EL FIN DE VERSALLES
En 1929, el sistema de seguridad contra Alemania, concebido por el tratado de Versalles, seguía intacto. Alemania estaba desarmada, la Renania, desmilitarizada, los vencedores seguían, en apariencia, unidos y la Sociedad de Naciones reforzaba este estado de cosas. Siete años más tarde, todo se venía abajo, sin que se hubiese disparado ni un solo tiro. La gran depresión económica que se inició en 1929 dio al traste con la estabilidad internacional y, a la par, quebró la estabilidad económica. Este fenómeno no tenía relación alguna con la guerra anterior, aunque así lo creyera entonces todo el mundo, ni había sido tampoco motivado por las disposiciones, aún vigentes, del tratado de paz. Todo nació como consecuencia del derrumbamiento de una campaña de especulación iniciada en los Estados Unidos; el paro que inmediatamente se produciría, vino de la imposibilidad de mantener el poder adquisitivo a la altura del incremento de las fuentes de producción. Hoy, nadie ignora la validez de este razonamiento, ni nadie ignora que el mejor remedio contra una crisis de este tipo consiste en que el gobierno aumente el presupuesto de gastos. Pero, en 1929, no se sabía esto o quienes lo sabían no ejercían ninguna influencia en la política. La deflación era considerada como la única solución posible. Se necesitaba una moneda sana, unos presupuestos equilibrados, una reducción de los gastos del Estado y una disminución de los salarios. Se creía que únicamente este camino conduciría a una baja de los precios hasta un nivel que permitiese a la gente comprar de nuevo.
Esta política sumió en la miseria y en el descontento a todos los países en que fue aplicada y fue causa de tensión internacional. El presupuesto militar de Gran Bretaña alcanzó su cifra más baja con Neville Chamberlain, Canciller del Tesoro en el gobierno de 1932. Los franceses, por sus partes, actuaron con menos rigor que anteriormente. La política de F. D. Roosevelt tomó un cariz más aislacionista que con su predecesor republicano.
Alemania constituyó un caso particular. Como quiera que había experimentado los terribles efectos de la inflación de 1923, se lanzó con todas sus fuerzas en dirección contraria. La mayoría de los alemanes consideraban que ésta era realmente la solución, pero los resultados fueron en extremo impopulares. Suele ocurrir que las fórmulas aplicadas para con los demás nos parecen satisfactorias, pero cuando esas mismas fórmulas son aplicadas a nosotros, nos molestan. El Reichstag no consiguió ofrecer la mayoría a un gobierno deflacionista que, sin embargo, era el que el país necesitaba. En consecuencia, Brüning gobernó durante más de dos años sin gozar de aquella mayoría y tuvo que imponer la deflación por medio de decretos presidenciales. Hombre sincero, inteligente, renunció a la popularidad de que habría gozado si hubiese suavizado los efectos de su política. Sin embargo, su gobierno consiguió no pocos éxitos merced a la política exterior que realizó. Curtius, Ministro de Asuntos Exteriores, trató de llevar a cabo la unión económica con Austria en 1931 —proyecto que no ofrecía ninguna ventaja económica—, y Treviranus, otro de los miembros de su gabinete, levantó mucha polvareda al plantear la cuestión de la frontera con Polonia. En 1932, Papen, sucesor de Brüning, reclamó la igualdad de armamentos. Ninguna de estas medidas se relacionaba con la crisis económica, pero el alemán medio no se dio cuenta de ello. Hacía diez años que se le repetía machaconamente que todos los problemas eran fruto del Tratado de Versalles, y, como realmente algunos sí lo eran, llegó a creérselo. Además, con la crisis se desvaneció cualquier idea de prosperidad, y sólo una situación próspera hubiera hecho olvidar el Tratado. En los momentos de desahogo y de tranquilidad, olvidamos cualquier motivo de queja; en los adversos, se nos refresca la memoria.
Las dificultades internacionales tenían otro origen. En 1931, la Sociedad de Naciones tuvo que hacer frente a su primer conflicto serio. El 19 de septiembre de aquel mismo año, los japoneses habían ocupado Manchuria, zona que, teóricamente, formaba parte de la China. Esta última acudió al organismo internacional. El problema no era de fácil resolución. Los japoneses tenían sus buenos argumentos. La autoridad del gobierno central chino, debilitada por muchas circunstancias, no era ejercida en Manchuria, que se encontraba sumida en el caos desde hacía muchos años. Los intereses comerciales de los nipones se resentían de esta situación. Existían otros casos de acciones independientes llevadas a cabo en territorio chino; de ellos, el más próximo había sido el desembarco de los ingleses en Shanghai en 1926. Además, la Sociedad de Naciones carecía de medios de actuación. En plena crisis económica, ningún país tenía ganas de romper sus relaciones comerciales con el Japón. Tan sólo los ingleses pesaban de algún modo en el Extremo Oriente, y no cabía esperar que interviniesen en el momento en que se habían visto obligados a renunciar al patrón oro, y en el que iban a tener lugar unas elecciones generales, disputadísimas. En último extremo, tampoco ellos disponían de medios para actuar. El acuerdo naval de Washington daba la supremacía local al Japón, y los sucesivos gobiernos británicos consolidaron esta supremacía al aplazar deliberadamente el acondicionamiento de la base de Singapur. ¿Qué supondría la condena del Japón por la Sociedad de Naciones? Sencillamente una manifestación de rigor moral, cuyo efecto, si alguno se producía, sería poner a los japoneses en contra de los intereses comerciales de los británicos. Había un solo argumento a favor de esta condena moral: los Estados Unidos, aunque no formaban parte de la asamblea de Ginebra, propugnaban el no-reconocimiento de cualquier cambio territorial que se realizase por la fuerza. Los doctrinarios ginebrinos podrían haberse escudado tras esta postura americana, pero, como sea que los Estados Unidos no parecían dispuestos a romper sus relaciones comerciales con el Japón, imperó el sentido práctico de los ingleses, frente a los intereses chinos.
Con o sin razón, el gobierno de Londres daba más importancia al restablecimiento de la paz que a cualquier manifestación de rigor moral. Los cínicos y endurecidos miembros del Foreign Office y los supuestos reaccionarios, con Mac Donald a la cabeza, que componían el gobierno, no eran los únicos en pensar así; el partido laborista alimentaba los mismos sentimientos y, por aquel entonces, no condenaba la «agresión», sino la «guerra». En 1932, cualquier acción botánica contra el Japón, si es que hubiese podido llevarse a cabo, habría tropezado con la oposición unánime de las izquierdas, que hubiesen visto en ella una espantosa defensa de los intereses imperialistas. El partido laborista —que en este punto representaba la opinión inglesa en general— quería que Gran Bretaña no obtuviese ningún beneficio de la guerra. Propuso que se prohibiese la entrega de armas a cualquiera de los dos bandos, la China y el Japón, medida que el gobierno aceptó. Fue, incluso, más lejos. Los británicos habían visto siempre en la Sociedad de Naciones un instrumento de conciliación y no una máquina para garantizar la seguridad; y de aquel instrumento se valieron. La asamblea ginebrina constituyó, atendiendo una iniciativa japonesa, la comisión Lytton, que habría de investigar sobre los hechos y de proponer una solución. Esta comisión no pronunció un veredicto simple. Según hizo constar, los motivos de queja de los nipones eran, en gran parte, fundados. El Japón fue condenado, no por haber cometido una agresión, sino por haber recurrido a la fuerza antes de agotar todos los medios pacíficos. Los japoneses, en señal de protesta, se separaron de la Sociedad de Naciones, pero la política británica salió vencedora. Los chinos se consolaron de la pérdida de una provincia sobre la que no ejercían ningún control desde hacía muchos años, y la paz se restableció en 1933.
