LA CRISIS CHECOSLOVACA
«Hemos ganado la primera manga, ahora hemos de prepararnos para la segunda, contra Austria», había dicho Pachitch, Primer Ministro serbio, a raíz del reparto de los territorios otomanos de Europa, en 1913. Ésta fue la impresión general después del Anschluss. La manga austríaca acababa de terminar e iba a comenzar la checoslovaca. No había otra solución: la Geografía y la Política inscribían automáticamente a Checoslovaquia en el orden del día. Aliada de Francia, único país democrático al este del Rin, adentrada profundamente en territorio alemán, constituía como un constante reproche para Hitler. No era fácil acudir en su ayuda, pues estaba aislada por todas partes. Alemania la separaba de Francia, Polonia y Rumanía, de Rusia. Todos sus vecinos inmediatos le eran hostiles: Hungría, extremadamente «revisionista», Polonia, a pesar de su alianza con Francia, también había sido llevada al revisionismo, por Teschen, y confiaba ciegamente en su pacto de no-agresión con Alemania. Por consiguiente, no existía posibilidad de «ayudar» a Checoslovaquia.
Si sólo hubiese entrado en juego la geografía, la cuestión checa no habría presentado un carácter hasta tal punto urgente. El régimen democrático y las alianzas de Checoslovaquia no habrían bastado, tampoco, para provocar una crisis; pero el país padecía una grave enfermedad. A pesar de las apariencias, era un Estado nacionalista, no un Estado nacional. Sólo los checos eran verdaderos checoslovacos. De ahí que concluyesen que la nación debía ser centralizada y revestir un carácter fundamentalmente checo. Los demás, eslovacos, húngaros, rutenos, y, sobre todo, alemanes, no eran sino minorías, a veces tranquilas, a veces descontentas, pero que nunca se sumaban, por convicción, al orden existente. Los tres millones de alemanes, impropiamente llamados Sudetes, estaban íntimamente vinculados a los austríacos por la historia y por la sangre. El Anschluss produjo en ellos una agitación irreprimible. Quizás hubiese sido lo más prudente por su parte el contentarse con su condición de ciudadanos libres, pero no iguales, de una comunidad democrática; mas los hombres no son nunca prudentes cuando oyen la llamada del nacionalismo. El gran Estado alemán, poderoso, unificado, se encontraba junto a sus fronteras, y sus primos hermanos, los austríacos, acababan de incorporarse a él. Ellos querían hacer otro tanto, pero, a la vez, de manera bastante confusa, querían permanecer en Checoslovaquia, y no se preguntaron nunca cómo se podían conciliar ambos deseos. Sin embargo, y aunque oscuro, el movimiento nacionalista era un hecho y los que querían «continuar en Checoslovaquia» no explicaron nunca de qué modo se comportarían ante la postura nacionalista. Hitler no había creado dicho movimiento, el movimiento lo esperaba, listo para ser utilizado. El Führer precisaba aun de menos empuje que en el caso de Austria. Otros se encargarían de hacer el trabajo. La crisis checa fue servida en bandeja a Hitler y él se limitó a aprovecharla.
Indiscutiblemente, deseaba «liberar» a los alemanes de Checoslovaquia. Con un sentido más práctico, quería también hacer desaparecer el obstáculo que aquel país bien armado, aliado de Francia y de Rusia, representaba para la hegemonía alemana; pero no tenía una idea precisa de cómo iba a lograrlo. Al igual que el resto de los europeos, valoraba en exceso la fuerza y la resolución de los franceses. Pensaba que un ataque directo provocaría la intervención de éstos. Su solución inicial, revelada en el curso de la conferencia del 5 de noviembre, era un conflicto mediterráneo entre Francia e Italia. Entonces, como lo declaró en abril de 1938, «tendremos Checoslovaquia en el bolsillo»[1]. El plan se basaba igualmente en un error: se exageraba la capacidad italiana para llevar a cabo una agresión. Sin embargo, se realizase o no la hipótesis, valía la pena preparar la situación estimulando el movimiento de los Sudetes. En la medida en que algo pueda ser cierto, cabe asegurar que Hitler no tenía la intención de derribar el sistema francés en Europa por medio de un ataque de frente. «Múnich» seguía dominando en su ánimo, pero aquel nombre significaba para él no la triunfal conferencia de septiembre de 1938, sino el desastroso levantamiento nazi de noviembre de 1922. Pretendía vencer con la intriga y la amenaza, no con la violencia. El 28 de marzo recibió a los representantes de los Sudetes y nombró a Henlein, su jefe, «virrey» suyo. Tenían que negociar con el gobierno checoslovaco, a lo cual Henlein contestó: «Siempre tendremos que pedir tantas cosas, que nunca obtendremos satisfacción»[2]. El movimiento conservaría un carácter legal y ordenado; no se daría a los checos ningún pretexto para aplastarlo por la fuerza. Tal vez éstos cometiesen un error, tal vez los franceses llegasen a inquietarse y perdiesen el control de los nervios. En la primavera de 1938, Hitler no veía claro el camino a seguir. Acentuó la tensión existente, en la esperanza de que por algún sitio se abriría una brecha.
Benes, Presidente de la República checoslovaca, adversario de Hitler, perseguía una meta análoga. Él también quería aumentar la tensión, pero por un motivo totalmente distinto. Esperaba que, ante una crisis, los franceses, y también los ingleses, recobrarían el valor y defenderían Checoslovaquia. Hitler sería mantenido en jaque: una humillación de tal tipo no sólo detendría su marcha hacia la dominación de Europa, sino que muy bien podría provocar la caída del régimen nazi en Alemania. Benes tenía tras de sí veinte años de experiencia y de éxitos diplomáticos. Era el Metternich de la democracia, con la misma confianza que éste en sí mismo, con la misma habilidad en los métodos y en la discusión, con la misma fe exagerada en los tratados y en el Derecho internacional. Trató el problema de los Sudetes como Metternich había tratado el problema italiano un siglo antes. Y un problema que era insoluble, únicamente podía ser resuelto en la arena internacional. Benes deseaba tanto negociar con los Sudetes, como los Sudetes deseaban negociar con él; y abrigaba la misma menguada esperanza de llegar a un resultado satisfactorio. Quizá menos, puesto que unas concesiones a los alemanes de Checoslovaquia suscitarían forzosamente peticiones por parte de las otras minorías nacionales, lo cual supondría la ruina del Estado existente. Benes y los Sudetes negociaron sin dejar de prestar oído a la opinión pública de Francia y de Inglaterra. Los jefes de los Sudetes trataron de dar la impresión de que reclamaban tan sólo una igualdad de trato dentro del país. Benes procuró acorralarlos para que pidiesen la disolución del Estado. Si lograba esto, pensó, las potencias occidentales no podrían por menos de intervenir. Juzgaba a éstas de acuerdo con la experiencia que había adquirido en Francia durante la guerra y, más tarde, en la Sociedad de Naciones, dominada por aquel entonces por dichas potencias. Como la mayoría de la gente, incluido Hitler, no se daba cuenta de la debilidad, tanto moral como material de éstas, en especial de Francia.
Las posibilidades de Benes eran también limitadas. Sobre el papel, las alianzas de Checoslovaquia parecían extremadamente sólidas. Estaba el acuerdo de defensa mutua, concluido con Francia, en 1925, la alianza con la Rusia soviética, de 1935, alianza que, sin embargo, no actuaría hasta que Francia no interviniese, y el Pequeño Acuerdo con Rumanía y Yugoslavia, dirigido contra Hungría. Aun así, Benes no sacó partido de esta situación. Dejó deliberadamente a un lado la alianza con Rusia que, a su juicio, constituía sólo un complemento de la alianza con Francia, no un sustitutivo. Algunos podrían preguntarse con escepticismo si los rusos ayudarían a Checoslovaquia incluso en el supuesto de que Francia se mantuviese neutral; Benes no llegó siquiera a plantearse esta posibilidad. Era un occidental, heredero de Massaryk, que había obtenido la independencia de su país con el apoyo del Oeste, no con el de Rusia. «Las relaciones de Checoslovaquia con Rusia —declaró a Newton, embajador inglés— han merecido siempre y seguirán mereciendo una consideración secundaria… Mi país estará siempre al lado de la Europa occidental y permanecerá ligado a ella»[3]. La Guerra Civil española constituyó una nueva advertencia contra cualquier tentativa de defender la «democracia» con ayuda de los rusos. Pero Benes no precisó de este toque de atención, puesto que su ánimo había sido siempre el mismo. Aunque hubiera intentado otra cosa, se habría encontrado con un freno dentro de su propio país. Los agrarios checos, que formaban el partido más nutrido de la coalición gubernamental, temían cualquier asociación con el comunismo. También ellos se inclinaban a pensar: «Antes Hitler que Stalin». Además, Benes era un hombre pacífico. El ejército checoslovaco representaba una fuerza muy poderosa; sus 34 divisiones bien equipadas hubiesen podido, con toda probabilidad, hacer frente al ejército alemán, que, en 1938, estaba preparado sólo a medias. Benes no tuvo nunca la intención de valerse de sus tropas, salvo en el caso, no muy posible, de una guerra total. Los checos constituían un pueblo pequeño. Habían necesitado tres siglos para recuperarse del desastre de la Montaña Blanca, que habían sufrido en 1620. Benes estaba totalmente resuelto a evitar que se repitiese una catástrofe semejante. Si bien estaba decidido a hacer apuestas fuertes contra Hitler, no lo estaba a hacer la definitiva. Al final, agacharía la cabeza bajo la tormenta, esperando que los checos sobreviviesen, lo cual fue, en efecto, lo que sucedió.
Así, pues, tanto Hitler como Benes deseaban aumentar la tensión para provocar una crisis. Los ingleses y los franceses se hacían las mismas reflexiones, pero para llegar al resultado contrario: evitar la crisis, soslayar el terrible dilema entre la guerra y la humillación. A los ingleses, especialmente, les asustaba esta perspectiva, aunque, en realidad, fuesen los franceses los que parecían estar más amenazados. Habían contraído unas obligaciones muy concretas para con Checoslovaquia, en tanto los ingleses debían hacer frente no más a aquéllas que les correspondían en su calidad de miembros de una Sociedad de Naciones moribunda. Pero los franceses podían pasar la «papeleta» a los ingleses, hablarles de resistir a Hitler, y si éstos se negaban a apoyarlos, toda la responsabilidad caería sobre ellos. El resultado fue curioso. Hitler, Benes, e incluso los franceses, estaban en condiciones de esperar que la crisis madurase, seguros de que, entonces, los británicos habrían de tomar una decisión. Y, en consecuencia, actuar. Aunque fuesen los menos afectados por la crisis checoslovaca, no por ello dejaron los ingleses de estimular su nacimiento. Obedecían a unos motivos muy elevados: el deseo de impedir una guerra europea y de llegar a un arreglo que estuviese más de acuerdo con el gran principio de la autodeterminación de lo que lo había estado la fórmula adoptada en 1919. El resultado fue totalmente distinto de lo que esperaban. Suponían que el problema de los Sudetes tenía una «solución», a la que se llegaría a través de unas negociaciones. En realidad, el problema no podía resolverse por el camino de los compromisos; cada paso que se daba en la vía de las negociaciones lo demostraba más claramente. Los ingleses, en tanto intentaban evitar una crisis, sólo hicieron provocarla. No crearon el problema checo, pero la crisis de 1938 nació por culpa de ellos.
