursos le hacían acreedora en Europa. El gran obstáculo había sido felizmente salvado. El sistema, dirigido contra Alemania, había sido desmantelado por mutuo consentimiento y sin guerra. Sin embargo, en menos de seis meses, se elaboraría otro plan antigermano. Y, antes de que pasara un año, Gran Bretaña, Francia y Alemania estarían en guerra. «Múnich» fue desde el principio un engaño. ¿Sería para Hitler un paso más hacia la conquista del mundo? ¿Sería para la Gran Bretaña y para Francia un medio sólo de ganar tiempo con el fin de progresar en sus armamentos respectivos? Esto es lo que, retrospectivamente, parece. Cuando la política de Múnich se vino abajo, todo el mundo declaró que se veía venir. Los participantes en la conferencia no sólo acusaron a los demás de haber hecho trampas, sino de haberlas hecho ellos mismos. Pero en realidad nadie fue tan clarividente como después pretendiera. Los cuatro estadistas de Múnich fueron sinceros, cada cual a su modo, aunque todos abrigasen ciertas reservas, que se ocultaron cuidadosamente entre ellos.

Los franceses fueron los que más cedieron, y con menos esperanza en el porvenir. Abandonaron la situación de potencia dominadora que parecían ocupar desde 1919. Pero sacrificaron algo que no existía, y lo que hicieron fue rendirse más a la realidad que a la fuerza. No habían dejado de creer que las ventajas adquiridas en 1919, y aun posteriormente —restricciones impuestas a Alemania, alianza con los Estados de la Europa oriental— constituían otros tantos triunfos de los que podían gozar con indolencia, y no unos beneficios que habían de ser defendidos con uñas y dientes. Después de la ocupación del Ruhr, en 1923, no movieron siquiera un dedo para fortalecer el sistema de Versalles. Se desentendieron de las reparaciones, toleraron el rearme de Alemania, consintieron la nueva ocupación de la Renania y no hicieron nada para salvaguardar la independencia de Austria. Mantuvieron sus alianzas en la Europa oriental en la única creencia de que, gracias a ellas, obtendrían ayuda si eran atacados por los alemanes. Abandonaron a Checoslovaquia, su aliada, en el momento en que ésta amenazó convertir la seguridad en un riesgo. Múnich constituyó la culminación lógica de la política francesa, y no al revés. Los franceses perdieron su predominio en la Europa oriental a sabiendas de que no podrían recobrarlo. Esto no quiere decir que temieran por su propia seguridad. Muy por el contrario, aceptaron la tesis británica, preconizada a raíz de Locarno, de que quedarían más protegidos de un posible riesgo si se retiraban al otro lado del Rin. Prefirieron la seguridad a la grandeza, actitud que quizá no fuese muy brillante, pero que no llevaba consigo ningún riesgo. Incluso en 1938, temían los bombardeos, pero no temían la derrota que podrían sufrir si se veían obligados a entrar en guerra. Gamelin no dejó de subrayar que las democracias vencerían y todos los políticos lo creyeron. Pero ¿para qué serviría una guerra? Éste fue el argumento que impidió actuar a los franceses a partir de 1923 y que se lo seguiría impidiendo en 1938. Incluso en el supuesto de que Alemania fuese vencida, seguiría en el mismo sitio, grande, poderosa, resuelta a levantarse una vez más. La guerra podía detener el tiempo, pero no hacerlo volver hacia atrás; y, luego, los acontecimientos tomarían, de nuevo, el mismo curso de antes. Los franceses estaban, pues, dispuestos a sacrificarlo todo, excepto su seguridad; y, en Múnich, no creyeron sacrificarla. Abrigaban una fe sólida y justificada, como lo demostrarían los acontecimientos, en la inexpugnabilidad de la Línea Maginot (y al mismo tiempo suponían, equivocadamente en este caso, que la Línea Sigfrido resultaría igualmente inviolable). No podían impedir la penetración del poderío alemán en la Europa del Este, pero suponían que los alemanes no estaban en situación de invadir Francia. Habían sido humillados en Múnich, mas, contrariamente a lo que pensaban, no habían corrido ningún peligro.

La posición inglesa era más compleja. La moralidad no entraba dentro de los cálculos franceses, o, si entraba, era dejada a un lado de inmediato. Los franceses reconocían tener el deber de ayudar a Checoslovaquia, pero se desligaron de él por considerarlo demasiado peligroso o demasiado difícil. León Blum expresó perfectamente su modo de sentir cuando acogió el acuerdo de Múnich con una mezcla de vergüenza y de alivio. Pero, para los ingleses, la moralidad contaba mucho. Sus estadísticas hacían uso de unos argumentos prácticos: el peligro de los bombardeos aéreos, el retraso con que se producía su armamento, la imposibilidad, incluso contando con medios adecuados, de ayudar a Checoslovaquia… Ahora bien, se servían de estos argumentos para reforzar su eticidad, no para acallarla. En principio, su política con respecto a los checos había nacido de la convicción de que los alemanes tenían un derecho moral sobre el territorio de los Sudetes, basado en el principio de las nacionalidades, y se había llegado a la conclusión de que el triunfo de la autodeterminación procuraría a Europa una paz más estable y más permanente. El gobierno de Londres no fue empujado, sólo por el temor a la guerra, a admitir la desmembración de Checoslovaquia. Trató de imponer la cesión de parte del territorio checo antes de que la amenaza de una guerra asomase la oreja. El acuerdo de Múnich fue una victoria para la política británica que iba, precisamente, en pos de aquella meta, y no lo fue para Hitler, que no había emprendido el camino con ideas tan claras como las de los ingleses. Y la victoria no lo fue únicamente de los estadistas cínicos y egoístas, indiferentes a la suerte de un país tan alejado de Inglaterra, y que no dejaban de pensar en la posibilidad de que Hitler se llegase a ver lanzado a una guerra contra la Rusia soviética. Fue un triunfo para la flor y nata de la sociedad política de la Gran Bretaña, para aquéllos que pregonaban la justicia y la igualdad entre todos los pueblos, para los que habían denunciado valerosamente la severidad y la estrechez de miras del tratado de Versalles. Brailsford, elemento socialista cuya autoridad en materia de asuntos exteriores era reconocida sobradamente, había escrito, en 1920: «El peor de los errores ha consistido en someter a más de tres millones de alemanes al dominio checo»[1]. Este error acababa de ser reparado en Múnich. Los idealistas podían pretender que la política inglesa había sido perezosa y vacilante. En 1938, se redimió. Chamberlain, con habilidad y persistencia, llevó primero a los franceses y más tarde a los checos al camino de la moralidad.

Existía un argumento en contra de la cesión del territorio de los Sudetes a Alemania; y es el de que los lazos económicos y geográficos cuentan más que los vínculos de nacionalidad. Este argumento ya había sido utilizado para evitar la caída de la monarquía de los Habsburgo; pero los checos, que habían estado en la vanguardia de aquéllos que acabaron con dicha dinastía, no podían utilizarlo, como no podían utilizarlo los paladines de la Europa occidental. La cuestión había de pasar del terreno de la ética al de las consideraciones prácticas a lo que, con tono reprobador, se llamaba la Realpolitik. Los más francos de entre aquéllos que se oponían a Múnich, como Winston Churchill, sostenían sencillamente que Alemania se estaba haciendo demasiado poderosa, y que hacía falta ponerle coto, bien amenazándola con una gran coalición, bien, llegado el caso, con las armas. Rechazaban, como si de una concepción vacía se tratase, el principio de la autodeterminación, principio al que Checoslovaquia debía su existencia. Su único argumento moral era el de que debían consagrarse las fronteras de los Estados existentes y que, en el interior de esas fronteras, cada cual podía hacer lo que le viniese en gana. Era el argumento de la legitimidad, el argumento de Metternich y del Congreso de Viena. El aceptarlo hubiese supuesto no sólo evitar la destrucción de la monarquía de los Habsburgo, sino también que las colonias inglesas de América hubiesen conquistado la independencia. Era curioso ver cómo la izquierda británica empleaba, aunque no muy a gusto, la misma fórmula en 1938; de ahí las vacilaciones en que incurrieron y la ineficacia de sus críticas. Duff Cooper, Primer Lord del Almirantazgo, no abrigaba las mismas dudas cuando dimitió para protestar contra los acuerdos de Múnich. Era autor de una biografía entusiasta de Talleyrand y no prestaba el menor interés ni al equilibrio de fuerzas, ni al honor británico, ni a la autodeterminación, ni a la injusticia del tratado de Versalles. Para él, Checoslovaquia no constituía el fondo del problema, en 1938, como Bélgica no lo había constituido en 1914. Este argumento echaba por tierra la validez moral de la postura que Inglaterra había tomado con ocasión del primer conflicto mundial, pero produjo un notable impacto en la mayoría conservadora de los Comunes. Chamberlain se encontraba en la obligación de dar una respuesta. No podía insistir sobre la repugnancia que demostraban los franceses por la lucha, la que había sido la debilidad decisiva en el campo occidental; debía, pues, demostrar que la misma Gran Bretaña no estaba en condiciones de medirse con Alemania.