En lo sucesivo, el asunto de Manchuria adquirió una importancia simbólica y fue considerado como la primera etapa en el camino hacia la guerra, como la primera traición decisiva de la Sociedad de Naciones. Fue precisamente el gobierno inglés el que más contribuyó a dar esta interpretación. Y, en realidad, la asamblea no había hecho otra cosa sino aquello para lo que los ingleses consideraban que estaba: limitar un conflicto, y llevarlo a término, aun de manera poco satisfactoria. Por añadidura, este asunto, lejos de debilitar los poderes coercitivos de la Sociedad de Naciones, hizo que naciesen. Gracias a él, organizó —siempre por iniciativa británica— el mecanismo de las sanciones económicas, del cual había carecido hasta entonces, y que, por desgracia para todos, iba a permitirle actuar con ocasión de la cuestión de Abisinia, en 1935.
El caso de Manchuria tuvo a la sazón una cierta importancia, aunque no la que posteriormente se le atribuyó. Fue la causa de que la atención se desviase de Europa precisamente en el momento en el que las cuestiones europeas se agudizaban y, en particular, hizo que el gobierno británico se impacientase por el curso de aquellas cuestiones. Reforzó, con argumentos discutibles, su preferencia por la conciliación y no por la seguridad, y determinó las líneas generales de la discusión que, a principios de 1932, se había suscitado en torno al desarme. La conferencia sobre este extremo se reunió en un momento especialmente inoportuno. Las potencias vencedoras, al obligar el tratado de paz a Alemania a que procediese al desarme, se habían comprometido a llevarlo a cabo como un primer paso hacia «una limitación general de los armamentos de todas las naciones». La promesa no implicaba que aquéllas se pusiesen al nivel alemán, sino que se haría todo lo posible para llegar al desarme. En el curso de los años veinte, el compromiso fue constantemente eludido, lo cual no hizo sino favorecer el juego de Alemania. Los aliados, insistían los alemanes, debían cumplir su promesa, o bien librarlos a ellos de la necesidad de proceder al desarme. El gobierno laborista, que subió al poder en 1929, los apoyó. La mayoría de los ingleses pensaba que los grandes armamentos constituían en sí una causa de la guerra o, si se quiere, que permitían que la confusión o el error hiciesen brotar la chispa (como había sucedido en 1914), «antes de que pudiese operar un período de enfriamiento». Ramsay Mac Donald, de nuevo Primer Ministro, ardía en deseos de volver otra vez sobre su iniciativa de 1924 y de concluir la obra de apaciguamiento. Fue el gran artífice del éxito de la conferencia naval de Londres de 1930, en la cual se extendieron a otras categorías de navíos las limitaciones que, en 1921, y para los acorazados, habían sido aceptadas por la Gran Bretaña, por los Estados Unidos y por el Japón. La conferencia hizo una advertencia de siniestro augurio, que en aquellos momentos fue ignorada. Italia reclamó la paridad con Francia que esta última no estaba dispuesta a aceptar; así se inició entre los dos países el alejamiento que debería conducir finalmente a Italia al campo alemán.
En este segundo ministerio laborista, Mac Donald entregó, contra su voluntad, la cartera de Asuntos Exteriores a Arthur Henderson, cuyos puntos de vista no coincidían con los suyos. Henderson, contrariamente a Mac Donald, había formado parte del ministerio durante la guerra y difícilmente podía considerar ésta como una locura inútil. Si Mac Donald creía que las inquietudes francesas eran imaginarias, Henderson deseaba conciliar el desarme con la seguridad. Propuso la utilización del desarme como una palanca que hiciese aumentar las obligaciones de los británicos para con Francia, tal y como lo había pretendido Austen Chamberlain con Locarno, aunque las obligaciones no habrían sido onerosas, por supuesto, si se hubiese procedido a una reducción general de los armamentos por parte de todos. Henderson encandiló a los franceses con la perspectiva de que, si aceptaban su desarme, recibirían, como compensación, un mayor apoyo inglés. La propuesta era ventajosa para los franceses. Pocos, o quizá ninguno, comprendían la ineficacia de su ejército en cuanto arma ofensiva, pero pensaban aun menos en la posibilidad de que, gracias a él, pudiesen mantener indefinidamente en jaque a los alemanes. La seguridad ofrecería un aspecto diferente si los británicos, en lugar de contar con Locarno, se viesen en la necesidad de pensar en términos militares. Quizá reconociesen la precisión de un gran ejército francés, o bien aumentasen el suyo. Insistieron también en favor de la conferencia de desarme, con Henderson como presidente, lo cual no constituía sólo un homenaje a las grandes dotes de éste como conciliador, por muy grandes que fuesen, sino al mismo tiempo un cálculo: Gran Bretaña no podría zafarse de un aumento de las obligaciones que se le irrogarían de un desarme general.
Las circunstancias habían cambiado mucho cuando, a principios de 1932, se reunió la conferencia. El gobierno laborista había sido derrocado y Henderson ya no era Ministro de Asuntos Exteriores; como presidente de la conferencia no podía comprometer a su país, sino tan sólo tratar de actuar, sin resultados, sobre un gobierno al que era políticamente hostil. Mac Donald ya no se veía presionado por Henderson; más bien, contenido por el nuevo Ministro de Asuntos Exteriores, Sir John Simon, liberal, el cual había estado a punto de dimitir al principio de la guerra, en 1914, y que dimitió dieciocho meses más tarde, para protestar contra las quintas. También Simon consideraba imaginarios los temores franceses. Por otra parte, el gobierno británico sólo pensaba en economizar; lejos de estar dispuesto a aumentar las obligaciones de su país, había hecho cuestión de honor el reducirlas. Los franceses comprendieron con consternación que se les pedía el desarme sin concederles compensación alguna. Mac Donald no dejaba de repetírselo: «Las peticiones francesas crean siempre dificultades; nos piden que contraigamos unas obligaciones que, por el momento, no podemos concertar». Una sola posibilidad se oponía al razonamiento del político inglés: la de que la actitud británica podía variar.
Los ingleses fraguaban su propio proyecto para orientar el desarme en favor de la seguridad. Si los franceses contaban con ellos, ellos, a su vez, contaban con los americanos, los cuales estaban representados en la conferencia. En tanto los republicanos estuviesen en el poder, este plan tenía algunas posibilidades de prosperar; pero, en noviembre de 1932, F. D. Roosevelt, demócrata, fue elegido Presidente. Por supuesto, el hecho de que Wilson, en 1919, hubiese incorporado a los demócratas a la Sociedad de Naciones, obligó a Roosevelt a implicar a los Estados Unidos en la política internacional. Sin embargo, las elecciones de 1932 constituyeron una victoria del aislacionismo. Los demócratas no eran unos simples «wilsonianos» desilusionados. Algunos creían que Wilson había engañado al pueblo americano, otros, que había sido él el engañado por los estadistas europeos, pero casi todos consideraban que las potencias europeas, en especial las que habían sido sus aliadas, eran incorregiblemente perversas: cuanto menos se ocupase América de Europa, mejor. El idealismo que, no hacía mucho, les había llevado a desear ardientemente la salvación del mundo, los impulsaba, ahora, a volverse de espaldas a él. La mayoría demócrata del Congreso tomó una serie de medidas conducentes a impedir que su país desempeñase un papel en los asuntos internacionales, y el Presidente Roosevelt las aceptó sin rechistar. El efecto de dichas medidas se vio reforzado por la economía, intensamente nacionalista, que acompañó al New Deal[1]. Otro signo, menor, de la misma tendencia, lo constituyó el «reconocimiento», por parte del gobierno de Roosevelt, de la Rusia soviética y la buena acogida que se dispensó a Litvinov, Comisario para Asuntos Exteriores, cuando éste visitó Washington. La exclusión de Rusia del concierto europeo fue considerada como una ventaja. No cabía ya esperar ninguna colaboración de los americanos, y los propios ingleses se vieron apartados de Europa por la influencia americana —en la medida en que pueda hablarse de «influencia» americana—.
