CAPÍTULO VII

EL ANSCHLUSS Y EL FIN DE AUSTRIA

Exactamente dos años separaron el período que siguió a la Primera Guerra Mundial del que precedió a la Segunda. La «postguerra» terminó el 7 de marzo de 1936, cuando Alemania volvió a ocupar la Renania. La «anteguerra» comenzó el 13 de marzo de 1938, cuando se anexionó Austria. A partir de aquel momento, los cambios y las transformaciones se sucedieron casi sin interrupción hasta la reunión en Potsdam, en julio de 1945, de los representantes de las potencias vencedoras. ¿Qué es lo que hizo estallar la tormenta y desencadenar la marcha de aquellos acontecimientos? La respuesta que se acepta unánimemente es categórica: Hitler. Se está igualmente de acuerdo sobre el momento en que lo hizo: el 5 de noviembre de 1937. Poseemos un informe de lo que declaró aquel día, es el Memorándum de Hossbach, llamado así en atención al nombre del coronel que lo redactó. Se supone que este informe revela los planes de Hitler. Fue muy utilizado en Núremberg; «facilitó un resumen de la política exterior alemana entre los años 1937 a 1938», dicen los editores de los Documentos sobre la política exterior alemana[1]. Conviene, pues, examinarlo con detalle; tal vez encontremos en él la explicación de la Segunda Guerra Mundial o, tal vez, sólo el origen de una leyenda.

En la tarde de aquel 5 de noviembre de 1937, se celebró una conferencia en la Cancillería. Asistieron a ella: Blomberg, Ministro de la Guerra; Neurath, Ministro de Asuntos Exteriores; Fritsch, Comandante en Jefe del Ejército; Raeder, Comandante en Jefe de la Marina, y Göring. Comandante en Jefe de la Aviación. Fue, sobre todo, Hitler quien habló. Empezó con unas palabras sobre la necesidad que tenía Alemania de un Lebensraum. No precisó en dónde lo encontraría —probablemente en Europa, aunque cupiera pensar en unas colonias—. Pero eran necesarias unas tierras de nadie. «Alemania tiene que hacer frente a dos antagonistas odiosos: Inglaterra y Francia… Su problema sólo puede ser resuelto por la fuerza, lo cual no deja de entrañar riesgos». ¿Cuándo y cómo se recurriría a la fuerza? Hitler planteó tres «supuestos». El primero sería el «período 1943-45». Después de 1945, la situación empeoraría; 1943 sería el momento de actuar. El segundo supuesto era una guerra civil en Francia; si se producía, «habría llegado el momento de atacar a los checos». El tercero era una guerra entre Francia e Italia. Podía estallar en 1938, y entonces «nuestro objetivo será acabar con Checoslovaquia y con Austria al mismo tiempo». Ninguno de los tres supuestos se realizó y por consiguiente no pudieron facilitar el trazado del plan preparatorio de la política alemana. Hitler no volvió a insistir sobre ello. Siguió tratando de demostrar que Alemania conseguiría sus objetivos sin necesidad de recurrir a una gran guerra; en apariencia, la fuerza significaría para él la amenaza de la guerra, no forzosamente la guerra misma. Las potencias occidentales se encontrarían demasiado entorpecidas e intimidadas para intervenir. «Casi con seguridad, Inglaterra y, muy probablemente, Francia, habían borrado ya a los checos de su lista y se habían hecho a la idea de que esta cuestión con Alemania se aclararía en circunstancias normales». Ningún otro país intervendría. «Polonia, con Rusia a sus espaldas, abrigaría pocas intenciones de lanzarse contra una Alemania victoriosa». El Japón mantendría a Rusia en jaque.

El planteamiento de Hitler fue una especie de sueño, sin relación alguna con lo que habría de producirse en la realidad. Incluso en el caso de que sus intenciones fuesen sinceras, sus palabras no encerraban una llamada a la acción, cuando menos, no encerraban una amenaza de una gran guerra, sino una prueba de que la guerra no era necesaria. A pesar de las indicaciones preliminares sobre el período 1943-1945, el núcleo concreto de exposición estaba en el examen de las posibilidades para obtener un triunfo pacífico en 1938, en un momento en que Francia habría de tener otras preocupaciones. Los demás participantes en la conferencia se mostraron escépticos. El ejército francés, subrayaron los generales, seguiría siendo superior al alemán, incluso en el supuesto de que tuviese que enfrentarse simultáneamente a Italia. Neurath puso en duda la inminencia de un conflicto mediterráneo entre Francia e Italia. Hitler desechó estas objeciones: «Estaba convencido de que Inglaterra se abstendría de intervenir, y, por consiguiente, no creía en la probabilidad de una acción beligerante de Francia contra Alemania». Esta exposición un tanto incoherente permite sólo llegar a una conclusión: Hitler contaba con que algún toque de la Fortuna le proporcionase un éxito en política exterior, del mismo modo que un milagro le había permitido convertirse en Canciller alemán en 1933. No tenían plan concreto alguno, ni directiva para la política alemana de los años 1937 y 1938. O, si tenía una directiva, dependía de los acontecimientos[2].

Entonces, ¿por qué Hitler celebró la conferencia? La cuestión no llegó a plantearse en Núremberg ni ha sido abordada por los historiadores. Sin embargo es una obligación elemental de la disciplina histórica el preguntarse no sólo lo que un documento es en sí, sino por qué ha nacido. La reunión del 5 de noviembre de 1937 resultó bastante curiosa en cuanto a sus participantes. Sólo Göring era nazi. Los demás eran conservadores de la vieja escuela que habían permanecido para ejercer un control sobre Hitler; todos, excepto Raeder, serían despachados a los tres meses. Hitler sabía que, salvo Göring, los demás se oponían a su política, y, en cuanto a Göring, tampoco le inspiraba demasiada confianza. ¿Por qué reveló sus pensamientos más íntimos a unas personas de las cuales no se fiaba y de las que pronto se habría de separar? La respuesta es fácil: porque no revelaba sus pensamientos íntimos. No existía crisis extranjera alguna que justificase tan larga discusión ni tan importantes decisiones. La conferencia no fue sino una maniobra de política interior. Se avecinaba una tormenta. El genio financiero de Schacht había permitido el rearme y el pleno empleo, pero Schacht se ponía nervioso ante el acentuamiento del problema militar. Hitler lo temía y no podía responder a sus argumentos financieros. Sabía únicamente que eran falsos y que el régimen nazi no podía perder su impulso. Hitler pretendía aislar a Schacht del resto de los conservadores y debía conseguir, pues, que éstos apoyasen el aumento del programa. Su discurso sobre geopolítica no tenía otro fin. El Memorándum de Hossbach lo demuestra. «La segunda parte de la conferencia se consagró a las cuestiones de armamentos», dice en su último párrafo. Ésta era, indiscutiblemente, la razón por la cual se había convocado la conferencia.

