CAPÍTULO VI

UNA PAZ ARMADA (1936-1938)

La nueva ocupación de la Renania marcó el final del sistema de seguridad que se había establecido después de la Primera Guerra Mundial. La Sociedad de Naciones no era más que una sombra; Alemania podía proceder a su rearme sin restricciones; las garantías de Locarno ya no existían. Tanto el idealismo wilsoniano como el realismo francés se habían venido abajo. Europa volvía al sistema, o a la falta de sistema, de la época anterior a 1914. Todos los Estados soberanos, por grandes o pequeños que fueran, tenían que recurrir otra vez, para garantizar su seguridad, a la fuerza armada, a la diplomacia y a las alianzas. Los antiguos vencedores habían perdido sus ventajas; los vencidos se veían libres de trabas. Quedaba restaurada la «anarquía internacional». Mucha gente, incluso algunos historiadores, creyó que esto bastaba para explicar la Segunda Guerra Mundial, lo cual, en cierto sentido, es verdad. En tanto haya Estados que no admitan limitación alguna a su soberanía, habrá guerras —unas, intencionadas, la mayoría, nacidas de un error de cálculo—. La explicación falla porque no explica nada de puro querer explicarlo todo. Si la «anarquía internacional» engendra fatalmente la guerra, los Estados europeos, desde la Edad Media, no habrían gozado nunca de la paz. Sin embargo, se han producido largos períodos apacibles, y, con anterioridad a 1914, esa anarquía hizo que reinase en Europa el más largo de los que el Continente había conocido desde el final del Imperio Romano.

Las guerras se parecen bastante a los accidentes de carretera. Proceden al mismo tiempo de causas generales y de causas particulares. Todo accidente de carretera es motivado, en definitivas cuentas, por el invento del motor de combustión interna y por el deseo humano de desplazarse de un lugar a otro. En este sentido, el medio de evitarlos consistiría en prohibir los automóviles. Pero un conductor a quien se acusase de imprudencia, haría mal si invocara en su defensa la existencia de los automóviles. La policía y los tribunales no llegan al fondo de las cosas. Buscan, para cada accidente, una causa específica: error por parte del conductor, exceso de velocidad, embriaguez, fallo de los frenos, malas condiciones de la carretera… Otro tanto sucede con las guerras. La «anarquía internacional» las hace posibles, pero no seguras. Después de 1919, más de un historiador se ha labrado una reputación al demostrar las causas profundas del primer conflicto mundial, y, aunque la demostración fuese con frecuencia correcta, desvió la atención de otro aspecto: el de saber por qué aquella determinada guerra se había producido en aquel determinado momento. Ambas pesquisas se llevan a cabo en planos distintos; se completan, no se excluyen mutuamente. La Segunda Guerra Mundial tuvo también causas profundas, pero brotó, a la vez, de acontecimientos específicos que conviene examinar con detalle.

En las vísperas del año de 1939, la gente hablaba mucho más que antes de esas causas profundas de las guerras, y, como consecuencia, las tales causas llegaron a adquirir más importancia. Después de 1919, se convirtió en un tópico al decir que sólo el éxito de la Sociedad de Naciones podía evitar un nuevo conflicto. Ahora bien, la Sociedad de Naciones había fracasado, y todo el mundo se apresuró a señalar que, entonces, la guerra sería inevitable. Algunos llegaron incluso a pensar que era contraproducente tratar de prevenirla por medio de alianzas y de la diplomacia. Otros pretendieron que el fascismo engendraba «ineluctablemente» la guerra; en abono de esta teoría estaban los discursos de los propios dirigentes fascistas. Hitler y Mussolini glorificaron la guerra y las virtudes guerreras. Blandieron la amenaza de la guerra para conseguir sus fines. Pero en tales palabras no había nada nuevo; los estadistas suelen hablar así. La retórica de los dictadores no era peor que el «ruido de los sables» de los antiguos monarcas, ni que lo que se enseñaba en las escuelas inglesas de la época victoriana. Sin embargo, a pesar de las fanfarronadas de este cariz, siempre habían existido períodos de paz. Ni siquiera las dictaduras fascistas hubiesen ido a la guerra si no hubieran creído tener una oportunidad de ganarla; la causa no fue sólo su propia «maldad», sino también los fallos cometidos por los demás. En la medida en que sus deseos eran conscientes, Hitler pensó probablemente en una gran guerra de conquista contra la Rusia soviética, pero es inverosímil que entrara dentro de sus cálculos la que estalló en 1939 contra Francia y la Gran Bretaña. El 3 de septiembre de 1939, se sintió tan consternado como se sintiera Bethmann el 4 de agosto de 1914. Mussolini, a pesar de sus bravatas, trató desesperadamente de mantenerse al margen de las hostilidades, más desesperadamente, incluso, que los últimos y tan denigrados dirigentes de la Tercera República francesa, y únicamente se decidió a entrar en guerra cuando la creyó ganada. Los alemanes y los italianos aplaudieron a sus jefes, y sin embargo esta guerra no fue tan popular entre ellos como lo había sido la de 1914. Entonces, la multitud había aclamado por todas partes el anuncio de la declaración de guerra. Durante la crisis checa de 1938, reinó en Alemania una profunda tristeza, que fue seguida, al año siguiente, por una resignación nacida de la impotencia. Ninguna guerra de la Historia fue tan mal acogida por el mundo como lo fue la de 1939.

También, con anterioridad a 1939, se discutió otro género de «causa profunda». Se pretendía que las condiciones económicas conducen inevitablemente a un conflicto. Era la doctrina marxista de la época; y a fuerza de ser repetida, llegó a ser aceptada por muchas personas que no eran ni por asomo marxistas. La idea era nueva y el propio Marx la había ignorado. Sus adeptos anunciaban antes de 1914 que las grandes potencias capitalistas se repartirían el mundo y, dentro de los límites en que ellos preveían las guerras, las consideraban bajo la especie de luchas por la emancipación nacional, dirigidas por los pueblos coloniales. Lenin fue el primero en señalar que el capitalismo lleva «inevitablemente» consigo la guerra; hizo su descubrimiento cuando el primer conflicto mundial estaba ya en marcha. Naturalmente, tenía razón. Como quiera que, en 1914, todos los grandes Estados eran capitalistas, resultaba evidente que el capitalismo había sido la «causa» de la guerra, pero, con la misma evidencia, había también sido la «causa» del largo período de paz precedente. Ésta era una nueva explicación general, que lo explicaba todo y que no explicaba nada. Con anterioridad a 1939, los Estados capitalistas, Inglaterra y los Estados Unidos, eran los que se mostraban más decididos a evitar la guerra, y, en todos los países, incluida Alemania, los capitalistas fueron los que más se opusieron a ella. En efecto, si se puede reprochar algo a los capitalistas de 1939 es el que fuesen en exceso pacifistas y tímidos y que no fuesen ellos los que provocasen el conflicto.

No obstante, sin llegar a tales extremos, el capitalismo tuvo alguna culpa. Si las grandes potencias imperialistas se encontraban, quizás, satisfechas, y si sus instintos eran pacifistas, el fascismo, según se proclamaba, representaba el último estadio agresivo de un capitalismo en crisis, y el impulso del fascismo sólo podía ser alimentado por la guerra. Algo, aunque no mucho, había de cierto en esta afirmación. La fórmula del pleno empleo, a la que la Alemania nazi fue el primer país europeo que recurrió, dependía, en gran medida, de la producción de armamentos, pero podría haberse llegado a ella (y se llegó parcialmente) a través de otros medios, como la construcción de carreteras y de grandes inmuebles. El secreto nazi no residió en la fabricación de armamentos, sino en la emancipación de los principios económicos que hasta entonces habían sido tenidos por ortodoxos. Los gastos públicos producen todos los felices efectos de una inflación atenuada, en tanto que la dictadura política, al destruir los sindicatos y al establecer un control riguroso de los cambios, evita algunas consecuencias desastrosas, tales como la subida de los salarios y el alza de los precios. El argumento en favor de la guerra no habría entrado en juego ni siquiera en el supuesto de que el régimen nazi se hubiese apoyado en la producción de armamentos. Alemania no nadaba en la abundancia de armas. Muy por el contrario, los generales alemanes subrayaron unánimemente, en 1939, que su país no estaba equipado para la guerra y que se necesitaban muchos años para dar cima a un «rearme a fondo». No había, pues, que inquietarse por razón del pleno empleo. Por lo que respecta a Italia, el argumento económico no tenía ningún valor. No existía un sistema económico fascista, sino tan sólo un país pobre, gobernado por un régimen basado, a la vez, en el terror y en el prestigio. Italia no estaba en modo alguno preparada para la guerra, como lo admitió el propio Mussolini en 1939, al observar la «no beligerancia». Cuando decidió lanzarse, Italia estaba mucho peor equipada, en todos los aspectos, que cuando, en 1915, se metió en el primer conflicto.

