LOS DIEZ AÑOS QUE SIGUIERON A LA GUERRA
En el paréntesis que se abrió entre las dos guerras, la historia de Europa giró en torno al «problema alemán». Su solución era la solución de todo. Sin embargo, si no se resolvía, Europa no volvería a recobrar la paz. Comparándolos con éste, todos los demás problemas perdían importancia. El peligro bolchevique, por ejemplo —que nunca llegó a ser tan grave como lo creía la gente—, cesó bruscamente cuando los ejércitos rojos fueron arrojados de Varsovia en 1920; a partir de este momento, el comunismo perdió, para los veinte años que seguirían, toda oportunidad de imponerse más allá de las fronteras rusas. De igual modo, el «revisionismo» húngaro hizo mucho ruido, allá, por los años veinte, aunque, desde el punto de vista territorial, menos que el «revisionismo» alemán. Proyectó apenas una sombra de guerra local, en modo alguno hizo que se pensase en una conmoción general. También Italia tuvo fricciones con Yugoslavia por asuntos relativos al Adriático y, como consecuencia, se declaró de inmediato nación «insatisfecha». Esta discusión no pasó de los grandes titulares de los periódicos, sin llegar a despertar alarma. Todo ello contribuiría a que el problema alemán quedase casi como único y ello constituía un hecho nuevo. Ya en 1914 el poderío alemán había supuesto un quebradero de cabeza; pero también habían surgido otros: el deseo de Rusia de incorporarse Constantinopla, el francés de recuperar la Alsacia-Lorena, el irredentismo italiano, el problema de los eslavos del Sur, afincados en Austria-Hungría, la agitación interminable de los Balcanes… Sin embargo, en el momento que nos ocupa, sólo existía uno: el de la posición alemana.
Hubo otra importante diferencia con el período anterior. Antes de 1914, las relaciones entre las grandes potencias europeas habían sido frecuentemente influidas por cuestiones extraeuropeas: Persia, Egipto, Marruecos, África tropical, Turquía asiática, Extremo Oriente, etc. Algunos expertos observadores creían, equivocadamente, que los asuntos europeos habían perdido su agudeza. H. N. Brailsford, persona inteligente y bien informada, escribió a principios de 1914: «Los peligros que obligaron a nuestros predecesores a formar coaliciones y a librar varias guerras de carácter continental, han desaparecido para siempre… En la medida en que algo pueda ser cierto en política, puede decirse que las fronteras de nuestros Estados nacionales y modernos han alcanzado su trazado definitivo». Ocurrió exactamente lo contrario. Europa se vio transformada de los pies a la cabeza y el tormento de los políticos empezó de nuevo. Ni uno sólo de los problemas exteriores que habían sido causa de dificultades antes de 1914, volvió, en el período entre las dos guerras, a motivar ninguna crisis seria en Europa. Nadie, por ejemplo, supuso que Inglaterra y Francia pudiesen disputar por Siria, como habían estado a punto de hacerlo por Egipto. Sólo hubo una excepción: la cuestión de Abisinia en 1935, que sólo afectó a Europa en cuanto parte de la Sociedad de Naciones y no pasó de ser un conflicto de orden puramente africano. Aparentemente, se produjo otro, el referido al Extremo Oriente, pero éste se refirió directa y únicamente a Inglaterra.
Otra novedad fue la de que Inglaterra se convirtiese en la sola potencia con carácter mundial de Europa. Ya lo era antes de 1914; pero también pesaban considerablemente Rusia, Alemania y Francia en la «era del imperialismo». Posteriormente, Rusia quedó al margen de Europa y en alianza con la rebelión antieuropea de los pueblos colonizados. Alemania había perdido sus colonias y había renunciado, por lo menos provisionalmente, a sus ambiciones imperialistas. Francia, aunque seguía siendo una potencia colonial, se sentía obsesionada por las dificultades europeas y relegaba a segundo plano su imperio; su preocupación básica se centraba en sus fricciones con los demás, incluida Inglaterra. El Extremo Oriente demostraba hasta qué punto habían cambiado las cosas. Antes de 1914, existía en él un equilibrio tan complicado como el de Europa. El Japón tenía que contar con Rusia, con Alemania y con Francia, así como con Inglaterra, y esta última podía intervenir ya a su lado, ya en contra de él. Durante algunos años después de terminada la guerra, los Estados Unidos mantuvieron igualmente una política extremadamente activa, que pronto habrían de abandonar. En 1931, con ocasión de la crisis de Manchuria, Inglaterra se encontró prácticamente frente al Japón. Este hecho nos permite comprender el porqué los ingleses se sentían apartados de las potencias europeas y experimentaban con frecuencia el deseo de retirarse de la política continental.