Chamberlain se vio cogido por su propio argumento. Si la Gran Bretaña era demasiado débil, había que acelerar el rearme, lo cual implicaba, se confesase o no, que se ponía en duda la buena fe de Hitler. En este punto, Chamberlain hizo más que nadie para aniquilar el valor de su propia política. Además, una sospecha engendra otra. Podemos preguntarnos si Hitler creyó seriamente, con anterioridad a Múnich, en la sinceridad de Chamberlain; lo que sí es cierto es que, algunos días después de celebrada la Conferencia, ya no creía en ella. Lo que había sido concebido como un apaciguamiento, se había convertido en una capitulación. El propio Chamberlain lo demostró. Hitler sacó de ello una lección: amenazar era su arma más poderosa. La tentación de presentar Múnich como un triunfo de la fuerza era demasiado intensa para que pudiese resistirla. Ya no contaba con obtener más ganancias exhibiendo simplemente sus quejas contra Versalles, sino jugando con el miedo de los ingleses y de los franceses. Confirmó las sospechas de quienes calificaban Múnich de cobarde capitulación. La moral internacional estaba en baja. Con el tiempo, Benes fue paradójicamente el vencedor de Múnich, pues si Checoslovaquia perdió entonces parte de sus territorios y, más tarde, su independencia, Hitler perdió la ventaja moral que hasta aquel momento lo había hecho irresistible. Múnich se convirtió en una palabra emotiva, en un símbolo de vergüenza, a propósito del cual los hombres no pueden hablar, ni siquiera hoy, sin apasionarse. Lo que se fraguó en Múnich tuvo menos importancia que el modo en que fue llevado a cabo; y lo que sobre este asunto se dijera después, tuvo aun más importancia.

Dos sitios estuvieron vacantes en Múnich, o, mejor dicho, no llegaron a ser ofrecidos a dos grandes potencias, aunque una y otra tuviesen derecho a ser invitadas. En el momento álgido de la crisis, el Presidente Roosevelt pidió que se celebrara una conferencia en una capital neutral. No indicó si asistiría a ella un representante de los Estados Unidos, y declaró que, «en todo caso, el gobierno de Washington no aceptaría ninguna obligación nacida de las presentes negociaciones». Aplaudió a Chamberlain cuando le llegó la noticia de la reunión de Múnich. Más tarde, al empezar a agriarse la conciliación, los americanos se alegraron de no haber participado. Podían condenar a los ingleses y a los franceses por haber hecho lo que, ellos, en su lugar, habrían hecho igualmente. Su falta de apoyo contribuyó a que cediesen las potencias «democráticas». Sin embargo, de todo esto sacaron la conclusión de que aun tenían que ayudar menos a aquellas potencias impotentes. Roosevelt, comprometido por las dificultades que se le planteaban en el interior de su país, no deseaba de ningún modo aumentarlas provocando controversias en torno a los asuntos exteriores. ¡Que Europa siguiese su camino sin América!

Los rusos se mostraron más precisos. Querían que se reuniesen las «potencias amigas de la paz» para coordinar la resistencia contra el agresor. También ellos podían adoptar una postura de superioridad moral. Haciendo una demostración de su propia fidelidad a los tratados, consiguieron que cayera sobre los franceses, a causa de debilidad, todo el oprobio. El 30 de septiembre, un diplomático soviético declaró: «Hemos estado a punto de poner el pie sobre un tablón podrido. Ahora caminaremos en otra dirección». Potyomkin, Comisario adjunto, fue aún más claro cuando dijo a Coulondre: «¿Qué han hecho ustedes, mi desdichado amigo? Por lo que a nosotros se refiere, no veo otra posibilidad que un cuarto reparto de Polonia». Los rusos afirmaban no tener garantizada en modo alguno su propia seguridad. «Hitler podrá atacar Gran Bretaña o la URSS —dijo Litvinov a Coulondre—. Se inclinará por la primera solución, y para llevarla a buen término, preferirá entenderse con la Unión Soviética»[2]. En su fuero interno, los rusos no las tenían todas consigo. Hitler no les hizo ninguna propuesta; muy por el contrario, proclamó que acababa de salvar a Europa del bolchevismo. Algunos observadores ingenuos esperaban verlo dar su próximo paso en dirección a Ucrania, perspectiva ésta que los estadistas occidentales consideraban con algún placer y que los rusos temían muy de veras. Los dirigentes soviéticos hubiesen querido aislarse de Europa, pero no tenían la certeza de que Europa quisiese aislarse de ellos. Así, pues, tras un período de recriminaciones, tuvieron que volver sobre su petición de formar un Frente Popular y de crear una seguridad colectiva contra la agresión. Cuesta creer que esperasen ver triunfar esta política.

Todo el mundo hablaba de un próximo movimiento de Hitler en una u otra dirección. El que menos pensaba en tal cosa, o, al menos, así lo parece, era el propio Hitler. Ningún documento de la época confirma que tuviese el programa preciso que le atribuyen muchos autores: Múnich, en septiembre de 1938; Praga, en marzo de 1939; Dantzig, en septiembre. Después de su abrumador triunfo de Múnich, se retiró a Berghof, en donde se pasó el tiempo trazando planes para la reconstrucción de Linz, ciudad austríaca en la que había pasado una gran parte de su infancia. De vez en cuando lanzaba exabruptos al pensar que se habían frustrado sus proyectos de guerra contra Checoslovaquia, pero es preciso juzgar a las personas por lo que hacen, no por lo que dicen después. Esperó, una vez más, que los acontecimientos le deparasen nuevos éxitos. Los jefes militares pedían instrucciones. El 21 de octubre les dio su respuesta: «La Wehrmacht debe estar lista en todo momento para cumplir las siguientes misiones: I) Asegurar la defensa de las fronteras del Reich y la protección contra ataques aéreos por sorpresa. II) Liquidar lo que queda del Estado checo». Se trataba de medidas de cautela y no de intentos de agresión; así se demostraba en el resto de estas instrucciones: «Debe ser posible aplastar lo que queda del Estado checo si prosigue una política antigermana»[3]. El 17 de diciembre, la Wehrmacht señaló: «Para el exterior ha de estar bien claro que se trata solamente de una acción pacífica y no de una operación militar»[4]. Se ha querido ver a menudo en estos hechos la prueba de que Hitler no era sincero cuando aceptó el acuerdo de Múnich. Pero es más cierto que el Canciller se preguntaba si el acuerdo tendría alguna validez. Aunque se le haya considerado frecuentemente como un ignorante en cuestiones políticas, comprendía, no obstante, mejor que cualquier estadista europeo el problema de la Bohemia, y creía, sin abrigar por ello ninguna intención siniestra, que una Checoslovaquia privada de sus fronteras naturales y que había perdido su prestigio, no podía conservar su independencia; lo cual no significa que fuera él quien quisiera acabar con ella. También Massaryk y Benes lo creían cuando fundaron el país en 1918, y, desde los primeros momentos, la independencia había descansado sobre este principio.

Si Checoslovaquia saltaba hecha añicos, ¿qué sucedería? En Godesberg, en plena crisis, Hitler se había declarado en favor de un generoso reparto del territorio checo entre Hungría y Polonia, para recompensar así a ambas de las iniciativas que habían tomado. Ambos países habían mantenido su reserva casi hasta el final de la crisis, esperando, manifiestamente, jugar con las dos partes. «No tengo nada contra Hungría, pero ha perdido el autobús», declaró Hitler a un representante húngaro, el 14 de octubre[5]. Prefería, para el futuro, una Checoslovaquia sometida. Hitler era un estadista racional, aunque realmente perverso. Aspiraba a desarrollar el poderío de Alemania, no a llevar a cabo manifestaciones teatrales de vanidad. A este respecto, un satélite valía más que una anexión directa de territorios; y, con mucha paciencia, fue acumulando satélites. Era éste un aspecto de su método favorito que consistía en dejar que los demás trabajasen por él. Inmediatamente después de Múnich, los representantes alemanes en la comisión internacional aplicaron tan radicalmente las reglas que ellos mismos habían fabricado en favor de los Sudetes, que Checoslovaquia perdió más espacio del debido, según las peticiones que se habían formulado en Godesberg. Cuando Ribbentrop y Ciano se reunieron en Viena para determinar la nueva frontera entre Hungría y Checoslovaquia, fue otro cantar. Ciano tenía la idea, bastante sutil y vana, de que Hungría se convirtiese en una especie de barrera frente a Alemania. Ribbentrop se dio cuenta inmediatamente y defendió con tanta firmeza la causa eslovaca, que Ciano se lamentó en estos términos: «Emplea usted ahora en favor de Checoslovaquia los mismos argumentos que usó contra ella en septiembre». Los eslovacos se convirtieron entonces en un nuevo elemento dentro de los cálculos de Hitler: estaban al margen de la devoción que por la democracia tenían los checos y de las ilusiones de grandeza que alimentaban los húngaros. «Lamentaba Hitler haber ignorado hasta aquel momento la lucha que habían mantenido los eslovacos para conquistar su independencia»[6]. Se ha querido ver a menudo en este fervor que manifestara Hitler en favor de los eslovacos un intento preparatorio de una invasión de Ucrania; pero la geografía hacía tan imposible semejante idea como la contraria de una amenaza soviética contra Alemania, a través de Checoslovaquia. Hitler apoyó a Eslovaquia por sí misma, considerándola un satélite seguro y fiel, y, efectivamente, lo fue durante el curso de la Segunda Guerra Mundial.