Hubo otra explicación de carácter económico que gozó de gran popularidad antes de 1939. Se afirmaba que tanto Italia como Alemania eran potencias «impotentes» puesto que no tenían suficientes accesos a los mercados exteriores y disponían de pocas materias primas. La oposición laborista incitaba constantemente al gobierno para que deshiciese estos entuertos en lugar de incorporarse a la carrera de armamentos. Quizás Alemania e Italia eran potencias «impotentes». Pero, en caso de que tuviesen poder, ¿adónde querrían llegar? Italia acababa de conquistar Abisinia y, lejos de conseguir beneficios, se dio cuenta de que la pacificación y el desarrollo de su colonia le impondría una serie de cargas a las que, con sus menguados recursos, no podría hacer frente. Aunque algunos italianos se instalaron en ella, semejante obra de colonización había sido dictada por razones de prestigio; hubiese salido más barato y habría resultado más provechoso que aquellos italianos se hubieran quedado en la metrópoli. Inmediatamente antes de que el conflicto estallase, Mussolini reclamó en varias ocasiones Córcega, Niza y la Saboya. Ahora bien, no habría obtenido ventaja económica alguna de tales concesiones, excepto quizá, de Niza; sin embargo, la anexión de esta última ciudad no le hubiese ayudado a resolver su problema fundamental: el de que Italia fuese un país pobre, con una gran densidad de población.

Más plausible resultaba la petición de Hitler de un espacio vital, Lebensraum; cuando menos, existían motivos suficientes para convencer al propio Hitler de que la petición estaba justificada. Pero ¿qué pretendía con ella? Alemania no tenía necesidad de mercados; más bien era al contrario. Schacht utilizó los acuerdos bilaterales para dar virtualmente a los alemanes el monopolio del comercio con la Europa del Sudeste, y la guerra puso fin a una serie de proyectos parecidos que estaban en vías de elaboración y cuya finalidad era la conquista económica de la América del Sur. Tampoco sufría Alemania una penuria de materias primas. Su ingenio científico le procuraba sucedáneos de aquéllas que no podía adquirir fácilmente, y ni siquiera durante el curso de la contienda conoció la escasez, a pesar del bloqueo británico; sólo, en 1944, cuando fueron destruidas sus fábricas de petróleo sintético, se vio en tal situación. El Lebensraum, en sentido estricto, era una petición de espacios vacíos en los que los alemanes se pudiesen establecer. Ahora bien, Alemania no estaba excesivamente poblada, si se la compara con la mayoría de los países europeos, y en Europa no existía ningún espacio vacío. Cuando Hitler se lamentaba: «¡Ah! Si nosotros tuviésemos una Ucrania…», parecía olvidarse de la existencia de los ucranianos. ¿Se proponía explotarlos o exterminarlos? Al parecer, nunca se detuvo a considerar la cuestión. Cuando Alemania conquistó totalmente Ucrania, Hitler y sus secuaces ensayaron ambos métodos… sin conseguir con ellos resultado económico alguno. Los espacios vacíos se encontraban allende el mar, y el Gobierno inglés, aceptando las reivindicaciones de Hitler al pie de la letra, le ofreció con frecuencia ciertas concesiones coloniales; nunca escuchó Hitler estas ofertas. Sabía que las colonias constituían una fuente de gastos, nunca de ingresos, al menos, mientras no estuviesen desarrolladas; el conseguirlas le hubiese privado de los motivos en los que basaba sus exigencias. En resumen: Alemania no fue a la guerra por el Lebensraum. Fue a causa de la guerra, o de una política de agresión, por lo que pidió el Lebensraum. Ni Hitler ni Mussolini se vieron empujados por razones económicas. Como la mayoría de los estadistas, apetecían el éxito, pero se diferenciaban de los demás en que su apetito era mayor y en que trataron de satisfacerlo sin escrúpulos.

El fascismo hizo sentir sus efectos sobre la moral pública, no sobre el terreno económico. Envileció constantemente el espíritu de las relaciones internacionales. Hitler y Mussolini se vanagloriaban de haber pasado por encima de las normas tradicionales. Hacían promesas sin la intención de cumplirlas. Mussolini violó el Pacto de la Sociedad de Naciones, Pacto que Italia había aceptado. Hitler admitió Locarno un año, para repudiarlo al siguiente. En el curso de la guerra civil española, ambos se burlaron abiertamente del sistema de no intervención al que se habían adherido. Y fueron aún más lejos, al indignarse cuando alguien ponía en duda sus palabras o les recordaba las promesas que no habían cumplido. Los demás estadistas estaban desconcertados ante aquel desprecio a las normas tradicionales, pero no encontraban medio de atajarlo. Siguieron tratando de dar con un acuerdo que sedujese hasta tal punto a los dirigentes fascistas que los hiciese volver al camino de la buena fe. Éste fue el caso de Chamberlain en Múnich, en 1938, y el de Stalin, a raíz del pacto germanosoviético de 1939. Más tarde, ambos mostrarían una ingenua indignación cuando vieron que Hitler se portaba como siempre se había portado. ¿Cómo iba a reaccionar de otro modo? Sólo un acuerdo, del género que fuese, podría evitar la guerra; y, hasta el último momento, se tuvo el desesperante sentimiento de que estaba próximo el acuerdo. Los políticos no fascistas tampoco pudieron escapar al contagioso clima de la época. Cuando intentaron tratar a los dictadores fascistas como si fuesen unos gentlemen dejaron ellos mismos de ser unos gentlemen. Los ministros franceses e ingleses, tras haberse resignado a la mala fe de los dictadores, se indignaban cuando alguien dudaba de éstos. Hitler y Mussolini mintieron descaradamente a propósito de la no-intervención; Chamberlain y Eden, Blum y Delbos, tampoco quedaron muy airosos. Los estadistas occidentales se vieron envueltos por una especie de niebla intelectual y moral; a veces, fueron engañados por los dictadores, a veces se engañaron a sí mismos, y, a veces, llevaron la confusión a la opinión pública de sus países. También ellos llegaron a creer que la única solución consistía en una política sin escrúpulos. Resulta difícil imaginar que Sir Edward Grey o Delcassé estampasen su firma al pie del acuerdo de Múnich, y resulta increíble que Lenin y Trotsky, a pesar de su desprecio por la moral bourgeoise[1] estampasen la suya en el pacto germanosoviético.

El historiador debe pasar por sobre la fronda de las palabras y llegar hasta la realidad. Y, en las cuestiones internacionales, siempre existieron realidades: las grandes potencias trataron en todo momento, aunque ineficazmente, de defender sus intereses y de preservar su independencia. Los acontecimientos de 1935 y de 1936 habían modificado profundamente la situación europea. Las dos democracias occidentales se habían orientado por el peor de los caminos en la cuestión de Abisinia; optaron por dos políticas contradictorias y en las dos fracasaron. No quisieron apoyar a la Sociedad de Naciones hasta el punto de correr el riesgo de una guerra o de acabar con Mussolini en Italia; sin embargo, su afecto por éste tampoco les llevó a renunciar a la asamblea ginebrina. Las contradicciones no cesaron hasta que la campaña hubo terminado y hasta que el Emperador se exilió. Evidentemente, no podía hacerse nada por aquella desdichada víctima del idealismo occidental. Se acabaron las sanciones. Neville Chamberlain las calificó del «colmo de la locura». Pero siguió pesando sobre Italia la condena por agresión, y las dos potencias del Oeste no pudieron determinarse a reconocer al Rey de Italia como Emperador de Abisinia. El frente de Stresa quedaba definitivamente roto; Mussolini se veía obligado a pasarse al campo alemán, lo cual no le satisfizo del todo. Su intención era explotar la tensión creada por la cuestión del Rin, no inclinarse por Alemania; pero había perdido la libertad de elección.

Hitler halló la libertad justamente en el momento en que Mussolini la perdía. El fin de Locarno hizo de Alemania una potencia plenamente independiente, a la que no frenaba ninguna restricción artificial. Cabía esperar que tomase iniciativas en el terreno internacional. Sin embargo, se mantuvo tranquila durante casi dos años. Esta «pausa engañosa», como la llamara Churchill, nació, en parte, de un hecho inevitable: todo plan de rearme tarda en llegar a la madurez. Hitler tenía que esperar a que Alemania estuviese verdaderamente «rearmada», momento que solía fijar para 1943. Pero también se preguntaba qué es lo que podría haber hecho si hubiese contado con medios suficientes. Fuesen cuales fueren sus proyectos a largo plazo (si es que llegó a elaborarlos), su política inmediata iba dirigida a la «destrucción de Versalles». Éste era el tema de Mein Kampf y de todos los discursos que pronunció en materia de asuntos exteriores. La idea gozaba del apoyo unánime del pueblo alemán, y presentaba a la vez la ventaja de estar, por así decirlo, ya elaborada: tras cada victoria, bastaba leer el tratado para encontrar otra cláusula lista para ser aniquilada. Hitler supuso que esta tarea le llevaría muchos años y que en ella tropezaría con graves dificultades. El triunfo definitivo le proporcionaría un gran prestigio. Sin embargo, el acabar con Versalles y, por añadidura, con Locarno, representó sólo tres años y despertó tan escasa alarma que hoy nos preguntamos por qué Hitler no fue más de prisa. A partir de marzo de 1936, no cabía esperar honra alguna nacida de un ataque al Tratado de Versalles. Cuando Hitler denunció, poco después, una de las pocas cláusulas restrictivas que permanecían en vigor, la internacionalización de los ríos alemanes, nadie, ni en el interior, ni en el exterior, prestó la menor atención. La época de los éxitos fáciles había terminado. Echar por tierra las condiciones legales de un tratado de paz, era una cosa, destruir la independencia de otros países, por pequeños que fuesen, era otra. Además, el método de Hitler consistía en no tomar nunca la iniciativa. Le gustaba que los demás hiciesen su trabajo, y, así, esperó a que el sistema europeo se debilitase, como había esperado el derrumbamiento del tratado de paz. Las cosas hubieran podido tomar otro rumbo si Hitler hubiese tenido algún motivo urgente y concreto de queja a raíz de la nueva ocupación de la Renania. Pero, de momento, su caudal de reclamaciones se hallaba bastante menguado. Muchos alemanes experimentaban cierto resentimiento a causa de Dantzig y de su pasillo, pero el pacto de no-agresión con Polonia databa de apenas dos años atrás. Era ésta una de las acciones más originales que Hitler había llevado a cabo en el plano internacional y se resistía a renunciar a ella. Los alemanes de Checoslovaquia no tenían, entonces, la impresión de constituir una minoría oprimida.