Igualmente, podemos entender la razón por la cual el problema alemán se convirtió en una cuestión exclusivamente europea. Ni los Estados Unidos ni el Japón se consideraban amenazados por un país que no tenía ni flota, ni, en apariencia, intereses coloniales. Inglaterra y Francia se daban perfectamente cuenta de que habían de resolver este problema solas. Inmediatamente después de 1919, supusieron que llegarían rápidamente a una solución, cuando menos si el Tratado era aplicado honradamente, y en este punto no estaban del todo equivocadas. Las fronteras de Alemania quedaron trazadas definitivamente cuando un plebiscito, que se interpretó de modo bastante artificial, llevó al reparto de la Alta Silesia entre ella y Polonia. Su desarme se iba efectuando con más lentitud y con más subterfugios de lo que preveía el Tratado, pero, al fin, se efectuaba. El ejército alemán había dejado de constituir una fuerza de mayor importancia y nadie tenía que inquietarse por una guerra con Alemania, que no estallaría en muchos años. Las evasivas se produjeron bastante tarde; y, entonces, algunas personas declararon que las cláusulas relativas al desarme no habían sido respetadas o que no poseían valor alguno. Sin embargo, se consiguió con ellas, en tanto estuvieron en vigor, el fin perseguido. Todavía, en 1934, Alemania no podía aspirar a hacer la guerra a Polonia y, mucho menos, a Francia. Algunas otras disposiciones del Tratado, tales como el juicio de los criminales de guerra, fueron abandonadas, después de algunas tentativas infructuosas. En este punto, se capituló ante las protestas y la obstrucción de los alemanes, pero, sobre todo, porque se llegó al convencimiento de que era absurdo perseguir a unos criminales de guerra de «segunda fila», en tanto que el principal responsable, Guillermo II, se encontraba seguro en Holanda.
En 1921, se habían satisfecho muchas de las obligaciones del Tratado. Podía pensarse, con razón, que aquel instrumento perdería su carácter contencioso. Los hombres no pueden disputar indefinidamente sobre una cuestión que ha quedado zanjada, aunque haya sido grande la cólera experimentada en los primeros momentos. Los franceses, que se habían olvidado de Waterloo, trataron de olvidarse, incluso, de Alsacia-Lorena, a pesar de sus reiteradas manifestaciones en el sentido de que continuaban teniendo presente este asunto. Los alemanes podían olvidar también, o, en todo caso, aceptar, cuando pasase algún tiempo. El problema del poderío alemán seguía en pie, pero no se vería agravado por una voluntad decidida de quebrantar el acuerdo de 1919 a la primera oportunidad. Sin embargo, sucedió todo lo contrario: el resentimiento contra el Tratado creció de año en año. Por una parte, no se aplicó enteramente, y las discusiones a este propósito pusieron sin cesar en tela de juicio su contenido. El asunto de las reparaciones constituyó la parte no aplicada —he aquí un ejemplo de las consecuencias de la buena voluntad, o, por mejor decir, de la ingenuidad—. En 1919, los franceses quisieron dejar bien sentado el principio de que Alemania «pagaría la factura», pero quedó mal definida la obligación, en la que iba confusamente implícita la necesidad de incrementar los pagos a medida que Alemania se fuese recuperando económicamente. Los americanos, con mejor sentido, propusieron que se fijase una cantidad exacta. Lloyd George pensó que, dado el extremo de tensión que se había alcanzado en 1919, la suma quedaba fuera de las posibilidades alemanas. Esperaba que, con el tiempo, todo el mundo, y él el primero, entraría en razón: los Aliados formularían una petición lógica, los alemanes harían una oferta igualmente lógica, y los números presentados por unos y otros serían casi los mismos. Se puso, pues, del lado de los franceses, aunque por distintos motivos: éstos aspiraban a unas cantidades extraordinariamente elevadas, él pretendía rebajarlas. Los americanos terminaron por ceder. El Tratado estableció, sólo, el principio de las reparaciones, cuyo monto sería fijado posteriormente.