Si Hitler quería realmente llegar hasta Ucrania, tenía que pasar por Polonia, lo cual, en el otoño de 1938, no tenía visos de ser más que una mera fantasía política. Polonia, aunque nominalmente aliada de Francia, había ido muy lejos con el pacto de no-agresión, en favor de Alemania. Y, sobre todo, a causa de los polacos, el pacto francosoviético no había llegado nunca a ser una realidad. Durante la crisis checoslovaca, su actitud había impedido a los rusos toda posibilidad de ayuda a Checoslovaquia, y, al final de la crisis, su ultimátum reclamando la reincorporación de Teschen a Polonia, decidió en definitiva a Benes, según sus propias palabras, a abandonar la idea de resistir al acuerdo de Múnich. Polonia sirvió mucho mejor los intereses de Alemania en el Este, que Italia en el Mediterráneo. No había ninguna razón aparente para que una y otra dejasen de representar su papel. Sin embargo, en ambos casos existía un escollo: Italia tenía unos 300 000 alemanes en el Tirol y Polonia cerca de un millón y medio en Silesia y en el pasillo. Pero este obstáculo podía ser superado. Hitler estaba dispuesto a ignorar la existencia de aquellos alemanes, a cambio de una colaboración o de una subordinación política. Así lo hizo con Italia y aceptó retirar los alemanes del Tirol cuando, como austríaco, le afectaba profundamente la causa de aquéllos.

Se sentía menos ligado a los alemanes de Polonia y, probablemente, experimentó siempre más simpatía por los polacos que por los italianos. La dificultad, en este caso, venía de los alemanes del Reich, no de él. La cesión de algunos territorios a Polonia constituía, para ellos, uno de los agravios más imborrables de Versalles, y Hitler adoptó una postura harto atrevida cuando proyectó colaborar con los polacos; sin embargo, había una salida. Era posible olvidar —o retirar— a los alemanes sometidos a Polonia; pero lo que no podía ser borrado de la memoria era el «pasillo polaco» que separaba la Prusia oriental del Reich. No obstante, también en este extremo parecía factible llegar a un acuerdo: abrir un pasillo a través del pasillo. La idea era sin duda complicada, pero no carecía de antecedentes en la historia alemana. Esto parecía de fácil realización. Dantzig no formaba parte de Polonia; era una ciudad libre, con una administración autónoma y un Alto Comisario nombrado directamente por la Sociedad de Naciones. Los polacos, con su orgullosa y falsa convicción de que constituían una gran potencia, habían sido los primeros en desafiar la autoridad de la asamblea ginebrina. Ahora, no podían oponerse a que Alemania pasase a ocupar el lugar de aquélla. Por otra parte, el problema ya no era el mismo que en 1919. En aquella época, los polacos necesitaban absolutamente el puerto de Dantzig, pero, con posterioridad habían construido uno en Gdynia. En consecuencia, resultaba que Dantzig precisaba más de Polonia que Polonia de Dantzig. Sería, pues, fácil devolver Dantzig al Reich sin lesionar los intereses económicos de los polacos. Así, quedaba eliminado el escollo. A partir de este momento, Alemania y Polonia podían actuar conjuntamente en Ucrania.

El 24 de octubre, Ribbentrop hizo por primera vez a Lipski, Embajador de Polonia, unas propuestas en tal sentido. Una vez solucionada la cuestión de Dantzig y del pasillo, sería posible «una política común frente a Rusia, y que se basase en el pacto anti-Komintern»[7]. Hitler fue aún más claro con Beck, Ministro polaco de Asuntos Exteriores, que acudió a verlo en enero de 1939: «Las divisiones polacas que están estacionadas en la frontera con Rusia, dispensan a Alemania de poner en movimiento otras tantas tropas». Añadió, desde luego, que «Dantzig es alemán, lo será siempre y, tarde o temprano, volverá a formar parte de Alemania». Si este asunto se solucionaba, estaba dispuesto a garantizar la situación del pasillo[8]. Quizá tratase de engañar a los polacos, pidiéndoles la devolución de Dantzig como fase previa a su aniquilamiento. Sin embargo, hay que decir que las ambiciones polacas con respecto a Ucrania databan de mucho tiempo atrás; en comparación, Dantzig no era más que una fruslería. Beck «no hizo ningún secreto del hecho de que Polonia tuviese sus aspiraciones respecto a la Ucrania soviética», cuando, el 1.º de febrero, Ribbentrop le devolvió la visita en Varsovia[9].

No obstante, los polacos no respondieron a la oferta de Hitler. Tenían una confianza ciega en sus propias fuerzas y despreciaban a los checos por su blandura; por consiguiente, no estaban dispuestos a ceder ni una pulgada. Creían que éste era el único método seguro de llevar las cosas con Hitler. Además —y esto es lo que nunca comprendió el Canciller—, si no querían colaborar con la Rusia soviética en contra de Alemania, estaban casi tan firmemente decididos a no colaborar con Alemania en contra de la Rusia soviética. Se consideraban una potencia grande e independiente y olvidaban que debían su propia existencia al hecho de que Alemania y Rusia habían sido derrotadas en 1918. Tenían que decidirse por una de las dos y no lo hicieron. Únicamente Dantzig impedía la colaboración entre Alemania y Polonia. Hitler quería, pues, eliminar este obstáculo; y Beck lo mantuvo, precisamente, por la misma razón. No se le ocurrió que el resultado podía ser una ruptura fatal.

La Europa occidental no supo darse cuenta de este ligero desacuerdo; creyó, por el contrario, en la inminencia de una campaña en Ucrania. Chamberlain preguntó a París, lleno de ansiedad, si el pacto francosoviético entraría en juego «en el supuesto de que Rusia pidiese ayuda a Francia a causa de un movimiento separatista provocado en Ucrania por los alemanes»[10]. Resultaba evidente que deseaba mantenerse al margen de todo conflicto que pudiera producirse en la Europa oriental. Halifax, a quien el Foreign Office había catequizado, se mostró menos preciso. El 1.º de noviembre, escribía a Phipps: «Permitir una expansión alemana en la Europa central, es, a mi juicio, una cosa normal y natural; pero debemos resistir una expansión de este tipo en la Europa occidental, so pena de minar las bases sobre las que nos asentamos». Se necesitaba un contrapeso frente a Alemania. «Sin duda, Polonia debe de caer, cada vez más, dentro de la órbita alemana. La Rusia soviética… no puede convertirse en aliada de Alemania en tanto Hitler viva». Por consiguiente, «a reserva de que, como espero, Francia no se deje arrastrar —ni nosotros con ella— por Rusia a una guerra contra Alemania, me abstendré de aconsejar al gobierno francés que denuncie el pacto francosoviético; ¡el futuro se presenta incierto!»[11]. Dicho con otras palabras, Rusia tenía que luchar por los intereses británicos, pero ni Gran Bretaña ni Francia lo harían por los intereses rusos.

No se hizo nada, sin embargo, para reforzar la amistad con los soviéticos. Los ingleses aspiraban más que nunca a desligarse de toda obligación en la Europa central. La garantía que se había dado casualmente a Checoslovaquia, les pesaba demasiado. Garantizar a un Estado impotente, al que había sido imposible defender cuando estaba bien armado, constituía, a todas luces, un absurdo. El 24 de noviembre, los ministros ingleses y franceses se reunieron en París. Chamberlain subrayó que la garantía sólo podía ser colectiva: «Una garantía dada únicamente por el gobierno de Su Majestad no tendría gran valor… Nunca había concebido una situación en la que la Gran Bretaña se viese en la precisión de cumplir sola sus obligaciones». Halifax pensaba que una garantía común «no parecía estar contra la letra de la declaración anglofrancesa». Bonnet se opuso, porque semejante garantía «resultaba difícilmente conciliable con el espíritu [de la declaración]». Como los franceses no querían ceder, se decidió pedir a los checoslovacos que sacasen a los ingleses del apuro[12]. Si Checoslovaquia se contentaba con una seguridad colectiva, también se contentaría la conciencia británica. Los checos no contestaban y Halifax perdió la paciencia:

El gobierno de Su Majestad no está dispuesto a considerar una garantía que pudiese obligarlo, a él solo o acompañado de Francia, a acudir en ayuda de Checoslovaquia en unas circunstancias en que tal ayuda pudiese resultar ineficaz. Sería éste el caso si Alemania o Italia cometiesen una agresión y la otra [Italia o Alemania] se negase a cubrir su garantía[13].