Quedaba Austria. La estúpida revuelta nazi del 25 de agosto, durante la cual se había asesinado a Dollfuss, constituyó uno de los pocos reveses que Hitler recibiera. Sin embargo, se rehízo de él con notable facilidad. Von Papen, aquel conservador vanidoso, que había ayudado a elevarlo a la cancillería, fue nombrado embajador en Viena. La elección era excelente. Papen era un católico devoto, que servía lealmente a Hitler, en consecuencia, un modelo para los austríacos clericales. Había estado a punto de ser asesinado en el curso de la purga del 30 de junio de 1934, y se encontraba, pues, especialmente calificado para convencer a los dirigentes de Austria de que las tentativas de asesinato por parte de los nazis no eran cosa de broma. Cumplió a la perfección su tarea. El gobierno austríaco, dentro de su carácter autoritario, era ineficaz. Estaba dispuesto a perseguir a los socialistas, pero no a los católicos ni a los judíos; incluso utilizaría la fraseología del nacionalismo alemán por todo el tiempo en que el país siguiese autorizado a seguir existiendo. Esto es lo que convenía a Hitler. Aunque desease ver cómo Austria dependía de Alemania en el terreno internacional, no le corría prisa destruirla. Tal vez ni siquiera llegara a tener semejante idea. Era lo bastante austríaco como para encontrar inconcebible el que Austria desapareciese; no lo comprendió hasta el momento en que aquella nación se vino abajo. Más aún, si es que por alguna circunstancia lo pensó, le tuvo que desagradar la posibilidad de que Viena (por no mencionar Linz) fuese eclipsada por Berlín.

Papen tardó dos años en ganarse al gobierno austríaco. La mutua desconfianza perdió bastante de su rigor, si es que no desapareció. El 11 de julio de 1936, ambos países concluyeron un Gentleman’s agreement[2] —por primera vez, sea dicho de pasada, se empleó esta absurda expresión—. Fue una invención de Papen, quien pronto encontró imitadores. Hitler reconoció la «plena soberanía» de Austria. Schuschnigg, a cambio, reconoció que Austria era un «Estado alemán» y aceptó el que entrasen en su gobierno algunos miembros de la «sedicente oposición nacional». Con el tiempo, este acuerdo pareció fraudulento a las dos partes, y no era así, aunque, por supuesto, cada uno de los signatarios viese en él lo que quería ver. Hitler suponía que los nazis se irían infiltrando poco a poco en el gobierno y que terminarían por hacer de Austria un Estado nacionalsocialista. Pero admitía que el proceso siguiese un curso imperceptible, sin crisis dramáticas. El acuerdo de julio de 1936 proporcionó a Hitler casi lo mismo que él, dos años antes, en Venecia, había propuesto a Mussolini, excepto que ahora Schuschnigg no dejaba su sitio a un «personaje de ideas independientes»; sin embargo, con el tiempo llegaría a hacerlo, o, al menos, así lo esperaba Hitler. Estaba convencido de que las murallas de Viena se derrumbarían por sí mismas. En febrero de 1938, volvió a declarar a los jefes nazis de Austria: «La cuestión austríaca no se resolverá nunca por medio de una revolución… Desearía ver adoptar un camino evolutivo, y no que se llegue a una solución violenta, ya que el peligro, en el plano internacional, es cada año menor para nosotros»[3].

Por su parte, Schuschnigg se alegró de escapar de la dependencia italiana, dependencia que todos los austríacos detestaban y de la que no podían obtener beneficio de ninguna especie. En Austria, no existía una democracia que salvar, sólo un nombre. Schuschnigg era capaz de pasar por todo lo que los nazis querían, excepto por su propia desaparición, y, para el futuro, se creyó cubierto de esta eventualidad. Del acuerdo de julio de 1936 él obtuvo una sombra protectora y Hitler se quedó con la substancia; y, así, los dos quedaron contentos. Schuschnigg no podía defender la independencia de su país como no fuese recurriendo a una conciliación humillante con las potencias occidentales, la cual, por otra parte, no era seguro que la garantizase. En eso consistió la sombra, en el mantenimiento del nombre de Austria. En el fondo, seguía latente el conflicto entre las políticas austríaca e italiana. Mussolini quería mantener su protectorado sobre Austria y sobre Hungría y extender su poderío en el Mediterráneo, a expensas, sobre todo, de Francia. Hitler trataba de hacer de Alemania la potencia dominadora de Europa, manteniendo, en medio, a Italia, como compañera más joven. Ninguna de las dos naciones tenía ganas de estimular las ambiciones de la otra; y las dos meditaban sobre el modo de sacar provecho del desafío que, ambas, habían lanzado a las potencias occidentales esperando alcanzar con esta política alguna concesión por separado. En tales condiciones, la discusión de las cuestiones prácticas puede degenerar fácilmente en un conflicto. Los dos estadistas subrayaron también su semejanza «ideológica» —el espíritu moderno y creador de sus dos Estados, espíritu que, según ellos, los situaba por encima de las democracias decadentes—. En esto consistió el Eje Roma-Berlín, anunciado a bombo y platillos por Mussolini en noviembre de 1936, en torno al cual, dijo, habría de girar toda la futura política europea.

Por aquella época, Hitler seguía con el Japón una línea de actuación parecida. Sin embargo, ni Alemania ni el Japón estaban de acuerdo en cuanto a la consideración de ciertos aspectos prácticos. Hitler quería que los japoneses se enfrentasen a Rusia y a la Gran Bretaña, sin que quedasen perjudicadas sus relaciones con la China, cuyo ejército seguía siendo organizado por generales alemanes; el Japón se negaba a tolerar a Alemania en el Extremo Oriente, como se negaba a tolerar a cualquiera otra potencia europea. Y el Japón esperaba que Alemania le sacase las castañas del fuego, y Alemania que se las sacase el Japón. Ribbentrop, consejero particular de Hitler para política exterior, encontró la solución —sería su primer éxito y el que habría de llevarle al Ministerio de Asuntos Exteriores al cabo de algo más de un año—. Fue el pacto anti-Komintern, declaración de principio muy aparatosa que no comprometía a ninguna de las partes a la acción. Dirigido únicamente contra el comunismo, no constituía ni siquiera una alianza contra Rusia y, como lo demostrarían los hechos, ninguno de los dos países llegaría nunca a actuar frente a aquélla. El pacto, pues, sólo tenía de tal la apariencia. Los dirigentes soviéticos se atemorizaron ante él y, si es que su política llegó a tener una clave, habría que encontrarla en la situación planteada por el pacto. Llegaron a la convicción de que serían atacados, bien por Alemania, bien por el Japón, bien por los dos a la vez. Su miedo inmediato, su mayor miedo, era tener que combatir en Extremo Oriente contra el Japón. Por una de esas ironías que con frecuencia depara la Historia, fue la única guerra que llegó a preverse por aquel entonces y que nunca estalló.

El pacto anti-Komintern y el Eje Roma-Berlín, vagamente anticomunista, no afectaron tan sólo la política soviética, sino que también ejercieron en una gran influencia sobre Inglaterra y sobre Francia. Rusia y las potencias occidentales podrían mantener su acercamiento por tanto tiempo como las relaciones internacionales se desarrollasen sobre una base abstracta, desligada de la política interior. Francia concluyó el pacto francosoviético, Occidente aceptó a Rusia, aunque bien a su pesar, como un miembro leal de la Sociedad de Naciones, y se vio precisado a mostrarse también leal con respecto a Rusia, a causa de los elogios que Litvinov hacía de la «seguridad colectiva». El pacto anti-Komintern se planteó en el terreno de las ideas políticas, y un cierto número de gentes pertenecientes a las dos democracias, sintió también la llamada del anticomunismo. Esas personas se inclinaron por la neutralidad en el conflicto entre el fascismo y el comunismo; incluso hubo quien proclamó la conveniencia de declararse a favor del primero. Temían a Hitler como jefe de una Alemania fuerte y agresiva, pero lo estimaban —por lo menos, muchos de ellos— como protector de la civilización europea frente al bolchevismo. Ingleses y franceses adoptaron, a este respecto, una postura diferente. No pocos de entre los primeros, sobre todo miembros del partido conservador, pensaban: «Más vale Hitler que Stalin». Ninguno, a excepción de Sir Oswald Mosley, jefe fascista, pensó: «Más vale Hitler que Baldwin… o que Chamberlain… o que, incluso, Attlee». En Francia, las elecciones legislativas de 1936 dieron la mayoría a los partidos de izquierdas: radicales, socialistas y comunistas. Nació un gobierno de Frente Popular y muchos franceses conservadores y ricos pensaron no sólo: «Más vale Hitler que Stalin», sino también: «Más vale Hitler que León Blum».