Los propios participantes llegaron a la misma conclusión. Una vez se hubo marchado Hitler, Raeder se lamentó de que la Marina alemana no fuese lo suficientemente fuerte como para poder pensar en una guerra con varios años de antelación. Blomberg y Göring se lo llevaron aparte para explicarle que la única finalidad de la conferencia era obligar a Fritsch a reclamar un programa de armamentos más desarrollado. Neurath no hizo ningún comentario por el momento. Se dice que no se dio cuenta de la malicia de Hitler hasta pasados algunos días y, entonces, sufrió «varios ataques cardíacos graves». De estos ataques no se tuvo noticia hasta 1945, cuando Neurath era juzgado como criminal de guerra; en 1937 no había dado señal alguna de mala salud, ni tampoco la dio en el curso de los años siguientes. Fritsch redactó una nota, en la que insistía para que no se expusiese el ejército a un riesgo de guerra con Francia, y se la entregó a Hitler el 9 de noviembre. Hitler replicó que no existía verdadero riesgo y que lo mejor que podía hacer Fritsch sería acelerar el rearme, antes que mezclarse en cuestiones políticas. A pesar de este exabrupto, la maniobra de Hitler había alcanzado su meta; a partir de aquel momento, Fritsch, Blomberg y Raeder no sintieron la menor simpatía por los escrúpulos financieros de Schacht. Por otra parte, ninguno de los participantes en la conferencia volvió sobre el asunto hasta el momento en que el informe fue presentado en Núremberg como prueba de la culpabilidad de Göring. A partir de este momento, el Memorándum pasó a ocupar un primer plano en las investigaciones históricas. Constituye la base de aquella opinión según la cual nada nuevo queda por descubrir en cuanto a los orígenes de la Segunda Guerra Mundial. Se afirma que Hitler decidió la guerra y ultimó sus detalles el 5 de noviembre de 1937. Sin embargo, el Memorándum no contiene ningún plan de tal especie y nunca, antes de que fuera presentado en Núremberg, se estimó que lo contuviera. Nos informa sobre lo que ya sabíamos: que Hitler (como todo estadista alemán) pretendía hacer de Alemania la potencia dominadora de Europa y que se entregaba a ciertas especulaciones sobre la manera de conseguirlo. Estas especulaciones eran falsas. No guardan relación alguna con la ruptura de hostilidades que se produjo en 1939. Las hipótesis que se han montado sobre la conferencia se han revelado falsas. Hitler no hizo planes ni para la conquista del mundo ni para nada. Supuso que los demás le facilitarían las oportunidades y que él sabría aprovecharlas. Aquéllas que, en noviembre de 1937, supuso que se le presentarían, no se le presentaron; pero tuvo otras. Se impone, pues, encontrar al hombre que dio una ocasión a Hitler y que, por consiguiente, fue el primer impulsor de la guerra. Neville Chamberlain es sin duda un candidato para cubrir ese vacío. Desde que, en mayo de 1937, subió al poder, decidió hacer algo. Por supuesto, algo para impedir la guerra, no para desencadenarla, pero no creía que pudiese ser impedida sin hacer nada. Le disgustaba la política escéptica y fácil de Baldwin y no tenía ninguna fe en el idealismo vacilante que emanaba de la Sociedad de Naciones y que Eden llevaba adelante sin demasiada convicción. Chamberlain insistió sobre la necesidad de aumentar los armamentos de la Gran Bretaña. Al mismo tiempo lamentó los gastos que dicho aumento llevaba consigo y que él no estimaba necesarios. A su juicio, la carrera de los armamentos procedía de un error de las grandes potencias, no de unas rivalidades profundas ni del siniestro deseo de dominar el mundo. Los países que no estaban satisfechos —en particular Alemania—, tenían legítimos motivos de queja que era necesario satisfacer. Aceptaba, hasta cierto punto, el planteamiento marxista, que muchas personas que no eran marxistas habían adoptado, y que pretendía que el descontento alemán procedía de causas económicas, tales como la falta de acceso a los mercados extranjeros. Aceptaba aun más convencido el parecer de los «liberales», según el cual los alemanes eran víctimas de una injusticia; Chamberlain veía dónde estaba la injusticia. Existían seis millones de alemanes en Austria, a los cuales se les había cerrado el camino de la reunificación en virtud de los tratados de 1919; otros tres millones vivían en Checoslovaquia y a estos tres millones de alemanes no se les había pedido nunca su opinión; por último cabía recordar las 350 000 personas de Dantzig que, sin duda, eran alemanes. La experiencia universal y reciente demostraba que el descontento nacional no puede ser desafiado ni reducido al silencio; el propio Chamberlain tenía que admitirlo por lo que se refería a Irlanda y a la India. Era una creencia extendida, aunque no la apoyasen los hechos, que se debía satisfacer a los pueblos y que tenían que ser pacíficos una vez que hubiesen sido atendidas sus reivindicaciones.