Se pusieron alerta a partir del Anschluss, mucho antes de que Hitler hubiese manifestado sus intenciones. El 12 de marzo, cuando el Embajador en París acudió a Londres para discutir la cuestión austríaca, Halifax le hizo la siguiente pregunta: «¿Cómo conciben los franceses la asistencia a Checoslovaquia?». El Embajador no supo qué contestar[4]. Diez días más tarde, los ingleses dieron su propia respuesta, o, mejor dicho, su falta de respuesta. En una nota al gobierno de París, hicieron hincapié sobre los compromisos de Locarno. «Estos compromisos constituían, a su modo de ver, una importante contribución al mantenimiento de la paz en Europa y, si bien no tenían la menor intención de eludirlos, tampoco estaban dispuestos a aumentarlos». Existían «pocas esperanzas» de que unas operaciones militares por parte de Francia y de la Unión Soviética pudiesen impedir la ocupación de Checoslovaquia por los alemanes. Incluso en el supuesto de que ambas potencias entrasen en guerra, ellos no podrían ofrecer otra cosa que la «presión económica» del bloqueo. Por consiguiente, había que incitar al gobierno de Praga para que encontrase «una solución al problema de la minoría alemana, solución que fuese compatible con la integridad de Checoslovaquia»[5]. Halifax, en privado, añadió otros argumentos: «Hablando con franqueza, el momento es desfavorable y nuestros planes, tanto los de defensa como los ofensivos, no están lo suficientemente avanzados»[6]. «Los franceses —dijo también el Embajador— se encuentran, quizá, más dispuestos que nosotros mismos a dar mayor valor a ciertas declaraciones que se hagan en términos de la más absoluta firmeza»[7]. Los ingleses ya habían repudiado una de esas declaraciones. El 17 de marzo, el gobierno soviético propuso una discusión, «en la Sociedad de Naciones o fuera de ella», que girase en torno a unas medidas prácticas «para la salvaguarda de la paz». Halifax pensó que esta idea «no tenía gran valor»; se contestó a los rusos en el sentido de que una conferencia «destinada más a organizar una acción concertada contra la agresión que al arreglo de los problemas urgentes no produciría necesariamente un efecto favorable sobre las perspectivas de mantenimiento de la paz en Europa»[8].
A los franceses, por supuesto, les molestó el que se les invitase a tomar una decisión en uno u otro sentido. El 15 de marzo, el Consejo de Defensa Nacional discutió la cuestión de una ayuda a Checoslovaquia. Los franceses, declaró Gamelin, podían «contener» algunos de los efectivos alemanes, pero no forzar la Línea Sigfrido (que todavía no existía); por tanto, no había más que un medio eficaz de atacar a Alemania: pasar a través de Bélgica, para lo cual se precisaba del apoyo diplomático inglés[9]. Como de costumbre, Gamelin se mantuvo en una postura equívoca. Los políticos le planteaban una cuestión militar, y él contestaba hablando de diplomacia. Paul-Boncour, Ministro de Asuntos Exteriores, trató de adoptar, dentro de su terreno, una actitud firme. El 24 de marzo declaró a Phipps, Embajador de Inglaterra, que «una advertencia formal, hecha a Alemania por las dos potencias [Gran Bretaña y Francia], constituiría el medio más eficaz de evitar la guerra… El tiempo no trabaja para nosotros, ya que Alemania, cada día que pasa, es más poderosa, hasta el extremo de que terminará por conseguir la hegemonía total en Europa»[10]. Los ingleses no respondieron a estas observaciones que venían oyendo con frecuencia. Ni tuvieron necesidad de hacerlo, puesto que los días de Paul-Boncour estaban contados. El gobierno de León Blum, que estaba en el poder desde hacía un mes, fue derribado el 10 de abril. Daladier, que lo sucedió, pensó al principio en conservar a su lado a Paul-Boncour, pero, más tarde, empezó a inquietarse al oírlo hablar de mantenerse firmes por el momento, con objeto de no tener que luchar después en condiciones mucho más desastrosas. «La política que usted propone es muy hermosa y digna de Francia —le dijo por teléfono—, pero no creo que estemos en condiciones de seguirla. Debo sustituirlo por Georges Bonnet»[11]. Daladier siguió siendo Presidente del Consejo hasta abril de 1940, Bonnet continuó de Ministro de Asuntos Exteriores hasta septiembre de 1939. Éstos serían los dos hombres que condujeron a Francia a la Segunda Guerra Mundial.
La unión de ambos no resultó demasiado armoniosa. Daladier era un radical de la vieja escuela que ardía en vivos deseos de proteger el honor de Francia y que estaba convencido de que sólo una postura firme podía detener a Hitler, pero que no sabía cómo lograría adoptarla. Había combatido en las trincheras durante la guerra y temblaba de horror ante la posibilidad de un nuevo holocausto. No dejaba de hablar en contra de la conciliación, pero, luego, era el primero en adherirse a ella. Bonnet, por su parte, era la conciliación personificada y estaba dispuesto a pagar cualquier precio con tal de que Hitler se quedase tranquilo. Creía que los pilares del poderío francés se habían venido abajo y trataba ante todo de descargar la responsabilidad que de ello pudiera irrogarse sobre los hombros de los demás, de los ingleses, de los polacos, de los checos, de los rusos, de cualquiera; intentaba librarse de toda carga, cuando menos, mientras, sobre el papel, su conducta y la conducta de Francia resultasen claras. Ni Daladier ni Bonnet intentaron en ningún momento tomar la iniciativa con la esperanza de que los ingleses y algún otro pueblo los siguiesen. Más bien, volvían la mirada doloridos hacia Londres, con la esperanza de oír una palabra que les permitiese salir de aquella difícil situación.
El equipo formado por Chamberlain y Halifax tampoco era totalmente armonioso. De los cuatro hombres que determinaban la política inglesa y francesa, Chamberlain era el que tenía un carácter más firme. Aunque sintiese una aversión natural por la guerra, ni la timidez ni duda alguna sobre el poderío británico afectaban sus cálculos. Creía que Hitler podía ser ganado para la paz, pero creía igualmente que, en lo referente a Checoslovaquia, el Canciller alemán tenía razón. A pesar de ambas convicciones, estaba dispuesto a actuar fuere cual fuera la oposición que encontrara en el interior o en el exterior. Se le ha acusado con frecuencia de desconocer los asuntos internacionales, pero aquellos a quienes se suponía más al corriente de la política mundial compartían sus opiniones. También Neville Henderson, Embajador de Londres en Berlín, confiaba en que Hitler podría ser llevado a la causa de la paz, y Vansittart lo había elegido como el mejor de los diplomáticos del momento[12]. Proclamaba Henderson, como lo hacía Newton en Praga, que las reivindicaciones de los Sudetes estaban justificadas, desde un punto de vista moral, y señalaba que el gobierno checoslovaco no hacía ningún esfuerzo por satisfacerlas. Phipps, en París, subrayaba, exagerándola tal vez, la débil situación en que se encontraba Francia. Algunos miembros del Foreign Office no aprobaban la política de Chamberlain, pero se encontraban sensiblemente en la misma situación que Daladier: no tenían ninguna otra fórmula que proponer. Lamentaban que Francia y Gran Bretaña no hubiesen intervenido en el momento de la ocupación de la Renania, y pensaban que era preciso «dar un golpe en la cabeza a Hitler», si bien no tenían la menor idea de cómo iban a dárselo. Nadie abrigaba la esperanza de que los Estados Unidos prestasen ayuda; Nadie, y menos todavía Chilston, Embajador en Moscú, se atrevía a preconizar una alianza con la Rusia soviética. El 19 de abril, por ejemplo, escribía: «El Ejército Rojo, aunque está sin duda en condiciones de mantener una guerra defensiva en el interior de sus fronteras, no es capaz de atacar en territorio enemigo… Personalmente, considero que es harto improbable que el gobierno de Moscú declare la guerra con la única finalidad de cumplir con las obligaciones que les imponen los tratados; no lo haría ni siquiera para detener un golpe que afectase al prestigio soviético ni para evitar una amenaza indirecta a su seguridad… La Unión Soviética debe ser considerada al margen de la política europea».[13] El Foreign Office compartió totalmente este punto de vista. Chamberlain se vio en la necesidad de crear una política allí donde no la había.
Es difícil afirmar que Halifax aprobase esta política y, más todavía, descubrir si es que en realidad tuvo una política propia. Era fértil en negociaciones, despreciaba a los estadistas franceses, especialmente a Bonnet, y parece que fue escéptico por lo que a Rusia y a los Estados Unidos se refiere. No experimentaba ninguna simpatía por los checos y Benes tenía la virtud de impacientarle. ¿Confiaba profundamente en la conciliación? Su visita a Berchtesgaden le hizo, con toda probabilidad, odiar para siempre a Hitler, pero se pasó la mayor parte de su vida rodeado de gentes a las que detestaba. Un Virrey, capaz de dispensar una buena acogida en su palacio a Gandhi, no podía ser susceptible de verse afectado por sentimientos particulares. El objeto de su política, si es que la tuvo, fue ganar tiempo… aunque no supiese lo que iba a hacer con él. Como Bonnet, quería ante todo tener limpia su hoja de servicios, lo cual él consiguió y el ministro francés, no. Halifax fue constantemente leal para con Chamberlain; y su lealtad consistió en permitir que éste se endosase, tal y como deseaba, toda la responsabilidad. De vez en cuando, Halifax dio un palo en dirección opuesta a la del Primer Ministro, lo cual, a veces, causó su efecto. Éstos eran, pues, los cuatro hombres que, simultáneamente, determinaron el destino de la civilización occidental.
Actuaron no de muy buen grado, y si hubiesen sabido cómo hacerlo, hubieran preferido volver la espalda a la Europa central. A primeros de abril, Benes empezó a hacer conjeturas sobre las concesiones que podría hacer a los Sudetes. Su meta era asegurarse el apoyo inglés; si los británicos consideraban que las concesiones eran razonables, ¿no las recomendarían como tales a Berlín? Los ingleses se negaron a mediar, porque no querían adquirir ningún compromiso con respecto a Checoslovaquia. Si no decían nada a Hitler, señalaron, tal vez el Canciller no volviese a ocuparse de la cuestión checa. Bonnet, por su parte, también tenía que tomar una pronta decisión. Noël, que era el embajador en Varsovia, después de haberlo sido en Praga, visitó Checoslovaquia y volvió a París con sus impresiones. Ni la alianza con Polonia ni la alianza con Checoslovaquia, señaló, habían sido completadas con un convenio militar. Formaban parte de una serie de garantías teóricas que la Sociedad de Naciones había dado y que no podían ser llevadas a la práctica. «Vamos hacia la guerra o hacia la capitulación», dijo a Bonnet. A su juicio, había que dar a Benes un plazo hasta primeros de julio para que concediese a los Sudetes lo que le pedían. Se le advertiría que, una vez expirado, no podría contar más con el apoyo francés[14]. Semejante decisión era superior a las fuerzas de Bonnet: no podía decidirse ni siquiera a capitular. En consecuencia, pensó en traspasar el asunto a los ingleses: les pediría que se declarasen firme y públicamente al lado de Checoslovaquia. Pero ¿y si se negaban? Bonnet no sabía qué contestar.