No fue ésta la única razón por la que las relaciones entre los rusos y el Oeste, que habían parecido mejorar, empezaron a atirantarse. El año 1936 conoció el comienzo de la gran purga llevada a cabo en Rusia. Prácticamente, todos los antiguos dirigentes bolcheviques fueron ejecutados o encarcelados y miles, quizá millones, de personas de menor importancia fueron deportadas a Siberia. Al año siguiente, la purga se extendió al ejército; Tukhatchevsky, jefe del Estado Mayor Central, tres de cinco mariscales, trece de quince jefes de ejército y otros muchos militares fueron fusilados tras un proceso secreto, o sin proceso alguno. Nadie conocía las razones de aquella matanza. ¿Se había emborrachado Stalin de poder autocrático? ¿Recibió alguna indicación de que los generales y sus adversarios políticos trataban de asegurarse el apoyo de los alemanes para derrocarlo? ¿Sería él quien pensaba en una reconciliación con Hitler y quiso, entonces, deshacerse previamente de todos aquéllos que podrían haberle censurado? Según una versión, Benes, Presidente de la República checoslovaca, descubrió que Tukhatchevsky y otros negociaban con Hitler, lo cual puso en conocimiento de Stalin. Según otra, se trató de una maquinación del servicio secreto alemán que hizo llegar a Benes unos documentos falsos. Nada preciso se sabe, ni, sin duda, nunca se sabrá. Casi todos los observadores occidentales llegaron a la conclusión de que Rusia no podría ser un aliado seguro, de que su amo era un dictador salvaje y sin escrúpulos, de que su ejército estaba en vías de descomposición y de que su régimen se derrumbaría a la primera prueba por la que tuviese que pasar. Joseph Davies, embajador americano, fue la única excepción. Había habido una conspiración, afirmó, los procesos habían sido justos y el poderío soviético se había reafirmado. Pero también él se limitaba a conjeturar, puesto que nadie supo entonces la verdad ni nadie la sabe hoy. Los ejércitos rusos se mantuvieron firmes frente a los alemanes, en 1941, después de los espantosos desastres iniciales, lo que probaría que su valor databa de 1936 ó de 1938, aunque también probaría que no estaban preparados para la guerra de 1941. Toda especulación al respecto sería vana. El resultado práctico fue que las potencias occidentales se replegasen a la defensiva con más firmeza que nunca, resultado sorprendente si se piensa que el pacto francosoviético sirvió de pretexto a Hitler para denunciar los acuerdos de Locarno.

Las dos democracias del Oeste no permanecieron inactivas a raíz de los acontecimientos de marzo de 1936. Se pusieron a mejorar, o creyeron que mejoraban, sus posiciones defensivas, por temor, sobre todo, a Alemania, pero también para aflojar los lazos que les unían a Rusia. Cuando Hitler volvió a ocupar la Renania, el gobierno británico cambió la garantía bilateral de Locarno por un compromiso directo de asistencia si Francia se veía atacada. Vio en esta medida un arreglo provisional, en tanto unas negociaciones llevasen a la conclusión de un sustitutivo de Locarno; pero las negociaciones no dieron resultado y el sustitutivo se quedó en el aire. Fue así cómo Inglaterra se comprometió, en tiempo de paz, por primera vez en su historia, en una alianza con una potencia continental. El cambio era realmente importante y probaba que Gran Bretaña había adquirido una conciencia más aguda de los asuntos del Continente, o, quizá, de que se estaba volviendo menos fuerte. Pero no fue un cambio profundo, puesto que sus intereses estaban ligados a los de Francia desde hacía mucho tiempo. Aquella alianza formal, aunque llevaba consigo una obligación precisa, no fue concebida como un paso previo a la acción, sino, al contrario, como una fórmula para impedir una respuesta efectiva de los franceses ante la ocupación de la Renania. Una alianza supone unas conversaciones entre estados mayores. Y las hubo, pero duraron cinco días y no se reanudaron hasta febrero de 1939. Con la alianza, los franceses no vieron reforzada ni su seguridad ni su poderío. Se encontraron, más bien, con un aliado que no dejaba de retenerlos, por miedo a que la alianza llegase a ser efectiva —aunque, en verdad, los franceses no preciasen de nadie para retenerse—.

La nueva ocupación de la Renania no debilitó directamente la posición defensiva de Francia, pero sí entorpeció sus planes ofensivos, si es que los tenía. Sin embargo, tuvo consecuencias indirectas graves. Bélgica era aliada de Francia desde 1919, y los ejércitos de las dos naciones se mantenían estrechamente coordinados. Ahora que los belgas tenían en sus fronteras a una Alemania rearmada, ¿podían seguir contando con sus aliados franceses, unos aliados que acababan de mostrarse inoperantes, o bien, debían echarse atrás, en la esperanza de escapar de la amenazadora tormenta que se avecinaba? Se inclinaron por la segunda de las soluciones. En el otoño de 1936, rompieron la alianza con Francia y, a principios de 1937, volvieron a la neutralidad que habían mantenido en los años anteriores al 1914. Esto planteó a los franceses un tremendo problema estratégico. La Línea Maginot, zona altamente resistente, se extendía tan sólo desde la frontera suiza a la frontera belga. Hasta entonces, los franceses habían supuesto, aunque sin grandes fundamentos, que los belgas levantarían unas fortificaciones, análogas a las de la Línea, a lo largo de su corta frontera con Alemania. ¿Qué iban a hacer en adelante? No podían insistir sobre la construcción de tales fortificaciones, ni siquiera pedir información acerca de ellas, porque habrían violado, entonces, la neutralidad belga. La frontera francesa con Bélgica era muy larga. El fortificarla hubiera supuesto un gasto enorme. Además, no podían emprender semejante tarea sin admitir implícitamente que renunciaban a defender a su vecina y que, incluso, la consideraban como un enemigo eventual. Reaccionaron como suele reaccionar la gente ante un problema insoluble: cerraron los ojos y pretendieron que el problema no existía. No se llevó a cabo ninguna tentativa para proteger aquella frontera y esta actitud negligente continuó hasta después de la ruptura de las hostilidades. Algunas fuerzas británicas fueron establecidas en aquella zona durante el invierno de 1939-1940, y muchos oficiales señalaron esta ausencia de defensas. Sus quejas llegaron a oídos de Hore-Belisha, a la sazón Secretario de Estado para la Guerra; planteó la cuestión en más altas esferas y fue obligado a dimitir de su cargo. Algunas semanas más tarde, los alemanes invadieron, como estaba previsto, Bélgica, y —con la ayuda de los errores estratégicos de Gamelin—, consiguieron la victoria decisiva, la victoria que en 1914 se les había escapado.

La visión de estos acontecimientos nos impide comprender, en su auténtica dimensión, los argumentos elaborados en torno a las políticas inglesa y francesa inmediatamente anteriores a la guerra. Sabemos que los ejércitos aliados fueron derrotados y concluimos fácilmente que estarían insuficientemente preparados desde un punto de vista militar. Algunos números parecen confirmar esta conclusión. En 1938, mientras Alemania consagraba el 16,6% de su producción a los armamentos, Francia y la Gran Bretaña dedicaban sólo un 7%. Sin embargo, antes de admitir que la derrota de las potencias occidentales nació de su incapacidad para rearmarse de manera adecuada, hemos de preguntarnos: ¿adecuada a qué? Un incremento de los gastos, por ejemplo, ¿habría compensado la negligencia estratégica de Bélgica? Entonces, como ahora, se suponía que el ideal era la igualdad de armamentos con un adversario o con un grupo de eventuales adversarios. Ahora bien, esto no quiere decir nada: resulta excesivo si lo que un país pretende es defenderse, e insuficiente si espera llegar a hacer imperar su voluntad sobre la de su contrincante. El Almirantazgo británico no se sintió nunca satisfecho con la igualdad; aspiró en todo momento a tener una superioridad decisiva sobre Alemania e Italia y, a partir de 1937, también sobre el Japón. No lo logró, pero por falta de tiempo, no por falta de dinero.

Sin embargo, por lo que se refería a Europa, la cuestión de los armamentos militares tenía una importancia decisiva, y, en este punto, la noción de igualdad resultó particularmente engañosa. Durante la Primera Guerra Mundial, la defensa fue infinitamente más poderosa que el ataque, que exige una superioridad de tres a cinco contra uno. La campaña de Francia, en 1940, parece contradecir esta experiencia: los alemanes consiguieron su victoria sin disponer de una superioridad mucho mayor ni en efectivos ni en material. Pero, en la actualidad, aquella campaña no nos demuestra nada, sino que los ejércitos, incluso aquéllos que están debidamente preparados para la defensa, pueden ser vencidos si están mal mandados. Tiempo después, la gran coalición que integraban la Gran Bretaña, los Estados Unidos y la Rusia soviética, tuvo que esperar a tener una superioridad de cinco contra uno para vencer a Alemania. En consecuencia, si Inglaterra y Francia pretendían sólo defenderse, con un ligero aumento de sus armamentos terrestres lo habrían conseguido, y ese incremento fue más que alcanzado entre 1936 y 1939. Por otra parte, si lo que deseaban era vencer a Alemania y volver a su dominio triunfador de los años 1919, habrían tenido que multiplicar sus armamentos no por dos, sino por seis, incluso por diez, lo cual era, evidentemente, imposible. Nadie supo comprenderlo. Todo el mundo se aferró a la concepción errónea de la igualdad, pensando que la igualdad les proporcionaría la seguridad y el poderío. Los ministros hablaban de «defensa», pero querían significar que una defensa afortunada era igual a una victoria; en tanto, sus críticos suponían que una defensa victoriosa o era imposible o equivalía a una derrota. Tampoco es fácil contestar a esta pregunta: «¿Eran adecuados los armamentos ingleses y franceses antes del 1939?». Lo eran para defender a los dos países, siempre y cuando fuesen bien utilizados; y no lo eran para impedir que el poderío alemán se extendiese por la Europa oriental.