Y aquí quedó la cosa. Los ingleses mantenían una obligación que estaban completamente decididos a no cumplir.

Durante el invierno de 1938-1939, los ingleses se vieron inquietados por la situación planteada en la Europa occidental. Esta inquietud no tenía nada que ver, pues, con aquellos compromisos, imposibles de cumplir, que habían contraído en el Este. La declaración de amistad anglogermana, de la que Chamberlain se sentía tan orgulloso, no tardó en perder su fuerza. Hitler trataba de «dividir» la opinión pública inglesa. El aumento de los armamentos, suponía, despertaría una cierta oposición entre los germanófilos; denunció, entonces, a los «traficantes de la guerra» —Churchill, Eden y Duff Cooper— en la convicción de que conseguiría desencadenar una tormenta contra ellos. Obtuvo un resultado completamente distinto. A los conservadores de los Comunes les irritaban las advertencias solemnes de Churchill; hirvieron en cólera cuando Duff Cooper dimitió; pero se sintieron molestos por la injerencia de Hitler en sus asuntos. ¡Que hiciese Hitler lo que quisiera en la Europa oriental; que aniquilase Checoslovaquia o que invadiese Ucrania; pero que no se metiese con los políticos ingleses! Habían proclamado con frecuencia que quienes criticaban desde el exterior a Hitler no hacían sino reforzar el prestigio de éste en Alemania. Y ahora, él, daba a los «traficantes de la guerra» una popularidad que nunca habrían alcanzado por sus propios medios. Esta actitud desconcertó a los estadistas ingleses. Estaban llevando a cabo el rearme para reforzar su propia seguridad, lo cual les permitiría aceptar más fácilmente los progresos que Alemania estaba experimentando en la Europa del Este. Hitler, en vez de aplaudir esta política, la minaba en sus cimientos y llegaba a justificar a aquéllos que la criticaban. Sin embargo, sus ataques no quebrantaron la resolución de los dirigentes ingleses de lograr, de un modo u otro, el apaciguamiento de Alemania. Las concesiones de orden territorial y nacionalista no habían conseguido ablandar a Hitler; en consecuencia, los ingleses adoptaron una especie de marxismo a secas y argumentaron, una vez más, que tan sólo la prosperidad haría del Canciller un hombre pacífico. Una ola de delegaciones comerciales cayó sobre Alemania. Hacían ofertas de colaboración económica, ofertas que, por otra parte, presentaban un interés para los ingleses; el de asegurarse la asistencia alemana contra la competencia de los americanos. Cada vez que se recibía la visita de un hombre de negocios o de un representante de la Board of Trade, Hitler se afirmaba en su creencia de que Inglaterra seguía debilitándose. No podía saber que aquella gente acudía tan sólo después de haber leído las obras que, sobre las causas económicas de la guerra, habían escrito ciertos autores de izquierdas.

Los ingleses se veían enfrentados, aún, a otras dificultades. Antes de Múnich, habían sido los promotores del apaciguamiento y habían arrastrado en pos de ellos a los franceses, que no dejaban de protestar. Después de Múnich, fue al revés. Bonnet estaba celoso del acuerdo entre Chamberlain y Hitler, y aspiraba a conseguir él algo más importante. Ribbentrop consideraba que una declaración de amistad francoalemana contribuiría a quebrantar aun más la decisión inglesa de intervenir en Europa. El 6 de diciembre acudió a París, en donde se firmó una declaración de tal carácter. Intrínsecamente, no representaba gran cosa: una buena voluntad mutua y el reconocimiento de las fronteras; y un acuerdo para negociar en el supuesto de que volviesen a producirse algunas dificultades internacionales. Quizá fuese importante para los franceses obtener, por tan tortuoso camino, una renuncia de Hitler a Alsacia y Lorena; también puede que les sedujese la perspectiva de futuros «Múnichs». Los rumores fueron más lejos. Se llegó a decir que Ribbentrop había aceptado no volver a insistir sobre la reclamación de las antiguas colonias y Bonnet, a cambio, se había comprometido a abandonar todos los intereses de Francia en la Europa oriental. Sin duda la discusión no fue ni tan precisa ni tan siniestra. No debió Bonnet de manifestar una devoción exagerada por el pacto francosoviético; pero ¿qué dijo con respecto a la alianza entre Francia y Polonia? Más tarde, Ribbentrop pretendería que Bonnet había renunciado virtualmente a ella. Bonnet lo desmintió. Parece que lo más cierto sea que no se trató de Polonia. No es de creer que en diciembre de 1938, Polonia supusiese ningún obstáculo entre Francia y Alemania. Los dos estadistas creían que Polonia era un satélite leal a Alemania y que el problema de Dantzig se resolvería pacíficamente sin causar una crisis en Europa. Después de todo, los polacos eran también de esta opinión. No es, pues, de extrañar que fuese compartida por Ribbentrop y por Bonnet.

La declaración francoalemana inquietó a los ingleses. Habían presionado sobre Francia para conseguir que redujese sus compromisos en la Europa oriental, pero no querían que renunciase por completo a su puesto en cuanto gran potencia. Éste era el terrible dilema. Si Alemania conseguía libertad para que se colmasen sus aspiraciones en la Europa del Este, sin temor a una intervención francesa, podía llegar a ser tan fuerte que la seguridad de Francia quedaría «bajo una inminente amenaza». Por otra parte, si el gobierno de París no estaba dispuesto a dejar las manos libres a Alemania, la Gran Bretaña corría el riesgo de verse arrastrada a una guerra para apoyar a Francia[14]. Los ingleses volvieron a su antiguo método que consistía en tratar de utilizar a Mussolini para que ejerciese una influencia moderadora sobre Hitler. El acuerdo angloitaliano del 16 de abril fue «puesto en vigor», aunque Italia no hubiese cumplido con la condición preliminar del mismo: retirar sus tropas de España. Halifax escribió lo siguiente: «No pretendemos separar a Italia del Eje, pero creemos que este acuerdo aumentará el poder de actuación de Mussolini, lo cual hará que dependa menos de Hitler y, por consiguiente, que sea más libre para volver a adoptar el papel clásico de Italia: mantener el equilibrio entre Alemania y las potencias occidentales»[15]. Dicho de otro modo: si cedían al chantaje de Mussolini, lo animaban para que aumentase sus reclamaciones. Mussolini cumplió como Dios manda. Lanzó una campaña para reivindicar algunos territorios franceses: Córcega, la Saboya y Niza. Los franceses, aunque temiesen a Hitler, no sentían ningún miedo de los italianos. Respondieron violentamente a este desafío. Los ingleses no habían hecho más que ofenderlos, sin conseguir conciliarse con Mussolini. En enero de 1939, Chamberlain y Halifax fueron a Roma, de donde volvieron con las manos vacías. Mussolini daba por descontado que conseguiría ciertas concesiones, a expensas de Francia, y se encontró con que Chamberlain le reclamaba la seguridad de que Hitler no entraría en guerra. Mussolini «avanzó la barbilla» y contestó con un ataque a la prensa británica. Esta visita a Roma, que había sido concebida como el punto culminante de la política de Chamberlain, marcó, por el contrario, el fin de las ilusiones que se tenían puestas en Italia. Además, aunque los ingleses lo ignorasen, empujó a Mussolini, aun más decididamente, al campo alemán. Inmediatamente después de su celebración, anunció a Berlín que estaba dispuesto a concluir una alianza formal. Pero Hitler, que quería darle una lección, le hizo esperar.