La solución definitiva de la cuestión de las reparaciones, a la que se llegó en el verano de 1932, fue otro contratiempo para la conferencia del desarme. Hubiera sido de desear que se realizara antes, pero se produjo en el peor momento. El gobierno alemán, dirigido a la sazón por Von Papen, era más débil y más impopular que nunca, y, por consiguiente, necesitaba en mayor escala una serie de éxitos en la política exterior. Las reparaciones no constituían ya un motivo de queja; había pasado a ocupar su lugar el asunto del desarme unilateral de Alemania. Era imposible emprender el camino de unas negociaciones verdaderas, puesto que lo que el gobierno alemán quería era un éxito sensacional. Los alemanes abandonaron la conferencia protestando de manera dramática, y no volvieron a incorporarse a ella hasta que no obtuvieron la promesa de «una igualdad de estatuto, dentro de un sistema de seguridad», promesa que carecía de significado. Si los franceses obtenían la seguridad, no habría igualdad de estatuto, y si no la obtenían, tampoco lo habría. La promesa no impresionó a los electores alemanes, aunque, realmente, ni una concesión de verdad les habría impresionado. Para ellos sólo contaban la miseria y el paro masivo; y consideraron la conferencia como una gigantesca farsa, lo que en definitiva no dejaba de ser cierto. Los estadistas europeos hicieron lo posible por ayudar a Von Papen jugando con las palabras. No pensaron en que pudiera existir un peligro alemán. En 1932, se temía fundadamente el derrumbamiento alemán, no la fuerza de los alemanes. ¿Cómo iba a suponer un observador competente que un país que tenía siete millones de parados, sin reservas oro, con un comercio exterior cada día más reducido, pudiera convertirse bruscamente en una gran potencia militar? La experiencia moderna enseña que el poder corre parejas con la riqueza y, en 1932, Alemania parecía extremadamente pobre.
Todos estos cálculos se vinieron por tierra cuando, el 30 de enero de 1933, se produjo un acontecimiento que fue aureolado por la leyenda: Hitler se había convertido en canciller. No se trató de «un golpe de Estado», como lo proclamaron los nacionalsocialistas. Hitler fue nombrado por el Presidente Hindenburg de una manera estrictamente constitucional y por sólidas razones democráticas. Digan lo que digan ciertos ingeniosos especuladores, liberales o marxistas, Hitler no fue designado Canciller para ayudar a los capitalistas alemanes a destruir los sindicatos, ni porque quisiera facilitar un gran ejército a los generales, ni mucho menos porque quisiera «brindarles» una gran guerra. Fue nombrado porque él y sus aliados nacionalistas podían proporcionar una mayoría al Reichstag y poner así fin al régimen anormal que duraba desde hacía cuatro años y que consistía en gobernar por decretos presidenciales. No se esperaba que llevase a cabo cambios revolucionarios ni en la política interior, ni en la exterior. Muy por el contrario, los conservadores, dirigidos por Von Papen, que fueron los que lo recomendaron a Hindenburg, se reservaron todos los puestos clave, pensando que el Canciller actuaría como simple figurón. Pronto se vería que estos cálculos eran falsos. Hitler rompió las ligaduras artificiales con las que se le había pretendido atar y se convirtió poco a poco en un dictador omnipotente —aunque el proceso fuese más lento de lo que ha pretendido la leyenda—. Cambió la mayoría de las cosas de Alemania, destruyó la libertad política y el imperio de la ley, abolió los Estados separados e hizo de Alemania, por vez primera, un país unido. En un solo terreno no modificó nada: su política exterior siguió siendo la de sus antecesores, la de los diplomáticos profesionales, la que querían prácticamente todos los alemanes. Hitler quiso también liberar a su país de las restricciones del tratado de paz, levantar un gran ejército, hacer de Alemania la mayor potencia de Europa. Para lograrlo varió ligeramente la trayectoria hasta entonces seguida. Quizás hubiese prestado menos atención a Austria y Checoslovaquia si no hubiese nacido súbdito de los Habsburgo, quizá su origen austríaco le hizo, en principio, sentir menos hostilidad hacia los polacos. En general, sin embargo, puede decirse que mantuvo sin variar los esquemas que, en materia de relaciones internacionales, habían adoptado quienes lo precedieron en el poder.
No ha sido éste el criterio generalmente admitido. Algunos autores de gran solvencia han visto en Hitler un estafador que, desde el primer momento, se dedicó a preparar una gran guerra que destruyese la civilización existente, para poder, así, convertirse él en el amo del mundo. A mi juicio, los estadistas viven demasiado absortos por los acontecimientos como para seguir un plan preconcebido. Dan un paso, del que nace, espontáneamente, otro. Los sistemas son creados por los historiadores, como en el caso de Napoleón. Y los que han sido atribuidos a Hitler son, en realidad, los de Hugh Trevor-Roper, Elisabeth Wiskemann y Alan Bullock. Tales especulaciones, sin embargo, tienen su base. Hitler fue un historiador aficionado o, más bien, un generalizador de la Historia, y creó, en sus ratos de ocio, unos cuantos sistemas que no eran más que sueños despiertos. Charlie Chaplin lo comprendió, con su genio de artista, cuando mostró al Gran Dictador transformando el mundo en una pelota y lanzándolo al techo de un puntapié. En sus sueños, Hitler se veía siempre como dueño del mundo, pero aquel mundo que él quería dominar y la manera de llegar al dominio variaban con las circunstancias. Mein Kampf fue escrita en 1925, bajo el impacto de la ocupación del Ruhr por los franceses. Soñó entonces con destruir la supremacía francesa en Europa, por medio de una alianza con Italia y la Gran Bretaña. Sus Conversaciones de Sobremesa tomaron cuerpo en territorio ocupado, durante la campaña de Rusia; soñaba entonces con un imperio fantástico que encauzara su carrera de conquistador. Su testamento fue redactado en el búnker, inmediatamente antes de su suicidio, y no es sorprendente que concluyese en él una doctrina de destrucción universal. La ingeniosidad académica ha descubierto en todas aquellas palabras al discípulo de Nietzsche, al geopolítico o al émulo de Atila[2]. Yo sólo veo en ellas las generalizaciones de un espíritu poderoso pero no educado, una serie de dogmas que reflejan los ecos de una conversación en un café vienés o en una cervecería alemana.
La política exterior de Hitler contuvo un elemento de sistema, pero de un sistema que no era nuevo. Se aspiraba a una política «continental», como ya lo hiciera Stresemann antes que el propio Hitler. El Canciller no pretendió hacer revivir la «política mundial» que Alemania había perseguido antes de 1914, no preparó el plan para organizar una gran flota de combate, no insistió particularmente en la pérdida de las colonias, excepto para molestar a los ingleses, ni siquiera se interesó por el Oriente Medio; de ahí su ceguera ante la ocasión que se le brindó en 1940, tras la derrota de Francia. Esta manera de ver las cosas puede atribuirse a su origen austríaco, de hombre alejado del océano, o creer que le nació por influencia de algún geopolítico de Múnich; pero, en general, su criterio respondió a las circunstancias de la época. Las potencias occidentales habían vencido a Alemania en noviembre de 1918, de igual modo que ésta había vencido a Rusia en enero del mismo año. Hitler, como Stresemann, no ponía en tela de juicio la solución que habían dado a las cosas los occidentales. No quería destruir el Imperio británico, ni siquiera privar a Francia de la Alsacia-Lorena. A cambio de ello, quería que los aliados aceptasen el veredicto de enero de 1918, que se volviesen atrás de la anulación que de aquel veredicto habían hecho después de noviembre de 1918, que reconociesen, en suma, que Alemania había vencido en el Este. No se trataba de un programa absurdo. Muchos ingleses, por no hablar de Milner ni de Smuts, lo habían aceptado desde 1918; otros muchos lo aceptaron después, y la mayoría de los franceses llegó a la misma conclusión. Los Estados nacionales de la Europa oriental no gozaban de demasiada popularidad, y mucho menos la Rusia soviética. En tanto Hitler se mostrase deseoso de restablecer los acuerdos de Brest-Litovsk, podía considerarse como el paladín de la civilización europea frente al bolchevismo y frente al peligro rojo. Puede ser que sus ambiciones se limitasen realmente al Este, pero, tras su conquista, tal vez hubiese venido la de la Europa occidental o la del mundo entero. ¿Quién podría decirlo? Únicamente los acontecimientos habrían dado una respuesta; mas, por un extraño concurso de circunstancias, nunca llegaron a hacerlo. Contra lo que hubiera podido esperarse, Hitler se encontró en guerra con las potencias occidentales antes de haber conquistado el Este. Sin embargo, su expansión en aquella dirección fue el fin primordial, por no decir el único, de su política.