El cálculo de tres contra uno parecía resultar inaplicable en un terreno. Era creencia universal que no existía defensa contra un ataque aéreo. «Los bombarderos no dejarán de pasar», decía Baldwin. Se esperaba que todas las grandes ciudades quedarían arrasadas tan pronto como empezase la guerra. El gobierno inglés, de acuerdo con este criterio, se preparó para que, en Londres, durante la primera semana, se produjese un número de pérdidas superior, en realidad, al que se produjo en todo el país y durante el curso de los cinco años de hostilidades. Se imaginó que sólo cabía una réplica: una «fuerza de disuasión», es decir, una aviación de bombardeo tan poderosa como la del enemigo. Ni la Gran Bretaña ni Francia pretendieron tenerla en 1936, ni siquiera en 1939; de ahí, en gran parte, la causa de la timidez de sus estadistas. Todos estos cálculos se revelaron falsos. Los alemanes no previeron una aviación de bombardeo independiente; la consideraban como auxiliar del ejército y tuvieron que improvisar los ataques perpetrados contra Inglaterra en el verano de 1940. Fueron vencidos no por los bombarderos ingleses, sino por los cazas que tan despreciados y tan descuidados habían sido antes de la guerra. Cuando los ingleses empezaron a su vez a bombardear Alemania, fueron ellos más perjudicados que los propios alemanes; es decir, perdieron más hombres y más material de los que perdió Alemania. Nadie podía imaginar lo que iba a suceder antes de que se produjesen los acontecimientos y muchos siguieron sin comprenderlo cuando éstos hubieron pasado. La sombra de una espantosa y falsa inquietud pesó sobre los ánimos durante los años que precedieron a la guerra.

Cuando estalla una guerra, resulta siempre distinta de lo que se esperaba. La victoria se inclina del bando que ha cometido menos errores, no de aquél que «ha adivinado». En este sentido, ni Francia ni Inglaterra se prepararon de manera adecuada. Los expertos militares dieron opiniones equivocadas y siguieron una mala estrategia; los ministros no comprendieron lo que les decían los expertos; los políticos y el común de la gente no penetraron en las declaraciones de los ministros. Tampoco los críticos se acercaron mucho más a la verdad. Winston Churchill, por ejemplo, tuvo razón sólo cuando pidió más de todo. No exigió, sin embargo, ni unas armas ni una estrategia diferentes y, en ciertos puntos —tales como el valor del ejército francés y la eficacia de los bombardeos—, se obstinó en mantenerse en el error. Los juicios técnicos, erróneos, constituyeron la causa principal del fallo anglofrancés. También las dificultades políticas desempeñaron un papel, pero menos importante de lo que comúnmente se cree. En Francia, el gobierno del Frente Popular, que subió al poder, podría haber sido considerado como firmemente opuesto a las potencias fascistas; pero he aquí que tuvo que ocuparse de realizar una serie de reformas sociales, que se implantaban en Francia con retraso. Aquellas modestas reformas causaron un gran resentimiento entre las clases dominantes, y los armamentos fueron los que pagaron las consecuencias. Cuando los jefes militares, que eran conservadores, pedían un incremento del presupuesto del ejército, planteaban, sin duda, unas necesidades auténticas, pero suponían igualmente que el aumento de los gastos militares contribuiría a dar al traste con el programa de reformas sociales. Los partidarios del Frente Popular —es decir, la mayoría del pueblo—, reaccionaron como era de esperar: se negaron a creer que un aumento del presupuesto del ejército fuese indispensable.

El equipamiento del ejército inglés se vio dificultado por una razón diferente. El gobierno, es cierto, proclamó en diversas ocasiones que se veía frenado por el pacifismo de la oposición laborista; esta disculpa, con el tiempo, se llegó a exagerar, sobre todo, cuando empezó a ponerse de manifiesto la incapacidad del gobierno. Éste, en realidad, se inclinó pura y simplemente por la limitación de los gastos militares a una cifra modesta. Disponía de una enorme mayoría —250 votos— y los laboristas hubiesen sido incapaces de resistir a las propuestas gubernamentales, especialmente si se tiene en cuenta que no pocos eran los laboristas que también querían aumentar los armamentos. Si los estadistas ingleses obraron con tanta parsimonia, fue más por motivos políticos que por temor a la Oposición. Los ataques iniciales de Winston Churchill contribuyeron también a que el ritmo del rearme no se acelerase. Después de que los ministros habían rechazado las acusaciones de aquél, no podían en modo alguno confesar que tenía razón. Incluso cuando empezaron a aumentar los armamentos, lo hicieron con una prudencia excesiva, postura totalmente opuesta a la de Hitler que llegó a presumir con frecuencia de unas armas con las que no contaba. Hitler deseaba que sus adversarios perdiesen la sangre fría; los ministros querían reconciliarse con él para poder elevarlo al terreno de unas negociaciones pacíficas. También, y en atención a Hitler, el gobierno inglés se empeñó en hacer ver que las medidas que tomaba eran inofensivas, carentes de eficacia; y, al mismo tiempo, aseguraba a su público que pronto quedaría garantizada la seguridad, y trataba de convencerse a sí mismo de que esto era cierto. Baldwin se negó firmemente a crear un Ministerio de la Producción, y, cuando se vio en la obligación de fundar uno para la coordinación de la Defensa Nacional, ministerio que, por otra parte, carecía de significado, se lo confió no a Churchill o a Austen Chamberlain, sino a Sir Thomas Inskip —nombramiento que fue considerado, con justicia, como el más extravagante desde que Calígula elevara a su caballo a la condición de cónsul. Y lo cierto es que los ingleses, por aquel entonces, cometieron tantos yerros de parecida índole como para proporcionar a Calígula todo un regimiento de caballería—.

El gobierno británico temía más todavía atacar los principios económicos que disgustar a Hitler. Continuaba ignorando el secreto de la caja de Pandora que Schacht había abierto en Alemania y que el New Deal americano acababa igualmente de revelar. Clavado en la estabilidad de los precios y en la de la libra, consideraba el incremento de los gastos públicos como una calamidad, que se justificaba, aunque siempre fuese de lamentar, sólo en tiempos de guerra. No tenía idea de que un aumento de cualquier especie, incluso de armamentos, es generador de prosperidad. Siguiendo el ejemplo de todos los economistas de la época, excepto el de J. M. Keynes, por supuesto, trataba las finanzas públicas con el mismo criterio que si fuesen las de un individuo cualquiera. Cuando una persona malgasta su dinero en objetos inútiles, dispone de un menor caudal para otras cosas, y la «demanda» decrece. Y lo cierto es que cuando el Estado aumenta sus gastos, aumenta también la «demanda», elevándose la prosperidad colectiva. Esto es evidente para nosotros, pero entonces pocos lo sabían. Antes de condenar despectivamente a Baldwin y a Neville Chamberlain, hay que recordar que, todavía en 1959, un economista fue elevado a la Cámara de los Lores por haber defendido aquella teoría económica paralizadora de la política inglesa en los años inmediatamente anteriores a 1939. Quizá no estemos en lo cierto, pero nos espanta más la explosión popular que se produciría si los economistas adoptasen sus fórmulas y se volviese a un paro masivo. Antes de 1939, el paro era considerado como algo natural, y los gobiernos proclamaban con su mejor buena fe que no existían recursos sin explotar en un país en el que cerca de dos millones de hombres no trabajaban.

También en este aspecto Hitler aventajaba a las democracias. Su más destacada hazaña consistió en acabar con el paro, y la mayoría de los alemanes no se preguntó si se había valido para conseguirlo de medios poco ortodoxos. Aunque los banqueros tuviesen que hacer algunos reparos, no contaban con un poder efectivo para manifestarlos. Cuando el propio Schacht empezó a sentirse inquieto, tuvo que limitarse a presentar la dimisión sin que sus conciudadanos se preocupasen demasiado por ello. Una dictadura del tipo de la de Hitler podía escapar a las consecuencias normales de toda inflación. Al no existir sindicatos, los salarios mantenían su estabilidad y también la mantenían los precios, en tanto un riguroso control de las divisas —ejercido por la policía secreta por medio del terror— impedía cualquier depreciación del marco. El gobierno inglés seguía viviendo en la atmósfera sicológica de 1931: una depreciación de la libra le asustaba más que una derrota militar. En las medidas que tomó con respecto al rearme, se vio más influido por las sumas que el contribuyente estaba dispuesto a pagar que por las necesidades estratégicas, si es que se puede hablar de unas necesidades estratégicas que no llegaron a ser conocidas; y hay que destacar que los contribuyentes, a quienes el gobierno había logrado convencer de que Gran Bretaña era lo suficientemente fuerte, no querían cotizar ni una libra más. Una limitación del impuesto sobre la renta y la confianza en la City londinense eran más importantes que cualquier armamento. En semejantes condiciones, no era necesario invocar la oposición laborista para comprender las razones por las que se retrasó Inglaterra en rearmarse, con respecto a Alemania. El verdadero milagro es que cuando estalló la guerra, el país estuviese tan bien preparado como lo estuvo; fue en definitiva un triunfo del ingenio de los sabios y de los técnicos sobre los economistas.

