LA CUESTIÓN DE ABISINIA Y EL FIN DE LOCARNO
El tratado de Versalles había muerto. Todo el mundo, excepto los franceses, se alegraba, ya que había sido sustituido por el sistema de Locarno, el cual contaba con la libre aceptación de los alemanes y con la promesa de Hitler de respetarlo. Los ingleses demostraron lo que pensaban del «frente de Stresa» al concluir inmediatamente con Hitler un acuerdo bilateral que limitaba la flota alemana, todavía inexistente, a un tercio de la suya. Esto podría justificarse como una tentativa razonable para salvaguardar las restricciones navales tras el derrumbamiento de la conferencia de desarme, pero esta postura no era compatible con el respeto de los tratados que habían sido concluidos en Stresa. Los franceses se molestaron enormemente, ya que pretendían que Hitler estaba a punto de capitular cuando la deserción británica le había insuflado nuevas energías. Esta opinión, que aún sostienen los historiadores franceses, no está confirmada por la documentación alemana; más bien parece que Hitler se limitaba a esperar la ruptura del frente de Stresa.
Una vez más tenía razón. La reunión de Stresa se había concedido para establecer una alianza sólida frente a la agresión. Empero, abrió una puerta a una serie de acontecimientos que no solamente provocaron la disolución de aquella alianza, sino que también acabaron con la Sociedad de Naciones y, al propio tiempo, con el sistema de seguridad colectiva. Dichos acontecimientos se centraron en torno a Abisinia. Su desarrollo externo está claro; su trasfondo y su significación resultan un poco enigmáticos. Hacía ya tiempo que Abisinia era codiciada por Italia, que había experimentado una derrota desastrosa en Adua, en 1896.
La venganza de Adua pasaba a constituir un elemento más de la jactancia fascista; pero el llevarla a cabo no era más urgente en 1935 que en 1922, cuando Mussolini se hizo con el poder. Las condiciones en que Italia vivía no exigían la guerra. No existía ninguna amenaza política contra el fascismo y las circunstancias económicas aconsejaban la paz y no unas hostilidades que habrían conducido al país a la inflación. La posición diplomática de Italia con respecto a Abisinia no parecía tampoco estar en peligro. Italia había apadrinado su entrada en la Sociedad de Naciones en 1925, probablemente para fastidiar a los ingleses que juzgaban a aquel país demasiado bárbaro para unirse a la comunidad civilizada de Ginebra. Gran Bretaña y Francia reconocían que Abisinia se encontraba dentro de la «esfera de intereses» de Italia, y la alianza de Stresa hacía aún más sólido aquel reconocimiento. Quizás los italianos se alarmaron ante la presencia de algunos especuladores americanos en Abisinia y de la calurosa acogida que les dispensara el emperador Haile Selassie. Sin embargo, esto no pasa de ser una conjetura. El propio Mussolini ha pretendido que quería sacar ventaja de las condiciones favorables nacidas del hecho de que Italia se encontrase, al menos en teoría, fuertemente armada, en tanto las otras potencias apenas habían empezado a rearmarse. Subrayó Mussolini muy especialmente la amenaza alemana contra Austria, amenaza que, sin duda, se reproduciría. Su ejército debía, pues, conquistar Abisinia sin demora para estar de regreso en el Brennero lo antes posible y poder, así, defender Austria cuando Alemania se hubiese rearmado. La explicación parece absurda. Si realmente Austria corría peligro, Mussolini debería haber dedicado todas sus energías a defenderla, sin ir a correr aventuras a Abisinia. Tal vez pensase que, más tarde o más temprano, perdería Austria, en cuyo caso la conquista de Abisinia le serviría de consuelo. Pero lo más probable es que estuviese intoxicado por las fanfarronadas de orden militar que desde hacía tanto tiempo venía lanzando y en cuya ciencia bien pronto le aventajaría Hitler.
Sea como fuere, y por razones que aún hoy se nos escapan, Mussolini decidió en 1934 la conquista de Abisinia. Laval, durante la visita que hizo a Roma en enero de 1935, lo animó en su idea, ya que lo que el político francés quería era ganar a Mussolini en el frente antigermánico; sin duda, no dejó de prodigar palabras prometedoras a su colega italiano. Según una versión, Laval se mostró favorable a las ambiciones italianas, con la condición de que se estableciese pacíficamente el control sobre Abisinia, tal y como Francia pretendía haberlo hecho en Marruecos. De acuerdo con otra versión, prometió que la Sociedad de Naciones no opondría ninguna dificultad siempre y cuando se le permitiese intervenir, en cuyo caso tampoco impediría a los italianos que se aprovisionasen de petróleo. Este supuesto suena más bien a historia forjada después de que la Sociedad de Naciones determinase las sanciones a imponer a Italia; en 1935, Laval no podía prever este desenlace. Lo más probable es que estimulase a Mussolini en términos generales, con el fin de mantenerlo en la misma buena disposición.