Esto era todo un programa para la pacificación de Europa. El programa fue ideado por Chamberlain, nunca impuesto por Hitler. Sólo dos grupos no estaban de acuerdo. Uno, pequeño, rechazaba la validez de las reivindicaciones nacionales. La política debía venir determinada por cuestiones de fuerza, no de ética, y el nacionalismo debía subordinarse a la seguridad. No hacía mucho que Churchill había emprendido, completamente solo, una campaña contra las concesiones a la India, de la cual derivó lógicamente su oposición a las concesiones a Alemania. Vansittart y algunos otros altos funcionarios del Foreign Office pensaban sensiblemente lo mismo. Pero aquella manera de ver las cosas chocaba con la de la mayoría de los ingleses y, a causa de su aparente cinismo, impedía a sus representantes el ejercicio de alguna influencia sobre la política. Se sostenía que durante la Primera Guerra Mundial, e incluso después, se había empleado la fuerza. Al fracasar la fuerza, debía ser reemplazada por la moral. Otro grupo, más numeroso, integrado sobre todo por los liberales y por los laboristas, consideraba como justas las reivindicaciones alemanas, pero creía que no podrían ser satisfechas en tanto Hitler se mantuviese en el poder. Este núcleo detestaba a Hitler por la tiranía que ejercía en el interior de su país, particularmente por la persecución de los judíos, pero atacaba sobre todo su política exterior, que tendía a la conquista, no a la consecución de que Alemania fuese juzgada de acuerdo con un criterio imparcial. Se podría haber respondido a esto que la no-injerencia en los asuntos de otro país estaba dentro de una larga tradición británica, que había sido predicada por John Bright y por el padre de Chamberlain, en su época radical, y que Chamberlain adoptaba, con respecto a la Alemania nazi, la misma actitud que los laboristas reclamaban para con la Rusia soviética. Se podía objetar, igualmente, que el hitlerismo era un fruto de «Versalles» y que perdería su carácter amenazador no más se hubiese acabado con «Versalles». Eran todos estos argumentos poderosos, pero no decisivos. Quedaban todavía muchas personas que querían resistir a Hitler, pero su posición presentaba un punto débil: admitían la justicia de sus supuestas reivindicaciones, pero le negaban el derecho a formularlas. Trataban de distinguir entre Alemania y Hitler, subrayando que la primera tenía razón y que el segundo estaba equivocado. Por desgracia, los alemanes no estaban dispuestos a aceptar esta distinción.

En todo caso, Chamberlain creía que su programa resultaría válido. Aspiraba a la pacificación general de Europa, y le movía en su anhelo la esperanza, no el miedo. No se le ocurrió pensar que Gran Bretaña y Francia eran incapaces de oponerse a las peticiones alemanas; más bien creía que los alemanes, y Hitler en particular, manifestarían su agradecimiento por las concesiones voluntarias que se le habrían hecho —concesiones que, si Hitler no respondía con idéntica buena voluntad, podrían ser anuladas—. Chamberlain tomó como primer consejero para asuntos exteriores a Sir Horace Wilson, conciliador profesional que se había labrado una reputación en los litigios industriales; cuando contó con su nuevo consejero, prestó poca atención a las opiniones del Foreign Office. Se acercó a Hitler por vez primera por medio de Lord Halifax, a la sazón Lord Presidente, y no por medio de Eden, Secretario de Asuntos Exteriores. Halifax tenía un don particular: el de encontrarse siempre en medio de los acontecimientos, dando al mismo tiempo la impresión de no tener ninguna relación con ellos. Chamberlain, y todos cuantos estuvieron asociados a la política británica de antes de la guerra, quedaron irremediablemente desacreditados cuando se produjo el choque. Halifax, cuya responsabilidad sólo fue menor, las más de las veces, a la de Chamberlain, salió indemne y pudo ser propuesto con la mayor seriedad por Jorge VI y por otros muchos —incluidos los dirigentes laboristas— como jefe de un gobierno de salvación nacional. Es imposible explicar cómo pudo suceder semejante cosa.

El 19 de noviembre de 1937, Halifax tuvo un encuentro con Hitler en Berchtesgaden. Fue una visita totalmente improvisada: oficialmente, Halifax había acudido a Alemania para ver una exposición sobre caza que se celebraba en Berlín. Halifax dijo a Hitler todo lo que éste deseaba oír. Alabó a Alemania en cuanto a «baluarte de Europa contra el bolchevismo», y expresó su simpatía por alguna de las reclamaciones alemanas. Señaló, en particular, algunas cuestiones sobre las que «con el tiempo podrían llegar a ser posibles ciertas modificaciones»; se refería a Dantzig, Austria y Checoslovaquia. «Inglaterra estaba interesada en que todos los cambios fuesen fruto de una evolución pacífica, y en evitar los métodos capaces de producir alguna perturbación que llevase consigo grandes consecuencias»[3]. Hitler le escuchó, y, de vez en cuando, se puso a divagar. Se mantuvo a la expectativa, según era costumbre en él, aceptando las ofertas que se le hacían, pero sin formular ninguna petición. Las palabras de Halifax no fueron más que una confirmación de lo que el propio Hitler había dicho a los generales quince días antes: Inglaterra no trataría de mantener la organización existente en la Europa central. Se había añadido una condición: los cambios debían producirse sin una guerra general («alguna perturbación que llevase consigo grandes consecuencias»). Esto era exactamente lo que Hitler quería. Las observaciones de Halifax, si es que tenían algún sentido, le invitaban a fomentar una agitación nacionalista en Dantzig, en Checoslovaquia y en Austria y le aseguraban que aquella agitación no sería contrariada desde el exterior. No fueron las de Halifax las únicas incitaciones hechas a los alemanes; Eden declaró a Ribbentrop: «En Inglaterra, todo el mundo reconoce que algún día debería establecerse un vínculo más estrecho entre Alemania y Austria»[4]. Otro tanto puede decirse de los franceses. Papen, de paso por París, «se extrañó al oír» que Chautemps, Presidente del Consejo, y Bonnet, a la sazón Ministro de Finanzas, «consideraban susceptible de discusión una nueva orientación de la política francesa en Europa central». No tenían «objeciones que hacer a que se extendiese a Austria la influencia alemana, siempre que esto se realizase por la vía de la evolución», ni a Checoslovaquia, «sobre la base de una reorganización en una nación de nacionalidades»[5].