Esta política no tuvo nada de original. Hitler poseía la cualidad excepcional de transformar las ideas sin importancia en acción. Se tomaba en serio lo que, para los demás, no eran más que palabras. Actuaba impulsado por un literalismo aterrador. Muchos escritores denigraban la democracia desde hacía medio siglo. Fue preciso Hitler para crear una dictadura totalitaria. En Alemania, casi todo el mundo estimaba que era preciso hacer «algo» con el paro. Hitler fue el primero en insistir sobre la «acción». Dejó a un lado las reglas convencionales y llegó de este modo a la economía de pleno empleo, exactamente como F. D. Roosevelt en los Estados Unidos. Tampoco el antisemitismo representaba nada nuevo. Había sido, durante muchos años, el «socialismo de los locos». Nada había salido de él. Seipel, Canciller de Austria hacia 1920, decía del antisemitismo, que era predicado por su partido, pero no practicado: «Das ist für die Gasse»[3]. Hitler fue la «Gasse». Muchos alemanes experimentaron serios escrúpulos ante las persecuciones que culminaron en el indecible horror de las cámaras de gas, pero pocos supieron cómo protestar. Todo lo que Hitler hacía con los judíos, nacía lógicamente de las doctrinas raciales en las que creía la mayoría de los alemanes. Otro tanto sucedió con la política exterior. Muy pocos se preocupaban apasionada, constantemente de ver a Alemania dominar a Europa, pero hablaban de esto como si fuese a suceder. Hitler les tomó la palabra. Con gran pesar de ellos, los puso entre la espada y la pared.
Por sus principios y por su doctrina, Hitler no fue peor que la mayor parte de los demás estadistas de su época. Pero, por sus actos de perversidad, los aventajó a todos ellos. La política de los estadistas occidentales reposaba, en definitiva, sobre la fuerza —la francesa, sobre el ejército; la inglesa, sobre la armada—, pero esperaban no verse obligados a emplearla. Hitler, por el contrario, pensaba hacerlo, o, cuando menos, amenazar con hacerlo. Si la moralidad de Occidente parecía superior, era, sobre todo, porque era la moralidad del statu quo. Hitler representaba la amoralidad de la revisión. Existía una contradicción curiosa, aunque sólo fuese superficial, entre sus fines y sus métodos. Su fin era cambiar, derribar el orden establecido en Europa; su método era la paciencia. A despecho de sus fanfarronadas y de sus palabras violentas, era un maestro en el arte de esperar. Nunca atacó de frente una posición preparada, al menos, no lo hizo hasta tanto su juicio no se vio perturbado por una victoria fácil. Prefería, como Josué ante las murallas de Jericó, esperar que las fuerzas opuestas hubiesen sido minadas por su propia confusión y le ofreciesen, así, la oportunidad de un triunfo. Ya había empleado este método para hacerse con el poder en Alemania. No lo «arrebató». Esperó que el poder le fuese confiado por los hombres que, previamente, habían pretendido mantenerlo alejado de él. En enero de 1933, Papen e Hindenburg le imploraron que se hiciese cargo de la Cancillería y él accedió graciosamente. Otro tanto puede decirse que ocurrió en el campo de la política exterior. No formuló peticiones precisas, limitándose a anunciar que estaba descontento, y, después, esperó que le hiciesen concesiones, tendiendo la mano para recibir más. No conocía ningún país, porque no había viajado; rara vez escuchaba a su Ministro de Asuntos Exteriores y nunca leía los informes de sus embajadores. Alimentaba la convicción de que conocía a fondo a todos los políticos «burgueses», alemanes y extranjeros, y de que perderían el control de los nervios delante de él. Esta convicción estuvo tan cerca de la realidad como para poner a Europa al borde del desastre.
Al principio, la espera puede que no fuese ni consciente ni deliberada. Los grandes maestros de la política son aquéllos que se guían de su instinto. Durante sus primeros años en el poder, Hitler casi no se ocupó de los asuntos exteriores, Se pasó la mayor parte del tiempo en Berchtesgaden, lejos de los acontecimientos, soñando, según su antigua y cómoda manera. Cuando volvía a la vida práctica, era ante todo para asegurar su dominio absoluto sobre el partido nacionalsocialista. Observaba, e incluso suscitaba, las rivalidades entre los principales dirigentes nazis. Después, tenía que mantener el control sobre el Estado y sobre el pueblo alemán, interesarse por el rearme y por la expansión económica. Hitler adoraba los detalles mecánicos: carros de combate, aviones, cañones. La construcción de carreteras lo fascinaba; y los planos de los arquitectos, todavía más. En consecuencia, los asuntos exteriores figuraban al final de su lista de preferencias. En todo caso, no podía hacer mucho en tanto Alemania no estuviese rearmada. Los acontecimientos le impusieron una de las esperas que tanto le gustaban. Podía dejar la política exterior en manos de los profesionales de la Wilhelmstrasse. Después de todo, éstos perseguían la misma finalidad que él: minar los acuerdos de Versalles. No precisaban para actuar más que de una incitación ocasional, de una audaz iniciativa que, con frecuencia, era suficiente para arreglar las cosas.
Este estado de cosas se reflejó pronto en las discusiones sobre el desarme. Los estadistas aliados no alimentaban ninguna ilusión sobre las intenciones de Hitler. Sus representantes en Berlín les procuraban informaciones precisas y exactas. Podían, además, estar al tanto de la realidad a través de cualquier periódico, a pesar de las constantes expulsiones de corresponsales británicos y americanos. Suponer que Hitler no advirtió claramente a los estadistas extranjeros sería cometer un grave error. Muy por el contrario, les advirtió en demasía. Y vieron el problema en toda su magnitud. Alemania tenía un gobierno fuerte que quería hacer de ella una gran potencia militar. Pero ¿cómo habían ellos de reaccionar? En no pocas ocasiones formularon esta pregunta a los demás y se la formularon a sí mismos. Una solución evidente consistía en intervenir para impedir por la fuerza el rearme alemán. Los representantes ingleses en la conferencia lo sugirieron, y los franceses llegaron a proponerlo. La idea fue estudiada con cuidado en varias ocasiones, y rechazada otras tantas, pues, desde dondequiera que se la mirase, resultaba impracticable. Era evidente que los Estados Unidos no participarían en una intervención. Muy por el contrario: la opinión pública americana se opondría violentamente a ella; semejante contingencia suponía mucho para Inglaterra. Por otra parte, la misma opinión británica era contraria, no sólo la de las izquierdas, sino también la que emanaba del propio seno de gobierno. Éste, sin hablar siquiera de las objeciones de principio, no podía pensar en incrementar los gastos —una intervención resultaría costosa— y no disponía, tampoco, de un ejército bastante. Mussolini se mantenía a la expectativa, esperando que el «revisionismo» se volviese en favor de Italia. Quedaba, pues, únicamente Francia, y los franceses no estaban dispuestos a actuar solos. Si hubiesen sido honrados consigo mismos, habrían añadido que tampoco ellos contaban con fuerzas capaces de intervenir. Y, por añadidura, ¿qué se habría conseguido con una intervención? Si Hitler caía, Alemania conocería un caos peor que el que había seguido a la ocupación del Ruhr; y si no caía, el rearme se volvería a plantear inmediatamente después de la evacuación de las tropas aliadas.