Lloyd George pretendió facilitar la reconciliación con Alemania, y lo que consiguió fue hacerla casi imposible, ya que las diferencias entre los franceses y los ingleses surgieron de nuevo en cuanto se trató de determinar una cantidad: los primeros trataban de que fuese elevada; los segundos, de reducirla. Los alemanes no demostraron ninguna buena voluntad para colaborar; lejos de valorar su capacidad de pago, rodearon de confusión sus asuntos económicos, pues comprendían que si los aclaraban, se verían inmediatamente en la precisión de rendir cuentas. En 1920, los Aliados celebraron varias conferencias extremadamente agitadas; en ese mismo año, tuvieron otra con los alemanes; en 1921, más conferencias, y, más aún, en 1922. En 1923, los franceses trataron de intimidar a los alemanes y ocuparon la cuenca del Ruhr. Al principio, éstos replicaron con la resistencia pasiva, y, más tarde, se sometieron sin reservas empujados por la catástrofe de la inflación. Los franceses, casi tan extenuados como los alemanes, aceptaron una fórmula de compromiso: el plan Dawes —redactado en gran parte por presión inglesa— que fue dirigido por su creador, un político americano. Este arreglo provisional no satisfizo ni a los franceses ni a los alemanes, pero las reparaciones fueron efectivamente pagadas durante los cinco años siguientes. Más tarde, se celebró una nueva conferencia y se produjeron nuevos litigios, y nuevas acusaciones, y más demandas, y otras evasivas. El plan Young, dirigido también por un americano, nació inmediatamente. Acababa apenas de empezar a operar, cuando la gran crisis económica alcanzó a Europa. Los alemanes afirmaron que ya no podían pagar. En 1931, la moratoria Hoover suspendió las reparaciones por doce años. En 1932, otra conferencia, reunida en Lausana, puso punto final a esta cuestión. Para llegar a un acuerdo definitivo, habían sido necesarios trece años de desconfianzas y de agravios por parte de todos. Y, al final, los franceses se creyeron engañados, y los alemanes, robados. Las reparaciones habían mantenido la pasión de la guerra.
De cualquier modo, no cabe duda de que dicha cuestión fue motivo de disputas y, a causa de la incertidumbre que reinó constantemente, las disputas se hicieron crónicas. En 1919, mucha gente creía que el pago de las reparaciones reduciría a Alemania a una pobreza asiática. J. M. Keynes, como todos los alemanes, fue de esta opinión, y, probablemente, también lo pensasen muchos franceses, aunque a ellos no les entristeciese la perspectiva. En el curso de la Segunda Guerra Mundial, un francés, joven e ingenioso, Etienne Mantoux, demostró que Alemania habría podido pagar las reparaciones sin empobrecerse, y Hitler lo probó prácticamente cuando hizo que el gobierno de Vichy le entregase grandes sumas de dinero; pero este extremo ofrece sólo un interés académico. Seguramente Keynes y los alemanes exageraban sus temores en gran medida. Seguramente, el empobrecimiento de Alemania fue motivado por la guerra, no por las reparaciones. Seguramente, los alemanes hubiesen podido pagar si hubiesen hecho del pago una cuestión de honor, planteada equitativamente. En efecto, como todo el mundo sabe hoy, Alemania ganó mucho en las transacciones financieras de los años veinte; y recibió todavía más de los prestamistas particulares (cantidades que, por otra parte, no llegó a devolver) de lo que pagó a cuenta de las reparaciones, Esto no fue ningún consuelo para los contribuyentes alemanes, que no habían sido, por supuesto, los prestatarios. Ni tampoco para los contribuyentes de los países aliados, pues vieron cómo se entregaba a los Estados Unidos, para saldar las deudas de guerra, las mismas cantidades recibidas de Alemania. En resumidas cuentas, el único resultado económico de las reparaciones fue el de crear una serie de empleos para muchos contables; su valor, pues, se redujo a un puro símbolo. No sirvieron sino para crear resentimientos, sospechas, un clima de hostilidad internacional… Y, en mayor grado que cualquiera otra circunstancia, prepararon el camino para la Segunda Guerra Mundial.