Todo lo que antecede reforzaba la convicción de Hitler de que encontraría poca oposición por parte de la Gran Bretaña y de Francia; pero no quedaba resuelto el problema de la estrategia práctica: de qué modo se habría de presentar la extensión del poderío alemán como resultado, según las palabras de Halifax, «de unos acuerdos razonables, obtenidos razonablemente». Alemania podía ocupar Checoslovaquia y Austria, pero era más difícil llevar a ambos países a la consumación de un suicidio, que es lo que deseaban los estadistas ingleses y franceses. Las incitaciones de Londres y París ofrecían otra dificultad al cargar el acento sobre Austria. Hitler, cuando se planteaba las cosas en un terreno práctico, pensaba en invadir primero Checoslovaquia, orden de prioridad que se reflejaba ya en el Memorándum de Hossbach. Los checos tenían un ejército poderoso y algún sentido político; podían, pues, inclinarse a ayudar a Austria. Los austríacos no tenían ni una ni otra cosa, y en ningún supuesto socorrerían a Checoslovaquia. Además —y éste era el punto más importante—, Mussolini no se interesaba por este último país, en tanto le preocupaba muy seriamente la independencia austríaca; los ingleses y los franceses tal vez no lo olvidaban cuando situaban la cuestión austríaca en primer término. Hitler no tenía ninguna intención de complacerlos: relegó decididamente este asunto a un último plano. En el otoño de 1937, estimuló la agitación alemana en Checoslovaquia, y la desalentó en Austria, declarando resueltamente: «Seguiremos buscando una solución por la vía evolutiva»[6]. Hitler no deseaba empezar por Austria. Estaba lejos de tomar semejante iniciativa, que tampoco nacería de los estadistas ingleses o franceses. Halifax y los demás hicieron, en el curso de diversas declaraciones conciliadoras, una simple propuesta académica, como Hitler lo hiciera en su conferencia del 5 de noviembre: sería grato, se venía a decir, que Alemania extendiese pacíficamente su hegemonía sobre sus dos vecinos. Ni los políticos occidentales ni Hitler precisaron el método para conseguir aquella hegemonía. Fueron simples palabras.

Sin embargo, de alguien tuvo que partir la iniciativa. Quizá sea necesario buscar en el bando austríaco. Schuschnigg seguía siendo el Canciller de una Austria oficialmente independiente, pero que venía sufriendo no pocas molestias desde la conclusión del gentleman’s agreement del 11 de julio de 1936. El Canciller austríaco supuso ingenuamente que aquel acuerdo, por el contrario, acabaría con sus preocupaciones. Austria proclamaría su carácter alemán, un cierto número de respetables representantes de la «oposición nacional» se incorporaría al gobierno, y los nazis que habían sido detenidos serían puestos en libertad. Terminaría, así, la agitación y las conspiraciones; se acabarían las armas ocultas y la propaganda ilegal. Schuschnigg se vio pronto decepcionado. La agitación nazi siguió como antaño; ni siquiera las órdenes de Hitler pudieron poner fin a ella. Los colegas del Canciller empezaron a intrigar con Berlín y a oponérsele. Entonces, Schuschnigg se lamentó a su antiguo jefe y protector, Mussolini, y recibió de él poco consuelo. A Mussolini le gustaba representar el primer papel, el de garante de la existencia austríaca —algo así como un Metternich, pero al revés, que vengara las humillaciones que Italia había sufrido un siglo antes—. Mussolini escuchó las advertencias de los dirigentes fascistas —empezando por las de su yerno, Ciano, Ministro de Asuntos Exteriores—, según las cuales Hitler era un socio peligroso, capaz de acabar con Italia, una vez que hubiese devorado a las demás potencias. Pareció que les prestaba atención, pero, cuando hubo de decidir, no hizo caso de sus consejeros. En el fondo Mussolini era el único espíritu realista del fascismo italiano, el único que comprendía que Italia tenía poco poderío real y que sólo podría aparentar grandeza en tanto fuese servidora de Hitler. Ya podía hablar de seguir una política independiente o de defender los intereses italianos en la Europa central; en el fondo, se daba perfecta cuenta de que, llegado un momento de crisis, debería dejar a Hitler que actuase. Se mostró, pues, impaciente con Schuschnigg, el hombre que se venía tomando en serio sus pretensiones. A pesar de sus bravatas, se encontraba exactamente en la misma situación que los estadistas occidentales: estaba dispuesto a abandonar Austria con tal que la absorción de aquel país se hiciese pacífica y decentemente. Schuschnigg no recibió ningún apoyo concreto, sólo el consejo de que se produjese razonablemente y de que cuidase de que todo se mantuviera tranquilo.

Schuschnigg fue, sin embargo, víctima, la última víctima, de una ilusión austríaca muy peculiar: el convencimiento de que la conciencia de Europa llevaría a las potencias occidentales a intervenir, si las intrigas y la agitación nacionalistas se manifestaban claramente. Los estadistas austríacos habían abrigado esta ilusión a propósito del nacionalismo italiano, allá, a mediados del siglo XIX, y a propósito del nacionalismo de los eslavos del sur, en los comienzos de los años veinte. En 1859, consideraron como algo axiomático el que Cavour, una vez se demostrase su complicidad en la agitación nacionalista, sería abandonado por Napoleón III e infamado por las demás potencias; en julio de 1914, les pareció igualmente indudable que todas las grandes potencias se desentenderían de Serbia si resultaba que el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo era imputable a los agentes serbios. Para cada uno de los casos, fueron encontrando pruebas que les parecieron convincentes y, en cada uno de ellos se sintieron estimulados a seguir un camino que habría de llevarlos al desastre: la derrota en la guerra de 1859 y la disolución de la monarquía a raíz de la guerra mundial. Schuschnigg respiraba el mismo aire. También él suponía que los nazis austríacos serían universalmente condenados si podían aportarse pruebas decisivas contra ellos —y serían condenados por las potencias occidentales, por Mussolini, e, incluso, por Hitler, que era, después de todo, el jefe oficial de un gobierno legalmente constituido—. Y encontró las pruebas. En enero de 1938, la policía austríaca ocupó el cuartel general de los nazis y descubrió en él los planes detallados para una rebelión armada. Hitler ignoraba aquellos planes, que habían sido elaborados a pesar de sus órdenes. En este sentido, Schuschnigg tenía razón: los nazis austríacos actuaban por su propia cuenta. Quedaba por ver si Hitler se excusaría por el celo intempestivo que habían demostrado sus partidarios.