Los ingleses se habían colocado, por propia voluntad, en una situación de extrema ansiedad, situación que habían agravado en su esfuerzo por tomar precauciones. Halifax y el Foreign Office pensaron que Hitler «tenía la intención de atacar a las potencias occidentales»[16]. Preveía una agresión contra Holanda y decidieron considerarla, caso de producirse, como un casus belli. Se suponía que también Suiza estaba en peligro y llegó a temerse un ataque aéreo por sorpresa a Inglaterra. Estos temores carecían de fundamento. No existe ni un documento que demuestre que Hitler tuviese, ni remotamente, semejantes ideas. Neville Henderson se acercó más a la verdad cuando, el 18 de febrero, escribió: «Tengo la impresión clarísima de que Herr Hitler no proyecta emprender ninguna aventura por el momento»[17]. ¿Por qué iba a meterse en nada? La Europa oriental caía en sus manos. Hungría, Rumanía y Yugoslavia se disputaban sus favores. Francia había abandonado a la Europa del Este. Rusia se había distanciado de las potencias occidentales. Polonia mantenía relaciones amistosas con Alemania, a despecho de la desesperante cuestión de Dantzig. El problema checoslovaco no enturbiaba para nada el firmamento europeo. Y no porque Checoslovaquia siguiere una política extranjera independiente de Alemania u hostil a los germanos, sino porque, como lo habían previsto Hitler y Benes, resultaba imposible que el país conservase su coherencia después del duro golpe que habían sufrido su prestigio y su poderío. En la Europa del Oeste fueron pocos los que se dieron cuenta de este hecho, y los admiradores de Checoslovaquia guardaban silencio con respecto al mismo. Los ojos de Occidente veían esta nación como un Estado dichoso y democrático, que había sido desmembrado gratuitamente por Hitler. Pero, en la realidad, no era más que un Estado de nacionalidades, creado por iniciativa de los checos y mantenido merced a su autoridad. Una vez la autoridad hubo desaparecido, tenía también que desaparecer el Estado checo, del mismo modo que se había venido abajo la monarquía de los Habsburgo después de haber sido derrotada.

Los eslovacos, en particular, no habían sido nunca aceptados en un plano de igualdad de derechos. Y pocos de ellos fueron los que se mostraron dispuestos a dejarse absorber dentro de la amalgama checoslovaca. La reivindicación de su autonomía constituyó una corriente subterránea durante los veinte años que duró la historia de Checoslovaquia. Después de Múnich, los resentimientos salieron a la superficie. Hitler patrocinó a los autonomistas eslovacos, para vejar así a Hungría, país al que, en tiempos, perteneciera Eslovaquia. El Canciller no fue el creador del movimiento, sino que se limitó a estimularlo, como había hecho con los alemanes de los Sudetes. Una autonomía dentro de un Estado checoslovaco sometido le hubiese satisfecho, pero no satisfacía a los eslovacos. Cuando perdieron su antiguo temor a Praga, se hicieron turbulentos. A finales de febrero de 1939, Checo-Eslovaquia (escrito así, con un guión, desde octubre), empezó a hundirse. El gobierno de Praga conservaba poca independencia, pero se juzgaba aún lo suficientemente fuerte para imponer disciplina a los eslovacos (lo cual le era necesario, por otra parte, para que Checo-Eslovaquia pudiese sobrevivir). El 9 de marzo, el gobierno eslovaco autónomo fue disuelto y las tropas checas se prepararon para intervenir. Una vez más, Hitler tuvo una sorpresa. La crisis le pilló desprevenido. No podía permitir a los checos que volviesen a levantar su prestigio. Además, si no consentía a sus tropas que penetrasen en Eslovaquia, podían adelantársele los húngaros, tal y como lo habían pensado hacer en el pasado mes de septiembre. Hitler era a la sazón hostil a los húngaros, y si el ejército checo no podía evitar que éstos entrasen en Eslovaquia, tendría que hacerlo él.

Alemania se apresuró a reconocer la independencia eslovaca y, por consiguiente, terminó con Checo-Eslovaquia. ¿Qué iba a suceder en el resto del país? No había nadie que pudiese guiar sus destinos. Benes había dimitido y se había marchado al extranjero al día siguiente de la conferencia de Múnich. Hacha, su sucesor, era un jurista de edad avanzada y sin experiencia política. Se sentía desconcertado, impotente, y no estaba en condiciones de hacer otra cosa sino volverse hacia el gran dictador alemán. En Berlín fue recibido con los honores que corresponden a un Jefe de Estado; luego se le invitó a firmar la renuncia de su país a la independencia. Todo deseo vano de resistir fue disipado con la amenaza de bombardear inmediatamente Praga. Ésta fue la más fortuita de las muchas improvisaciones de Hitler. Como más tarde confesaría, la niebla inundaba todos los aeródromos alemanes y ningún avión habría podido despegar. Pero Hacha no tenía necesidad de presión alguna. Firmó lo que se le pedía que firmase y guardó por ello tan poco rencor, que, hasta el final de la guerra, siguió siendo un fiel subordinado de Alemania. El 15 de marzo, Bohemia se convirtió en un protectorado alemán y las tropas germanas lo ocuparon. Hitler pasó la noche del 15 de marzo en Praga (la única visita que, por lo que sabemos, hizo a esta ciudad). El mundo entero creyó que todo esto era la culminación de una campaña preparada desde hacía mucho tiempo. Pero, realmente, sólo fue un resultado imprevisto de los acontecimientos que tenían lugar en Eslovaquia, y Hitler actuó más en contra de los húngaros que en contra de los checos. Igualmente, el protectorado de Bohemia se constituyó sin que mediara ningún propósito siniestro ni premeditación alguna. Hitler, supuesto revolucionario, se reincorporaba por el camino más conservador, a la vieja organización. La Bohemia había formado siempre parte del Sacro Imperio Romano Germánico, había pertenecido a la Confederación alemana de 1815 a 1866, y, más tarde, había estado unida a la Austria alemana hasta 1918. La novedad, dentro de la historia checa, era la independencia, no la sumisión. Por supuesto, con aquel protectorado se implantó en ella la tiranía (policía secreta, S.S., campos de concentración, etc.). Pero fue una tiranía no más dura que la que reinaba en la misma Alemania. Esto fue lo que levantó la opinión pública inglesa. El verdadero crimen que habría de conducir finalmente a Hitler al abismo —y a Alemania con él—, fue su conducta en el interior de su país, no su política exterior; sin embargo, por aquel entonces fue ésta la que más poderosamente llamó la atención. Con la ocupación de Praga, el Führer dio el paso definitivo de su carrera. Lo hizo sin pensar y no muchos beneficios logró con ello. Actuó tan sólo cuando los acontecimientos dieron al traste con el acuerdo de Múnich; pero fuera de Alemania se creyó que había sido Hitler quien deliberadamente había acabado con él, y de esta opinión fueron particularmente los firmantes del acuerdo.

El propio Mussolini se sintió molesto. Se lamentó ante Ciano de que «cada vez que Hitler ocupa un país, me manda un mensaje». Soñó entonces con crear un frente antigermánico que se apoyase en Hungría y en Yugoslavia. Pero aquella misma noche recobró la calma: «No podemos cambiar ahora de actitud. Después de todo, no somos unas prostitutas de la política», y, nuevamente, hizo una demostración de su fidelidad al Eje. Los franceses encajaron este otro golpe sin rechistar. Después de haber capitulado en septiembre, no podían hacer otra cosa. Bonnet se limitó a decir, complacido: «La fisura abierta entre los checos y los eslovacos prueba sencillamente que hemos estado a punto de ir a la guerra el pasado otoño para apoyar a un Estado que no era viable»[18]. La Gran Bretaña tomó una actitud más firme. Hasta el 15 de marzo, todo el mundo trató de creer que Múnich constituía un triunfo de la moral y no una capitulación ante la fuerza. A pesar de la alarma que reinaba en el Foreign Office, los ministros estimaban que todo iba bien. El 10 de marzo, Sir Samuel Hoare anunció a sus electores la proximidad de una edad dorada; el rearme había concluido y la colaboración entre las grandes potencias europeas «haría subir el nivel de vida a niveles que nunca, hasta ahora, habíamos previsto». Ni siquiera la ocupación de Praga acabó, al principio, con el optimismo oficial. «La única compensación que veo en esto es que se extingue naturalmente la obligación de garantía, bastante engorrosa, que nosotros y Francia habíamos contraído», declaró Halifax al Embajador de Francia[19]. En la Cámara de los Comunes, Chamberlain expuso su punto de vista, según el cual «el fin de Checoslovaquia resultaba apenas evitable», y Sir John Simon aclaró que era imposible hacer honor a una garantía que se había dado a un Estado que había dejado de existir.