Las reparaciones afirmaron a los franceses en una actitud de resistencia hostil, aunque sin esperanza. En resumidas cuentas, reclamaban algo que, en justicia, les pertenecía. La zona nordeste de su país había sido asolada y, al margen de la cuestión de las responsabilidades por razón de la guerra, era lógico que los alemanes les ayudasen a reparar los daños habidos. Pero, siguiendo el ejemplo de los otros aliados, los franceses no jugaron limpio en esta cuestión. Algunos, pretendían arruinar a Alemania para siempre. Otros, esperaban que las reparaciones no fuesen pagadas para que, en consecuencia, el ejército de ocupación pudiese continuar en Renania. A los contribuyentes franceses se les dijo que los alemanes pagarían y, cuando aquéllos vieron que sus impuestos aumentaban, se indignaron contra éstos. A la postre, los franceses fueron engañados: no obtuvieron prácticamente nada, a excepción de una censura moral por haber reclamado las reparaciones. Desde el punto de vista galo, se habían extremado las concesiones con el solo objeto de complacer a los alemanes y, en definitiva, acabaron por retirar todas sus demandas. Ahora bien, los alemanes salieron del asunto más descontentos que nunca. Los franceses llegaron a la conclusión de que cualesquiera otras concesiones en los demás terrenos —el del desarme o el de las fronteras— carecerían igualmente de importancia, y pensaron también, aunque con menor convicción, que se llegarían a hacer tales concesiones. El rasgo fundamental del pueblo francés, que lo caracterizaría durante los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial, fue la falta de confianza en sus dirigentes y en sí mismo. Este cinismo desesperado tiene un origen antiguo y complejo que los historiadores han analizado a menudo con detalle; pero la cuestión de las reparaciones fue su causa directa, práctica. Los franceses habían salido indudablemente perdiendo y sus dirigentes demostraron una singular incapacidad para cumplir sus promesas. Las reparaciones hicieron tanto daño a la democracia francesa como a la alemana.
Tuvieron igualmente una nefasta influencia en las relaciones entre Francia e Inglaterra. En los últimos momentos del conflicto, los ingleses —tanto los políticos como el común de la población— habían compartido el entusiasmo que sentían los franceses por las reparaciones. Fue un estadista británico, y de alto prestigio, quien propuso que se exprimiese al máximo a los alemanes, e incluso Lloyd George fue partidario de tal medida, aunque más tarde afirmase otra cosa; y es que los ingleses cambian con facilidad de opinión. Tras apoderarse de la marina mercante alemana, empezaron a denunciar la locura de las reparaciones; quizá lo hiciesen influidos por las obras de Keynes. Puede decirse, sin embargo, en un plano menos ideal, que el principal motivo que los impulsó fue el de restaurar la vida económica de Europa para que las industrias británicas de exportación recobrasen su anterior prosperidad. Escucharon complacidos la enumeración que hacían los alemanes de las desdichas que seguirían a los pagos que habían de hacer. Condenaron, pues, las reparaciones, y, de paso, condenaron igualmente otras cláusulas del Tratado. Las reparaciones eran injustas, y, en consecuencia, lo eran igualmente el desarme de Alemania, o la frontera con Polonia, o la existencia de los nuevos Estados nacionales. En conjunto, se trataba de algo más que de un daño; se trataba de una causa justificada de queja por parte de los alemanes que no se contentarían, ni recobrarían la prosperidad si no se abrogaban aquellas cláusulas. Los ingleses se indignaban ante la lógica de los franceses, ante la ansiedad que los embargaba cuando se hablaba de la recuperación alemana, y especialmente ante su insistencia para que los tratados, una vez firmados, se respetasen. Sus pretensiones respecto a las reparaciones constituían otros tantos absurdos, perjudiciales y peligrosos; lo mismo cabía decir de sus exigencias a propósito de la seguridad. En verdad, los ingleses tenían algunas razones plausibles para quejarse. En 1931, tuvieron que abandonar el patrón oro, en tanto los franceses, que pretendían estar arruinados como consecuencia de la guerra, se hallaban en poder de una moneda estable y de la mayor reserva oro de Europa. ¡Mal comienzo de unos años difíciles! El desacuerdo entre ingleses y franceses a propósito de las reparaciones, hizo casi imposible una línea de acción común durante los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.