Fuese como fuere, Schuschnigg contaba con algo palpable. Faltaba ver cómo lo utilizaría. El Canciller se fue con sus pruebas y con su problema a Papen, Embajador de Alemania, quien, después de todo, era un caballero rico y con título, un conservador de pura cepa y un católico más o menos irreprochable. Aquellos documentos no podían dejar de conmoverlo. Y, efectivamente, las quejas de Schuschnigg le sonaron a Papen como música celestial. A él también le molestaba la acción clandestina de los nazis de Austria, porque ponía en situación dudosa su propia buena fe y perturbaba sus esfuerzos para llegar a una «solución por la vía evolutiva». Berlín había desdeñado todas sus advertencias. Schuschnigg ponía en sus manos algo con que poder sostenerlas. Papen le sugirió que fuese inmediatamente a exponer personalmente sus quejas a Hitler. ¿Quién podría decir cuáles eran las intenciones del embajador? Quizás esperase que Hitler amonestase a los extremistas o que Schuschnigg se viese obligado a hacer nuevas concesiones a la causa nacionalista. Es probable que pensase ambas cosas, y, en cualquier caso, Papen saldría ganancioso: desacreditaría a sus rivales poco dóciles o aumentaría su prestigio. Conseguiría pacíficamente un éxito como pacíficamente había llevado a Hitler al poder. Sin embargo, aquel 4 de febrero, Papen recibió una llamada telefónica de Berlín: se le informó de que era relevado de sus funciones.

La destitución de Papen no tenía nada que ver con el problema de Austria, sino que era un efecto accidental del conflicto entre Hitler y Schacht. El 8 de diciembre de 1937, éste había presentado la dimisión. Hitler, que no deseaba revelar la ruptura, mantuvo el asunto en silencio. Inopinadamente se le presentó una solución. El 12 de febrero, Blomberg, Ministro de la Guerra, se casó, y Hitler y Göring actuaron como testigos. Inmediatamente después, Himmler, jefe de la policía secreta, demostró, con pruebas en la mano, que la nueva señora de Blomberg era una antigua prostituta, y que tenía un buen expediente judicial. Nunca sabremos si todo fue una racha de suerte o si se trató de una intriga montada en todos sus detalles. Poco importa, puesto que el resultado fue el mismo. Hitler se indignó de haber representado un papel en aquella ceremonia. Los generales se indignaron de la conducta de Blomberg, insistieron para que abandonase su puesto y propusieron a Fritsch como sustituto. Pero éste era un antinazista aun más convicto. Había que eliminarlo y Himmler facilitó, complacido, pruebas, completamente falsas, de que era homosexual, pero que en medio del barullo general fueron de momento creídas. Hitler había hecho una buena barrida: Blomberg desaparecía de escena y el propio Führer ocupó su lugar. Todos los conservadores que todavía se mantenían en sus puestos fueron igualmente separados de sus funciones. Ribbentrop sustituyó a Neurath; Papen y Hassel, Embajador este último en Italia, fueron relevados de sus funciones. Y, lo que era más importante, podía, ahora, pasar inadvertida la dimisión de Schacht. Éste era, por supuesto, el fin de toda aquella maquinación, pero nadie, o casi nadie, con semejante desbarajuste, llegó a darse cuenta de nada.

En Berlín, los «despedidos» dejaron sus puestos sin protestar. Neurath se convertiría, tiempo después, en «Protector» de Bohemia; los demás se esfumaron de la vida pública. Tan sólo Papen permaneció impávido. Había conocido ya muchos momentos difíciles, muy especialmente el 30 de junio de 1934, pero de todos había salido airoso y contaba que lo mismo le ocurriría esta vez. El 5 de febrero se fue a Berchtesgaden para ver a Hitler y, en apariencia, para despedirse de él. Habló de los éxitos que había conseguido en Austria, describió las dificultades que aguardaban a su sustituto y, de paso, dio a entender en el curso de la conversación, que Schuschnigg quería reunirse con Hitler. Sin duda, esta magnífica ocasión se perdería. El efecto que estas palabras produjeron en Hitler fue el que esperaba Papen. El Führer se preguntaba sombríamente cómo iba a presentar ante el Reichstag, convocado para el 20 de febrero, la marcha de Schacht. Y he aquí que se le presentaba un espléndido motivo para distraer la atención de la asamblea: la visita de Schuschnigg constituiría un éxito bastante para que perdiese importancia cualquier posible objeción sobre el asunto de Schacht. Hitler tomó inmediatamente una decisión: «¡Excelente idea! Sírvase volver inmediatamente a Viena y arregle una entrevista para los próximos días»[7]. Papen fingió oponer alguna resistencia: ya no era embajador. Hitler insistió y el otro terminó por aceptar. El 7 de febrero volvía a estar en Viena llevando consigo la invitación. Schuschnigg no vaciló. La idea de la entrevista le pertenecía, o, al menos, así lo creía. Papen garantizaba que todo iría bien. El 12 de febrero, el Canciller austríaco llegó a su vez a Berchtesgaden; Papen ya estaba allí. La cuestión austríaca estaba en marcha. La iniciativa no había sido de Hitler, pero, como siempre, cogió la ocasión por los pelos. No se había planeado ninguna agresión; se habían improvisado las cosas a toda prisa. Papen, y no Hitler, había puesto en marcha el asunto, y lo hizo por razones de prestigio personal. El azar, sin duda, se había valido de él para que apretase el botón; sin embargo, no podemos por menos que admitir que el hombre que, por ligereza, había llevado a Hitler al poder, fuese el mismo que, también por ligereza, lanzase a Alemania hacia la dominación de Europa.