El 28 de abril, Daladier y Bonnet se desplazaron a Londres para asistir a una conferencia que duró dos días. Las respectivas políticas se fueron perfilando. Los ingleses reafirmaron sus compromisos con Francia, compromisos que resultaban de la garantía de marzo de 1936, pero plantearon las cosas más como límite extremo de lo que podrían hacer que como una promesa seria. No podrían armar ni siquiera dos divisiones «destinadas de modo específico a una guerra en el continente»; y no entablaron conversaciones sobre cuestiones navales por miedo de ofender a Italia. Chamberlain declaró que la opinión pública no consentiría al gobierno que corriese el riesgo de una guerra, aun en el supuesto de que sólo hubiese una probabilidad entre cien de que estallase. Halifax y él volvieron a recapitular sobre los argumentos contra la guerra. Inglaterra y Francia no podían salvar Checoslovaquia, aun en el supuesto, harto dudoso, de que estuviesen en situación de defenderse a sí mismas. Era inútil pensar en Rusia; en cuanto a Polonia, su postura resultaba «incierta». «Si Alemania se decide a destruir Checoslovaquia, no sé cómo vamos nosotros a evitarlo», dijo Chamberlain. Luego, aventuró un juicio más optimista. La gente cree por lo común lo que quiere creer, y Chamberlain estaba dispuesto a creer que Hitler quedaría satisfecho si las reivindicaciones de los Sudetes eran atendidas. Así pues, lo mejor sería que tanto los ingleses como los franceses apremiasen a Benes para que cediese.
A Daladier no le gustó ninguno de estos argumentos. «La guerra sólo puede evitarse si la Gran Bretaña y Francia manifiestan muy claramente su resolución de mantener la paz en Europa mediante el respeto de las libertades y de los derechos de los pueblos independientes… Si tuviésemos que capitular una vez más ante una amenaza, dejaríamos abierto el camino que conduce a esa guerra que estamos tratando de evitar». También Daladier creía lo que quería creer: «La política alemana constituye un bluff… En todo momento podríamos ponerles obstáculos». Los franceses estaban a su vez decididos a obligar a Benes a que claudicase, pero los ingleses tenían que comprometerse a apoyar a los checoslovacos en el supuesto de que las concesiones no fuesen bastantes para satisfacer a Hitler. Los ingleses se negaron. Era un callejón sin salida. El almuerzo al que todos asistieron, fue «bastante lúgubre». Al fin, los franceses cedieron. Daladier creía que no estaba preparado para entrar en acción, y no quería adelantarse a la Gran Bretaña y a Europa toda. Sin embargo, Chamberlain se imaginaba en condiciones para actuar: unas concesiones de los checos evitarían la guerra (y, a él, en el fondo, lo que menos le importaba era la magnitud de aquellas concesiones). Un «no» tiene siempre más fuerza que un «sí»; una negativa a intervenir vale más que una acción emprendida sin demasiada convicción. Se ideó una fórmula de compromiso que reflejaba prácticamente el punto de vista inglés. La Gran Bretaña y Francia presionarían sobre los checos para decidirles a las concesiones. Los ingleses insistirían cerca de Hitler para que se mostrase paciente. Y si las concesiones no conseguían el efecto esperado, los ingleses advertirían al gobierno alemán «de los peligros de los que eran conscientes, a saber: de que Francia se vería obligada a intervenir… y de que el gobierno de Su Majestad no podría garantizar que no hiciese otro tanto»[15].
De este modo, a finales de abril de 1938, el problema de la minoría alemana de Checoslovaquia dejó de ser una cuestión entre el gobierno checo y ella misma; dejó de ser, o mejor dicho, no llegó nunca a ser una cuestión entre Checoslovaquia y Alemania. Los gobiernos de París y de Londres pasaron a desempeñar los principales papeles y su objetivo, aunque enmascarado, consistió en arrancar ciertas concesiones a los checos, no en frenar a los alemanes. Los que más presión ejercieron fueron los ingleses. Los franceses, siempre aliados teóricos de Checoslovaquia, siguieron sin tomar la iniciativa.
El curso que tomaron las cosas dio al traste con los planes que Benes había trazado. En abril, presentó algunas propuestas a los jefes de los Sudetes, esperando forzarles a dar una negativa rotunda. Lo consiguió. El 24 de abril, Henlein, en un discurso que pronunció en Carlsbad, reclamó la transformación de Checoslovaquia en un «Estado de nacionalidades», en el cual existiese una entera libertad para la propaganda nacionalsocialista y, lo que era más grave, preconizó un cambio tal de la política exterior del país que, de llevarse a cabo, convertiría Checoslovaquia en un satélite de Alemania. Benes comprendió, y también lo comprendió Newton[16], que, si tales exigencias eran atendidas, los checos perderían su independencia. Esta demostración no ejerció, al parecer, efecto alguno sobre los gobiernos inglés y francés: para conservar su tranquilidad de ánimo, siguieron exigiendo de Benes el suicidio.
Esto no fue todo. Los ingleses apremiaron también a Hitler para que formulase sus peticiones. Éste se vio sorprendido; los acontecimientos marchaban más de prisa y más favorablemente de lo que esperaba, aunque no tanto como era su deseo. El conflicto mediterráneo entre Francia e Italia no parecía anunciarse. El 16 de abril, se firmó un acuerdo angloitaliano, impuesto por Chamberlain a despecho de Eden. Por dicho acuerdo quedaban mejoradas las relaciones entre ambos países y también, como consecuencia lógica, entre Francia e Italia. Hitler se lo tomó tan en serio que se desplazó a Roma a primeros de mayo, para demostrar que el Eje continuaba vivo. Durante su estancia en la Ciudad Eterna se enteró de que apenas si tenía necesidad de su aliado italiano; los ingleses deseaban ponerse de su parte y le ofrecían garantías positivas. «Francia actuaba en favor de los checos y Alemania en favor de los alemanes de los Sudetes; en esta cuestión, Inglaterra apoyaba a Alemania», declaró Henderson[17]. Kirkpatrick, segundo de a bordo de Henderson, dijo a un personaje oficial alemán, en el curso de un almuerzo: «Si el gobierno alemán quisiese advertir confidencialmente al gobierno inglés de la solución a que aspira en la cuestión de los Sudetes… El gobierno inglés ejercería tal presión en Praga que el gobierno checo no tendría más remedio que acceder a los deseos alemanes»[18]. Halifax reprendió a su subordinado por haberse precipitado, pero él mismo no escarmentó. «Lo mejor sería que tres naciones tan vinculadas entre sí como Alemania, la Gran Bretaña y los Estados Unidos pudiesen unirse con el fin de laborar en común en pro de la paz», declaró, «con una emoción manifiesta» al Embajador alemán[19]. Pero Hitler no tenía prisa. Cuanto más se retrasaban las cosas, más aumentaba la tensión y más harían las potencias occidentales en su favor. Checoslovaquia podía hundirse sin necesidad de que los alemanes hicieran él menor esfuerzo. Henlein fue, pues, enviado a Londres en donde hizo una exhibición de su actitud conciliadora. Pretendió demostrar que actuaba sin ser dirigido desde Berlín y llegó casi a persuadir de su sinceridad a críticos tan despiertos como Vansittart y como Churchill. Existe aún una prueba más sorprendente, por cuanto fue en su día un secreto, de la reserva observada por Hitler. El 20 de mayo, el Estado Mayor Central le sometió, siguiendo sus instrucciones, un proyecto de plan de operaciones contra Checoslovaquia. Empezaba con esta frase restrictiva: «Mi intención no es aplastar Checoslovaquia, en un futuro próximo, por medio de una intervención militar, a no ser que nos provoquen», y seguían las mismas viejas especulaciones sobre una guerra entre Italia y las potencias occidentales[20].
Había otro país que estaba interesado en la cuestión checoslovaca, aunque todo el mundo, incluidos los propios checos, tratase de ignorarlo; Rusia, a la que un cambio del equilibrio de las fuerzas europeas debía afectar profundamente. Los gobiernos inglés y francés hablaban de ella sólo para destacar la endeblez de su ejército. Esta opinión, aunque se basase en algunos informes, era, al mismo tiempo, un deseo. Las potencias occidentales querían ver a Rusia al margen de Europa y suponían, sin más, que las circunstancias forzaban la exclusión. Y, cabe preguntarse, ¿no iban más lejos en sus intenciones? ¿No sería su propósito el organizar una Europa no sólo sin la Unión Soviética, sino contra ella? ¿No proyectaban destruir la «amenaza bolchevique», valiéndose de la Alemania nazi? Esto fue lo que los rusos pensaron entonces y después. Pocas pruebas que abonen esta tesis pueden encontrarse en los documentos oficiales y al margen de ellos. Los estadistas ingleses y franceses estaban demasiado preocupados con el problema alemán como para considerar lo que pasaría cuando Alemania se convirtiese en la potencia dominadora de la Europa oriental. Claro es que preferían ver cómo Alemania caminaba hacia el Este, antes que hacia el Oeste, pero siempre y cuando un día se derrumbase. Ahora bien, la meta de las democracias occidentales era impedir una guerra, no prepararla, y creían sinceramente —al menos lo creía Chamberlain— que Hitler quedaría satisfecho y se tornaría pacífico si sus reclamaciones eran oídas.
La política soviética era un misterio para los estadistas occidentales. Y sigue siendo un misterio para nosotros. La posición de Rusia resultaba, sobre el papel, inexpugnable. De acuerdo con los términos de su alianza con Checoslovaquia, podía afirmar que estaba decididamente dispuesta a intervenir, siempre que Francia lo hiciera primero. Y, como Francia no llegó a intervenir, su bluff, si es que existió un bluff, no fue nunca descubierto. Evidentemente, su interés se cifraba en reforzar la resistencia checa, estuviese o no decidida a ayudar a los checos. ¿Qué es lo que, llegado el caso, habría hecho? Es esta una pregunta que quedará para siempre sin respuesta. Tenemos que limitarnos a enumerar los actos rusos en la medida en que puedan ser determinados. En la primavera de 1938, el gobierno soviético empezó a disminuir su apoyo a la República española y no tardó en suprimirlo por completo. Algunos comentaristas ingeniosos han sugerido que éste fue un paso previo para mejor entenderse con Hitler; pero éste hubiese preferido que la Guerra Civil se prolongase en España, por consiguiente, habría visto con buenos ojos que la ayuda rusa hubiese continuado. Podemos encontrar una explicación más sencilla en los acontecimientos del Extremo Oriente, en donde el Japón se había lanzado a una invasión en gran escala de la China; los rusos podrían precisar de todas sus armas para su propia defensa. Si albergaban alguna segunda intención con respecto a Europa, era probablemente la de mejorar sus relaciones con Francia y con la Gran Bretaña, cesando, para ellos, su intervención en España. Si fue así, se vieron, sin duda, decepcionados.
Sobre el papel, la ayuda que Rusia prestó a Checoslovaquia, no fue en modo alguno equívoca. El 23 de abril, Stalin discutió la cuestión con sus principales colaboradores. «Si se lo piden —se declaró a los checoslovacos—, la URSS está dispuesta —de acuerdo con Francia y con la Gran Bretaña—, a tomar todas las medidas necesarias para mantener la seguridad [de Checoslovaquia]. La URSS tiene medios para conseguirlo… Vorochilov [el Comandante en Jefe] se muestra muy optimista»[21]. El 12 de mayo, Litvinov, Comisario para Asuntos Exteriores, abordó la cuestión checa con Bonnet, en el curso de una sesión de la Sociedad de Naciones, celebrada en Ginebra. Bonnet preguntó que cómo podía Rusia ayudar a Checoslovaquia si los polacos y los rumanos se negaban a dejar pasar sus tropas. Ya que Francia era aliada de ambos pueblos, replicó Litvinov, tendría que obtener de ellos la oportuna autorización. Tal vez, fuese ésta otra maniobra de los rusos, pero es más probable que Litvinov no apreciase en su justo valor el debilitamiento del prestigio francés y creyese que Francia podía imponer su voluntad a sus aliados como Rusia la habría impuesto a los suyos si hubiese gozado de algún prestigio. Bonnet se limitó a suspirar. Y así, según señala Litvinov, «terminó la conversación»[22].