La alternativa consistía en no hacer nada: en abandonar la conferencia del desarme y en dejar que los acontecimientos siguiesen su curso. Los ingleses y los franceses la desecharon como «inconcebible», «impensable», como «un consejo nacido de la desesperación». ¿Qué camino quedaba? ¿Qué idea ingeniosa podía satisfacer a los alemanes sin poner a los franceses en peligro? Éstos declaraban que no podían aceptar la igualdad de armamentos con Alemania, si no era contando con una firme garantía británica, apoyada en unos acuerdos entre los estados mayores y en un ejército inglés más fuerte. Los ingleses rechazaban categóricamente esta proposición, alegando que, puesto que la igualdad de armamentos satisfaría a los alemanes, ya no se hacía necesaria garantía alguna. Si Hitler aceptaba un acuerdo, «podía creerse incluso obligado a observarlo… Su firma vincularía a Alemania como no la había vinculado la de cualquier estadista anterior»[4]. Si no la respetaba, «toda la opinión mundial se alzaría contra él»[5], «el mundo entero comprendería sus verdaderas intenciones»[6]. Es imposible decir si los mismos ingleses tomaban sus propios argumentos en serio. Quizá creyesen todavía que la intransigencia francesa constituía el principal obstáculo para que la paz reinase en Europa y, en consecuencia, no experimentaran demasiados escrúpulos sobre los medios con los que lograrían hacerla desaparecer. Guardaban el recuerdo del precedente de 1871. Rusia había repudiado entonces las cláusulas del tratado de París, las cuales la obligaban a desarmarse en la zona del mar Negro; las demás potencias habían cedido a condición de que los rusos buscasen la aprobación en una conferencia internacional. Aquello era respetar la ley pública de Europa. Lo que una conferencia había hecho, otra podía deshacerlo. Lo importante era, por tanto, no el impedir el desarme alemán, sino el asegurar que se efectuaría dentro del cuadro de un acuerdo internacional. Alemania, seguían suponiendo los ingleses, aceptaría pagar «la legalización de sus ilegalidades»[7]. A los británicos siempre les ha gustado tener la Ley de su parte y pensaban, con la mayor naturalidad, que los alemanes debían tener el mismo sentimiento. Que una nación quisiera volver a la «anarquía internacional» les parecía inconcebible. No podía ser ésta la intención de Hitler. Él también deseaba un orden internacional, que era un «orden nuevo», no una modificación del sistema de 1919.
Otra consideración contribuyó sobre todo a determinar la atmósfera de aquellos años. Todo el mundo, incluidos los ingleses y los franceses, creía tener mucho tiempo por delante. Al advenimiento de Hitler al poder, Alemania se encontraba todavía prácticamente inerme; no tenía ni carros, ni cañones pesados, ni reservas acumuladas. Normalmente, le harían falta diez años para adquirir una potencia militar que resultase de temer. Este cálculo no era del todo falso. Hitler y Mussolini también lo hacían. Admitían en sus conversaciones que 1943 sería el año del destino. Gran parte de la alarma que, al principio, se había producido en torno al desarme, era falsa. Así, en 1934, cuando Churchill aseguró que la aviación alemana superaba con mucho al potencial indicado por el gobierno británico, Baldwin señaló que no era cierto y, hoy lo sabemos por los archivos del Reich, tenía razón. Incluso en 1939, el ejército no estaba equipado para una guerra larga, y, en 1940, las fuerzas alemanas de tierra eran inferiores a las francesas en todos los aspectos, excepto en lo que se refiere al mando. Las potencias occidentales cometieron dos errores: no tuvieron en cuenta que Hitler era un jugador, capaz de arriesgar apuestas muy elevadas con recursos inadecuados, y no apreciaron en su justo valor las hazañas económicas de Schacht, quien hizo que aquellos recursos creciesen mucho más de lo que habrían crecido sin él. Dentro de la economía más o menos libre de aquella época, los países funcionaban al 75% de su capacidad. Schacht puso en marcha el sistema del pleno empleo y llegó a utilizar, de esta manera, casi el 100% de la capacidad de Alemania. Hoy, esto no es más que un lugar común, por aquel entonces pareció cosa de brujería.
La conferencia del desarme no sobrevivió largo tiempo a la aparición de Hitler. En el verano de 1933, los ingleses y los italianos apremiaron a los franceses para que concedieran a Alemania la «igualdad» teórica de armamentos. Después de todo, tenía que llover mucho antes de que la igualdad se realizase. Estuvieron a punto de lograrlo. El 22 de septiembre, los ministros franceses e ingleses se reunieron en París. Los primeros dieron a entender que aceptarían la igualdad o algo parecido. Más tarde, Daladier, a la sazón Presidente del Consejo, formuló la siguiente pregunta: «¿Quién garantizará la observancia del convenio?». Volvía a plantearse la vieja dificultad. «El gobierno de Su Majestad —respondió Simon— no puede aceptar nuevas responsabilidades sobre la naturaleza de las sanciones. La opinión pública inglesa no lo apoyaría». Una voz más cargada de autoridad que la de Simon se dejó oír. Baldwin, jefe del partido conservador, cabeza no reconocida del gobierno, había llegado desde Aix para asistir a la reunión, y, en el intervalo, había reflexionado sobre la situación europea. Apoyó a Simon: los ingleses no podían contraer nuevas obligaciones. «Si se pudiese probar que Alemania se rearma —añadió—, estaríamos ante una nueva situación a la que Europa tendría que hacer frente… En este supuesto, el gobierno de Su Majestad habría de examinar las cosas muy seriamente; pero tal situación no existe todavía»[8]. Se pedía a los franceses que abandonasen una superioridad que creían real, ofreciéndoles tan sólo la perspectiva de hacer algo indeterminado si los alemanes se conducían mal. Esto no podía satisfacer a los franceses; retiraron su oferta. Cuando la conferencia prosiguió, anunciaron que aceptarían la igualdad únicamente si Alemania continuaba todavía desarmada durante un «período de prueba» de cuatro años.
Era la oportunidad para Hitler. Sabía que Francia estaba sola, y que Gran Bretaña e Italia veían con simpatía su postura. El 14 de octubre, Alemania se retiró de la conferencia de desarme; una semana más tarde, abandonó la Sociedad de Naciones. No sucedió nada. La iniciativa de Hitler aterrorizó a los ministros alemanes. «La situación se ha desarrollado como estaba previsto —les declaró—. Las amenazas contra Alemania no se han materializado y ya no tenemos que temerlas… Probablemente el momento crítico ha pasado»[9]. Efectivamente. Hitler acababa de ensayar su método en el dominio de los asuntos extranjeros y producía los resultados supuestos. Había esperado la desmoralización de los oponentes de Alemania y había chasqueado a la oposición, con toda facilidad. Después de todo, los franceses no podían invadir Alemania porque ésta se hubiese retirado de la conferencia de desarme. Sólo podrían actuar tras un rearme efectivo, y, entonces, sería ya demasiado tarde. Los ingleses continuaron manifestando simpatía por las reivindicaciones alemanas. Incluso en julio de 1934, el Times escribía: «En el curso de los años por venir, hay razones para creer que deberá temerse más por Alemania, que de Alemania». El partido laborista reclamó siempre el desarme general como previo a la seguridad. Mac Donald fijaba todavía el camino a seguir tanto por el gobierno como por la oposición. Hitler tenía tan gran confianza que llegó a burlarse de los franceses ofreciéndoles aceptar la desigualdad: un ejército alemán limitado a 300 000 hombres y una aviación inferior en la mitad a la francesa. Esta confianza estaba justificada: los franceses sufrían una desesperación intolerable. El 17 de abril de 1934, Barthou, Ministro de Asuntos Exteriores del gobierno nacional que siguió a las revueltas del 6 de febrero, se negó a legalizar cualquier rearme alemán, y declaró: «De ahora en adelante, Francia mantendrá su seguridad por sus propios medios». La conferencia del desarme murió, a pesar de algunas tentativas que se hicieron para reavivarla. Los franceses acababan de hacer el disparo que daba la salida para la carrera de armamentos. Sin embargo, los propios franceses no corrieron en ella como Dios manda. Durante la preparación de la conferencia habían reducido sus gastos militares, pero hasta 1936 no alcanzaron el mismo nivel que en 1932.