Schuschnigg contaba con aparecer en Berchtesgaden como defensor de sus justas quejas, sin ofrecer, en ningún caso, concesiones a los nacionalistas respetables como no fuera a cambio de una condena de los extremistas. El plan se vino por tierra. Hitler consideraba que el ataque era la mejor de las defensas y dio primero. No más llegar, Schuschnigg se vio abrumado por las acusaciones que se le lanzaban por no haber hecho honor al «gentleman’s agreement» del 11 de julio de 1936. Fue Hitler quien estableció las bases de la futura colaboración. Schuschnigg nombraría Ministro del Interior a Seyß-Inquart, nacionalista al que se consideraba respetable, y le confiaría la autoridad sobre la policía. Austria pondría su política económica y su política exterior de acuerdo con las de Alemania. Schuschnigg opuso algunas objeciones de índole constitucional: no podía comprometerse a nada sin consultar con su gobierno y con el Presidente. Hitler lo trató duramente: llamó con ostentación a algunos generales alemanes que esperaban fuera. Sin embargo, a pesar de la grosería de los métodos del Führer, Schuschnigg obtuvo la mayor parte de lo que quería. Sus escrúpulos fueron respetados: en la redacción final de las conclusiones se dejó sólo entrever que él «apoyaría las siguientes medidas…». Seyß-Inquart no era peor que cualquiera de los demás nacionalistas que ya estaban en el gobierno y, además, era un antiguo condiscípulo del Canciller. Schuschnigg había reconocido hacía tiempo que Austria era un «Estado alemán», lo que implicaba una coordinación de las políticas de los respectivos países. Se le hizo una concesión que, para él, era capital: la actividad ilegal de los nazis austríacos fue desautorizada, y se admitió que los que llegasen a ser considerados como indeseables, «fuesen obligados a trasladar su residencia al Reich».

El acuerdo del 12 de febrero no constituyó el final de Austria; fue sólo un paso hacia la «solución por la vía evolutiva» que Hitler había adoptado. Schuschnigg, una vez estuvo fuera de la presencia de Hitler, no intentó desprestigiar el acuerdo. Muy por el contrario, hizo que fuese debidamente confirmado por el gobierno austríaco. Por su parte, Hitler pensó que la crisis había quedado resuelta. El 12 de febrero dijo a sus generales que tenían que ejercer «una presión militar que se pareciese a la acción» hasta el día 15, y que, pasada esta fecha, podían dejar de mantener la ficción. El día 20, Hitler habló en el Reichstag. Su principal cuidado consistió en explicar la expulsión de los ministros conservadores, pero el acuerdo del 12 le permitió extenderse sobre un proyecto más grato. No se metió en modo alguno con Schuschnigg, lo cual no habría dejado de hacer si hubiese tenido ya fraguada una agresión a Austria. Muy por el contrario, anunció en tono amable que «una colaboración amistosa entre los dos países, en todos los terrenos, está asegurada para el futuro», y concluyó: «Quisiera agradecer al Canciller austríaco en mi propio nombre y en el de todo el pueblo alemán, su espíritu de comprensión y su condescendencia». A partir del día siguiente, Hitler empezó a cumplir sus compromisos: llamó a Leopold, jefe del movimiento clandestino austríaco, le dijo que su actitud era «idiota» y le ordenó que abandonase Austria acompañado por sus principales acólitos. Pocos días después volvió a verlo, lo amonestó nuevamente y reafirmó: «Ha de adoptarse la solución por la vía evolutiva, aunque hoy no pueda preverse la posibilidad de un éxito. El protocolo firmado por Schuschnigg lleva implícitas tan graves consecuencias que, si se aplica plenamente, el problema austríaco se resolverá de modo automático»[8].

Hitler estaba satisfecho. No se preparó para la actuación; se limitó a esperar su famosa solución automática. Los demás se resignaron con menos facilidad a lo inevitable (o trataron de sacar provecho de lo inevitable). En Italia, Mussolini se inclinaba siempre, a pesar de sus arrebatos de cólera, a aceptar un éxito de Hitler; Ciano estaba menos dispuesto a representar el papel de comparsa. Su sueño de llegar a una política exterior e independiente no se realizó nunca, y, quizá, nunca pasó de ser un sueño. Fuese como fuere, intentó explotar la situación. El 16 de febrero escribió a Grandi, Embajador en Londres, indicándole que era la última oportunidad favorable de conseguir una reconciliación con la Gran Bretaña: «Una vez se haya dado cumplimiento al Anschluss… será cada vez más difícil que nos entendamos, incluso que podamos hablar con los ingleses»[9]. Grandi aprovechó la ocasión; siempre había deseado que la política italiana volviese a su línea tradicional, en la medida en que un fascista podía respetar la tradición. También Chamberlain se alegró. Pero Eden se opuso a la idea. Estaba ya resentido con Chamberlain porque había rechazado, sin consultarle, una propuesta del Presidente Roosevelt de reunir una gran conferencia internacional en la que fuesen discutidos todos los motivos de agravio que imaginar se pudiera. Suponía, tal vez con sinceridad, que semejante conferencia hubiese llevado a los Estados Unidos a alinearse al lado de las potencias occidentales. Chamberlain temía, con mayores razones, que fuese a repetirse la conferencia de Bruselas sobre el Extremo Oriente: los Estados Unidos volverían a enunciar unos principios de índole moral, y dejarían que Gran Bretaña y Francia se encargasen de hacerlos aplicar por la fuerza.

El intento italiano de aproximación a Inglaterra llevó al paroxismo la tensión existente entre Chamberlain y Eden. Éste no había olvidado la humillación sufrida cuando la cuestión de Abisinia y la ruindad del comité de no-intervención lo exasperaba. No podían entablarse conversaciones con los italianos, insistió, en tanto éstos no hubiesen cumplido su promesa de retirar los pretendidos voluntarios que luchaban en España. Chamberlain se inclinaba a tolerar una victoria del fascismo en este país, siempre y cuando pudiese obtener el apoyo de Italia para moderar a Hitler en sus aspiraciones La disputa entre Eden y Chamberlain tuvo lugar el 18 de febrero en presencia de Grandi. Eden se mantuvo firme en lo que se refería a los voluntarios italianos en España. Chamberlain descartó estas objeciones con la anuencia y la ayuda de Grandi. Eden presentó la dimisión dos días más tarde, y Halifax ocupó su puesto, con el propósito de ejecutar la política de Chamberlain. El precio que los italianos habían reclamado se pagó: se iniciaron de inmediato unas conversaciones, de las que previamente se sabía que Italia obtendría cuanto deseaba: sería reconocido el Imperio de Abisinia y los italianos obtendrían un trato de igualdad en el Mediterráneo. No se trató de Austria. Grandi indica al respecto que la actitud británica habría seguido siendo de «resignación indignada»[10]. Y era así. Chamberlain no tenía la intención de hacer nada por Austria, pero esperaba que el simple hecho de que se entablasen aquellas conversaciones con los italianos movería a Hitler a dudar y, tal vez, llegase incluso a lograrse que Mussolini opusiese alguna resistencia a los planes del Canciller alemán. Pero no era tan fácil engañar a Hitler. Los italianos lo tuvieron al corriente de las negociaciones y le aseguraron que no se plantearía la cuestión de Austria: «Ellos no tolerarían una tentativa para alterar las relaciones germanoitalianas»[11]. Italia no tenía otra alternativa; carecía de medios para detener a Hitler. Así lo señaló Ciano el 23 de febrero: «¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Entrar en guerra con Alemania? Al primer disparo, todos los austríacos, sin excepción, se pondrían al lado de los alemanes, contra nosotros»[12]. Indudablemente, Chamberlain no ofrecía a los italianos un precio muy alto, pero también es cierto que nada habría llevado a éstos a luchar por la tambaleante causa de la independencia austríaca.