Se produjo entonces, en el seno de la opinión pública, una explosión subterránea que al historiador le cuesta trabajo describir en términos precisos. La ocupación de Praga no constituía nada nuevo ni dentro de la política ni de la habitual manera de comportarse de Hitler. El Presidente Hacha había sucumbido más fácilmente y de mejor grado que Schuschnigg o que Benes. Sin embargo, la opinión pública se sintió mucho más conmovida que cuando la anexión de Austria o la capitulación de Múnich. Se creyó que Hitler se había excedido. Nunca más se podría confiar en él. Quizás esta reacción se produjese como consecuencia de las excesivas esperanzas que Múnich había hecho concebir. En contra de toda evidencia, la gente había supuesto que la «paz para nuestra generación» significaba que no se volvería a producir cambio alguno en Europa. Tal vez se tuviese la convicción, igualmente sin fundamento, de que el ejército británico estaba equipado más adecuadamente. De nuevo, los conservadores se vieron perturbados por la «embarazosa» cuestión de la garantía, la cual habían creído que realmente significaba algo. Es imposible explicar cómo, en adelante, se empezó a escuchar a aquéllos que aconsejaban ponerse en guardia frente a Hitler; eran los mismos a quienes antaño no se hacía caso. Algunos de ellos, como Churchill y los miembros antigermánicos del Foreign Office, veían sencillamente en Hitler el más reciente portavoz del militarismo prusiano. Otros le atribuían unos proyectos de lo más grandioso, que decían haber descubierto a través de la lectura de Mein Kampf en su versión original (Hitler había prohibido que el libro se publicase en inglés). Y había aun otros, especialmente gente de izquierdas, que explicaron el nacionalsocialismo, valiéndose de términos marxistas, como el «último estadio del imperialismo agresivo»; creían que Hitler seguía el camino de la agresión para complacer a los capitalistas alemanes. Algunos se sintieron influidos por el disgusto que les producía el antisemitismo. Y también hubo quienes se dejaron impresionar por su simpatía hacia los checos o hacia los polacos. Unos querían «liberar» Alemania, otros, vencerla. También eran múltiples los remedios que se ofrecían para arreglar la situación: seguridad colectiva, sanciones económicas, aumento de los armamentos británicos… Las diferencias de matiz no tuvieron mayor importancia. Todos los profetas habían proclamado que Hitler no estaría nunca satisfecho, que iría de conquista en conquista y que sólo podía ser detenido con la fuerza o con la amenaza de emplear la fuerza. Como la gota de agua que acaba por abrir una cavidad en la piedra, así la voz de los profetas rompió, de pronto, la corteza de la incredulidad. Pareció que ellos tenían razón y que los «conciliadores» estaban equivocados. El cambio no era definitivo ni decisivo. Subsistía la esperanza de hacer entrar a Hitler en razón haciéndole ver que se estaba dispuesto a resistirle, como, anteriormente, había existido una tendencia, encubierta por el «apaciguamiento», a hacerle frente. Pero, para el futuro, los conciliadores se encontraban a la defensiva, y se distraían fácilmente de su labor y no se extrañaban ya de su fracaso.

Este cambio de la opinión pública tuvo sus repercusiones sobre Chamberlain (es éste otro proceso sobre el que el historiador no puede dar detalles). Quizá los informadores políticos señalaron que existía descontento dentro de los Comunes. Quizá los sueños de Halifax se vieran de nuevo turbados por los remordimientos de conciencia. Quizá no ocurriese nada concreto, sino sólo una serie de dudas y de resentimientos que acabaron por quebrantar la confianza del Primer Ministro. No se sabe cómo llegó a pensar que tenía que responder enérgicamente a la ocupación de Praga. El 17 de marzo, Neville Henderson fue llamado, según se dijo, a consulta; pero, en realidad, se le convocó para reprenderle. Aquella misma noche, Chamberlain habló en Birmingham, y dijo: «¿Se trata del último ataque a un pequeño Estado, o, a éste, seguirán otros? ¿No será en realidad un paso dado en dirección al dominio del mundo por la fuerza?». Volvió a justificar el acuerdo de Múnich. Nadie «habría podido salvar Checoslovaquia de la invasión y de la destrucción»; ni siquiera tras una guerra victoriosa «habríamos logrado reconstruir Checoslovaquia tal y como había sido creada en Versalles». Seguía oponiéndose «a comprometer a nuestro país a unas obligaciones imprecisas que habrían de ser cumplidas en unas condiciones imprevisibles». Pero Chamberlain respondió también a la llamada que había recibido de los observadores políticos, de la conciencia de Halifax, o de su propia conciencia: no sacrificaría a la paz «las libertades de las que disfrutamos desde hace siglos», y las «democracias deben resistir a toda tentativa de dominar el mundo por la fuerza». Era una advertencia imaginaria, pues, para él, todo intento de dominar el mundo resultaba «increíble». No obstante, la advertencia había sido lanzada.

Éste fue el punto en que varió, inintencionadamente, la política británica. Chamberlain sólo vio en ello un cambio de acento, no un cambio de dirección. Con anterioridad, el gobierno inglés había advertido con frecuencia a Hitler, pero privadamente; en público se hablaba de conciliación. En esta ocasión le advirtió públicamente, y prosiguió la conciliación en privado —y aun en ciertos momentos, también públicamente—. Los ingleses reconocieron a las autoridades alemanas de Bohemia; el Banco de Inglaterra les transfirió seis millones de libras esterlinas oro, que pertenecían a Checoslovaquia. Posteriormente, Hoare ha definido así la postura del gobierno de Londres: «La lección de Praga no significaba que fuesen vanos otros esfuerzos destinados a la consecución de la paz, sino que los acuerdos y las negociaciones no tenían ningún valor permanente si no eran apoyados por una fuerza superior»[20]. El objetivo seguía siendo llegar a un arreglo con Hitler y se le irían poniendo obstáculos hasta lograr que se hiciese más conciliador. Los ministros ingleses no temían una derrota militar, aunque, naturalmente, les molestase la guerra en sí misma. Consideraban perfectamente segura la posición defensiva de la Gran Bretaña y de Francia y suponían, además, que si llegaban a un conflicto armado con Alemania, ambas potencias saldrían vencedoras; creían incluso que Hitler se daba cuenta de esta realidad. Lo que temían con algún fundamento es que el Canciller contase con que Francia e Inglaterra se mantuvieran al margen, y tomaron entonces medidas para demostrar que no sería así. A final de abril, se impuso el servicio militar obligatorio, aunque con carácter limitado; se ofrecieron garantías a los Estados que se suponían amenazados. No se trataba de preparativos para una guerra total, sino de una serie de advertencias destinadas precisamente a evitarla. Hubo quien se lamentó de la timidez de aquellas medidas, sin darse cuenta de que se trataba de una timidez mantenida de buen grado para dejar abierto un camino que condujese a las negociaciones. Se siguió invitando a Hitler a que se incorporase a él. El gobierno inglés buscaba el equilibrio; las ofertas corrieron parejas con las advertencias. Había que «disuadir» a Hitler, no «provocarlo».

Ésta fue la línea ideal que trató de seguir el gobierno británico. En la práctica, se vio mucho más presionado por los acontecimientos y ejerció sobre ellos un control inferior a lo que le gustaba suponer o inferior a lo que, más tarde, diría. Inmediatamente después de la ocupación de Praga, se esperó, sin motivo, que los alemanes se lanzasen sobre otro país. Los franceses pensaron que Hitler iba a apoyar inmediatamente las reivindicaciones italianas en África del Norte; los ingleses, que atacaría su flota por sorpresa. Esperaban nuevas razones de alarma. Y se produjo una. El 16 de marzo, Tilea, Embajador rumano en Londres, acudió al Foreign Office para anunciar que su país corría un peligro inminente. Volvió al día siguiente y mostró aun mayor insistencia: las tropas alemanas podían entrar en Rumanía de un momento a otro. Era una falsa alarma. El gobierno de Bucarest y el Ministro británico en aquella capital desmintieron formalmente el rumor. Rumanía se veía arrastra a la órbita económica alemana, pero no porque las divisiones de Hitler cayesen sobre su suelo, sino por necesidades de su comercio exterior. Valerse de las garantías para hacer frente al bilateralismo que había inventado Schacht, era como salir de caza mayor con los mismos perros que se emplean para cazar zorros: elegante pero ineficaz. Cuando Tilea dio la alarma, tal vez pretendiera conseguir un préstamo de los ingleses. O quizá compartiera las equivocadas ideas británicas. El caso es que los ministros aceptaron la alerta y pasaron por alto el mentís que les llegaba de Bucarest. Era preciso hacer sin demora alguna demostración en contra de Alemania. El 19 de marzo, el propio Chamberlain redactó una declaración de seguridad colectiva; los gobiernos ruso y polaco fueron invitados a firmarla. Por dicha declaración se comprometerían «a consultarse inmediatamente sobre las disposiciones que habrían de ser tomadas para resistir a cualquier acción que constituyese una amenaza para la independencia política de cualquier Estado europeo». Tras esta fraseología confusa, estaba la intención de hacer frente a la pretendida amenaza contra Rumanía; de ahí los signatarios que fueron sugeridos.