En efecto, no entraba en los cálculos de Bonnet el hacer posible una intervención soviética. Tenemos otra prueba de ello. A mediados de mayo, Coulondre, Embajador francés en Moscú, acudió a París; era uno de los pocos hombres resueltos con que contaba el cuerpo diplomático francés. Insistió para que se celebrasen sin demora conversaciones entre los estados mayores soviético, checo y francés. Bonnet, con su habitual blandura, accedió. Una vez hubo regresado Coulondre a Moscú, no se produjo nada ni recibió de París indicación alguna sobre aquellas conversaciones. En julio, supo por su colega checo que no habían tenido lugar por miedo de molestar a los conservadores ingleses. Hay que señalar que no se llegó a hacer ninguna insinuación a Londres. Bonnet renunció a las conversaciones por propia iniciativa. De este modo, el gobierno soviético conservó su integridad moral y las potencias occidentales se mantuvieron en su endeblez material.
Sin embargo, algunos pensaban que Hitler se echaría atrás en el momento en que se produjese una manifestación de fuerza, y dicha manifestación se produjo. El 20 de mayo, Checoslovaquia llamó a los reservistas e hizo ocupar los puestos fronterizos; el gobierno de Praga anunció que Hitler estaba a punto de lanzar un ataque inesperado, como el que había llevado a cabo contra Austria. Los alemanes lo desmintieron categóricamente, dando muestras de haber sido ofendidos en su honor. Sus archivos secretos, capturados al final de la guerra, prueban que eran sinceros: no hubo ni un movimiento de tropas, ni un solo preparativo. ¿Qué explicación dar a este misterioso episodio? No ha podido encontrarse ninguna. Es posible que los checos fuesen víctimas de una falsa alarma, incluso que algunos extremistas Sudetes hubiesen pensado en perpetrar una acción semejante, a despecho de las instrucciones, estrictísimas, que habían recibido en contrario. Tal vez los alemanes lanzaran algunos falsos rumores para provocar una reacción checa. Pero lo que es más probable es que los checos representaran una comedia con objeto de desacreditar las teorías conciliadoras y para probar que Hitler se echaría atrás ante una maniobra de fuerza. ¿Quién fue el que lo ideó todo? ¿Los propios checos? Desde luego, los rusos, no; se mostraron tan sorprendidos como todo el mundo. Algunos vagos testimonios sugieren que la inspiración hay que encontrarla en los «elementos duros» del Foreign Office, que estaban en contra de la línea que se había adoptado y que, entonces, se negaron a creer los mentís de Henderson, aunque, en realidad, fuesen ciertos[23].
Fuese como fuere, Hitler había «recibido un golpe en la cabeza». En apariencia, la maniobra tuvo éxito. Los alemanes insistieron formalmente en que sus intenciones eran pacíficas, y la moral de los checos aumentó. Pero el verdadero efecto fue totalmente contrario. El gobierno inglés y el francés se vieron abocados al pánico que la perspectiva de la guerra les inspiraba. Halifax declaró al Embajador francés que Gran Bretaña no prestaría apoyo a Francia nada más que en el supuesto de una agresión no provocada[24], y Bonnet dijo, no sólo a Phipps, sino también al Embajador de Alemania, que «si Checoslovaquia se mostraba verdaderamente fuera de razón, el gobierno francés podría muy bien declararse liberado de todo compromiso hacia aquel país»[25]. Strang, miembro del Foreign Office, fue enviado a Praga y a Berlín para recoger la opinión de los diplomáticos destacados en una y otra ciudad. Regresó trayendo algunas proposiciones muy precisas: Checoslovaquia debía renunciar a sus alianzas para convertirse en un satélite alemán; el territorio de los Sudetes pasaría a ser autónomo o, incluso, podría ser incorporado a Alemania. Los checos opondrían resistencia a estas medidas, en consecuencia, el gobierno inglés habría de imponérselas. Sería «la primera tentativa seria, desde que terminara la guerra, para atajar una de las causas (no sólo un síntoma) del malestar europeo y para realizar una modificación pacífica en uno de los lugares peligrosos [de Europa]»[26]. La maniobra colocó a los ingleses en la vía de la acción, pero una acción muy distinta de aquella con la que los checos contaban.
Estos acontecimientos del 21 de mayo produjeron un dramático efecto en Hitler, a quien su aparente humillación puso furioso. Tomó de nuevo el proyecto de instrucciones que había redactado Keitel, borró la primera frase y escribió en su lugar: «Mi intención inquebrantable es la de aplastar a Checoslovaquia por medio de una acción militar, en un futuro muy próximo»[27]. Esta parece ser la prueba decisiva de que Hitler estaba totalmente resuelto a atacar Checoslovaquia, fuesen cuales fuesen las circunstancias. Y decimos que parece ser la prueba decisiva, porque en realidad no lo es. El mismo documento en el que se encuentra la frase, declara, según el modo habitual del Führer, que Francia vacilaría antes de intervenir «a consecuencia de la inequívoca postura tomada por Italia, que la pone a nuestro lado». Todo esto no pasó de ser una manifestación de mal humor y Hitler adoptó de inmediato su antigua línea de actuación. Una instrucción estratégica del 18 de junio declaraba: «No me decidiré a actuar contra Checoslovaquia si, como en el caso de la ocupación de la zona desmilitarizada y de la entrada en Austria, no tengo la firme convicción de que Francia no se moverá y que, por consiguiente, tampoco intervendrá Inglaterra»[28]. Por supuesto, Hitler sabía que sus generales temían una guerra con Francia y pudo tener la idea de llevarlos a ella aun en contra de su voluntad. Engañaba a todo el mundo: a las potencias occidentales, a sus generales, a sí mismo, ya que se hicieron pocos preparativos incluso para una guerra defensiva contra Francia. Fue estacionada una pequeña fracción de la aviación en la Alemania occidental, «para impedir a Francia que gozase de una libertad total de acción en el cielo»[29]. Dos divisiones del ejército se situaron junto a la línea Sigfrido, y otras dos se les sumaron en septiembre —en tanto los franceses podían situar más de 80—. Además, aunque Hitler se fijase con el Estado Mayor Central una fecha límite, la del 1.º de octubre, no la hizo pública. Mantuvo abierta la puerta a una posible retirada hasta el momento en que pareció inútil.
El gobierno inglés estaba convencido, aunque no la conociese, de la existencia de aquella fecha, y llegó incluso a persuadirse de que Hitler «no esperaría por más tiempo». Debía de haber llegado al colmo de su paciencia, cuando la paciencia había sido precisamente hasta entonces el rasgo dominante de su quehacer político. Los estadistas británicos concluyeron, basándose únicamente en su intuición, que aquella fecha era el 12 de septiembre, último día del congreso nazi de Núremberg, y, a partir de este momento, quedaron como hipnotizados por ella. Querían adelantarse a Hitler y, pensando en el 12 de septiembre en vez de en el 1.º de octubre, lo consiguieron. A su modo de ver las cosas, era preciso obligar a Benes, antes del 12, a acceder a las concesiones definitivas, que eran lo único que podía evitar la guerra. Checoslovaquia renunciaría a sus alianzas con Francia y con Rusia y los alemanes de los Sudetes obtendrían lo que habían pedido. Pero ¿cómo conseguir todo esto? Benes era tozudo —«como un asno», según expresión de Henderson—. Los ingleses se echaban atrás cuando llegaba el momento de forzarlo; hubieran preferido que otros corrieran con la responsabilidad, lo cual no era fácil. Evidentemente, los rusos no querían romper su alianza; muy por el contrario, no dejaban de insistir sobre ella, en medio de la inquietud de todo el mundo. ¿Se mostrarían, por ventura, más tolerantes los franceses? Y, en este punto, se produjo una nueva decepción. Al principio, aquéllos esquivaron la cuestión; más tarde, pidieron a Benes que hiciese las concesiones, pero, para lograrlo, argumentaron que, de este modo, sería más probable que los ingleses se decidiesen a prestar su apoyo. «Esta nota no contiene advertencia específica alguna de que Francia volverá a considerar su posición con respecto al tratado, en el caso de que el gobierno checoslovaco no se muestre razonable en la cuestión de los Sudetes», se lamentó Halifax[30].
No había escapatoria posible. Los franceses no querían actuar de acuerdo con su alianza con Checoslovaquia, pero tampoco querían abandonar a los checos. La debilidad es contagiosa. Arrastraron con ellos a los ingleses. Inglaterra era el país menos interesado en la cuestión checa, y, sin embargo, le correspondió tomar la iniciativa. No podía atacar directamente las alianzas de Checoslovaquia; debía, pues, tratar de resolver el problema de los Sudetes —el modo de resolverlo no tenía importancia, con tal que se lograse impedir la guerra—. Los franceses se aferraron a esta idea, ya que eran otros los que tomaban la responsabilidad. Los checos opusieron más resistencia. Benes intentaba presentar el asunto como un conflicto entre su país y Alemania; la propuesta británica transformaba todo en una fricción entre los alemanes de los Sudetes y el gobierno checoslovaco. Una vez más, la escena quedó iluminada por el fuego fatuo de un posible apoyo inglés. «Si el gobierno checoslovaco se decidiese a pedir nuestra ayuda en este asunto, su petición produciría indiscutiblemente un efecto favorable sobre la opinión pública inglesa», escribió Halifax[31]. Benes, una vez más, cedió. El apoyo inglés se revelaría más difícil de obtener de lo que él pensaba, pero tenía todavía la impresión de que lo conseguiría si se mostraba razonable y conciliador. El 26 de julio, Chamberlain pudo anunciar en los Comunes que Lord Runciman se desplazaba a Praga en calidad de mediador y «respondiendo a una petición de Checoslovaquia». El lograr que se hiciese la petición había costado a los ingleses no pocos esfuerzos. Runciman, antiguo presidente de la Board of Trade[32], fue elegido por la supuesta habilidad que había demostrado cuando solucionó los conflictos entre industriales; pero, a la hora de tal elección, tal vez pesase más el hecho de que ignoraba lo que estaba en juego. Acudió a Praga a título personal y no como representante del gobierno. «Me lanza usted en pleno Atlántico a bordo de una pequeña embarcación», dijo a Halifax. Esta frase revelaba el origen de Runciman que había empezado como armador.