La reunión de Stresa había dado a Mussolini la oportunidad de sondear a los ingleses. Es imposible saber si lo hizo así, ni, si lo hizo, a qué conclusión llegó. Hay quien afirma que, junto con Mac Donald y Simon, examinó varias cuestiones de la política europea, y que, después, preguntó a los otros dos si deseaban discutir sobre alguna otra cosa. Como quiera que le contestasen negativamente, llegó a la conclusión de que no tenían que hacer ningún reparo a su aventura de Abisinia. Sin embargo, el especialista en asuntos africanos del Foreign Office acompañó a los ministros a Stresa; se hace difícil creer que no encontrase nada que decir a sus colegas italianos. Fuese como fuere, los ingleses no podían ignorar el incremento de dispositivos bélicos, italianos, en el Mar Rojo. Se nombró una comisión para que estudiase las implicaciones que podía llevar consigo dicho incremento; la comisión determinó que una conquista de Abisinia por parte de Italia no afectaría a los intereses imperiales de la Gran Bretaña.
Existía un solo aspecto delicado: Abisinia era miembro de la Sociedad de Naciones y el gobierno de Londres no deseaba ver repetirse las dificultades que había causado la acción del Japón en Manchuria. Por una parte, quería mantener sinceramente la Sociedad de Naciones como un instrumento coercitivo —y de conciliación— frente a Alemania. Por otra, cada vez la perturbaba más la opinión pública interna. La propaganda en torno a la asamblea ginebrina y a la seguridad colectiva pasaba por su fase culminante y resolvía, a la vez, el dilema moral que se planteaba a los ingleses. El hecho de apoyar a la Sociedad de Naciones proporcionaba un pretexto altruista a todos aquéllos que se hubiesen abstenido con horror de defender el tratado de Versalles. La seguridad colectiva, que parecía sostenida por la fuerza de cincuenta y dos naciones, ofrecía un medio para resistir una agresión sin necesidad de aumentar los armamentos ingleses. En el otoño de 1934, el mal llamado «sondeo sobre la paz», mostró que, en Inglaterra, diez millones de personas eran favorables a ciertas sanciones económicas, y que seis millones lo eran incluso a sanciones militares contra un agresor condenado por la Sociedad de Naciones —fórmula de opinión muy poco pacifista—. Sería injusto sugerir que el gobierno británico se limitase a explotar este sentimiento. De ordinario, los ministros ingleses comparten los principios y los prejuicios de sus conciudadanos, y, hasta cierto punto, éste fue el caso. Sin embargo, cabe pensar que la proximidad de las elecciones los influyese. La seguridad colectiva ofrecía una maravillosa ocasión de dislocar la oposición laborista, cuya mayoría seguía siendo favorable a la Sociedad de Naciones, mientras otra fracción, la más agitadora, repudiaba todo apoyo a aquella institución «capitalista» y toda colaboración con un gobierno inglés, «imperialista».
Cuanto se acaba de decir no pasa de ser una pura conjetura. Nadie sabe por qué el gobierno de Londres adoptó la línea que iba a seguir; tal vez ni él mismo lo sabía. Se encontraba entre la espada y la pared: quería conciliarse con Mussolini y mantener al mismo tiempo la autoridad de Ginebra. En junio de 1935, Eden, a la sazón encargado de negocios cerca de la Sociedad de Naciones, acudió a Roma con la esperanza de desembrollar la confusa situación. Llevaba una oferta consistente: Gran Bretaña concedería a Abisinia un acceso al mar a través de la Somalia; a cambio, Abisinia cedería una parte de sus territorios exteriores a Italia. También hizo una advertencia: el Pacto de la Sociedad de Naciones no debía ser violado. Los funcionarios del ministerio italiano de Asuntos Exteriores querían aceptar la oferta. Pero Mussolini no cedió; deseaba la gloria de una guerra victoriosa, no una rectificación de fronteras. El encuentro entre Mussolini y Eden fue borrascoso; el primero denunció la hipocresía británica que se había manifestado con la firma del acuerdo naval angloalemán. Eden reiteró sus importantes principios. Volvió de Roma violentamente impregnado de italofobia; y para siempre se mantendría en esta postura. El Foreign Office se sintió menos conmovido. Seguía tratando de encontrar una fórmula de compromiso y seguía contando con la resistencia de los abisinios. Mussolini, se calmaría al encontrarse constantes dificultades y, entonces, el gobierno británico conseguiría un arreglo que restaurase el frente de Stresa y que, al mismo tiempo, mantuviese el prestigio de la Sociedad de Naciones.
En este momento, la política exterior inglesa tomó un pulso más firme. En julio de 1935, Baldwin sucedió a Mac Donald como Primer Ministro, ocasión que fue aprovechada para efectuar una reforma general. Con o sin razón, Sir John Simon se encontraba desprestigiado por el papel que había desempeñado en el asunto de Manchuria; la opinión pública lo juzgaba demasiado conciliador, demasiado ingenioso a la hora de encontrar excusas para el agresor. Sir Samuel Hoare lo sustituyó en el Foreing Office. Intelectualmente, era tan capaz como cualquiera de los que, en el curso del siglo, lo habían precedido en el puesto, lo cual no quiere decir que fuera demasiado inteligente. Tenía un defecto: era impulsivo.