Los franceses aceptaron rápidamente. Y es que ya estaban comprometidos para consultar a los ingleses, más o menos, sobre todo. Comprometerse un poco más no podía perjudicarles; al contrario, les aliviaría del peso que para ellos representaba su alianza con Rumanía, que seguía estando, teóricamente, en vigor. Los rusos también aceptaron; precisamente ellos no se cansaban de preconizar la seguridad colectiva. Pero estaban completamente resueltos a no dejarse manejar hasta el extremo de encontrarse solos frente a Alemania. Antes de sumarse a la declaración, querían que el «frente de la paz» fuese sólido. En consecuencia, añadieron una condición: Francia y Polonia firmarían en primer lugar. Francia se mostró conforme, pero Beck puso el veto. Seguía queriendo mantener el equilibrio entre Alemania y Rusia; una firma les habría llevado al campo soviético. Sin embargo, estaba dispuesto a suscribir una declaración con la Gran Bretaña, lo cual, a su juicio, reforzaría su postura con respecto a Dantzig, sin despertar la cólera de los alemanes. Tuvo buen cuidado de no advertir a los ingleses de que las negociaciones con Alemania se encontraban en un callejón sin salida; muy por el contrario, dio a entender que la cuestión de Dantzig quedaría pronto zanjada. Los ingleses volvieron a alarmarse. Temían que Polonia pudiese acercarse más a Alemania de lo que se había acercado en 1938. La participación de Polonia en un «frente de la paz» les pareció vital. Únicamente Polonia podía convertir en realidad la amenaza de un segundo frente. El 21 de marzo, y con la aprobación de Halifax, Bonnet declaró:

Es absolutamente esencial obtener la colaboración de Polonia, sin la cual el apoyo ruso no sería efectivo. Si colabora Polonia, Rusia podrá prestar un gran concurso; si no colabora, la ayuda soviética será inferior[21].

Los ingleses valoraban muy por bajo el Ejército Rojo. Exageraban, sin haberse informado sobre él, el ardor combativo de los polacos, «esa nación grande y viril», como la llamaba Chamberlain. Sin duda alguna se sentían aliviados al no tener que asociarse con la Rusia bolchevique y al haberle encontrado un sustituto. «He de confesar que desconfío enormemente de Rusia —escribía Chamberlain el 26 de marzo—. No la creo capaz, aun en el supuesto de que lo desease, de mantener una ofensiva eficaz. Y desconfío de sus motivos, que me parecen tener poca relación con nuestras ideas sobre la libertad; creo que lo que [los rusos] pretenden es confundir a todo el mundo»[22]. Pero la simple geografía constituía el factor determinante: Polonia tenía una frontera con Alemania; Rusia, no.

Los ingleses apenas pensaron que si se inclinaban por Polonia corrían el riesgo de perder a Rusia. Halifax, dotado para ver las dos caras de una misma situación, fue quien intuyó la realidad. «Sería lamentable hacer las cosas de modo que el gobierno soviético tuviese la impresión de que lo damos de lado»[23], dijo el día 22 de marzo. No se hizo nada para evitar que los rusos tuviesen semejante impresión; no fue juzgado necesario. Los ingleses alimentaban la convicción inquebrantable de que la Rusia soviética y la Alemania nazi eran enemigas irreconciliables. Por consiguiente, no era necesario conquistar la amistad soviética. Moscú respondería agradecido al más ligero paso que los ingleses diesen hacia Rusia. Y si no sucedía así, no se habría perdido nada. Una «neutralidad benevolente» de la URSS resultaría tan útil como su participación en la guerra —incluso más, puesto que ni Polonia ni Rumanía se sentirían alarmadas[24]—. El «frente de la paz» sería más fuerte, más estable, inspiraría más respeto si la Rusia soviética no formaba parte de él. De cualquier modo, no podía invitarse a los rusos a sumarse a él en tanto los demás, especialmente Polonia, no estuviesen de acuerdo.

Entretanto se produjo otra alarma que pareció demostrar que Alemania no cejaba en sus propósitos. Esta alarma nació a causa de Memel, ciudad situada al nordeste de la Prusia oriental. Aunque su población fuese, en su mayoría, alemana, como la de Dantzig, Lituania se la había anexionado, de manera un tanto irregular, inmediatamente después de terminarse la Primera Guerra Mundial. Los habitantes de Memel querían volver a Alemania. Hasta aquel momento, Hitler había conseguido que se mantuviesen tranquilos, con el deseo, tal vez, de utilizar a Lituania como aliada frente a Polonia; o, más probablemente, para poder ofrecer una compensación a Polonia en el caso de que se llegase a una alianza germanopolaca. La ocupación de Praga creó en Memel una agitación incontrolable y no fue posible contener a la población alemana de la misma. El 22 de marzo, el Ministro lituano de Asuntos Exteriores acudió a Berlín en donde aceptó que Memel fuese inmediatamente cedida a Alemania. La anexión tuvo lugar el día 23. Hitler, que acababa de regresar de Praga, rindió visita a su nueva conquista. Llegó por barco, lo cual no deja de ser extraño, y, según se dice, se mareó durante la travesía. Quizá fuese ésta la razón por la que aumentó su resentimiento con respecto al pasillo polaco. La anexión de Memel pareció ser la culminación de un plan deliberado y madurado largamente. Sin embargo, en los archivos no hay ninguna prueba de que así fuera. Parece que la cuestión de Memel estalló por sí sola. En todo caso, el fin de toda esta historia, si es que se persiguió en ella algún fin, sería el de preparar una transacción con Polonia. Memel podía ser permutada por Dantzig. No cabe duda de que todo esto era un nuevo motivo de alarma: lo que había sucedido en Memel podía reproducirse en Dantzig. Pero estas posibles consecuencias no fueron seriamente consideradas; y Memel no tuvo ninguna relevancia en las subsiguientes relaciones germanopolacas.

Por aquel entonces, la anexión de Memel imprimió un carácter de urgencia a la política inglesa. Pareció que era vital la inmediata creación de un «frente de la paz», lo cual dependía absolutamente de Polonia. Si ésta se adhería a él, el frente sería sólido; si no, apenas llegaría a tener existencia. Los ingleses suponían que Polonia no corría ningún riesgo inminente por parte de Alemania. Al contrario, temían que llegase a unirse a los alemanes, sobre todo estando en juego Memel. Los propios polacos no se consideraban en peligro. Se proponían seguir un camino distinto pero paralelo al del Reich, como habían hecho durante la crisis de Múnich. No le perdonaban, sin embargo, a Hitler el que hubiese creado Eslovaquia sin haberles consultado y sin reservarles ninguna parte en el botín. Decidieron, entonces, reafirmar su igualdad. El 21 de marzo, Lipski visitó a Ribbentrop para protestar contra la conducta seguida por Alemania en la cuestión de Eslovaquia; la actitud de los alemanes no podía ser considerada «más que como un golpe que se había asestado a Polonia». Ribbentrop se encontraba, y lo sabía, en una postura difícil. Para defenderse, también le presentó sus quejas. Se lamentó de que la prensa polaca se portase tan mal: «Era evidente que las relaciones germanopolacas tendían a atirantarse». Dantzig debía volver al Reich —lo cual habría supuesto un acercamiento de Polonia a Alemania—. Entonces, los alemanes podrían garantizar el pasillo, concluir un pacto de no agresión, valedero por 25 años, y adoptar «una política común» en Ucrania[25]. Lipski volvió a su país para presentar la oferta a Beck. La colaboración con Polonia seguía siendo el objetivo alemán. Dantzig constituía una especie de seguridad al respecto. Ésta era la idea de Hitler. El 25 de marzo dio una instrucción:

El Führer no desea resolver la cuestión de Dantzig por la fuerza. No quiere que, por esta razón, los polacos se entreguen en brazos de los ingleses.

«Sólo podría pensarse en una ocupación militar de la ciudad si Lipski indicara que el gobierno de Varsovia es incapaz de justificar ante su pueblo la cesión voluntaria de Dantzig y que desea encontrarse ante el fait accompli[26], lo cual haría que todo le resultase más fácil»[27].

Hitler buscaba la alianza de Polonia, no su destrucción. Dantzig constituía un molesto preámbulo que había que eliminar lo antes posible. Beck, como ya hiciera anteriormente, se negó a hacer desaparecer este obstáculo. En tanto existiese, podría eludir la embarazosa oferta de una alianza con Alemania; pensaba que de este modo podría preservar la independencia de su país.