La misión de Runciman ofrece al historiador un interés un poco melancólico. Fue la última tentativa de la serie que se iniciara hacía, más o menos, un siglo para encontrar una «solución» a las relaciones entre los checos y los alemanes de la Bohemia, es decir, para descubrir un medio de hacer vivir a ambos pueblos, de manera un tanto satisfactoria, dentro de un mismo Estado. Esta solución había sido buscada en vano por otros hombres que superaban a Runciman en competencia política y en inteligencia; en esta ocasión, los resultados no fueron más halagüeños. El gobierno checoslovaco, cuando fingió pedir aquella misión, se comprometió a aceptar la decisión que se tomase. Runciman no tenía, pues, más que descubrir qué era lo que complacería a los alemanes de los Sudetes, y a los checos no les quedaría sino decir amén. Ahora bien, los dirigentes Sudetes, fieles a las instrucciones que habían recibido de Hitler, se anticiparon y plantearon sus reivindicaciones. De ahí el suplicio por el que tuvo que pasar Runciman, como antes lo había pasado Benes. Lo peor fue seguir adelante. Benes, fueren cuales fueren sus defectos, era un negociador incomparable y el mismo talento que le había permitido mantener en jaque a Lloyd George en 1919, le hizo posible, en 1939, hacerse rápidamente cargo de las intenciones de Runciman. Este habla sido enviado o bien para arrancar algunas concesiones a Benes, o bien para demostrar la obstinación de los checos. Si Runciman acudía por la primera razón, se evitaría la crisis, si lo hacía por la segunda, Benes quedaría desacreditado y Checoslovaquia desautorizada, en tanto el honor de las potencias occidentales se mantenía a salvo. Pero he aquí que Runciman se vio conducido a una situación tal que tenía que considerar las ofertas checas como razonables y condenar la obstinación, no de Benes, sino de los Sudetes. Pronto se cernió la amenaza de una terrible consecuencia: si Benes hacía todo lo que Runciman le pedía, e incluso más. Gran Bretaña se vería en la obligación moral de apoyar a Checoslovaquia cuando se plantease la crisis, que era inminente. Para evitarlo, Runciman, en vez de meter prisa a Benes, tuvo que predicar la calma. Pero Benes no le permitió que se escabullese. El 4 de septiembre, convocó a los dirigentes Sudetes, les pidió que dictasen sus condiciones y, como quiera que, desconcertados, dudasen, las puso él mismo por escrito. Los Sudetes recibían todo lo que habían pedido. Por supuesto, Benes ofreció esta capitulación cuando se enteró, de manera cierta, que sería rechazada; pero él había ganado la batalla diplomática. Runciman tuvo que confesar que los checos habían ido más allá de lo que él pensaba proponerles. Los dirigentes Sudetes no sabían, tampoco, cómo iban a desechar las ofertas del Presidente. Éste, en consecuencia, había logrado un verdadero triunfo.
Esta victoria moral no evitó el choque de fuerzas, pero no por ello dejó de tener una importancia decisiva. A principios de 1938, casi todos los ingleses simpatizaban con las reivindicaciones alemanas, aunque les repugnase la forma en que Hitler las había presentado. La causa de los Sudetes era buena: no gozaban ni de igualdad nacional ni de nada que se le pareciese. Ahora bien, en septiembre, gracias a Benes, todo había cambiado. Fueron pocos los que siguieron creyendo en la justicia de las reivindicaciones; ni los propios Sudetes lo creían ya. Hitler dejaba de ser el liberador idealista de sus hermanos de raza y aparecía como un conquistador sin escrúpulos que sólo buscaba la guerra y el dominio. Al principio, el «apaciguamiento» había sido una tentativa de elevada inspiración para deshacer imparcialmente algunos entuertos. El giro que había tomado la controversia entre Benes y los Sudetes hacía que el «apaciguamiento» se convirtiese en una capitulación cobarde, aunque imposible de evitar, ante la fuerza. Antes, los ingleses se preguntaban: «¿Están justificadas las reivindicaciones alemanas?». Ahora empezaban a preguntarse: «¿Somos lo suficientemente fuertes para resistir a Hitler?». Runciman, muy a pesar suyo, acababa de ayudar a abrir el camino que llevaría a la Segunda Guerra Mundial. Había bailado al son que le tocara Benes y, a partir de aquel momento, su único deseo fue hacer un agujero en el fondo de su barco y volverse a casa. Su misión en Praga se prolongó aún algunos días; después, volvió a Londres sin «solución» alguna a la cuestión de los Sudetes. Más tarde, tras el viaje de Chamberlain a Berchtesgaden, Runciman, por orden del Foreign Office, redactó un informe; se limitó a aprobar el plan de desmembración de Checoslovaquia, cuando Chamberlain y Hitler ya habían decidido ponerlo en marcha. Nadie se fijó en el plan, nadie le dio el menor valor. No era más que el eco de un pasado que estaba muerto.
La política británica no había, pues, conseguido conjurar la crisis. Se acercaba el 12 de septiembre. Ya no se planteaba el problema entre el gobierno checoslovaco y los alemanes de los Sudetes, sino entre las grandes potencias, que seguían sin definir su actitud. Hitler continuaba siendo el amo de la situación; se negaba a enseñar su juego y, probablemente, como en tantas ocasiones anteriores, ignoraba él mismo cómo iba a conseguir la victoria. Hizo que se iniciasen los preparativos para atacar Checoslovaquia el 1.º de octubre. No estaba decidido, ni mucho menos, a declarar la guerra. Los generales alemanes seguían insistiendo en el hecho de que no podían hacer frente a un conflicto general y Hitler respondía que no se llegaría a tal extremo. Algunos de estos generales hablaron de derribar a Hitler; tal vez fuesen sinceros. Posteriormente, pretendieron que la falta de estímulo por parte de las potencias occidentales y, más concretamente, la visita de Chamberlain a Berchtesgaden, habían contrariado sus planes, cuando en realidad fue Hitler el que los desbarató. Los generales estaban decididos a actuar sólo en el supuesto de que el Canciller llevase a Alemania al borde del abismo, y fue precisamente esto lo que no hizo. Amenazó con la guerra únicamente cuando el otro bando ya había capitulado; hasta entonces, conservó las manos libres. En el curso del mes de agosto, intentó todavía encontrar una puerta de escape. El conflicto, con el que él contaba, entre Francia e Italia, quedaba por completo descartado. Muy por el contrario, Mussolini, que no hacía más que fanfarronear mientras veía lejos el peligro de una guerra, se sentía cada vez más molesto, incluso cuando de apoyar a Alemania contra Checoslovaquia se trataba. Quiso por lo menos conocer la fecha en que Hitler pensaba lanzarse a aquella guerra. Hitler hizo que se le contestase: «El Führer no puede precisar fecha alguna, ya que él mismo la ignora»[33]. Una nueva posibilidad pareció ofrecerse cuando los húngaros pidieron su parte en la desmembración de Checoslovaquia. También en este punto se produjo una decepción. Los húngaros estaban dispuestos a seguir a Hitler, pero, como se encontraban casi desarmados, no querían tomar la iniciativa. Si Hitler deseaba la guerra, tendría que declararla él. De todo esto, surgió un resultado sorprendente. La temida fecha del 12 de septiembre llegó. Hitler pronunció un discurso apasionado en Núremberg; enumeró en él los motivos de queja de los Sudetes y subrayó enérgicamente que el gobierno checoslovaco debía poner remedio a tal situación. Todavía no se había agotado su paciencia. Seguía esperando que los demás perdiesen el control de los nervios.
La espera no fue estéril. Al día siguiente del discurso, el 13 de septiembre, los dirigentes Sudetes rompieron las negociaciones con Benes y dieron la señal para que estallase la sublevación. Fue un fracaso. Se restableció el orden en menos de veinticuatro horas. Aún más: muchos alemanes de los Sudetes, que hasta entonces se habían mantenido en silencio o indiferentes, proclamaron su lealtad hacia Checoslovaquia y su deseo de no separarse de ella. Contrariamente a lo que había pasado con Austria, o, anteriormente, con la monarquía de los Habsburgo, Checoslovaquia no se desmoronó en el interior. El derrumbamiento tuvo lugar en París, no en Praga. El gobierno francés no se decidió a tomar una decisión hasta el último momento. Bonnet sentía «la desesperante ansiedad de escapar de aquel callejón sin salida sin verse obligado a luchar»[34]. Sentía de igual modo la desesperante ansiedad de que toda censura fuese dirigida a los demás. Trató de encauzarla hacia Rusia. Como había sucedido ya con anterioridad, Litvinov se mostró más enérgico que él y dio una respuesta decidida. Había que recurrir a la Sociedad de Naciones, de acuerdo con el artículo XI del Pacto, para que las tropas soviéticas pudiesen atravesar Rumanía; tenían que iniciarse conversaciones entre los estados mayores de Francia, Checoslovaquia y la URSS, y reunir en conferencia a Rusia, a Francia y a la Gran Bretaña para formular una declaración resonante contra la agresión alemana. En todo caso, Rusia cumpliría con «todas las obligaciones» que emanaban del pacto rusochecoslovaco; a Francia le correspondía, tan sólo, dar el primer paso[35]. Quizá todo esto no fuese más que una farsa. Se habría comprobado aceptando las conversaciones entre los estados mayores. Sin embargo, al eludir la contestación, Bonnet demostró su miedo a que la fórmula soviética no fuese muy sincera.
Y no fue Bonnet quien peor lo hizo. El aislacionismo americano alcanzaba por aquel entonces su máximo apogeo. El 9 de septiembre, en el curso de una conferencia de prensa, Roosevelt declaró que era totalmente erróneo el asociar los Estados Unidos con Francia y la Gran Bretaña para la constitución de un frente de resistencia a Hitler. Todo lo que las potencias occidentales recibieron de allende el Atlántico fue un reproche, nacido de los intelectuales americanos, por haber sido un poco menos cobardes que los Estados Unidos. Sin embargo, la respuesta definitiva había de venir de los ingleses. Nuevamente se iban a repetir los argumentos de los viejos aliados: los franceses subrayaron el peligro de capitular ante Hitler; Halifax se negó a pronunciarse en favor de «un argumento que preconizase la guerra ahora, contra la eventualidad de una guerra posterior, que quizá fuese librada en condiciones menos desfavorables»[36]. Cada bando hizo maravillas en el arte de la evasión. «Qué contestaría el gobierno de Su Majestad —preguntó Bonnet—, si el gobierno francés le dijese, en el caso de que Alemania atacase a Checoslovaquia: Hemos emprendido la marcha: ¿nos acompañáis?». «Aunque la pregunta esté claramente formulada —contestó Halifax—, no puede disociarse de las circunstancias en que sería hecha y que, en este momento, resultan necesariamente hipotéticas». Bonnet pareció sentirse «sinceramente feliz del carácter negativo de esta respuesta»[37], lo cual no resulta sorprendente. Coleccionaba aquellas negativas, en parte para protegerse a sí mismo, y en mayor parte para desanimar a sus colegas.
También Daladier se condujo como de costumbre: al principio, se mostró lleno de ardor combativo, luego, irresoluto, para, al final, capitular. «Si los alemanes franquean la frontera checa, los franceses emprenderán la marcha como un solo hombre», declaró a Phipps, el 8 de septiembre[38]. Llegó el 13; los alemanes de los Sudetes estaban al borde de la sublevación y Hitler, por lo que se suponía, parecía dispuesto a correr en su ayuda. El Consejo de Ministros francés se mostró dividido: seis votos en favor del apoyo a Checoslovaquia; 4, entre ellos el de Bonnet, en favor de la capitulación. Daladier no dio preferencia a ninguna de ambas actitudes. Al salir de la reunión, Bonnet marchó a toda prisa a ver a Phipps para decirle: «La paz ha de ser preservada cueste lo que cueste»[39]. Phipps quiso obtener confirmación del hundimiento francés y pidió ser recibido por Daladier. A primeras horas de la tarde, éste seguía dudando. A una pregunta que el Embajador le hiciera a boca de jarro, contestó «con una falta manifiesta de entusiasmo»: «Si los alemanes emplean la fuerza, los franceses se verán obligados a hacer otro tanto». «Temo que los franceses traten de engañarnos», dijo Phipps, para concluir el mensaje que mandó a Londres[40]. A las 22 horas, transmitió telefónicamente a Londres «un mensaje urgentísimo» de Daladier a Chamberlain: «Las cosas evolucionan muy rápidamente y de una manera tan grave que se corre el riesgo de perder todo control en el más breve plazo… Es preciso evitar cueste lo que cueste que las tropas alemanas entren en Checoslovaquia». Daladier insistió para que Runciman publicase inmediatamente su plan. Si con esto no era suficiente, habría de celebrarse una reunión de tres potencias: Alemania, que intercedería por los Sudetes; Francia, que lo haría por los checos, y la Gran Bretaña, que defendería el plan de Lord Runciman[41]. Daladier se sentía sin energías: había decidido capitular.