Hacía frente a las dificultades, en lugar de tratar de evitarlas; así lo demostró al final de sus días, cuando redactó una defensa del «apaciguamiento», en tanto los otros partícipes, más prudentes, guardaron silencio. Hoare se daba cuenta de los peligros que encerraba la seguridad colectiva —sistema en el que los ingleses asumían las obligaciones, mientras los demás se contentaban con hablar—, pero creía que podían ser superados con una política lo suficientemente resuelta; sólo de este modo existía alguna posibilidad de que los demás miembros del sistema se mantuviesen en él. En septiembre de 1935, pronunció en Ginebra el más favorable de los discursos en pro de la seguridad colectiva que jamás pronunciara ministro británico alguno. Cuando Abisinia fue atacada en el mes de octubre, él fue el que con más insistencia reclamó una serie de sanciones contra Italia. El mecanismo había sido puesto a punto a raíz del asunto de Manchuria, y fue aplicado por todos los países asociados, excepto por los tres Estados clientes de Italia: Albania, Austria y Hungría, excepción que no suponía ningún serio quebranto. Más grave, aunque tampoco demasiado, fue la postura adoptada por dos grandes potencias que no formaban parte de la asamblea: Alemania y los Estados Unidos. Hitler, que disfrutaba de la amistad inglesa, nacida con el acuerdo naval, se sentía encantado al ver cómo surgía un punto de fricción entre Francia e Italia. Le pareció, pues, provechoso simular una colaboración oficiosa con la Sociedad de Naciones. En un plano más práctico, los alemanes no querían verse inundados de liras sin valor y, en consecuencia, redujeron su comercio con Italia. Los Estados Unidos, en el momento álgido de su neutralidad, no podían tomar partido, pero suspendieron todo trato comercial con los beligerantes; como sea que Abisinia no mantenía ninguno con América, resultó, en efecto, de esta medida una sanción contra Italia.
El verdadero punto débil residía en la asamblea ginebrina. Aunque los franceses no se pudiesen permitir entrar en conflicto con la Gran Bretaña, el derrumbamiento del frente de Stresa preocupaba a Laval. Los franceses volvieron a los antiguos argumentos británicos a favor de la conciliación y contra la puesta en marcha automática de la seguridad colectiva, pero, entonces, si es que no lo hizo antes, Laval aseguró a Mussolini que las importaciones italianas de petróleo no pasarían por ninguna dificultad. Tampoco en Gran Bretaña la opinión era unánime. No sólo existía divergencia entre los «idealistas», que sostenían la Sociedad de Naciones, y los cínicos, según los cuales la seguridad colectiva llevaba siempre consigo una serie de riesgos y de cargas para Inglaterra, sin compensación alguna, sino que también existía entre las distintas generaciones. Los jóvenes, representados por Eden, eran firmemente italófobos y mostraban mayor disposición a conciliarse con Alemania. Los tradicionalistas, que abundaban especialmente en el Foreing Office, se preocupaban únicamente del peligro alemán, consideraban la Sociedad de Naciones como un azote y deseaban volver a ganar a Italia para el frente común contra Alemania. Vansittart, Subsecretario permanente del Foreing Office, se inclinó por esta última fórmula. Desde el principio hasta el fin, fue el impenitente defensor de una alianza con Italia; le parecía que así se solucionarían todos los problemas. Incluso Winston Churchill, que no dejaba de insistir en que había que estar alerta frente a Alemania, permaneció fuera del país durante el otoño de 1935, para no tener que pronunciarse a favor o en contra de los italianos. En apariencia, la política inglesa era muy firme respecto a la seguridad colectiva; entre bastidores, no pocos personajes influyentes esperaban poder presentar una nueva versión del compromiso que, en junio, había rechazado Mussolini. Por aquel entonces, el propio Emperador de Abisinia manifestó alguna obstinación, convencido de que al presentarse como mártir de la seguridad colectiva estabilizaría su tambaleante trono; lo cual sucedió realmente, pero a más largo plazo de lo que él preveía.
Los patrocinadores ingleses de un compromiso no se desalentaron por su fracaso inicial. En la Gran Bretaña como en otros países, los expertos militares estimaban que la conquista de Abisinia, aunque probable, llevaría mucho tiempo —por lo menos, dos campañas de invierno—. Entretanto, las dificultades económicas apaciguarían a Mussolini, y lo mismo sucedería al Emperador de Abisinia, quien cedería a causa de las derrotas que habría de experimentar. Quedaría abierto el camino para el deseado compromiso; no había, pues, que apresurarse. También el gobierno fue advertido por sus consejeros navales de que la Flota británica del Mediterráneo, aun reforzada por toda la Home Fleet[1], no podía afrontar la combinación de la flota y de la aviación italianas. Era un argumento más para actuar con cautela y sin precipitación; era preferible dejar que el tiempo llevase a cabo su obra de conciliación, antes que provocar a Mussolini y hacerle atacar —y, probablemente, destruir— la Flota del Mediterráneo. Pero los expertos militares y navales se equivocaban de cabo a rabo. El ejército italiano conquistó Abisinia en mayo de 1936; en los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial, la flota británica navegó de victoria en victoria, aunque las condiciones fuesen mucho peores que en 1935, seguramente, aquellos errores fueron cometidos honestamente, nacieron de una falta de cálculo: los generales estimaron por bajo al ejército italiano, y los almirantes valoraron en exceso a la marina.