El final de la conferencia no llevaba necesariamente implícita una guerra. Había una tercera vía, a pesar de la afirmación en contrario de los ingleses: la vuelta a la diplomacia tradicional. Todo el mundo entró de nuevo en ella no más Hitler hizo su aparición. Mussolini, el primero. Nunca le había gustado Ginebra ni lo que Ginebra representaba. En su calidad de fascista más antiguo de Europa, se sintió halagado al ver que Hitler lo imitaba y supuso que Alemania sería el perrillo faldero de Italia, nunca al revés. Consideraba, sin duda alguna, que las amenazas y las fanfarronadas de Hitler eran tan huecas como las suyas. En todo caso, lejos de temer el renacimiento de Alemania, lo saludó como un medio para obtener concesiones de los franceses y quizá, más tarde, de la Gran Bretaña, punto éste que los ingleses ignoraron complacientemente. Mussolini propuso un pacto cuatripartito. Alemania, Inglaterra, Francia e Italia se erigirían en directorio europeo, marcando la pauta a los Estados menos poderosos y efectuando una «revisión pacífica». A los ingleses les encantó la idea. Ellos también deseaban arrancar algunas concesiones a los franceses, sobre todo en beneficio de Alemania. La fórmula según la cual Gran Bretaña e Italia podrían representar un papel de mediadoras, databa de antiguo. Ya quedaba incluida en el tratado de Locarno, aunque Mussolini hubiese intervenido muy escasamente en él. John Morley también la había evocado en 1914, cuando se esforzó para que Alemania se mantuviera al margen de las hostilidades. Simon y Mac Donald la habían apoyado entonces y volvían ahora con fervor a ella, de suerte que los antiguos radicales, por extraño que parezca, consideraban a Mussolini como el principal pilar de la paz europea. Hitler también aceptaba que Mussolini le sirviese de ojeador. Los franceses, indignados, se sentían como prisioneros en medio de la custodia de ingleses e italianos. Al principio, no obstante, se mostraron de acuerdo, si bien especificaron que la revisión debía llevarse a cabo con el consentimiento de todos, sin olvidar el de las partes interesadas. Más tarde, invocaron la retirada alemana de la Sociedad de Naciones para dar al traste con el pacto, que nunca llegó a ratificarse. Aun así, siguió siendo la base de la política italiana durante varios años y también de la política inglesa casi hasta el momento en que estalló la guerra. Y, lo que es todavía más extraño, los franceses pasaron por él antes de 1939.
La importancia del pacto se hizo sentir, por aquel entonces, en la Europa oriental. La Rusia soviética y Polonia se espantaron, pero su miedo tuvo resultados opuestos en cada caso. Los rusos se apartaron de los alemanes para aproximarse a los franceses; Polonia, en cierta medida, actuó a la inversa. Una asociación de las cuatro potencias europeas había sido siempre la pesadilla de los estadistas soviéticos, ya que veían en ella el preludio de una nueva guerra de intervención. Hasta el advenimiento de Hitler, se habían protegido de semejante eventualidad estimulando el resentimiento alemán contra Francia y desarrollando la colaboración económica y militar apuntada en Rapallo. A partir de aquel momento, dieron media vuelta. Al contrario que sus colegas occidentales, tomaban muy en serio las palabras de Hitler. Pensaban que éste pretendía destruir el comunismo no sólo en Alemania, sino también en Rusia, y temían que la mayoría de los estadistas occidentales viesen con muy buenos ojos una tal perspectiva. Estaban convencidos de que Hitler contaba con apoderarse de Ucrania. Habían adoptado una postura puramente defensiva. Hacía mucho tiempo que se había desvanecido su esperanza de una revolución mundial. Veían el mayor peligro en Extremo Oriente, en donde, con un Japón establecido en Manchuria y en buenas relaciones con la China, esperaban un inminente ataque nipón. En aquella zona tenían sus mejores tropas y únicamente pedían a Europa que los dejase tranquilos. Después de haber denunciado el «Diktat» de Versalles, predicaron el respeto de la ley internacional, asistieron lealmente a la conferencia del desarme, anteriormente calificada de «farsa burguesa», y, en 1934, se incorporaron a aquella otra «farsa» que fue la Sociedad de Naciones.
Los franceses encontraron en los rusos unos amigos hechos a la medida: constituían una gran potencia resueltamente opuesta a la «revisión»; la Unión Soviética les aliviaría de la presión que sobre ellos ejercían Gran Bretaña e Italia. Esta asociación tomó cuerpo, aunque no se declarase abiertamente, en 1934, y conservó un carácter limitado. Los rusos se adhirieron al sistema francés únicamente porque, a su juicio, les ofrecía mayores seguridades; no pensaron que también podía aumentar sus obligaciones. Valoraron por alto la fuerza tanto material como moral de los franceses y, al igual que todo el mundo, excepto Hitler, valoraron en demasía la fuerza que, sobre el papel, tenían los compromisos; y todo a pesar de su independización ostensible de la moral «burguesa». También ellos consideraban muy importante tener a su favor la Ley internacional. Sin embargo, los franceses no abrigaban la intención de restablecer seriamente la alianza con los rusos. No les inspiraba demasiada fe la fuerza de los soviéticos, y mucho menos su sinceridad. Sabían que aquella amistad era muy mal vista en Londres, y, aunque los irritase a menudo las instigaciones inglesas a la conciliación, los aterrorizaba aún más la perspectiva de perder el poco apoyo que les dispensaba la Gran Bretaña. La aproximación francosoviética no fue más que una apariencia de seguridad.
Incluso planteada así la situación, bastaba para inquietar a los dirigentes de la política exterior alemana. Para ellos, el compromiso concluido en Rapallo había constituido un elemento esencial de la recuperación de Alemania. Había garantizado la seguridad frente a Polonia, había ayudado a arrancar algunas concesiones a las potencias occidentales, y, en el plano práctico, había ayudado en cierto modo al rearme ilegal. «No podemos hacer nada si Rusia no cubre nuestra retaguardia», declaró Neurath, Ministro de Asuntos Exteriores[10]. «Unas buenas relaciones germanosoviéticas son de importancia capital para Alemania», escribió Bülow, su adjunto[11]. El único que no se inmutó fue Hitler. Sin duda alguna, su anticomunismo era sincero; como austríaco, no compartía la inclinación hacia Rusia que corrientemente mostraban los conservadores prusianos; se daba cuenta de que una ruptura con la Unión Soviética le permitiría erigirse en campeón de la civilización europea frente a la revolución bolchevique. Pero sus motivos inmediatos eran de carácter más práctico: Rusia no podía hacer nada contra Alemania. No sólo Polonia separaba a los dos países, sino también el hecho de que los dirigentes soviéticos no deseasen actuar. Muy por el contrario, se habían pasado al bando francés porque, según creían, de su postura derivarían menos compromisos y menos riesgos para ellos de los que supondría una amistad con los alemanes. Votarían contra Alemania en Ginebra, pero no actuarían. Hitler vio, sin pena alguna, cómo se eclipsaba Rapallo.
Por otra parte, Polonia podía actuar contra Alemania y hablaba de hacerlo; Varsovia lanzaba frecuentes, aunque hueras, llamadas a la guerra preventiva. Desde 1918, ningún ministro alemán había pensado en entablar relaciones amistosas con los polacos, ni siquiera temporalmente; la herida de Dantzig y del pasillo seguía abierta. Hitler estaba libre de este prejuicio, como estaba libre de otros. Había alcanzado un dominio tal sobre la «clase dirigente» alemana que podía desentenderse de ciertos motivos de queja, y el hecho de que su actitud no levantase el menor murmullo, demostraba la indiferencia del pueblo hacia aquellas quejas. Algunos alemanes se consolaron pensando que se trataba de una renuncia temporal, y Hitler los dejó que creyeran lo que quisiesen. Su verdadera intención quedaba al margen de cualquier juicio ajeno. En el fondo, no le interesaba una simple «revisión» de las fronteras; lo que quería era establecer el dominio alemán en Europa y, en consecuencia, le preocupaba más convertir a sus vecinos en satélites que arrancarles un trozo de sus territorios. Con el solo fin de conservar la amistad italiana, renunció al Tirol meridional que, para él, suponía un motivo de descontento tan serio como el del pasillo de Dantzig. Comprendió que Polonia, al igual que Italia, era «revisionista», a pesar de que debiese su independencia a la victoria aliada de 1918; pensaba ganarse su colaboración como la de Italia y la de Hungría. Dantzig y su pasillo no constituían un precio demasiado elevado para semejante ganancia. Hitler no anexionó nunca un territorio pensando en su valor intrínseco. Como lo demostraría su política ulterior, no pretendía objetar nada a los demás países en tanto actuasen como secuaces de Alemania.