Pero el efecto más catastrófico de las reparaciones habría de ejercerse sobre los propios alemanes. Desde luego, no fue éste su único motivo de lamentación: habían perdido la guerra y también habían perdido no pocos territorios; se habían visto obligados a proceder al desarme; se les había culpado de una guerra de la que no se sentían responsables. Se trataba, sin embargo, de agravios de carácter moral, de simples motivos de queja: en ningún caso de imputaciones tales como para perturbar el curso de su vida cotidiana. Ahora bien, las reparaciones afectaron, o parecieron afectar, a los alemanes en lo más íntimo de su ser. Sería inútil discutir ahora, como inútil lo fue en 1919, si las reparaciones empobrecieron o no a Alemania. Ningún alemán estaba dispuesto a aceptar el punto de vista adoptado por Norman Angell, en The Great Illusion, y según el cual la indemnización que Francia pagara a Alemania en 1871, había beneficiado a aquélla y perjudicado a ésta. El sentido común nos enseña que un hombre se empobrece cuando se desprende de su dinero, y lo que es cierto para el individuo parece que lo sea igualmente para una nación. Alemania pagaba reparaciones, en consecuencia se empobrecía; de ahí que, un tanto elementalmente, se concluyese que las reparaciones eran la causa única del empobrecimiento alemán. El hombre de negocios en apuros, el maestro mal remunerado o el parado echaron la culpa de sus males a las reparaciones. El llanto de los niños hambrientos se alzaba contra ellas. Los ancianos caminaban hacia la tumba a causa de las reparaciones. La gran inflación de 1923 fue atribuida a la misma causa, como lo sería la de 1929. Y no pensaban así tan sólo el hombre de la calle, sino también los expertos financieros y los políticos más distinguidos. La campaña contra la Diktat no necesitaba agitadores. La menor dificultad económica incitaba a los alemanes a sacudirse «las cadenas de Versalles».
Cuando la gente rechaza un tratado, no se puede esperar de ella que determine la cláusula precisa que repudia. Los alemanes creyeron en principio, con más o menos razón, que las reparaciones los llevaban a la ruina, y pronto tuvieron la convicción, mucho menos razonable, de que era el tratado, en su totalidad, la causa de su lamentable situación. Finalmente, volviendo sobre sus pasos, concluyeron que su ruina había sido originada por algunas cláusulas que nada tenían que ver con las reparaciones. Por ejemplo, el desarme podía resultar humillante, poner a Alemania en situación de ser invadida por los polacos o por los franceses, pero, económicamente, era favorable en tanto en cuanto no ejercía efecto alguno[1]. Sin embargo, no fue esto lo que pensó el alemán medio: si las reparaciones lo empobrecían, otro tanto había de ocurrir con el desarme e incluso con las cláusulas territoriales. Claro es que este último aspecto ofrecía sus inconvenientes. La frontera oriental hacía que no pocos alemanes quedasen dentro de Polonia y que no pocos polacos se viesen desplazados a Alemania. Se habría podido mejorar la situación mediante un canje de personas, si bien semejante solución repugnaba al concepto que de la civilización se tenía a la sazón. Pero un juez imparcial, si es que hubiera podido encontrarse, no habría visto muchos inconvenientes en este arreglo territorial, una vez admitido el principio de los Estados nacionales. El llamado pasillo polaco estaba habitado en gran parte por polacos, y las medidas tomadas para asegurar las comunicaciones ferroviarias con la Prusia oriental, eran acertadas. Desde el punto de vista económico, más le hubiera valido a Dantzig ser incorporado a Polonia. Y, en cuanto a las antiguas colonias alemanas, origen de constantes quejas, siempre habían sido causa de gastos y no fuente de ingresos.