Pero, había más. Todo experto es un ser humano, y los juicios técnicos revelan la opinión política de quienes los formulan. Los generales y los almirantes están siempre seguros de ganar una guerra que desean, y encuentran argumentos decisivos en contra cuando la consideran prácticamente indeseable. Los generales y los almirantes ingleses de aquella época eran hombres de edad avanzada y extremadamente conservadores. Admiraban a Mussolini, encontraban en el fascismo una muestra clara de todas las virtudes militares. Por añadidura, detestaban a la Sociedad de Naciones y todo lo que a ella se refería. Para ellos, «Ginebra» representaba la conferencia del desarme, el abandono de la soberanía nacional, la búsqueda de unos fines idealistas, inalcanzables. Quienes reclamaban sanciones contra Italia, habían pasado los años anteriores tronando contra los armamentos y contra los expertos militares británicos. No se podía esperar ver a aquellos mismos expertos invadidos por el deseo de luchar como agentes de la Sociedad de Naciones. En particular, los almirantes no podían sustraerse a la tentación de volverse contra aquéllos que los hostigaban desde hacía mucho tiempo, y de declarar que, gracias a la agitación en favor del desarme, la Gran Bretaña se encontraba demasiado débil para correr el riesgo de una guerra. He aquí por qué los sucesores de Nelson formularon tan cobarde opinión que, en tiempos de un antiguo Almirantazgo, les hubiese valido un inmediato licenciamiento.
El prudente apoyo que se había ofrecido a la Sociedad de Naciones, si bien no consiguió frenar a Mussolini, constituyó una triunfal maniobra de cara a la política interior. En el curso de los dos años anteriores, la oposición laborista había atacado duramente al gobierno, acusándolo, en un momento, de no sostener la seguridad colectiva, y, en otro, de minar la conferencia del desarme. De este modo, esperaba ganar los votos, tanto de los pacifistas, como de los partidarios de Ginebra. Con innegable habilidad, Baldwin dio la vuelta a la situación. El principio: «cualquier sanción, pero la guerra, no», que Hoare había predicado en Ginebra, situaba a los laboristas ante un terrible dilema. ¿Había que pedir sanciones más fuertes, afrontando un riesgo de guerra, y perdiendo así los votos de los pacifistas? O bien, ¿había que denunciar a la Sociedad de Naciones como una broma peligrosa y alienarse, entonces, los de aquéllos que eran sus entusiastas? Después de una discusión agitada, los laboristas decidieron hacer ambas cosas, y se produjeron los resultados inevitables. Las elecciones generales tuvieron lugar en noviembre de 1935. El gobierno había hecho lo suficiente para satisfacer a los partidarios de Ginebra, y no lo bastante para inquietar a los que aborrecían cualquier idea de guerra. Los laboristas, que pedían sanciones más enérgicas, fueron calificados de belicistas. El gobierno obtuvo una mayoría de más de doscientos cincuenta escaños. Más tarde, se pretendió ver en esta victoria un triunfo de la hipocresía. Sin embargo, la consigna: «cualquier sanción, pero la guerra, no», era la de la mayoría de los ingleses, incluidos los partidarios de los laboristas. El pueblo británico se inclinaba por la Sociedad de Naciones, aunque no hasta el punto de llegar, por ella, a la guerra. La postura no dejaba de ser lógica. ¿Para qué mantener una institución destinada a impedir la guerra si, esa misma institución, era la que hacía brotar la chispa bélica? Era, bajo otro aspecto, el mismo problema que el que se planteó a los vencedores a partir de 1919: habían «hecho la guerra para acabar con la guerra», ¿cómo, pues, iban a enzarzarse en otra?
Una vez concluidas las elecciones, el gobierno tuvo que sacar de ellas las oportunas consecuencias. En Ginebra se pedía, cada vez más enérgicamente, que se suspendiesen las entregas de petróleo a Italia. Se hacía más necesario que nunca un compromiso. No había más solución que volver al que había presentado Eden, durante su visita a Roma, en junio, y que Mussolini había rechazado. Vansittart lo modificó, haciéndolo más generoso para Italia. Ésta recibiría en mandato las llanuras fértiles, recientemente conquistadas a los abisinios; el Emperador conservaría su antiguo reino de las montañas y los ingleses le concederían un acceso al mar, a través de la Somalia (acceso al que el Times bautizó con el nombre de «pasillo para camellos»). A principios de diciembre, Hoare presentó el plan en París. Laval lo acogió bien. Mussolini, advertido por sus expertos «volantes», de que la guerra había tomado un mal cariz, estaba dispuesto a aceptar. El siguiente paso consistiría en presentar el plan en Ginebra y, después, con el concurso de la asamblea, en imponerlo al Emperador de Abisinia —magnífico ejemplo, repetido más tarde en Múnich, de utilización de un mecanismo de paz para actuar contra la víctima de una agresión—. No había hecho más que abandonar Hoare París, cuando la prensa francesa ya publicaba el plan Hoare-Laval. Nadie sabe cómo pudo suceder esto. Quizás Laval no creyó que Hoare estuviera plenamente apoyado por su gobierno y cometió una indiscreción voluntaria para comprometer a Baldwin y a los demás sin remisión. Quizás Herriot, o cualquier otro enemigo de Laval, reveló el plan para dar al traste con él, pensando que, si la Sociedad de Naciones actuaba resueltamente contra Mussolini, también podría hacerlo contra Hitler. Quizás no hubiese ninguna mala intención y se debiese todo al celo incorregible que los periodistas franceses ponían en explotar sus contactos con el Quai d’Orsay.