Los acontecimientos que tenían a Londres por escenario fortalecieron la confianza de Hitler. Sus adversarios se escabullían. El Eje imprimía, cada vez en mayor grado, su sello a los asuntos europeos, y determinaba la política europea. Sin embargo, el Führer seguía sin actuar, esperando, como siempre, que el tiempo trabajase para él. Nuevamente, y por última vez, la iniciativa vino de Schuschnigg. Vacilando, como embarazado, empezó a experimentar algún resentimiento por el trato de que había sido objeto en Berchtesgaden, y a sentirse molesto de su propia debilidad. Decidió detener la inevitable marcha hacia una Austria nacionalsocialista, para lo cual lanzó un dramático desafío. Quizá su embajador en París le asegurase que los franceses intervendrían en caso de amenaza descarada. Quizá la idea fuese exclusivamente suya. No podemos saberlo. El caso es que decidió emplear el mismo método que Hitler: el plebiscito; un plebiscito en el que se preguntaba al pueblo austríaco si deseaba seguir siendo independiente. El 7 de marzo, Mussolini, que había sido consultado, contestó lacónicamente: «¡Es una equivocación!». Schuschnigg no hizo caso de la advertencia. El día 8 anunció el plan a sus ministros. El plebiscito tendría lugar tres días más tarde, el 12. No había hecho ningún preparativo, ni había reflexionado sobre la manera de dirigir la votación; lo único que quería era actuar rapidísimamente, antes de que Hitler reaccionase. Fuese cual fuere la cuestión que se planteaba en el plebiscito, todo el mundo sabía que se trataba de un desafío a aquél. Acababa de sonar la hora del conflicto entre la Alemania nacionalista y la Austria independiente. Schuschnigg habría podido meditar sobre las palabras que antaño dirigiera Andrassy a otro Primer Ministro austríaco que se había lanzado a una política atrevida: «¿Está preparado para apoyar su política con los cañones? Si no es así, ¡no se embarque en ella!».

Hitler reaccionó como si le hubiesen pisado un callo. No había sido advertido de la medida del Canciller austríaco, no había podido hacer ningún preparativo. Estaba claro que la «solución por la vía evolutiva» acababa de morir. Tenía que actuar o padecer una humillación, humillación que no podría afrontar en un momento en el que acababa de eliminar de su gobierno a los ministros conservadores. Convocó a toda prisa, en Berlín, a los jefes militares. El ejército alemán no estaba todavía preparado para emprender una campaña medianamente seria, pero las tropas estacionadas cerca de la frontera austríaca recibieron orden de estar listas para franquearla el día 12. Hitler escribió una carta a Mussolini[13] en la que se enumeraban las tentativas que se habían llevado a cabo para llegar a un entendimiento con Schuschnigg y que terminaba con estas tranquilizadoras palabras: «He trazado una frontera definitiva… entre Italia y nosotros: el Brennero». El Príncipe de Hesse fue el encargado de llevar la carta. Ribbentrop hizo sus visitas de despedida en Londres; Neurath fue llamado para dirigir los asuntos rutinarios del Ministerio de Asuntos Exteriores. Todo el peso del asunto austríaco cayó sobre los hombros de Göring, el cual debería permanecer en Berlín cuando Hitler se uniese a las fuerzas de ocupación.

Schuschnigg acababa de quitar el seguro a una bomba de efectos retardados, y fue, sin embargo, el más sorprendido de la explosión. El 11 de marzo se enteró de que la frontera entre Austria y Alemania había sido cerrada. Siguiendo instrucciones de Göring, los ministros nacionalistas reclamaron una anulación del plebiscito. Schuschnigg, desesperado, se volvió hacia las potencias que no hacía mucho garantizaban la independencia austríaca, pero recibió muy escasos consuelos. Mussolini se negó a responder a su llamada telefónica. En Londres, Halifax declaró a Ribbentrop que la amenaza de emplear la fuerza constituía un método intolerable. El efecto de esta bravata se atenuó cuando Chamberlain observó que se podría trabajar seriamente en la consecución de un acuerdo germanobritánico, «tan pronto concluyese aquel desagradable asunto»[14]; aun más, en Berlín, Neville Henderson manifestó, de acuerdo con Göring, que, «el doctor Schuschnigg ha actuado con una precipitación loca»[15]. La única respuesta que Viena recibió de Londres fue que el gobierno inglés no podía tomar sobre sí la responsabilidad de dar un consejo que fuese susceptible de causar perjuicios a Austria[16]. El gobierno francés se encontraba enfrentado, desde tres días antes, a una crisis de política interior. Los ministros, que pasaban por una situación precaria, decidieron tomar algunas «medidas militares» —es decir, llamar a unos pocos reservistas— si los ingleses estaban de acuerdo. Como no llegara la aprobación de Londres, no se llamó a ningún reservista.