Sería, sin embargo, demasiado sencillo explicar cuanto sucedió entre los años de 1936 a 1939, limitándonos a decir que Gran Bretaña y Francia se encontraban peor armadas para la guerra que Alemania e Italia. Es evidente que todo gobierno debería valorar su fuerza y sus recursos antes de decidirse a actuar… o a no actuar, valoración de la que la mayoría de las veces se prescinde. En la práctica, los que se niegan en redondo a hacer algo son los que están firmemente convencidos de la debilidad de su país; cuando quieren entrar en acción, adquieren instantáneamente confianza en su fuerza. Por ejemplo, Alemania no estuvo mejor preparada para una guerra de 1933 a 1936 de lo que había estado antes de que Hitler asumiese el poder. La diferencia está en que éste tenía los nervios más templados que sus antecesores. Y el gobierno inglés no tenía demasiadas razones para creer que la Gran Bretaña estaba más capacitada que antaño para correr el riesgo de una guerra —desde el punto de vista técnico, sucedía más bien lo contrario—. El cambio fue de carácter sicológico: un ataque de obstinación, tan irrazonable como la anterior timidez. Nada hay que demuestre que los dirigentes de los países democráticos (ni de los dictatoriales tampoco) consultasen en ningún momento, libres de prejuicios, a sus expertos militares, antes de detener su política. La detuvieron primero, y luego pidieron a los expertos en armamentos un parecer que justificase su medida. Esto fue lo que sucedió cuando los ingleses y los franceses titubearon antes de apoyar a fondo a la Sociedad de Naciones, en el otoño de 1935, y otro tanto sucedió en 1936, cuando sintieron escrúpulos de adoptar una postura firme frente a los dictadores. Los ministros ingleses querían la paz para ofrecérsela a los contribuyentes y los ministros franceses la querían para poder llevar a cabo su programa de reformas sociales. Unos y otros eran hombres de edad avanzada, ponderados, que se asustaban, y con razón, ante la posibilidad de una gran guerra, y que trataban de evitarla; iba en contra de su naturaleza el dejar a un lado, dentro del terreno internacional, la política de compromisos y de concesiones que aplicaban en el interior.

Su reacción habría sido muy otra si, tras la ocupación de la Renania, Hitler hubiese lanzado un nuevo desafío, más directo, a la organización territorial de Europa, o si Mussolini hubiese emprendido nuevas conquistas después de la de Abisinia. Pero Hitler se mantuvo tranquilo, e Italia había agotado sus recursos. El gran acontecimiento de 1936, la Guerra Civil española, se desarrolló en otros lugares, y fue, al parecer, un conflicto de ideologías, no un choque directo de unas potencias. En 1931, España se había convertido en una República. En 1936, las elecciones dieron el poder, como en Francia, a una coalición de los radicales, de los socialistas y de los comunistas; otro Frente Popular.

En 1934 se empezó a bosquejar un plan de revuelta que recibió el vago beneplácito de Mussolini.

En julio 1936, aquel plan se transformó en una rebelión militar abierta. Por aquel entonces, llegó a ser creencia universal que se trataba de una nueva etapa dentro de una estrategia fascista de conquista deliberada: conquista de Abisinia, ocupación de la Renania, y, luego, España. Se supuso que quienes se habían levantado no eran sino marionetas entre las manos de los dos dictadores. Un conocimiento de la historia del país y del carácter español habrían podido evitar este error. Incluso los falangistas eran tan ferozmente independientes como para no convertirse en marionetas de nadie, y el levantamiento se preparó sin que se evacuase ninguna consulta seria ni con Roma ni con Berlín. Mussolini facilitó algunos aviones por resentimiento hacia las democracias; algunos agentes alemanes simpatizaron con los alzados, pero Hitler no supo, previamente, más que cualquiera otro.

Las fuerzas que se habían levantado contaban con una rápida victoria, y la mayoría de los españoles se la deseaba. Sin embargo, la República consiguió la adhesión de los obreros de Madrid, expulsó de la capital a los conspiradores militares y se aseguró el control sobre la mayor parte del país. Se anunciaba una larga guerra civil. Mussolini aumentó su ayuda, primero, con material, más tarde, con hombres; Hitler envió un socorro aéreo que no pasó de modesto. A los diez días de empezar la guerra, la Unión Soviética empezó a mandar material de guerra a los republicanos. Las razones que movieron a ambos dictadores son bastante fáciles de comprender. Mussolini quería desacreditar a la democracia y esperaba, equivocadamente, que podría obtener el uso de unas bases españolas para poder enfrentarse a Francia en el Mediterráneo. Confiaba en que los militares venciesen lo más rápidamente posible, y que no tuvieran que recurrir con exceso a los exiguos recursos italianos. Hitler también estaba contento de que las democracias se desacreditasen, pero no tomó demasiado en serio esta guerra civil. Concedía más interés a estimular el desacuerdo entre Italia y Francia, que a la victoria de los españoles que se habían levantado contra la República. La aviación alemana se valió de España como de un campo de experiencias para sus aparatos y para sus pilotos. Por añadidura, Hitler apoyó, sobre todo con palabras, la campaña española. Se creyó por aquel entonces que Alemania e Italia entrarían decididamente en lid si su intervención no bastaba para que se inclinase la balanza. Y esto, cosa curiosa, no era verdad. Uno de los pocos hechos que han quedado claramente sentados es que ni Hitler, ni Mussolini, estaban dispuestos a entrar en guerra por España. Si su colaboración hubiese fracasado, se habrían retirado. Su actitud fue la misma que la de Gran Bretaña y Francia con respecto a Abisinia: llegar hasta la orilla de la guerra, pero no pasar de allí. En 1935, Mussolini desafió el bluff de las democracias; en 1936, las democracias no se atrevieron a hacer otro tanto ante el bluff de los dos dictadores.

Fue la política, o la falta de política, de los ingleses y de los franceses, no la política de Hitler o la de Mussolini, la que decidió la Guerra Civil española. La República contaba con grandes recursos. El primer impulso de los franceses, cuyo gobierno era también del Frente Popular, fue enviar armas a la República española. Después, se vio asaltado por las dudas. Los radicales, aunque colaborasen con los socialistas, sentían algunos escrúpulos de apoyar a una causa pretendidamente comunista; los socialistas temían verse arrastrados a una guerra con las potencias fascistas. León Blum, Presidente del Consejo, fue a recoger opiniones a Londres, en donde lo frenaron con firmeza. El gobierno inglés hizo una propuesta en apariencia seductora: si Francia se abstenía de ayudar a los republicanos, se podría insistir cerca de Italia y de Alemania para que cesasen en su colaboración. El pueblo español decidiría por sí mismo su suerte y, si se lograba una no-intervención, sería posible que la República ganase. Ignoramos por qué el gobierno inglés hizo esta propuesta que era contraria a su tradición. Cien años antes, cuando otra guerra civil hacía estragos en España, Inglaterra había apoyado activamente, por las armas, a la monarquía constitucional, y había soslayado el principio de la no-intervención que preconizara la Santa Alianza. En 1936, lo único que pretendió fue actuar en interés de la paz general. Si todas las grandes potencias se abstenían de intervenir, aquella guerra se extinguiría sola, al margen de la civilización, como Metternich había esperado que sucediese con la revuelta griega de los años 1820. Algunos críticos de izquierdas han pretendido que el gobierno sentía simpatía por los militares que se habían levantado y que deseaba su victoria. Los financieros, que tenían intereses en España, no eran muy partidarios de la República, y podían ejercer su influencia sobre el gobierno. A los jefes de las fuerzas armadas no les agradaba el Frente Popular. Quizá los ministros ingleses hubiesen insistido menos sobre la no-intervención si las cosas se hubieran planteado al revés, esto es, si hubiesen sido los comunistas, o incluso los socialistas, los que se hubieran levantado contra un régimen fascista. No podemos saberlo. La causa principal de que se adoptase aquella postura, fue, muy probablemente, la timidez, el deseo de evitar un nuevo motivo de conflicto en Europa; si se experimentó alguna simpatía por los elementos que se habían alzado, esa simpatía debió de ocupar un segundo plano.

Sea como fuere, el caso es que el gobierno británico obtuvo una satisfacción. Blum aceptó la política de no-intervención. Es más, persuadió a los dirigentes laboristas de que lo apoyasen, para que, de este modo, su posición en Francia no resultase demasiado difícil. El gobierno inglés impuso, pues, aquella política a Blum, después, a los laboristas, y, por fin, a sus propios partidarios, y, siempre, actuando en nombre de la paz europea. Se estableció en Londres un comité de no-intervención. Todas las grandes potencias de Europa estuvieron representadas en él y todas elaboraron solemnemente una serie de planes para impedir el envío de armas a España. Alemania e Italia ni siquiera fingieron el cumplimiento de sus promesas; siguieron mandando material, e incluso, la segunda, envió hombres. La República española parecía condenada a un fin rápido, pero la Rusia soviética hizo que la espera se prolongara. Los rusos declararon que respetarían los compromisos en la medida que los italianos y los alemanes los respetasen. Continuaron, pues, enviando armas a España, lo cual permitió a los republicanos resistir por más de dos años.