Acababa de llegar la hora de que Chamberlain entrase en acción: desde abril había tratado de que se decidiese entre la resistencia y la rendición, y se había optado, al fin, por aquella rendición que él tanto preconizara. No intentó organizar la reunión de las tres potencias, puesto que sabía por experiencia que si alguien desafiaba a Daladier, éste podía tomar una decisión obstinada, desesperada. El 15 de septiembre, partió en avión, rumbo a Múnich, llevando consigo a Sir Horace Wilson, y se vio con Hitler en Berchtesgaden, sin que interviniese en las conversaciones un intérprete británico. Daladier no pareció «muy contento» cuando se enteró de que lo habían dejado a un lado, pero consintió una vez más[42]. Si nos fiamos de lo que señalan los archivos, Chamberlain no llevó ninguna documentación sobre la cuestión checoslovaca. No se preguntó si una Checoslovaquia truncada podría seguir siendo independiente, ni cuáles serían las consecuencias estratégicas de semejante situación para las potencias occidentales; no examinó la manera en que se llevaría a cabo la composición nacional de Checoslovaquia. Salió de Londres tan sólo con el prejuicio que, contra «Versalles», alimentaba la mayoría de los ingleses, y con la firme convicción de que Hitler se tornaría pacífico si se daba satisfacción a las reivindicaciones alemanas. Tampoco Hitler se preparó para la entrevista; como de costumbre, esperó que cayese del cielo el maná. Su principal cuidado consistía en mantener la crisis hasta el momento en que Checoslovaquia quedase desintegrada, y sostenía las reclamaciones de los Sudetes en la creencia de que no serían satisfechas y de que, de todo ello, él sacaría alguna ventaja moral. En las conversaciones, actuó en una situación favorable: sus planes militares no madurarían para antes del 1.º de octubre, por mucho que quisiera ponerlos en marcha antes; podía, pues, ofrecer el «no hacer nada», sin que tal oferta supusiese concesión alguna.
Este encuentro en Berchtesgaden fue más amistoso y más feliz de lo que los dos estadistas esperaban. Chamberlain se sintió desconcertado por el discurso de energúmeno con el que Hitler empezaba todas sus conversaciones, pero se mantuvo fiel a su política de conciliación. «En principio —dijo—, no tengo que hacer ninguna objeción a que los alemanes de los Sudetes se separen del resto de Checoslovaquia, a condición de que puedan ser superadas las dificultades prácticas». Hitler no podía rechazar semejante oferta, aunque no respondiese exactamente a su voluntad de destruir la independencia de Checoslovaquia dentro del terreno internacional. Prometió, por su parte, no efectuar ningún movimiento militar en tanto durasen las negociaciones —promesa que impresionó fuertemente a Chamberlain, aunque no significase nada—. La conciliación triunfaba; un gran conflicto había sido arreglado sin tener que recurrir a la guerra. Sin embargo, nada de lo que sucedía estaba de acuerdo con lo previsto. Chamberlain tenía la intención de ofrecer una concesión, basada sobre una fórmula imparcial. Por esta razón, los más clarividentes de entre los defensores de esta política, como, por ejemplo, Neville Henderson, subrayaban que las potencias occidentales vencerían si llegaba a estallar la guerra. Sin embargo, «nuestra causa moral debería ser fundida en bronce», y, en el caso de Checoslovaquia, no sucedía así[43]. En adelante, gracias al derrumbamiento francés, la moral había sido arrinconada y el miedo había pasado a ocupar su sitio. Ya no se acudía a Hitler con la justicia en la mano; se le preguntaba qué pedía por no hacer la guerra. Los checos habían empeorado las cosas al conseguir mantener el orden a pesar del llamamiento a la revolución que habían hecho los Sudetes. En vez de salvarlos de la desmembración, se les requería para que cediesen unos territorios que habían guardado con firmeza; y todo, para que Francia pudiese escapar de un conflicto armado.
Chamberlain volvió a Londres para obtener la aprobación de sus colegas y la de los franceses. El gabinete británico se mostró de acuerdo, aunque, según se dice, no sin mostrar alguna oposición. Runciman rompió el informe que preparaba y, dócilmente, redactó otro en el que quedaban incorporadas las reclamaciones de Hitler, informe, éste, que iba a ser manoseado constantemente en el curso de los días que seguirían, cuando las reclamaciones empezaron a multiplicarse. El 18 de septiembre, Daladier y Bonnet acudieron a Londres. Chamberlain dio cuenta de sus discusiones con Hitler, subrayando que la cuestión quedaba planteada en los siguientes términos: aceptar la división de Checoslovaquia, o «el principio de la autodeterminación», como él lo llamara. Daladier trató de cambiar de terreno. «Temía —declaró—, que el verdadero fin perseguido por Alemania fuera el de disgregar Checoslovaquia para realizar ciertos objetivos pangermanistas mediante una marcha hacia el Este». Halifax sacó a la luz un argumento que ya había utilizado con frecuencia:
«Nada más lejos del ánimo de los ministros ingleses que pensar que el gobierno francés no cumpliría sus obligaciones con el gobierno checoslovaco… Por otra parte, todos sabían —y, en este punto, estaba seguro de contar con la aprobación de los consejeros técnicos— que, fuera cual fuere la acción que, en cualquier momento, emprendiesen los ingleses, los franceses o los soviéticos, resultaría imposible facilitar una protección eficaz al Estado checoslovaco. Cabía hacer la guerra para oponerse a una agresión alemana, pero, en la conferencia de paz que se reuniría al final del conflicto, ningún estadista pretendería, a su juicio, volver a dar a Checoslovaquia las mismas fronteras».
Chamberlain tuvo una idea ingeniosa. Los checos no querían ceder territorio alguno después de un plebiscito, a causa del ejemplo que ello supondría para los polacos y para los húngaros establecidos en Checoslovaquia; que cedieran, entonces, el territorio sin plebiscito de ninguna especie. «Podría presentarse [la cesión] como una elección hecha por el propio gobierno checoslovaco… Así se disiparía la creencia de que somos nosotros los que modelamos el territorio de Checoslovaquia». Daladier aceptó, pero puso una condición esencial: la Gran Bretaña garantizaría la integridad de lo que quedase de Checoslovaquia. La postura de Daladier no procedía de un sentimiento de amor hacia los checos, puesto que tanto los ingleses como los franceses estaban de acuerdo sobre la imposibilidad de ayudarlos entonces y después. Se pidió a los ingleses que suscribiesen la declaración de Hitler según la cual éste iba en pos de la justicia y no de la dominación de Europa.
Daladier dijo que si hubiese tenido la certeza de que Herr Hitler decía la verdad cuando se expresaba en los términos clásicos de la propaganda nazi, y señalaba que lo único que quería era la incorporación al Reich de los alemanes de los Sudetes y nada más, él, Daladier, no habría insistido para obtener aquella garantía de los ingleses. Pero, en el fondo de su corazón, tenía la seguridad de que Alemania aspiraba a algo más grande… Una garantía británica en favor de Checoslovaquia serviría de ayuda a Francia, por cuanto contribuiría a detener el avance alemán hacia el Este.
Los ingleses cayeron en la trampa. La política de Chamberlain descansaba sobre el dogma de la buena fe de Hitler; no podía renegar de ese dogma sin aceptar los argumentos de Daladier en favor de la resistencia. Por consiguiente, había que dar la garantía. Los ministros ingleses se retiraron a deliberar durante dos horas. Al regresar, Chamberlain declaró: «Si el gobierno checoslovaco acepta las propuestas que en estos momentos se le hacen y si, entretanto, no se produce ningún golpe militar, el gobierno de Su Majestad está dispuesto a dar la garantía que se le pide». De este modo, en alguna medida accidental, el gobierno inglés que se había negado constantemente a extender sus obligaciones más allá del Rin y que se había proclamado incapaz de asistir a Checoslovaquia cuando era fuerte, le ofrecía una garantía en un momento en que empezaba a debilitarse y, todavía más, aceptaba implícitamente garantizar la organización territorial existente en la Europa oriental. Esta garantía fue dada con esperanza cierta de que nunca habría de llevarse a la práctica; se pretendía sencillamente con ella vencer el último vestigio de reserva. Sin embargo, Daladier había levantado un edificio más sólido de lo que él imaginaba: acababa de lograr que Gran Bretaña se comprometiese a oponerse a un avance de Hitler hacia el Este, y, seis meses más tarde, el compromiso habría de volverse contra su propio autor. Hacia las 19 horas 30 minutos del 18 de septiembre de 1938, Daladier dio a la Gran Bretaña el empujón decisivo, aunque de efecto retardado, que habría de llevarla a la Segunda Guerra Mundial[44].
Chamberlain hizo una última pregunta: «¿Qué sucedería si el doctor Benes decía que no?». «Se discutiría la cuestión en consejo de ministros», contestó Daladier. Los acontecimientos tomaron un giro diferente. El 19 de septiembre, los ministros franceses ratificaron las propuestas anglofrancesas, pero sin tomar decisión alguna sobre lo que habría que hacer en el caso de que se produjese una negativa por parte de los checos. Teóricamente, el tratado con Checoslovaquia conservaba todo su valor. Además, el día 19, Benes hizo, a su vez, dos preguntas a la Unión soviética: ¿Prestaría la URSS una ayuda inmediata y efectiva si Francia cumplía sus compromisos y también prestaba ayuda? ¿Asistiría la URSS a Checoslovaquia en su calidad de miembro de la Sociedad de Naciones y conforme a los artículos 16 y 17?[45]. El día 20, el gobierno soviético respondió a la primera pregunta: «Sí, instantánea y efectivamente», y a la segunda: «Sí. por todos los conceptos»[46]. Benes trató también de saber por Gottwald, jefe de los comunistas checos, si la Unión Soviética intervendría en caso de que Francia no lo hiciese. Gottwald eludió la cuestión. «No podía responder en nombre de la URSS, pero nada hacía suponer que este país no fuera a cumplir con sus obligaciones. Si se trataba de algo que emanase de dichas obligaciones, Benes no tenía más que plantear el asunto al gobierno soviético en términos precisos»[47]. Pero el estadista checo no quería hacerlo. Al despedirse Runciman, le había dicho: «Checoslovaquia no tiene ningún compromiso especial con Rusia, ni siquiera para el supuesto de una guerra. Nunca ha hecho ni nunca hará nada, sin Francia»[48]. Seguía siendo un «occidental» a pesar de sus decepciones; por otra parte, aunque se hubiese inclinado a apoyarse sólo en Rusia, la mayoría del gabinete checo —con Hodza, el Primer Ministro a la cabeza— era lo bastante fuerte para impedírselo.