Schuschnigg había sido abandonado por todos. En las primeras horas de la tarde del 11 de marzo, consintió en retrasar el plebiscito. Esto no bastó. Göring declaró por teléfono a Seyß-Inquart que los alemanes habían perdido la confianza en Schuschnigg y que éste tenía que marcharse y ceder su puesto a Seyß-Inquart. Fue éste un episodio único en la Historia: una crisis internacional llevada del principio al fin por medio de amenazas telefónicas. Schuschnigg dimitió, pero el presidente Miklas se negó a nombrar Canciller a Seyß-Inquart —¡último gesto de la independencia austríaca!—. Por teléfono nuevamente, Göring anunció que las tropas alemanas se detendrían en la frontera tan sólo si Seyß-Inquart era nombrado Canciller antes de las 19 horas 30 minutos. Miklas mantuvo su negativa y Seyß-Inquart procedió a su propio nombramiento a las 20 horas. Era demasiado tarde. Se le ordenó que reclamase la ayuda alemana para mantener el orden, lo que hizo por medio de un telegrama a las 21 horas, 10 minutos. Hitler no había esperado esta petición de ayuda: decretó que fuese invadida Austria a las 20 horas, 45 minutos. Los alemanes dudaron, sin embargo, hasta el último momento. Cuando se recibió la noticia de la dimisión de Schuschnigg, se habían suspendido los planes de invasión fijados para aquella tarde. Si bien es cierto que los germanos daban poca importancia a los reproches británicos, temían una intervención de los checos. «Le doy mi palabra de honor de que Checoslovaquia no tiene por qué inquietarse», declaró Göring al embajador checo. Los checos contestaron inmediatamente que no procederían a la movilización. No creían en las palabras de Göring, pero pensaban, como los demás, que no podían hacer nada. Mussolini fue el último en definirse. A las 22 horas, 25 minutos, Hesse telefoneó a Hitler desde Roma: Mussolini le enviaba sus saludos y, añadió, «Austria no le interesa en absoluto». Las inquietudes que Hitler había abrigado bajo su aparente resolución se tradujeron en una actitud emocional: «Diga a Mussolini que nunca olvidaré esto… nunca, nunca, pase lo que pase… No lo olvidaré, pase lo que pase… ¡Si alguna vez necesita ayuda o se encuentra en peligro, puede contar conmigo, pase lo que pase, aunque el mundo entero se vuelva contra él!». Y Hitler cumpliría esta promesa.

El ejército alemán invadió Austria, o, más bien, avanzó en medio del entusiasmo general de la población. Pero ¿cuál era el fin de la ocupación? Seyß-Inquart era Canciller. Göring había dicho a Henderson que «las tropas se retirarían una vez se estabilizase la situación» y que, inmediatamente «se celebrarían unas elecciones absolutamente libres, sin que se ejerciese la menor intimidación»[17]. Éste era el plan nazi, hilvanado a toda prisa el día 11 de marzo. Seyß-Inquart estimó que su nombramiento lo arreglaba todo y a las 2 horas, 30 minutos del día 12 pidió que las tropas se detuvieran. Se le contestó que era imposible y el avance continuó, aunque con alguna dificultad. Las fuerzas no estaban listas para la acción, el 70% de los vehículos tuvieron avería entre la frontera y Viena. El propio Hitler entró en Austria en la mañana del 12 de marzo. En Linz, lugar en el que había estudiado, habló a una multitud delirante y sucumbió él mismo a la excitación general. Cuando se asomó al balcón del ayuntamiento de Linz, tomó una decisión súbita e imprevista: en lugar de establecer un gobierno dócil en Viena, incorporaría Austria al Reich. Seyß-Inquart, Canciller por un solo día, fue encargado de promulgar una ley, en la que él y Austria quedaban suprimidos. La ley fue ejecutada el día 13. Se sometió el Anschluss a la aprobación del pueblo de la gran Alemania. El 10 de abril, el 99,08% de los votos se pronunció a favor, lo que traducía fielmente el sentir del pueblo alemán.

Hitler había ganado. Acababa de obtener el primer objetivo de su ambición, pero no de la manera que había previsto. Contaba con absorber Austria imperceptiblemente, sin que nadie pudiese decir en qué momento había dejado de ser independiente, utilizar unos métodos democráticos para acabar con aquella independencia, como había hecho para acabar con la democracia en Alemania. En vez de esto, había tenido que recurrir al ejército. Por primera vez había perdido el triunfo que suponía hablar de la moral conculcada, para situarse en la postura de un conquistador que se apoyaba en la fuerza. Pronto cundió la creencia de que la ocupación de Austria era fruto de una conspiración deliberada, preparada mucho tiempo antes, y de que aquél era el primer paso hacia la dominación de Europa. Esta impresión no pasaba de ser un mito. Había sido el propio Schuschnigg, y no Hitler, quien provocara la crisis de marzo de 1938. Los alemanes no llevaron a cabo preparativos de ninguna clase, ni militares ni diplomáticos. Se improvisó todo en un par de días. Hitler contaba con extender su control sobre Austria, pero la manera de lograrlo fue para él un accidente desagradable, una interrupción de su política a largo plazo; nada de lo que había sucedido lo fue porque hubiesen madurado unos planes estudiados cuidadosamente. Pero los efectos estaban allí. Y sobre el primero que dejaron caer su peso fue sobre Hitler. Se encontró con una muerte sobre los hombros, la muerte de un Estado independiente, aunque tal independencia fuera sólo aparente. Aumentó su confianza en sí mismo, y, con la confianza, su desprecio por los estadistas extranjeros. Se hizo más impaciente, menos comedido, más dispuesto a acelerar cualquier negociación por medio de amenazas. Como contrapartida, los demás estadistas empezaron a dudar de su buena fe. Incluso los que siempre habían esperado apaciguarlo, se pusieron a pensar en la posibilidad de resistirle. La balanza se inclinó, aunque ligeramente, del lado de la paz al lado de la guerra. Los objetivos de Hitler podían seguir pareciendo justificados, pero se condenaron sus métodos. A causa del Anschluss, o, mejor dicho, a causa de la manera como fue aplicado, Hitler entró en el camino que habría de hacer que llegase a ser considerado como el mayor de todos los criminales de guerra. Sin embargo, todo había ocurrido inintencionadamente. A decir verdad, ni el mismo Hitler tuvo conciencia de haber puesto el pie en aquel camino.