Fuese como fuere, la revelación causó el efecto de una bomba en la opinión pública inglesa. Los partidarios de la Sociedad de Naciones, que habían concedido sus votos al gobierno se consideraron engañados y se indignaron. El propio Hoare se encontró totalmente desplazado, después del golpe que había recibido. Baldwin confesó, al principio, que el plan había sido aprobado por el gobierno; luego, rechazó el plan y apartó a Sir Samuel Hoare, a quien Eden sucedió en el Foreign Office. El plan Hoare-Laval se eclipsó. Por lo demás, no cambió nada. El gobierno de Londres seguía resuelto a no arriesgarse a una guerra. Preguntó a Mussolini si tenía que hacer alguna objeción al hecho de que se cortasen las importaciones de petróleo a Italia. Ante la respuesta afirmativa de éste, resistió victoriosamente a las propuestas que, en tal sentido, se hicieran en Ginebra. El compromiso quedaba en el aire; otra versión del plan Hoare-Laval tomaría cuerpo al final de la campaña de invierno. Pero Mussolini echó por tierra las previsiones de los expertos británicos… y de los suyos propios. Tras las primeras dificultades, su Estado Mayor había propuesto lúgubremente una retirada a la antigua frontera. En lugar de seguir estas recomendaciones, Mussolini envió a Badoglio, jefe de aquel estado mayor, con la orden de terminar rápidamente las hostilidades, y, por una vez, fue obedecido. El ejército abisinio, según se ha dicho, se desmoralizó ante el empleo de gases; parece, sin embargo, más cierto que, como el mismo Imperio, fuese más una mera apariencia que una realidad. Se desmoronó en poco tiempo. El primero de mayo, Haile Selassie abandonó su reino. Una semana más después, Mussolini anunciaba la fundación de un nuevo Imperio Romano.
La victoria de Mussolini fue un golpe mortal, tanto para la Sociedad de Naciones, como para Abisinia. Cincuenta y dos naciones se habían unido para resistir la agresión y el resultado fue que Haile Selassie perdiera la totalidad de su país en lugar de perder tan sólo la mitad. La asamblea, incorregible en su falta de espíritu práctico, siguió ofendiendo a Italia al permitir que Haile Selassie hablase ante ella, y, a continuación, lo expulsó de su seno por haber cometido el crimen de tomarse el Pacto demasiado en serio. El Japón y Alemania ya habían abandonado Ginebra; Italia los imitó en diciembre de 1937. La Sociedad de Naciones sólo pudo continuar su vida desviando la mirada de cuanto sucedía en torno a ella. Cuando las potencias extranjeras intervinieron en la guerra civil española, el gobierno de Madrid se dirigió a ella. El Consejo, primero, «estudió la cuestión», para expresar, más tarde, sus «sentimientos» y para aceptar que los cuadros del Prado fuesen llevados a Ginebra y guardados en esta ciudad. En septiembre de 1938, es decir, en lo más álgido de la crisis checa, la asamblea se reunió y consiguió llegar al final de la sesión sin mencionar siquiera la crisis. En septiembre de 1939, nadie se tomó la molestia de advertirla de que acababa de estallar la guerra. En diciembre de 1939, expulsó a la Rusia soviética por haber atacado a Finlandia, pero se mantuvo dentro de la neutralidad suiza al no mencionar el conflicto entre Alemania y las democracias occidentales. Se reunió por última vez en 1945 para liquidar cuentas y transmitir sus caudales a las Naciones Unidas.