Es poco probable que Rusia interviniese en España por cuestiones de principio. Bajo la dirección de Stalin, la Unión Soviética no se destacó por su ayuda al comunismo ni, mucho menos, a la democracia. Permitió, sin rechistar, que Chan Kai-Chek aniquilase a los comunistas chinos, y habría entablado relaciones amistosas con Alemania si Hitler lo hubiese querido. Según Schülenberg, embajador alemán en Moscú, la URSS sostuvo a los republicanos españoles para recuperar el prestigio que, a raíz de la gran purga, había perdido entre los comunistas de la Europa occidental[4]. No cabe duda de que hubo razones más sólidas. La guerra de España resultaba más grata a los rusos que cualquier conflicto en las proximidades de sus fronteras; esperaba, igualmente, que aquella guerra produciría una escisión entre las dos democracias occidentales y las dos potencias fascistas. Desde luego, ellos no querían verse implicados en nada. Su interés radicaba en alimentar aquella guerra, no en que la República triunfase; exactamente la misma postura que la adoptada por Hitler con respecto a los nacionalistas españoles.

La Guerra Civil de España se convirtió en un asunto capital de la política internacional, y fue objeto de debates apasionados tanto en Francia como en la Gran Bretaña. La suerte de la lucha entre la democracia y el fascismo parecía dirimirse en ella, lo cual no pasaba de ser una apariencia engañadora. La República española no había sido nunca francamente democrática y, siguiendo un proceso natural, con el tiempo, fue cayendo cada vez más bajo el control de los comunistas, que eran quienes le procuraban las armas. Además, los alzados eran ciertamente enemigos de la democracia, pero se preocupaban sobre todo de España, no de «la internacional fascista», y Franco, su jefe, no tenía ninguna intención de unirse a causa extranjera alguna. Si pagó a Hitler y a Mussolini con sonoras declaraciones sobre su solidaridad ideológica, se mostró muy difícil cuando se trató de negociar alguna concesión económica y no consintió ninguna en el terreno estratégico. Las fuerzas nacionales ganaron la guerra y, ante la general extrañeza, su victoria no afectó al equilibrio de Europa. Los franceses no hubieron de mandar fuerzas a los Pirineos si bien no dejaron de afirmar que la existencia de una tercera frontera hostil contribuiría a debilitarlos más aún. Y los ingleses no tuvieron por qué inquietarse por Gibraltar. Franco, ante la decepción de Hitler, proclamó su neutralidad durante la crisis checa de 1938. España mantuvo esta neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial, excepto por lo que se refiere a Rusia, e, incluso aquí, la División Azul no pasó de ser un gesto moral[5].

Pocos habían previsto este extraño final. La Guerra Civil española, en tanto duró, ejerció una gran influencia internacional. Fue en gran parte causa de que la unión nacional no se realizase ni en la Gran Bretaña ni en Francia. Quizá la amargura producida por la victoria electoral del Frente Popular hacía de cualquier modo imposible tal unión en Francia, pero en Inglaterra se llevaron a cabo, poco después de la ocupación de la Renania, serios esfuerzos para constituir un gobierno verdaderamente nacional. La controversia sobre la no-intervención puso fin a estos esfuerzos. Los liberales y los laboristas acusaron a los ministros de traicionar la causa de la democracia, y los ministros, por su parte, que pretendían disimular la falacia del comité de no-intervención, se exasperaron cuando la falta de honradez de dicho comité se puso en evidencia. La Guerra Civil española desvió la atención de los graves problemas planteados por el resurgir del poderío alemán. Algunas personas pensaron que todo se perdería si Franco era vencido y dejaron de prestar atención a los medios con los cuales se podría tener a Hitler en jaque. A principios de 1936, se creyó que Winston Churchill constituía el paladín de la opinión patriótica y democrática. Durante la guerra de España, fue neutral, o, quizá, ligeramente partidario de Franco. Su prestigio quedó seriamente quebrantado y las izquierdas no volvieron a concedérselo hasta el otoño de 1938.

La Guerra Civil española clavó también una nueva cuña entre la Rusia soviética y las potencias occidentales —o, más bien, entre la Rusia soviética y la Gran Bretaña, que era la principal responsable de la política del Oeste—. Al gobierno de Londres le importaba poco quién venciera, lo que quería era que la guerra de España terminase pronto. El gobierno italiano también quería que se llegase rápidamente al fin, siempre y cuando Franco saliese victorioso. Los estadistas ingleses llegaron a la misma conclusión. La victoria de Franco supondría el final del conflicto, lo cual era indiferente, excepto para los españoles. El propio Hitler debió de sentirse contento con la victoria de Franco, aunque desease que las hostilidades se prolongasen. Como consecuencia, el resentimiento británico se volvió contra Rusia. Maisky, que era su representante en el comité de no-intervención, expuso las deficiencias de éste y habló en términos altamente democráticos; los suministros soviéticos permitían que los republicanos españoles pudieran mantenerse. Y los estadistas ingleses se preguntaban a título de qué la Unión Soviética defendía la democracia. ¿Por qué intervenía gratuitamente en España, un país que estaba tan lejos de sus fronteras? Únicamente para hacer daño o, lo que era peor, para promover el comunismo internacional. Un observador imparcial habría podido pensar que la intervención italiana, primero, y la alemana, más tarde, habían sido las causantes de que la Guerra Civil española degenerase en un problema internacional; los ministros ingleses, que estaban preocupados ante la perspectiva de otras crisis y a los que la oposición no dejaba de hostigar, veían sólo que aquella guerra habría terminado antes si los rusos no hubiesen ayudado a los republicanos. Los dirigentes comunistas de Moscú albergaban, por su parte, muy parecidas sospechas. Pensaban que los estadistas ingleses no se preocupaban mucho más de la democracia de lo que ellos se preocupaban del comunismo internacional, y pensaban también que los británicos no se inquietaban ni por sus intereses nacionales. Para Moscú, la política inglesa sólo tenía sentido si a lo que aspiraba era al triunfo del fascismo. Los ingleses habían permitido a Hitler que se rearmase y que echase por tierra el sistema de seguridad, y, ahora, ayudaban a Franco a vencer en España. Con toda seguridad, pronto verían con contento, e incluso tal vez llegasen a colaborar en la empresa, como Hitler atacaba Rusia.

Estas mutuas desconfianzas debían de marcar con su sello el porvenir. El efecto inmediato de la Guerra Civil española consistió en precipitar a los estadistas ingleses en busca del favor de Mussolini, que era quien parecía tener la clave de la paz. Algunos de aquéllos, como Vansittart, esperaban poder volver a incorporarlo al frente de Stresa y oponerlo a Hitler; otros, más modestos, aceptar el Eje, confiando en que Mussolini apaciguaría a Hitler. Mussolini estaba dispuesto a prometer, pero no a obrar. Italia, y él lo sabía, había salido beneficiada en otro tiempo del simple hecho de mantener la balanza equilibrada entre las dos partes, sin comprometerse con ninguna de ellas, e imaginándose siempre libre. Pero esperaba de los ingleses más de lo que éstos estaban en condiciones de poder ofrecerle. Ellos pensaban que una victoria de Franco satisfaría a Mussolini, y Mussolini lo que quería era obtener de Francia una serie de concesiones que permitiesen a Italia el dominio en aguas del Mediterráneo. Pero los republicanos españoles, con la ayuda soviética, no sólo dificultaban aquella victoria, que los ingleses trataban de apañar, sino que llegaban a derrotar a las tropas italianas en Guadalajara. Los británicos, no obstante, siguieron adelante con sus esfuerzos. En enero de 1937, Italia y la Gran Bretaña concluyeron un gentleman’s agreement; por él se aseguraron mutuamente, con toda solemnidad, que no tenían la menor intención de modificar el statu quo que existía en el Mediterráneo. En mayo, cambió el gobierno inglés. Baldwin, que era un experto en destronar reyes pero que no llegaba a tan felices resultados con los dictadores, presentó su dimisión. Fue sustituido como primer ministro por Neville Chamberlain. Era éste un hombre más enérgico, de espíritu más práctico, contrario a la fórmula de dejar pasar todo en materia de política internacional. Lo que le pareció más urgente fue llegar a un acuerdo con Mussolini. El 27 de julio, le escribió personalmente, expresándole su pesar porque las relaciones angloitalianas no fuesen demasiado buenas, y le propuso celebrar unas conversaciones para tratar de mejorarlas. Mussolini respondió amablemente, de puño y letra, como no hacía mucho había respondido a Austen Chamberlain y a Mac Donald.