Sin embargo, no desesperó aún. Se mantenía en contacto con los grupos más resueltos de París, en los que estaban incluidos ciertos ministros, y continuaba creyendo que podría volver a ganarse el apoyo de Francia si actuaba de manera lo suficientemente hábil. No dejó de exagerar la posibilidad de hacer cambiar la política francesa, valorando sin duda por bajo otra posibilidad: la de hacer cambiar la política inglesa. Fuese como fuere, en aquel momento decisivo mantenía la mirada fija en París. El 20 de septiembre, el gobierno checoslovaco rechazó las propuestas anglofrancesas y recurrió al tratado de arbitraje con Alemania. Parece ser que media hora más tarde Hodza dijo al representante francés y al inglés que si aquellas propuestas fuesen presentadas «como una especie de ultimátum», Benes y el gobierno podrían inclinarse al verse ante un caso de fuerza mayor[49]. De sus palabras se desprendía que trataba de determinar si los franceses pretendían verdaderamente abandonar a sus aliados; pero según el ministro francés, Hodza imploró un ultimátum para «cubrir» al gobierno checo que deseaba capitular. Nunca sabremos la verdad sobre este punto. Hodza y sus colegas querían quizá ceder, pero, sin lugar a dudas, Bonnet también deseaba que claudicasen. Si Benes se asoció a la maniobra de Hodza, lo hizo, probablemente, en la esperanza de desencadenar la resistencia entre los «elementos duros» de París. En todo caso, Bonnet se aprovechó de la ocasión, le fuese o no ofrecida por Hodza. El ultimátum fue debidamente redactado en París, aprobado a medianoche por Daladier y por el presidente Lebrun y enviado a Benes a las dos de la madrugada del 21 de septiembre. Era muy claro: si los checos rechazaban las propuestas anglofrancesas, correrían con la responsabilidad de la guerra que tal postura derivase, la solidaridad anglofrancesa se quebraría y, en semejantes condiciones, Francia no se movería, puesto que «su asistencia no podría ser eficaz»[50]. Al día siguiente por la mañana, algunos ministros se quejaron de que los checos hubiesen sido abandonados sin que mediase una decisión del gabinete; Bonnet pudo, entonces, contestarles que se había tomado la decisión a instancias de Hodza, y, una vez más, los disidentes se mostraron de acuerdo. Fue una transacción bastante oscura, pero que traducía lo que se había convertido en algo inevitable a partir de abril, cuando el gobierno francés decidió no ir a la guerra sin el apoyo inglés y cuando los británicos, por su parte, resolvieron no dejarse llevar a un compromiso de defensa a Checoslovaquia. Sin duda alguna habría sido más honrado y más honorable el habérselo hecho comprender a Benes desde un principio; pero los países que durante mucho tiempo han sido grandes potencias se niegan a admitir que ya no lo son. En 1938, la Gran Bretaña y Francia se inclinaban por «la paz cueste lo que cueste». Ambas temían más la guerra que una derrota; de ahí los errores de cálculo que cometieron al establecer una comparación entre las fuerzas alemanas y las aliadas, y las discusiones que se plantearon en torno a la cuestión de saber si Alemania podía ser vencida. Hitler obtendría lo que quisiera amenazando sencillamente con la guerra, sin tener necesidad de contar con la victoria.
Los checos no dudaron por mucho tiempo. El 21 de septiembre, al mediodía, aceptaron incondicionalmente las propuestas anglofrancesas. Sin embargo, Benes no se daba todavía por vencido. Supuso que, ante su éxito, Hitler aumentaría las peticiones, y, entonces, la opinión pública francesa y la inglesa se rebelarían por fin. No se equivocaba. El 22 de septiembre, Chamberlain tuvo una nueva entrevista con Hitler en Godesberg, y el Canciller declaró que las propuestas anglofrancesas no eran bastantes. Se estaba asesinando a los alemanes de los Sudetes —lo cual era falso— y sus tropas tenían que ocupar inmediatamente el territorio de éstos. ¿Por qué adoptó Hitler esta postura, cuando iba a obtener, por medio de negociaciones, cuanto quería? ¿Deseaba verdaderamente la guerra por sí misma? La mayoría de los historiadores han admitido esta explicación; pero hay que tener presente que Hitler seguía siendo el conspirador coronado por el éxito y todavía no se había convertido en «el más grande capitán de todos los tiempos». Existe otra explicación más plausible. Había otras naciones que, siguiendo el ejemplo alemán, formulaban algunas reivindicaciones sobre el territorio checoslovaco. Los polacos reclamaban Teschen, los húngaros, la Eslovaquia. Todo parecía indicar que Checoslovaquia iba a disgregarse, como efectivamente sucedió en marzo de 1939. Alemania se presentaría como pacificadora, para crear un orden nuevo, no para destruir el antiguo. El propio Hitler «podría haberse reído en las narices de Chamberlain»[51]. En consecuencia, en Godesberg, Hitler jugaba para ganar tiempo. Los argumentos y las amenazas de Chamberlain, incluso la sugerencia que le hizo de que las nuevas fronteras de Checoslovaquia podrían ser modificadas una vez más por medio de negociaciones, quedaban fuera de lugar. Hitler ya no se interesaba por Checoslovaquia; preveía que, cuando estallasen la bomba polaca y la bomba húngara, Checoslovaquia dejaría de existir.
El encuentro de Godesberg terminó, pues, en un fracaso. Chamberlain volvió a Londres, enfrentado aparentemente a la elección entre la guerra y la abdicación de Inglaterra como gran potencia. Parece que se inclinara por la segunda solución, esperando obtener así un poco de gratitud. Después de todo, a su juicio, nada podía impedir la división de Checoslovaquia. Entonces, ¿para qué ir a la guerra?, ¿para determinar el momento preciso en que se procedería a tal división? Sin embargo, en Londres, Halifax se había revelado —quizá, como se ha sugerido, porque le había remordido la conciencia «al filo de la noche», aunque sea más probable que se enfrentara a Chamberlain por instigación del Foreign Office—. El 23 de septiembre, había dicho a los checos, en contra de la opinión que había expresado Chamberlain, que no existía reparo alguno a que se movilizasen, lo cual hicieron. Halifax preguntó también a Litvinov, que estaba presente en la sesión de la Sociedad de Naciones, «qué haría la Unión Soviética si Checoslovaquia se veía arrastrada a una guerra con Alemania». Era la primera vez, desde que se iniciara la crisis, que los ingleses se acercaban a Rusia. Litvinov dio su respuesta estereotipada: «Si los franceses ayudan a los checoslovacos, los rusos intervendrán». Al parecer, los rusos veían más despejado su camino desde el momento en que Polonia amenazó con intervenir contra Checoslovaquia. Se les abría una vía hacia Europa y, en caso de guerra, podrían recobrar los territorios que habían perdido en 1921, incluso en el supuesto de que ello no sirviese de mucha ayuda a los checos. El 23 de septiembre, Moscú previno a Varsovia que denunciaría de inmediato el pacto de no-agresión con Polonia, si los polacos invadían Checoslovaquia. El 24 de septiembre, Gamelin preguntó a su vez a los rusos qué era lo que estaban en condiciones de hacer. Respondieron que treinta divisiones se encontraban en la frontera occidental (los franceses sólo tenían, a la sazón, quince en la Línea Maginot); su aviación y sus fuerzas blindadas estaban en «pleno estado de alerta». Insistieron también para que se iniciasen en seguida conversaciones entre los estados mayores francés, checo y ruso. Gamelin aceptó, creyendo que contaba con la aprobación inglesa[52]. Sin embargo, no se inició ninguna conversación.
Los franceses seguían dudando. El 24 de septiembre, Phipps telegrafió desde París: «Lo mejor de Francia: está contra la guerra, casi a cualquier precio», y puso en guardia contra «un estímulo, aunque fuese aparente, del grupo belicoso, que no tenía muchos adeptos, pero que hacía ruido y estaba corrompido»[53]. En un nuevo telegrama explicó que se refería a «los comunistas pagados por Moscú». El Foreign Office no pareció muy contento con esta respuesta y dijo a Phipps que llevase adelante la investigación. Lo hizo así y, dos días más tarde, telegrafió lo siguiente: «La gente está resignada, pero resuelta… El petit bourgeois[54] tal vez no esté muy inclinado a arriesgar su vida por Checoslovaquia, pero la mayoría de los obreros, según se dice, se muestran a favor de que Francia cumpla con sus obligaciones»[55]. El Consejo de Ministros francés no manifestó la misma disposición. El 24 de septiembre no pudo llegar a un acuerdo sobre lo que Francia debería de hacer en el caso de que Hitler invadiese Checoslovaquia. Daladier y Bonnet fueron enviados a Londres en busca de una respuesta. Se reunieron con los ministros ingleses el día 25 de septiembre. Como de costumbre, Daladier empezó en un tono combativo. Había que invitar a Hitler a que accediese a las propuestas anglofrancesas del 18 de septiembre. Si se negaba, «cada uno de nosotros tendría que cumplir con su deber». Chamberlain replicó que «no se podía entrar en un conflicto de tal magnitud cerrando los ojos y taponándose las orejas. Antes de tomar una decisión, era indispensable conocer las condiciones. Deseaba, pues, recibir más información y pidió a Sir John Simon que expusiese a M. Daladier algunos extremos». El gran «abogado» interrogó al Presidente del Consejo francés como si se tratase de un testigo hostil o de un criminal. ¿Entrarían los franceses en Alemania? ¿Emplearían su aviación? ¿Cómo iban a ayudar a Checoslovaquia? Daladier empezó a agitarse y eludió las preguntas; evocó el poderío soviético y volvió sobre la cuestión de principio: «Había una concesión que no estaba dispuesto a hacer…, a saber: [consentir] la destrucción de un país y [tolerar] que Herr Hitler se irrogase el dominio del mundo»[56]. Volvían a encontrarse en el eterno callejón sin salida: por una parte, sentían al temor a la guerra, por otra, les repugnaba tener que capitular. Por fin, se decidió convocar a Gamelin y aplazar la reunión para el día siguiente.
La opinión de Gamelin no fue muy útil. La aviación alemana estaba en condiciones de superioridad. «Todos padeceremos mucho, en especial la población civil; pero si se logra mantener la moral, nuestras armas conseguirán una salida feliz». Pensaba que si los checos se replegaban a la Moravia, podrían, con sus 30 divisiones, hacer frente a las 40 con que contaban los alemanes[57]. Más tarde, declaró a los expertos británicos que los rusos pensaban invadir Polonia —«perspectiva que no agrada demasiado a nuestros aliados»—. Pero los ministros no consultaron a Gamelin ni sopesaron sus opiniones. Cuando se reunieron, Chamberlain anunció que enviaba a Horace Wilson con un mensaje personal para Hitler, en el que se le llamaba a la paz. Los ministros franceses aceptaron esta solución y volvieron a París. Halifax seguía estando inquieto. Winston Churchill acudió a verlo al Foreign Office para animarlo a que se mantuviera firme. En presencia de Churchill, un funcionario, llamado Rex Leeper, redactó un comunicado: «Si Alemania ataca a Checoslovaquia… Francia deberá acudir en su ayuda; la Gran Bretaña y Rusia apoyarán ciertamente a Francia». Halifax «autorizó» el comunicado, pero no lo firmó, garantizando así su postura para entonces y para después: conservó la confianza de Chamberlain, pero, consiguientemente, fue el único hombre de Múnich que contó con el favor de Churchill. De momento, el comunicado produjo poco efecto. En París, Bonnet declaró que era falso y Chamberlain, por la noche, lo desautorizó prácticamente por medio de una declaración en la que nuevamente prometía dar satisfacción a todas las peticiones de Hitler.