La Sociedad de Naciones murió en diciembre de 1935, no en 1939 o en 1945. De la noche a la mañana, dejó de ser la organización poderosa que decretaba sanciones y que parecía disfrutar de una autoridad más firme que nunca, para convertirse en un cuerpo vacío, privado de sustancia, que todos se apresuraban a abandonar. La publicación del plan Hoare-Laval fue su muerte. Y el plan, sin embargo, era perfectamente razonable, estaba en la línea de las anteriores acciones de conciliación, de Corfú a Manchuria. Habría puesto fin a la guerra, habría satisfecho a Italia y habría dejado a Abisinia un territorio nacional más fácil de explotar. Dadas las circunstancias, el buen criterio que inspiraba el plan constituyó su defecto mortal, ya que la intervención de la Sociedad de Naciones contra Italia no fue el desarrollo sensato de una política práctica, sino una pura y simple demostración de principios. Ni siquiera Italia tenía en juego «interés» concreto alguno en Abisinia: Mussolini sólo quería exhibir su fuerza, no alcanzar los beneficios (si es que existían) de un imperio. Los poderes de la Asamblea estaban hechos para asegurar el respeto de su Pacto, no para defender intereses de nadie. El plan Hoare-Laval parecía demostrar que los principios y la política práctica no podían conjugarse. La conclusión era falsa: todo estadista de categoría los conjuga, aunque en proporción variable. Sin embargo, en 1935, todo el mundo creyó lo contrario. A partir de aquel momento hasta la ruptura de las hostilidades, los «realistas» y los «idealistas» se mantuvieron en campos opuestos. Los políticos de espíritu práctico, especialmente los que estaban en el poder, obraron de acuerdo con las oportunidades, sin preocuparse de los principios; los idealistas, decepcionados, se negaron a creer que los hombres que estaban en el poder pudiesen alguna vez ser apoyados por el empleo de las armas o pudiesen siquiera disponer de armas. Los pocos que intentaron arreglar la situación se encontraron en un difícil trance. Eden, por ejemplo, continuó al frente del ministerio de Asuntos Exteriores; pero, en la práctica, se convirtió en una simple pantalla de los «estadistas más viejos» y más cínicos: Simon, Hoare y Neville Chamberlain. Incluso Winston Churchill, que hablaba en términos tan elevados de la seguridad colectiva y de la resistencia a la agresión, se alienó las simpatías de los idealistas al subrayar la necesidad de que los armamentos británicos fuesen aumentados. Como consecuencia de esta actitud fue, hasta la guerra, un personaje solitario del que desconfiaban los dos bandos. Existe siempre, por supuesto, alguna diferencia entre los principios y la política de oportunismo, pero nunca fue tan grande como durante los cuatro años que siguieron al mes de diciembre de 1935.
La cuestión de Abisinia tuvo efectos más inmediatos. Hitler siguió atentamente el conflicto, temiendo que una Sociedad de Naciones triunfadora pudiese ser utilizada contra Alemania, mas deseando a la par meter una cuña entre Italia y sus aliados de Stresa. Alemania redujo su comercio con Italia casi en el mismo grado que si hubiese sido miembro de la asamblea ginebrina; aplicó lealmente las sanciones, y, en diciembre, Hitler, que deseaba echar por tierra el plan Hoare-Laval, ofreció incluso reincorporarse a la Sociedad de Naciones, aunque, desde luego, puso algunas condiciones. Cuando el plan fracasó y el ejército italiano empezó a encauzarse hacia la victoria, resolvió sacar partido de la ruptura del frente de Stresa. Esta parece que sea la explicación más probable de su decisión de volver a ocupar la Renania, aunque, hasta la fecha, no tengamos datos precisos sobre cuál fuera su idea. Hitler tomó como pretexto el que los franceses ratificaran, el 27 de febrero de 1936, el pacto francosoviético, el cual, según él, iba contra los principios del tratado de Locarno. El argumento era poco válido, pero, sin duda, actuó sobre los sentimientos antibolcheviques de la mayoría de los ingleses y de los franceses. Lo que sucedió el 7 de marzo demuestra claramente toda la audacia de Hitler. Alemania no contaba con medios para entrar en guerra. Los soldados adiestrados de la antigua Reichswehr se encontraban dispersos en las muchas unidades del nuevo ejército y éste no estaba todavía a punto. Los generales protestaron y él les aseguró que se replegaría ante la primera señal de una reacción positiva de los franceses; pero, en el fondo, alimentaba la firme esperanza de que tal reacción no llegaría a producirse.
La nueva ocupación de la Renania no cogió por sorpresa a los franceses; ya estaban recelosos desde el inicio de la cuestión de Abisinia. En enero de 1936, Laval dejó la cartera de Asuntos Exteriores —víctima, como Hoare, del revuelo que despertó el plan que llevaba el nombre de ambos—. Flandin, su sucesor, pretendía ser más anglófilo. Inmediatamente, se desplazó a Londres para discutir el problema de la Renania. Baldwin le preguntó qué es lo que su gobierno había decidido. Como no había decidido nada, Flandin volvió a París para obtener de sus colegas una decisión. No lo consiguió, o, más bien, consiguió tan sólo una declaración, según la cual «Francia pondría todas sus fuerzas a la disposición de la Sociedad de Naciones si ésta tenía que oponerse a una violación de los tratados». La resolución definitiva quedaba, pues, transferida de París a Ginebra, en donde la Asamblea se encontraba ya en pleno período de descomposición.