Los cálculos de Beck se convirtieron en realidad, pero en una realidad distinta de la que él deseara. El 26 de marzo, Lipski volvió a Berlín con la firme negativa a ceder en la cuestión de Dantzig, pero no con una negativa para negociar. Hasta aquel momento todo se había desarrollado en secreto, sin que la tensión existente llegase a traslucirse. A partir de aquel instante, el asunto quedó al descubierto. Beck, para demostrar claramente su resolución, llamó a los reservistas. Hitler, por primera vez, permitió que la prensa hablara de la minoría alemana de Polonia. Corrieron ciertos rumores acerca de un movimiento de tropas en dirección a la frontera polaca; algo parecido a lo que había sucedido con Checoslovaquia, el 21 de mayo de 1938. Dichos rumores carecían de fundamento; parece que fueron extendidos por los polacos; algunos generales, hostiles a Hitler, ayudaron a que se difundiesen. Esos mismos generales «advirtieron» a los ingleses. ¿Con qué fin? ¿Para qué Inglaterra detuviese a Hitler amenazándolo con la guerra? ¿O, para que se presionase sobre los polacos con el fin de que cediesen en la cuestión de Dantzig y quedasen así frustrados los planes bélicos de Hitler? Sin duda, hubo algo de ambas cosas, aunque pesase más la segunda hipótesis. Fuese como fuere, el caso es que pusieron al corriente de todo al corresponsal del News Chronicle que acababa de ser expulsado de Alemania. Éste, a su vez, dio la alerta al Foreign Office el día 29 de marzo. Allí encontró no pocos oídos dispuestos a escucharle. Después de la ocupación de Praga y de la pretendida amenaza contra Rumanía, los ingleses estaban verdaderamente dispuestos a creer cualquier cosa. Ni siquiera pensaron en Dantzig. Supusieron que la propia Polonia corría un peligro inminente; incluso, que estaba a punto de sucumbir. Aunque el Embajador inglés en Berlín no señalase nada, el Foreign Office ya había sido anteriormente engañado por él, o, por lo menos, creía que había sido engañado. Prefirió dar crédito a un periodista. Pareció que era indispensable una acción

inmediata que tranquilizase a los polacos y que permitiera salvar el «frente de la paz».

El 30 de marzo, Chamberlain escribió de su puño y letra una nota destinada a calmar al gobierno de Varsovia:

Si se produjese cualquier acción que amenazase claramente la independencia de Polonia y si, como consecuencia, el gobierno polaco se sintiese obligado a resistir con sus fuerzas nacionales, el gobierno de Su Majestad y el gobierno francés les prestaría inmediatamente todo el apoyo que pudiesen.

Aquella tarde, Beck discutía con el Embajador inglés el modo de llevar a la práctica la propuesta que hiciera ocho días antes sobre una declaración general; en aquel momento llegó un telegrama de Londres. El embajador le puso al corriente de las seguridades que ofrecía Chamberlain. Beck lo aceptó «mientras, de dos papirotazos, sacudía la ceniza de su cigarrillo». Dos papirotazos, y los granaderos ingleses irían a morir por Dantzig. Dos papirotazos, y Polonia, imaginariamente grande, nacida en 1919, firmó su sentencia de muerte. Las seguridades dadas eran incondicionales; los propios polacos determinarían el momento en que habrían de recurrir a ellas. Los ingleses ya no podían presionar para que se llegase a alguna concesión sobre Dantzig, ni insistir para que Polonia colaborase con la Rusia soviética. En la Europa occidental, se consideraba a Alemania y a la URSS como dos potencias peligrosas, dictatoriales por su régimen y desprovistas de escrúpulos en sus métodos. Sin embargo, a partir de aquel momento, la paz descansó sobre el supuesto de que Hitler y Stalin se mostrarían más razonables y más prudentes de lo que se había mostrado Chamberlain, de que Hitler seguiría aceptando, en Dantzig, unas condiciones que, desde hacía mucho tiempo, habían sido consideradas como intolerables por la mayoría de los ingleses, y de que Stalin estaría dispuesto a colaborar sobre la base de una desigualdad manifiesta. Semejantes suposiciones apenas tenían posibilidades de resultar exactas.

Pero la política inglesa se apoyaba también en otro supuesto: el de que Francia iría, sin rechistar, tras de la Gran Bretaña doquiera ésta quisiera llevarla. En efecto, la nota del 30 de marzo fue comunicada a Beck tanto en nombre de Francia como en el de Inglaterra; pero los franceses no habían sido siquiera consultados. No podían hacer otra cosa sino asentir, si bien señalaron agriamente que Polonia no corría ningún peligro inmediato. Los ingleses no tenían miedo práctico alguno de cumplir con las garantías que habían ofrecido; todo quedaba en palabras. Traducida a un lenguaje positivo, su oferta significaba sólo que los franceses no se echarían atrás de su alianza con Polonia, como habían hecho en el caso de Checoslovaquia. No obstante, los franceses tenían serias razones para poner en duda el valor combativo del ejército polaco, y se consideraban con pocas obligaciones morales para con Polonia, después del papel que este país había desempeñado en el asunto checo. Los dos papirotazos que Beck diera a su cigarrillo también resolvieron esta cuestión. En septiembre de 1939, Francia lucharía por la sombra de su antigua grandeza, cuya esencia había sido sacrificada en Múnich.

Apenas habían cerrado los ingleses su compromiso, cuando ya se daban cuenta de los errores que acababan de cometer; no habían puesto ninguna condición que moviera a los polacos a mostrarse razonables con respecto a Dantzig; no habían hecho ninguna promesa de ayudar a Rumanía; no habían apuntado ninguna perspectiva de colaboración entre Polonia y la Rusia soviética… Decidieron eliminar todos estos fallos en el curso de la visita que Beck hizo a Londres, en los primeros días de abril. Sus esperanzas se vieron defraudadas. Beck, que se había mantenido firme frente a Hitler, no iba a dejarse conmover por las amables invitaciones de Chamberlain y de Halifax. Con su habitual arrogancia de jefe de una «gran potencia», se mostró dispuesto a transformar la garantía unilateral de los ingleses en un pacto de asistencia mutua —«única base que un país que se respete a sí mismo puede aceptar»—. Por lo demás, dio muestras de una tozudez absoluta. No había «observado ningún signo de acción militar, peligrosa, por parte de Alemania»; «no estaba en curso ninguna negociación» con respecto a Dantzig; «el gobierno alemán no había negado jamás los derechos de Polonia en Dantzig, y recientemente los había confirmado»; «si tenía que guiarse por lo que los alemanes decían, podría afirmar que la cuestión colonial era, de momento, la más grave». De este modo dio a entender que Polonia hacía un favor a la Gran Bretaña al aceptar su alianza. Pero, insistió, esta alianza debía limitarse a las dos potencias; de golpe, el «frente de la paz» y la seguridad colectiva desaparecían de escena. Extender el acuerdo a Rumanía resultaría peligroso. Semejante medida llevaría a Hungría al campo alemán y, «en caso de conflicto entre Polonia y Alemania, el socorro que se podría esperar de Rumanía sería más bien despreciable». Beck se mantuvo todavía más firme en punto a una posible asociación con la Rusia soviética. «Había cosas que eran imposibles para Polonia; hacer depender su política ya de Berlín, ya de Moscú… Cualquier pacto de asistencia mutua entre Polonia y la URSS provocaría una reacción inmediata y hostil por parte de Berlín y aceleraría probablemente la explosión de un conflicto». Los ingleses podían, si querían, negociar con la Rusia soviética, incluso contraer compromisos con ella, pero «esos compromisos no aumentarían de ninguna manera aquéllos que Polonia hubiese adoptado»[28].

Chamberlain y Halifax acogieron esta demostración de virtuosismo sin atreverse a protestar. Las declaraciones de Beck no encontraron las críticas escépticas que habían acogido las que, tiempo antes, hiciera Daladier. No se llegó a poner en duda el poderío polaco ni se alabaron los méritos de la conciliación. La falsa alarma del 30 de marzo había llevado al gobierno inglés a ofrecer precipitadamente una garantía. En adelante, Beck podía dictar sus condiciones, y así lo hizo. Polonia no se unió a un «frente de la paz». No prometió ayudar a Rumanía y puso prácticamente el veto al establecimiento de unas relaciones más estrechas con la Rusia soviética. No se ofreció a los ingleses ninguna posibilidad de actuar como mediadores en la cuestión de Dantzig. La alianza anglopolaca seguiría siendo un asunto privado, en el que únicamente participaría Francia; se convirtió, pues, en una alianza sin aplicación general. Beck no creía que su país estuviese amenazado por Alemania y quería simplemente reforzar su postura en el regateo que se había establecido en torno a Dantzig. A los ingleses les traía sin cuidado esta ciudad, o, a lo sumo, simpatizaban con la tesis alemana. Su intención era hacer más lento el avance alemán por medio de algún gesto de una vaga generosidad. Sólo tenían una débil escapatoria: al ser provisional la alianza anglopolaca —estaba aún pendiente de concluirse el «acuerdo formal»—, quedaba en pie la esperanza de que algún otro país, incluida la Rusia soviética, se adhiriese a ella. Pero tal escapatoria no existía en realidad: Beck podía eliminarla cuando la estimase conveniente. El gobierno inglés había caído en la trampa, y no tanto por la garantía que había dado a Polonia, cuanto por sus antiguas relaciones con Checoslovaquia. No podía volverse atrás, por otra vez, de la palabra dada, so pena de perder la consideración en que todo el mundo lo tenía, y de la que gozaba dentro de sus propias fronteras. En aquellos momentos, la posibilidad de ganar una guerra era aun más remota que antaño y a los alemanes les asistían muchas más razones en el caso de Dantzig que en el caso de los Sudetes. Pero nada de esto tenía ya importancia alguna. El gobierno inglés estaba irremediablemente comprometido a la resistencia. Beck recogía lo que Benes había sembrado.