Un incidente desdichado vino a interponerse en estos planes. Unos submarinos «desconocidos» habían torpedeado a los barcos soviéticos que aprovisionaban a los republicanos españoles. Algunos de aquellos torpedos se habían descontrolado y habían hecho blanco en unos buques ingleses. Por una vez, el Almirantazgo se agitó, y se agitó también Eden, secretario de Estado para Asuntos Exteriores. Hasta entonces, no había sido un «hombre fuerte». Aunque fuera elevado a sus funciones a causa de la indignación general que despertó el plan Hoare-Laval, había invitado a la Sociedad de Naciones a abandonar Abisinia, había aceptado la reocupación de la Renania sin elevar una protesta seria y había favorecido la mera apariencia que adoptó el comité de no-intervención. Quizá se mostrara débil en tanto Baldwin dejó la responsabilidad en sus manos, pero, cuando Chamberlain se la retiró, se sintió cargado de rencor y de resolución, incluso. Fuere como fuese, el caso es que Gran Bretaña y Francia convocaron una conferencia en Nyon, en el curso de la cual se creó una patrulla naval del Mediterráneo que puso fin a los estragos de los misteriosos submarinos. Fue una demostración, que nunca volvió a repetirse, de que Mussolini se inclinaría ante una manifestación de fuerza. Pero aquella medida no podía, por sí misma, solucionar nada. Las razones que llevaron a respetar la intervención alemana e italiana en España, seguían en pie. La conferencia de Nyon sólo impidió que aquella intervención llegase a adquirir la forma de un conflicto entre las grandes potencias.

El Extremo Oriente procuraba a los ingleses algunos otros motivos para no decidirse a una acción de mayor magnitud en el Mediterráneo. En julio de 1937, la China y el Japón entraron en guerra. En menos de dieciocho meses, establecieron su control a lo largo de toda la costa china, aislando al país de cualquier ayuda exterior, y amenazando los intereses británicos en Shanghai y en Hong-Kong. Una vez más, los chinos recurrieron a la Sociedad de Naciones, pero aquella institución moribunda no pudo hacer otra cosa más que trasladar el asunto a una reunión de potencias convocada en Bruselas. En el caso de la Manchuria, los ingleses habían sido objeto de una desaprobación moral, injustificada, al dar la impresión de que se oponían a la doctrina americana de no-reconocimiento, en vez de demostrar que no prestaban ninguna ayuda a la China. En Bruselas, se anticiparon al brindar un incondicional apoyo a la China, apoyo que, sin duda, los americanos iban a ofrecer. Pero los americanos no estaban dispuestos a hacer nada. Aspiraban a la satisfacción moral del no-reconocimiento y a la satisfacción material de su jugoso comercio con el Japón. El no-reconocimiento era un modo inconsciente de empujar a los demás —particularmente a los ingleses— contra el Japón. Los americanos se indignarían, los ingleses se limitarían a mostrar una oposición pura y simple; la oferta no era muy tentadora. La conferencia de Bruselas no hizo nada por ayudar a la China, ni siquiera intervino contra la entrega de armas al Japón. Los ingleses mandaron algún material a través de Birmania, pero se ocuparon sobre todo de consolidar su posición en Extremo Oriente con vistas a las futuras dificultades. Es difícil trazar de nuevo la correlación que existió entre los problemas de Europa y los del Extremo Oriente, puesto que cada departamento del Foreign Office siguió un camino distinto, pero lo cierto es que aquella correlación fue un hecho. Tan sólo la Gran Bretaña trataba de ser una potencia mundial y una potencia europea, lo cual estaba más allá de sus fuerzas. Las dificultades con las que tropezaba en un terreno la frenaban cuando trataba de operar en el otro.

La conferencia de Bruselas tuvo igualmente una influencia decisiva en las relaciones entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos. Inglaterra se había establecido como principio el no tener nunca fricción alguna con los Estados Unidos, y había mantenido su postura. En el curso de los años veinte, fue incluso más lejos cuando trató de atraer a los Estados Unidos a los asuntos europeos, y, por ejemplo, saludó con gozo la participación americana en las cuestiones del desarme y de las reparaciones. Esta participación acabó con el «aislacionismo» que acompañó a la victoria de Roosevelt y de los demócratas. Los americanos estaban demasiado ocupados con el New Deal para dedicarle algún tiempo a Europa o, incluso, al Extremo Oriente. Todo lo que podían ofrecer era su desaprobación moral que se dirigía menos a los dictadores que a los países que no eran capaces de oponerles resistencia. Condenaron a Inglaterra y a Francia por no haber salvado a Abisinia, por su timidez durante la guerra de España, por su cobardía, en general, ante Hitler. Sin embargo, en ninguno de estos casos habían hecho ellos algo, excepto el mantener una neutralidad que beneficiaba al agresor. La conferencia de Bruselas demostró que otro tanto sucedería en Extremo Oriente. Las grandes potencias fueron invitadas a aceptar la fórmula del no-reconocimiento por deferencia hacia los Estados Unidos, pero éstos no ofrecieron su ayuda para el supuesto de que aquéllas resistiesen al Japón. Muy por el contrario, llegado el caso, los nipones hubieran vencido equipados con material americano.

El aislacionismo de América terminó con el aislamiento de Europa. Algunos comentaristas académicos hicieron observar, muy justamente, que el problema de los dos dictadores quedaría «resuelto» si las dos grandes potencias mundiales, la Rusia soviética y los Estados Unidos, intervenían en los asuntos europeos. Pero esto no pasaba de ser un deseo, no una política. Los estadistas occidentales se habrían sentido muy felices si hubiesen obtenido el apoyo material de allende el Atlántico. No llegó una oferta tal. Los Estados Unidos estaban inermes, excepto en el Pacífico, y la legislación sobre la neutralidad les vedaba cualquier actuación, incluso la de servir como base de avituallamiento. El presidente Roosevelt no podía hacer más que dar consejos, y esto era precisamente lo que los estadistas occidentales temían. Las recomendaciones de Roosevelt les atarían las manos para tratar con Hitler y con Mussolini, y les impedirían llevar adelante las concesiones que estaban dispuestos a hacer. La Gran Bretaña y Francia tenían un buen caudal ético, lo que les faltaba era la fuerza material. No podían esperar que les llegase de los Estados Unidos.

La colaboración con la Unión Soviética planteaba otros problemas. Los estadistas rusos no querían, o, al menos eso era lo que parecía, más que representar un papel en Europa. Apoyaban la Sociedad de Naciones, predicaban la seguridad colectiva, se convertían en España en paladines de la causa republicana… Sus verdaderas intenciones eran oscuras. ¿Sentían un auténtico entusiasmo por la seguridad colectiva o bien creían que impulsándola llevarían a las potencias occidentales a una difícil situación? ¿Tenía Rusia alguna fuerza efectiva? En caso afirmativo, ¿llegaría a usarla? El gobierno soviético adoptó una línea irreprochable en el comité de no-intervención. Otra cosa sucedía en España, donde la ayuda rusa servía para establecer una dictadura comunista sobre las fuerzas democráticas. Los estadistas occidentales pensaban que la guerra de España terminaría pronto si Rusia abandonaba la causa de la República. Prácticamente eran, pues, los rusos y no los dictadores fascistas los que parecían perturbar la paz. El fin de la política occidental, que Eden había definido, era «la paz a cualquier precio». La presencia de la Unión Soviética y de los Estados Unidos hacía difícil pagar aquel precio. Las potencias occidentales podían indignarse, pero, en definitiva, tenían que vivir con los dos dictadores. Los estadistas occidentales querían que Europa solucionase por sí misma sus asuntos, sin que se les hablara constantemente de democracia, de seguridad colectiva y de la santidad de los tratados.

Quizá también existía una irritación contra toda injerencia exterior, un deseo, formulado sólo a medias, de mostrar que los Estados europeos seguían siendo unas grandes potencias. La llamada al Nuevo Mundo para que equilibrase la balanza del Viejo ya había sido hecha en el curso de la Primera Guerra Mundial. La intervención americana se había mostrado decisiva y había hecho posible la victoria. Veinte años más tarde no parecía que el desenlace fuera a ser tan feliz. Aquella victoria no había resuelto la cuestión alemana; la Gran Bretaña y Francia se encontraban nuevamente enfrentadas al problema, que se presentaba más insoluble que antes. Y, después de la experiencia anterior, ¿no habría sido preferible llegar a un compromiso con la Alemania más o menos moderada de 1917? En último extremo, ¿no habría que buscar el compromiso para el futuro? Incluso si era posible animar a los Estados Unidos a una intervención, éstos se retirarían en seguida de Europa inmediatamente después de terminado el conflicto, y las potencias occidentales tendrían, una vez más, que arreglárselas a solas con Alemania. En cuanto a una intervención soviética, ¿qué era más de temer: su éxito o su fracaso? Alemania adquiriría una fuerza intolerable si vencía a los rusos. Pero aún era peor la otra posibilidad: representaría el comunismo en toda Europa. Los estadistas occidentales querían mantener el statu quo en la medida de lo posible, y no podían alcanzar su aspiración ni con la ayuda americana ni con la ayuda rusa.

Ésta fue la gran decisión de aquellos años de paz inacabada. Probablemente, en tiempos normales, ni la Rusia soviética ni los Estados Unidos se habrían aproximado por nada del mundo a Europa. Por razones que entonces parecían convincentes, los estadistas occidentales se esforzaron en mantenerlos al margen. Los dirigentes de Europa se comportaron como si hubiesen vivido en la época de Metternich o de Bismarck, cuando Europa era el centro del mundo. El destino europeo se resolvía en un círculo estrecho. Las negociaciones para la paz seguían siendo llevadas por las potencias europeas. La guerra, si llegaba a producirse, sería una guerra europea.