El 7 de marzo, los ministros franceses, llenos de indignación se reunieron. Cuatro de ellos, entre los cuales figuraban Flandin y Sarraut, a la sazón Presidente del Consejo, eran partidarios de una acción inmediata; pero, como suele suceder, antes de alzar la voz, se habían asegurado de que eran minoría. El general Gamelin, jefe del estado mayor central, que había sido convocado, emitió el primero de una serie de juicios equívocos que serían el suplicio de los estadistas franceses, e, incluso, de los ingleses, en el curso de los años siguientes. Era un hombre inteligente, aunque poco combativo; más político que soldado, estaba muy resuelto a no tolerar que los ministros se descargasen de su responsabilidad para transmitírsela a él. En su calidad de jefe de las fuerzas armadas, estaba obligado a proclamar que éstas estaban en condiciones de llevar a cabo cualquier misión que les fuese confiada; pero, por otra parte, deseaba persuadir a los políticos de que era indispensable aumentar sensiblemente los gastos destinados al ejército para que el mismo fuese realmente eficaz. En el fondo, estos sutiles equívocos de Gamelin no eran solamente una expresión de su personalidad; reflejaban la contradicción existente entre la resuelta postura francesa de mantenerse en su tradicional actitud de gran potencia, y su resignación, inconsciente, aunque más franca, de representar un papel modesto, puramente defensivo. Ya podía hablar Gamelin de tomar la iniciativa contra Alemania: el armamento defensivo del ejército francés y la sicología de Línea Maginot hacían imposible una medida de tal género.
Para empezar, pronunció unas palabras valientes: estaba claro que el ejército francés podía entrar en Renania y derrotar a las fuerzas alemanas. Luego, planteó las dificultades. Según afirmó, Alemania tenía cerca de un millón de hombres en filas, de los cuales, unos 300 000 estaban ya en Renania. Habría que llamar a algunas clases de reservistas franceses, y, si los alemanes ofrecían resistencia, sería preciso llegar a la movilización general. Además, la guerra sería larga, y, al ser Alemania superior en el plano industrial, Francia no podía aspirar a la victoria en tanto combatiese sola. Necesitaba, cuando menos, la ayuda de los ingleses y la de los belgas, colaboración que resultaba igualmente necesaria por razones políticas. El tratado de Locarno autorizaba a Francia a obrar de inmediato y sola únicamente en el supuesto de una «agresión flagrante». Y, ¿un movimiento de tropas en la Renania constituía una «agresión flagrante»?. No afectaba al «territorio nacional» y, si se tenía en cuenta la Línea Maginot, ni siquiera amenazaba la seguridad de Francia en un futuro más lejano. Si Francia entraba sola en acción, podía verse condenada como agresora por las potencias de Locarno y por el Consejo de la Sociedad de Naciones.
Correspondía a los políticos el resolver estas espinosas cuestiones. Se acercaban unas elecciones generales y ningún ministro podía pensar en una movilización; sólo una minoría se declaró en favor de que los reservistas fuesen llamados a filas. Toda idea de una intervención armada se esfumó. Le llegó el turno a la diplomacia. Los franceses podían transmitir la responsabilidad a sus aliados, tal y como Gamelin se la había transferido a los políticos. Italia, aunque fuese una de las potencias firmantes del tratado de Locarno, no haría nada en tanto pesasen sobre ella las sanciones. Polonia declaró que cumpliría con las obligaciones del tratado francopolaco de 1921, pero éste era puramente defensivo y, en consecuencia, los polacos únicamente habrían de entrar en guerra en el caso de que Francia fuese realmente invadida —lo cual, y ellos lo sabían, no estaba por el momento dentro de las intenciones de Hitler—. Ofrecieron proceder a la movilización, siempre y cuando Francia también lo hiciese; además, sus representantes votaron contra Alemania cuando se sometió la cuestión al Consejo de la Sociedad de Naciones. Bélgica mostró la misma reticencia. En 1919, había abandonado su antigua neutralidad para aliarse con Francia, en la esperanza de que su seguridad se viese así reforzada. Cuando la alianza entrañó la amenaza de una posible entrada en acción, los belgas se desentendieron de ella.
Quedaban los ingleses. Flandin volvió a Londres con la clara intención de solicitar ayuda. Quería, ante todo, transferir la responsabilidad a los ingleses. Baldwin manifestó su simpatía y su buena voluntad habituales. Con lágrimas en los ojos, confesó que la Gran Bretaña no contaba con fuerzas para sostener a Francia. Añadió que, aunque hubiera sido de otro modo, la opinión pública inglesa no lo habría permitido. Era exacto: Inglaterra aprobaba casi por unanimidad que los alemanes hubiesen liberado su propio territorio. Baldwin no se atrevió a decir que él también compartía aquella opinión. La nueva ocupación suponía, desde su punto de vista, una mejora, un éxito de la política inglesa. Desde hacía varios años, desde Locarno, o, incluso, antes, los ingleses apremiaban a los franceses para que adoptasen una actitud puramente defensiva y para que no se dejasen arrastrar a una guerra movidos por alguna cuestión «oriental». En tanto la Renania siguiese desmilitarizada, Francia podía, o parecía poder, amenazar a Alemania. Los ingleses se mostraban obstinados a causa del temor de que pudiera repetirse la situación de 1914; les atemorizaba verse enzarzados en un conflicto a causa de Checoslovaquia o de Polonia, como ya les había sucedido en 1914 a causa de Rusia. Con la ocupación de la Renania, desaparecía su miedo. A partir de aquel momento, Francia, lo quisiese o no, se vería forzada a seguir una política defensiva; y es el caso que la mayoría de los franceses no parecían descontentos de la situación a la que se veían reducidos.