Pero, en la cuestión polaca, como en la mayoría de las cuestiones, Hitler no tomó la iniciativa, y dejó que los demás trabajasen por él. Pilsudski y sus amigos, que gobernaban en Polonia, aspiraban a representar el papel de una gran potencia. Se indignaron ante el pacto cuatripartito porque consideraron que iba dirigido contra su país, y se sintieron inquietos al ver el acercamiento francosoviético. Los polacos no podían olvidar que si Dantzig y su pasillo mantenían en pie el resentimiento alemán por lo que se refería a la frontera occidental, ellos tenían un número diez veces mayor de territorios no polacos al Este, y, si temían mucho a Alemania, los coroneles que rodeaban a Pilsudski temían mucho más a la Rusia soviética. Además, siempre les había halagado ser los principales amigos de Francia en la Europa oriental, pero quedar en vanguardia de una alianza francosoviética era harina de otro costal. Beck, ministro de Asuntos Exteriores, tuvo siempre una gran confianza en sí mismo, aunque no tuviese otra cosa. Estaba seguro de poder tratar a Hitler de igual a igual, incluso suponía que llegaría a domar al tigre. Ofreció mantener mejores relaciones con Alemania y Hitler aceptó de buen grado. De ahí nació el pacto de no agresión de enero de 1934; fue un nuevo golpe para el tambaleante sistema de seguridad. Hitler se veía liberado de cualquier amenaza de una intervención polaca en favor de Francia; a cambio, sin renunciar a las reivindicaciones de Alemania, se comprometió a no satisfacerlas por fuerza —fórmula impresionante, muy utilizada también por la Alemania occidental después de la Segunda Guerra Mundial—. Fue el primer gran éxito de Hitler en el campo internacional; a éste, seguirían otros muchos. En el fondo, se trataba de un tremendo equívoco, y no podía esperarse otra cosa de un acuerdo entre hombres como Hitler y Beck. El primero suponía que Polonia se había desligado del sistema francés, lo cual era verdad, y también que los «coroneles» aceptarían su consecuencia lógica: Polonia se convertiría en un satélite leal, acomodándose a los planes y a los deseos alemanes. Beck creía que no se convertía en satélite de nadie y que hacía de Polonia un país más independiente que antes. Hasta aquel momento, Polonia no había tenido más que su alianza con Francia, y había debido seguir la política francesa, lo cual, a la razón, podría haber supuesto una subordinación a los soviéticos. El acuerdo con Alemania le permitía hacerse la sorda ante las instigaciones francesas, pero seguía manteniendo su alianza con ella por si acaso Alemania llegaba a causarle molestias. No se trataba de una elección entre Alemania y Rusia, pronunciándose en favor de la primera, sino de un medio para mejor mantenerse en equilibrio entre las dos.
Las divergencias pertenecían al porvenir. En 1934, el acuerdo ayudó considerablemente a Hitler para alcanzar una mayor libertad de acción; sin embargo, éste no estaba preparado para sacar de inmediato las consiguientes ventajas que la situación le ofrecía. El rearme acababa apenas de iniciarse, y el Canciller se encontraba con dificultades de orden interno: tenía que hacer frente a la oposición simultánea de los conservadores y de sus propios secuaces revolucionarios. Esta crisis doméstica tuvo su desenlace el 30 de junio; por orden de Hitler fueron asesinados cuantos se habían mostrado contrarios a sus principios, Hindenburg murió un mes más tarde. Hitler le sucedió como Presidente; se abría una nueva etapa en el camino hacia el poder absoluto. No era el momento de llevar una política exterior aventurada ni aun no aventurada. Al principio, los acontecimientos con los que Hitler contaba se volvieron contra él a causa de Austria, su patria. Los autores de la paz de 1919 habían impuesto a este país una independencia artificial que constituía una garantía para la seguridad de Italia, al crear un Estado que actuaba como tapón entre ella y Europa. Si Alemania se la anexionaba o llevaba a ella su control, el aislamiento cesaría. Además, existían 300 000 personas de lengua alemana en el Tirol meridional convertido en el Alto Adigio, y los viejos austríacos seguían sintiéndose, en el fondo de su alma, alemanes. Si el nacionalismo germánico triunfaba en Austria, surgiría otro peligro.
Hitler sabía bien que unas buenas relaciones con Italia le reportarían más ventajas que un entendimiento cordial con los polacos. En Mein Kampf ya designaba a Italia como aliada predestinada contra Francia. En 1934, todo el mundo podía comprender que una amistad entre los dos dictadores sería de un inmenso valor para Alemania durante un «período de peligro». No obstante, Hitler experimentaba más dificultades en renunciar a Austria, por simpatía hacia Italia, que en retrasar la controversia sobre Dantzig y el pasillo, por simpatía hacia Polonia. Esta línea de conducta se la dictaba más el hombre que el jefe del pueblo alemán, el cual pensaba más bien lo contrario. En Austria había sido un nacionalista germánico mucho antes de convertirse en el jefe del nacionalismo alemán. Por otra parte, la cuestión austríaca se imponía frente a las necesidades de la alta política. La Austria independiente se encontraba en muy mala coyuntura y no había recobrado la confianza en sí misma después de los tratados de paz, aunque de ellos hubiese salido muy bien parada desde el punto de vista económico. Los clericales y los socialistas seguían siendo enemigos irreconciliables a los que ni siquiera la amenaza alemana llevó a un acercamiento. Dollfuss, canciller clerical, se situó bajo la protección italiana y, empujado por Mussolini, destruyó el movimiento socialista y la República democrática en febrero de 1934.
Esta guerra civil estimuló a los nazis austríacos. La dictadura clerical era impopular y esperaban que se uniesen a sus filas los antiguos socialistas. Alemania les envió dinero y armas; la radio de Múnich los estimuló. No constituían, sin embargo, como se pensó en el extranjero, unos simples agentes alemanes, sobre los que éstos actuaban a capricho. A Hitler le resultaba fácil excitarlos, pero no tanto calmarlos, sobre todo cuando pensaba que él mismo, de no haberse convertido en el jefe de Alemania, habría sido uno de aquellos agitadores nazis. Todo lo que se podía esperar de él es que no enconase más la cuestión austríaca. «Estoy dispuesto a no hablar de Austria durante algunos años, pero no puedo decírselo a Mussolini», declaró ante sus ministros[12]. Los diplomáticos alemanes, incapaces de frenarlo, pensaron que podría hacer algunas concesiones si se encontraba con Mussolini, y así dispusieron la entrevista entre los dos dictadores para el 14 de junio, en Venecia. Por primera vez, que no sería la única, Mussolini era llamado para llevar a cabo lo que a cualquier otro le era extremadamente difícil: «moderar» a Hitler.
La reunión no dio los resultados apetecidos. Los dos hombres comprobaron su común aversión hacia Francia y hacia la Rusia soviética; tan contentos les puso su acuerdo en este punto que se olvidaron de discutir la cuestión austríaca. Hitler renunció, con bastante sinceridad, a su deseo de anexionársela. «Una persona con ideas independientes» sería el canciller de Austria; habría elecciones libres y, más tarde, los nazis se incorporarían al gobierno. Sencilla solución: Hitler conseguiría lo que deseaba sin haber tenido que combatir. Los nazis, replicó Mussolini, debían abandonar su campaña terrorista y Dollfuss, entonces, los trataría mucho más amistosamente, lo cual no sería problema, en el momento que aquellos resultasen inofensivos[13]. Hitler, por supuesto, no hizo nada por satisfacer esta petición; no trató de frenar a los nazis austríacos, quienes, excitados por los acontecimientos que habían tenido lugar en Alemania el 30 de junio, quisieron también recibir su bautizo de sangre. El 25 de julio, los de Viena ocuparon la Cancillería, asesinaron a Dollfuss y trataron de hacerse con el poder. Hitler, aunque le alegrara la muerte de Dollfuss, no pudo hacer nada para ayudar a sus partidarios austríacos. Las tropas italianas se aproximaron ostensiblemente a la frontera con Austria, y Hitler tuvo que presenciar, impotente, cómo Schuschnigg, sucesor de Dollfuss, restablecía el orden.