Wilson vio al Canciller el 26 de septiembre, sin que obtuviese resultado alguno de la entrevista. Muy por el contrario, en la noche de aquel mismo día, Hitler pronunció un discurso en el que, por primera vez, hizo pública su intención de ocupar el territorio de los Sudetes para el 1.º de octubre. Wilson recibió entonces instrucciones de entregar un mensaje especial que inspirase «más cólera que compasión»:
Si Alemania atacase a Checoslovaquia, Francia se vería precisada a cumplir con sus obligaciones… Si esto significase que las fuerzas francesas habían roto las hostilidades contra Alemania, el gobierno británico se encontraría en el deber de apoyar a Francia[58].
Hitler proclamó que se sentía ultrajado por aquella amenaza velada. Sin embargo, no puede decirse que fuera muy seria. El gobierno británico ejercía presión sobre los franceses para que no iniciasen el ataque aun en el supuesto de que Checoslovaquia se viese invadida, ya que semejante actitud «desencadenaría inmediatamente una guerra que desgraciadamente no serviría para salvar a aquel país»[59]. Bonnet estaba enteramente de acuerdo, y Phipps señaló: «Francia… no emprenderá contra Alemania una ofensiva en la que no tiene ninguna esperanza y para la que no está preparada»[60]. Hitler siguió recibiendo un mar de súplicas; súplicas de Chamberlain y de los franceses, todos los cuales le aseguraban que podría obtener, de cualquier modo, las tres cuartas partes del territorio de los Sudetes para el 1.º de octubre; y súplicas, en fin, de Mussolini. Respondió favorablemente a este último, señalándole que suspendería toda actividad por veinticuatro horas, para dar margen a que pudiera reunirse en Múnich una conferencia cuatripartita. ¿Por qué Hitler marcó una pausa en último momento? ¿Vio su decisión quebrantada por las advertencias de sus generales? ¿Supuso que el pueblo alemán se oponía a la guerra? ¿Le desconcertaron las vacilaciones de Mussolini? Cualquiera de estas explicaciones es plausible, en el supuesto de que Hitler estuviese dispuesto a entrar en guerra. Pero todo parece indicar que no era ésta su idea. Los juicios que emitiera antes de que estallase la crisis, la habilidad que demostró en mantener abierta la puerta a un compromiso —o, mejor dicho, a una victoria pacífica— sugieren que nunca perdió el control de sí mismo. Esperaba que Checoslovaquia se desmembrase, lo cual no llegó a producirse. La reivindicación de los polacos sobre Teschen, aunque fuera presentada sin reserva, no había resultado suficiente. Tan sólo una intervención húngara podía hacer que Checoslovaquia se desmoronase, pero los húngaros, quizá por miedo al Pequeño Acuerdo, quizá porque les repugnase ponerse abiertamente al lado de Hitler, no entraron en acción. El 28 de septiembre era la última oportunidad con que contaba el Führer de renunciar a la guerra. Le era posible mostrarse conciliador y, a pesar de ello, embolsarse los beneficios que había obtenido.
El 28 de septiembre, Chamberlain habló en la Cámara de los Comunes. Había recurrido ya a la mediación de Mussolini y tenía buenas razones para creer que su gestión resultaría fructífera. La opinión pública de Inglaterra se había endurecido. Mucha gente consideraría en adelante que el pueblo que estaba oprimido era el checo, no los alemanes de los Sudetes. Chamberlain deseaba acallar esta oposición, y, en consecuencia, cargó el acento sobre el peligro de una guerra y no sobre la justificación de las peticiones alemanas. La maniobra consiguió el efecto previsto. Cuando, al final de su discurso, anunció —de manera deliberadamente dramática— que las cuatro potencias iban a reunirse en Múnich, la Cámara mostró un alivio histérico… por lo menos, los conservadores. «Demos gracias a Dios por tener semejante Primer Ministro». Fue éste un triunfo que daría frutos muy amargos. El «apaciguamiento» había empezado bajo la forma de un examen imparcial de ciertas reivindicaciones discutidas y de un deseo de reparar antiguo errores. Mas luego, se había visto justificado por el temor que tenían los franceses a la guerra. En el futuro, parece que se mantendría en pie por el miedo de los propios ingleses. Chamberlain fue a Múnich no con el fin de obtener justicia para los alemanes de los Sudetes, ni siquiera para preservar a los franceses de la guerra, sino, o al menos así lo parece, para evitar que los ingleses padeciesen un ataque aéreo. El apaciguamiento había perdido su fuerza moral. Antes de marchar, Chamberlain envió un telegrama a Praga: «Sírvase informar al doctor Benes de que no olvidaré en modo alguno los intereses de Checoslovaquia»[61]. Y es que, en realidad, los checos no habían sido invitados a la conferencia por temor a que creasen dificultades. Los rusos quedaron igualmente excluidos. Halifax trató de que esta medida no resultase perjudicial en el futuro, para lo cual aseguró a Maisky, Embajador soviético, que la exclusión «no significaba en modo alguno el menor deseo por nuestra parte, ni, ciertamente, por parte del Gobierno francés, de debilitar nuestro buen entendimiento ni nuestras relaciones con el Gobierno soviético»[62]. La actitud de Maisky pareció a Halifax «llena de recelo, como tenía que ser».
Chamberlain y Daladier no se entrevistaron previamente para coordinar su política. Bien es cierto que no había necesidad de coordinar una capitulación, y, quizá, Chamberlain temiera que Daladier tratara, una vez más, de oponer resistencia. Hitler tuvo un encuentro con Mussolini y despertó en él una gran inquietud cuando le puso al tanto de un plan de guerra relámpago contra Francia, en el cual plan se había previsto que Italia desempeñaría un papel. Justamente antes de iniciarse la conferencia, Mussolini recibió de Attolico, su Embajador en Berlín, unas condiciones redactadas por el Ministro alemán de Asuntos Exteriores, y que se pretendía que habían sido elaboradas a espaldas de Hitler. Fuere cierto o falso, la maniobra era favorable al Canciller. Mussolini presentó aquellas condiciones con aire de mediador imparcial, y Hitler pudo dar prueba de su espíritu conciliador al aceptarlas. Se evitó toda apariencia de Diktat. Hasta el final, Hitler no formuló peticiones, y fue aceptando graciosamente lo que los demás le ofrecían. Se trató simplemente de un compromiso en el sentido de que la ocupación del territorio de los Sudetes se efectuaría gradualmente y terminaría el 10 de octubre en vez del 1.º (lo cual, además, hubiera sido técnicamente imposible). Nadie trató de informarse sobre las zonas que serían cedidas. Chamberlain demostró un interés pedante por los detalles financieros. Mussolini presentó las reivindicaciones étnicas de los húngaros, que fueron rechazadas por Hitler, quien señaló que los húngaros resultaban irrelevantes, puesto que no habían conseguido acabar con Checoslovaquia. La discusión giró, sin orden ni concierto, sobre unos asuntos y sobre otros, prolongándose, tras una larga interrupción motivada por la cena, hasta poco más de medianoche. Las condiciones que Mussolini había presentado al principio, fueron aprobadas sin que se introdujera apenas cambio alguno. Cuando los cuatro estadistas se dispusieron a firmar, observaron que no había tinta en el tintero ornamental.
Los representantes checoslovacos aguardaban en la antecámara, en espera de poder soslayar las dificultades de aplicación que pudiesen plantear los acuerdos. No fueron consultados. A las dos de la madrugada, Chamberlain y Daladier los convocaron para comunicarles la decisión final. «Era un veredicto sin posibilidad de recurso ni de modificación», precisó el segundo. Checoslovaquia debía aceptarlo antes de 17 horas, o atenerse a las consecuencias de su negativa. Chamberlain bostezó sin hacer comentarios; «estaba cansado, pero agradablemente cansado». Al día siguiente, en Praga, Benes se volvió desesperadamente al Embajador soviético. «Checoslovaquia tenía que elegir entre empezar la guerra con Alemania, teniendo en contra de ella a Inglaterra y a Francia… o capitular ante el agresor». ¿Cuál sería la actitud de la URSS en uno y otro supuesto? Antes de que el gobierno ruso hubiese podido discutir la cuestión, un telegrama le advirtió de que era inútil que siguiese adelante: «El gobierno checoslovaco había decidido ya aceptar todas las condiciones»[63]. Es difícil creer que la pregunta de los checos fuese formulada en serio. Benes siguió fiel a su resolución de no luchar solo, ni de luchar teniendo a Rusia por única aliada. En 1944, pretendió que la amenaza polaca contra Teschen había supuesto el empujón final hacia la capitulación. Si esto es verdad, se trataría del empujón final en la dirección que Benes había ya decidido seguir. Continuaba creyendo, y el tiempo le daría la razón, que Hitler presumía demasiado de sus fuerzas; pero el comprobarlo habría de llevar muchos años todavía. Mientras tanto, los checos se vieron libres de los horrores de la guerra, y no sólo en 1938, sino durante todo el tiempo que duraron las hostilidades. En 1945, Benes, contemplando Praga desde el palacio presidencial, pudo exclamar: «¿No es magnífico? Ésta es la única ciudad de la Europa Central que no ha sido destruida. ¡A mí me lo debe!».
El 30 de septiembre, Chamberlain y Hitler volvieron a encontrarse. «Estoy muy contento de los resultados de ayer», dijo el primero. Después, tras una conversación vaga sobre el desarme y sobre la cuestión española, concluyó: «Sería útil para ambos países y para el mundo en general, que pudiese hacerse alguna declaración en la que se manifestase su acuerdo en punto al deseo de mejorar las relaciones angloalemanas para conseguir una mayor estabilidad europea». Y sacó un proyecto en el que se presentaba «el acuerdo que se había firmado la noche anterior y el acuerdo naval germanobritánico como símbolos del deseo que alimentan nuestros dos países de no hacer nunca la guerra».
Seguía diciendo que «estamos resueltos de igual modo a tratar las restantes cuestiones referidas a nuestros países por medio de consultas, y a esforzarnos en evitar cualquiera nueva causa de divergencia de opiniones, a fin de contribuir de esta manera al mantenimiento de la paz en Europa»[64].
El proyecto fue entregado a Hitler que se apresuró a aceptarlo. Lo firmaron ambos. Luego, todos los estadistas que habían asistido a la conferencia regresaron a sus países respectivos. Daladier esperaba ser acogido por una multitud hostil. Se vio desconcertado por las aclamaciones que le dispensaron a su llegada. Chamberlain no pasó por una inquietud semejante. Al bajar del avión, agitó el documento que acababa de firmar con Hitler y gritó: «¡Ya lo tengo!». Por el camino de Londres, Halifax lo apremió para que explotase el estado de ánimo del momento y procediese a unas elecciones generales; le señaló, igualmente, la conveniencia de constituir un gobierno verdaderamente nacional en el que los liberales y los laboristas figurasen junto a Churchill y a Eden. Chamberlain, según se dice, compartió las dudas de Halifax y declaró, mientras hablaba de las aclamaciones: «Todo esto habrá pasado dentro de tres meses». No obstante, por la noche, se asomó al balcón del 10, Downing Street, y declaró a la multitud: «Es la segunda vez que llega de Alemania a Downing Street una paz con honor. Creo que ésta es la paz para nuestra generación».