Flandin aceptó el veto de Baldwin sin discutir demasiado. Nunca había entrado en sus cálculos una acción francesa independiente. Creía que toda tentativa de imitar a los estadistas de 1914 provocaría una ruptura con la Gran Bretaña, y Gamelin había declarado imposible cualquier acción en semejantes condiciones. Puesto que los ingleses insistían en la necesidad de emplear la diplomacia, habría que recurrir a ella. El Consejo de la Sociedad de Naciones se reunió en Londres. El único que propuso que se dispusiesen sanciones contra Alemania fue Litvinov, Comisario soviético de Asuntos Exteriores, y el hecho de que la propuesta naciese de él, bastó para que no prosperase. El Consejo declaró, aunque no por unanimidad, que los tratados de Versalles y de Locarno acababan de ser violados. Hitler fue invitado a negociar un nuevo sistema de seguridad para Europa, para que sustituyese aquél que él había destruido. Respondió que no planteaba «ninguna reivindicación territorial», que deseaba la paz y que se ofrecía a concluir con las potencias occidentales un pacto de no agresión, que tendría validez por cinco años. Los ingleses trataron de obtener mayores precisiones, para lo cual le hicieron llegar una lista de preguntas concretas. Hitler no les contestó. Y nadie habló más del asunto. Lo que quedaba de Versalles acababa de esfumarse, y también se había esfumado Locarno. Era el final de toda una época; el capital de la «victoria» se había agotado.
El 7 de marzo de 1936 marcó un giro en la Historia, pero un giro más aparente que real. La nueva ocupación de la Renania hacía teóricamente muy difícil, incluso imposible, el que Francia ayudase a sus aliados orientales; en verdad, los franceses habían abandonado desde hacía algunos años, si es que alguna vez la habían albergado, cualquiera idea de una ayuda de aquel tipo, lo cual, desde luego, no les afectaba desde el punto de vista defensivo. Si la Línea Maginot era lo que se pretendía que fuese, su seguridad seguía siendo tan grande como antes, y si no lo era, la seguridad no había nunca existido. Por añadidura, Francia no sufría sólo descalabros. Alemania acababa de perder la baza que la había situado en situación ventajosa: la de ser víctima del desarme. La meta de un ejército es vencer a otro ejército. La derrota lleva consigo algunas consecuencias políticas: quebranta la voluntad nacional del pueblo vencido y lo sitúa en condición de obedecer al vencedor. Pero ¿qué puede hacer un ejército si no cuenta con otro al cual vencer? Puede invadir un país desarmado, pero la voluntad nacional de éste permanece intacta. Es una voluntad que no puede ser dislocada si no es por el terror —la policía secreta, las cámaras de tortura, los campos de concentración—, método que resulta difícilmente aplicable en tiempos de paz. Los alemanes lo pudieron llevar adelante, a duras penas, incluso en época de guerra, en países a los que habían sumido en el conflicto bélico, como Dinamarca. Las democracias no podían recurrir al mecanismo del terror, excepto, y hasta cierto punto, en sus colonias de allende Europa. Francia y sus aliados no sabían, pues, qué hacer contra una Alemania en estado inerme. Desde el momento en que volvía a ocupar la Renania y levantaba un ejército poderoso, se hacía posible contenerla por la vía normal…, es decir, por la vía de la guerra. Las potencias occidentales no se prepararon para la guerra de manera consciente; más aun, antes de la ocupación de la Renania, no se prepararon en absoluto. Se dijo por aquel entonces, y se ha repetido después, que el 7 de marzo de 1936 había ofrecido la «última oportunidad», la última posibilidad de detener a Alemania sin los sacrificios y sin los sufrimientos de un gran conflicto. Técnicamente, sobre el papel, era posible: los franceses tenían un ejército fuerte, los alemanes, no. Sicológicamente, sucedía todo lo contrario. Los pueblos occidentales se encontraban perplejos ante la pregunta: ¿qué se debe hacer? El ejército francés podía entrar en Alemania y arrancar de los alemanes la promesa de que se portarían mejor; luego, se retiraría. La situación volvería a ser la misma de antes, o, peor, puesto que los alemanes se mostrarían ofendidos y manifestarían una mayor agitación. En efecto, oponerse a Alemania no tenía sentido, en tanto la oposición no pudiera ejercerse contra algo sólido, en tanto el Tratado de Versalles no fuese destruido y Alemania no se hubiese rearmado. Tan sólo un país que aspira a la victoria puede ser amenazado con una derrota. El 7 de marzo tuvo una doble vertiente: abrió la puerta al éxito de Alemania, pero también a su fracaso final.