La revuelta austríaca proporcionó a Hitler una humillación gratuita, y destruyó igualmente el hermoso equilibrio del que Mussolini se prometía obtener tantos beneficios. Este último esperaba que la política alemana seguiría su línea anterior, y que Hitler se limitaría a reclamar concesiones de Francia, primero, y de Polonia, después, pero dejando a Austria a un lado. Podría él representar, entonces, el papel de mediador entre Alemania y Francia, recibiendo recompensas de ambas partes, sin tener que comprometerse ni con la una ni con la otra. Pero se habían vuelto las tornas: al estar amenazada Austria, Italia necesitaba del apoyo francés. Y Mussolini tenía que convertirse en defensor de los tratados y en paladín de la seguridad colectiva, cuando, hasta entonces, había sido él el abogado de la revisión… a costa de los demás. Los ingleses aceptaron satisfechos el viraje que habían dado los acontecimientos; y no es extraño, si se tiene en cuenta la importancia que, sin que se sepa la razón, siempre habían concedido a Italia. Nunca consideraron el hecho clarísimo de la debilidad económica de Italia: su carencia de carbón, la ausencia relativa de industria pesada… Veían en ella, simplemente, una «gran potencia», y unos cuantos millones de hombres, incluso mal armados, les parecían temibles en comparación con sus propias fuerzas, tan limitadas. La palabrería de Mussolini les confirmaba igualmente en su parecer. Lo calificaban de hombre fuerte, de caudillo guerrero, de gran estadista; le daban crédito.
Los franceses, al principio, se mostraron menos acomodaticios. Barthou esperaba cerrar el camino a Alemania, sin tener que pagar el precio reclamado por Mussolini. Su solución era un Locarno oriental: Francia y Rusia garantizando el statu quo que imperaba al este de Alemania, como Inglaterra e Italia garantizaban el del oeste. El proyecto disgustaba tanto a Alemania como a Polonia, que eran los dos países más interesados. La primera no quería ver cómo la influencia francesa se extendía por la Europa oriental; la segunda estaba más que resuelta a no permitir que Rusia reapareciese en el escenario europeo. Hitler, de acuerdo con su costumbre, esperó, dejando que los polacos echasen por tierra el proyecto de aquel Locarno oriental. Barthou tuvo que resignarse con un vago acuerdo, según el cual Francia y la URSS intervendrían conjuntamente en el caso de que se les pidiera que lo hiciesen. Por añadidura, los días del político francés estaban contados. En octubre de 1934, Alejandro de Yugoslavia acudió a Francia para consolidar su alianza con este país. En Marsella, un terrorista croata, instruido en Italia, lo asesinó. Barthou, sentado a su lado, fue herido por la misma bala; lo dejaron morir desangrado en plena calle. Pierre Laval, su sucesor, era hombre de formación más moderna y, sin duda, el más inteligente y menos escrupuloso de los estadistas franceses del momento. Había empezado como socialista de extrema izquierda y, como muchos antiguos socialistas, Mac Donald, por ejemplo, tenía una pésima idea de la Rusia soviética y una inmejorable opinión de la Italia fascista. Aunque dejara seguir la política de Barthou hasta llegar a la firma de un pacto francosoviético, en mayo de 1935, el pacto quedó en el aire, sin que nunca fuese completado por unas conversaciones de carácter militar; sin que nunca fuese tomado en serio por gobierno francés alguno, ni quizá, siquiera, por los propios rusos. Todo lo que los franceses obtuvieron de él fue que Stalin diese orden a los comunistas de Francia para que no perturbasen las actividades conducentes a reforzar la defensa nacional —orden que casi se bastó por sí misma para transformar a los patriotas franceses en derrotistas—.
Laval había puesto todas sus esperanzas en Italia. Visitó Roma y pensó de buen grado que la cuestión austríaca había curado a Mussolini de sus aspiraciones revisionistas. En punto a Hitler, parecía que Laval hiciese deliberadamente todo lo posible para consolidar la unidad de frente contra Alemania. Hitler se desembarazó, despectivamente, de las últimas restricciones sobre el rearme alemán y, al final, en marzo de 1935, anunciaba el restablecimiento del servicio militar obligatorio.
Por primera vez, los antiguos vencedores opusieron alguna resistencia. En abril de aquel mismo año se celebró una gran reunión en Stresa: acudieron a ella Mac Donald y Simon, Flandin, Presidente del Consejo francés, y Laval, y, desde luego, Mussolini, que estaba en su propia casa. No se había producido nada semejante desde las sesiones del Consejo Supremo, en época de Lloyd George. Fue un último despliegue de la solidaridad aliada, un eco burlón de los días de victoria, que resultaba tanto más extraño cuanto las tres potencias que habían «permitido a la democracia liberal instalarse en el mundo», se encontraban representadas por unos socialistas renegados, dos de los cuales, Mac Donald y Laval, se habían declarado en contra de la guerra de 1914, y el tercero, Mussolini, había acabado con la democracia en su propio país. Italia, Francia y Gran Bretaña se comprometieron solemnemente a mantener la organización existente en Europa y a resistir toda tentativa de modificarla por la fuerza. Palabras impresionantes, pero que llegaban tarde, en unos momentos en los que tantas cosas ya habían cambiado. Cabe preguntarse: ¿eran sinceros los tres estadistas? Los italianos prometieron enviar tropas para defender Belfort, y los franceses enviar tropas para defender el Tirol. La verdad es que cada una de las potencias esperaba ser ayudada, sin tener que ofrecer nada a cambio. Y todos se alegraban de ver cómo los demás habían de hacer frente a no pocas dificultades.
Hitler, por su parte, acababa de recibir un importante estímulo moral. En enero de 1935, el Sarre, separado del Reich en 1919, votó por la determinación de su porvenir. La mayoría de sus habitantes eran obreros industriales, socialdemócratas o católicos. Sabían lo que les esperaba en Alemania: la dictadura, la destrucción de los sindicatos, las persecuciones religiosas. Sin embargo, en el curso de unas elecciones, indiscutiblemente libres, el 90% votó por la reincorporación a Alemania. Ésta era la prueba de que la llamada del nacionalsocialismo resultaría irresistible en Austria, en Checoslovaquia, en Polonia. Con esta fuerza en las manos, Hitler no perdió el tiempo con nuevas demostraciones diplomáticas, pasadas de moda. No había transcurrido un mes desde que se celebrara la reunión de Stresa, cuando ya repudiaba las últimas cláusulas del Tratado de Versalles, relativas al desarme, «dado que las otras potencias no habían cumplido con la obligación, que habían aceptado, de proceder al desarme». Prometió, simultáneamente, respetar las disposiciones territoriales de Versalles y las estipulaciones de Locarno. El sistema de seguridad «artificial» acababa de morir, lo cual probaba con toda evidencia que un sistema no puede sustituir a la acción, sino sólo facilitarle oportunidades. En dos años, Hitler se había desembarazo de todas las restricciones impuestas al rearme y no había tenido que hacer frente en ningún momento a un verdadero peligro. Este estado de cosas confirmó la lección que él ya había sacado de la experiencia alemana: quien tuviese más templados los nervios, siempre conseguiría la victoria. Nunca su «bluff», si es que había «bluff», fracasaría. Desde aquel momento, iba a avanzar con la «seguridad de un sonámbulo», y los acontecimientos de los doce meses siguientes no harían sino reforzar su punto de vista.