Todos estos detalles no se tuvieron en cuenta ya que se subordinó todo el Tratado a la cuestión de las reparaciones. Los alemanes creían que estaban mal vestidos, hambrientos o sin trabajo porque Dantzig era una ciudad libre, porque el pasillo separaba a Prusia del Reich, o porque su país se había quedado sin colonias. Incluso Schacht, el banquero, hombre de notable inteligencia, atribuyó las dificultades financieras de Alemania a la pérdida de sus colonias, idea que continuó sosteniendo, sin duda sinceramente, incluso después de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes no fueron los únicos en mantener este criterio; con ellos, fue compartido por ingleses de espíritu tan liberal como Keynes, por casi todos los dirigentes del partido laborista y por todos los americanos que se interesaban por las cuestiones europeas. Sin embargo, es difícil comprender cómo la pérdida de las colonias y de algunos territorios europeos habría podido paralizar la economía alemana. Después de la Segunda Guerra Mundial, Alemania ha sufrido pérdidas mucho más importantes, lo cual no ha impedido que alcance un nivel de prosperidad más elevado que en cualquier otro momento de su historia. Es imposible encontrar una demostración más clara al hecho de que las dificultades económicas experimentadas entre las dos guerras fueron originadas por defectos de su política interior y no porque sus fronteras fuesen determinadas injustamente. No obstante, esta demostración resulta vana: todos los libros de texto continúan atribuyendo las dificultades al Tratado de Versalles. El mito fue, y sigue siendo, llevado más lejos. En principio, se hizo responsable al Tratado de los problemas económicos; más tarde, se observó que los problemas seguían en pie. Y de ahí se llegó a la conclusión de que no se había hecho nada antes de 1938 para reconciliarse con Alemania o para modificar el sistema establecido en 1919; cuando se intentó, era ya demasiado tarde.
Nada más lejos de la verdad. Las reparaciones fueron revisadas constantemente, con la intención de disminuirlas, si bien es cierto que se empleó demasiado tiempo en la revisión. En otro aspecto, la conciliación fue intentada desde antes con éxito. Lloyd George llevó a cabo la primera tentativa. Sustrayéndose a duras penas de la cuestión de las reparaciones, resolvió convocar una nueva y más auténtica conferencia de paz, a la que todo el mundo asistiría: los Estados Unidos, Alemania, la Rusia soviética y los Aliados. Era posible arrancar de un nuevo punto de partida. La iniciativa de Lloyd George fue secundada por Briand, por aquel entonces Presidente del Consejo, y que era otro mago político, capaz de hacer esfumarse los problemas. Pero la asociación duró poco. En enero de 1922, la Cámara derribó a Briand, so pretexto de que había sido puesto en ridículo por Lloyd George, pero en realidad su caída fue motivada porque se mostraba «débil» en lo que se refería al Tratado de Versalles. La oferta británica de garantizar la frontera oriental de Francia no impresionó a Poincaré, sucesor de Briand, y el representante francés que asistió a la conferencia de Génova, de abril de 1922, insistió únicamente en el pago de las reparaciones. Los americanos se negaron a participar en la reunión.
Los rusos y los alemanes sí acudieron a ella pensando, no sin razón, que lo que se quería era enfrentarlos. Los primeros serían invitados a reclamar reparaciones a Alemania; los segundos, a unirse a la explotación de Rusia. Ahora bien, los representantes de los dos países se reunieron secretamente en Rapallo y se pusieron de acuerdo para no perjudicarse mutuamente. El Tratado de Rapallo hizo fracasar la conferencia de Génova y tuvo un gran eco mundial. Se consideraba entonces a los bolcheviques como seres fuera de la ley y se acusó a los alemanes de maquiavelismo por haber llegado a un entendimiento con ellos. Posteriormente, cuando los alemanes pasaron a desempeñar el papel de «ofensores», la mala fe de los acuerdos de Rapallo fue imputada a los rusos.
En la realidad, este tratado tuvo un carácter modesto y negativo. Es verdad que impidió una coalición europea para cualquiera nueva intervención en Rusia y que hizo imposible un resurgir de la Triple Entente[2], pero, también es cierto que ninguna de estas dos posibilidades presentaba un valor práctico. Sea como fuere, lo que sí se puede afirmar es que el Tratado apenas ofrecía posibilidad de colaboración entre los dos signatarios. Ninguno de ellos estaba en condiciones de oponerse a la fórmula de paz que había sido propuesta y lo único que pedían es que se les dejase tranquilos. Su consecuencia más tangible consistió en que los alemanes prestasen cierta ayuda económica a la Rusia soviética, aunque menor —lo cual no deja de ser absurdo— que la que le brindaran los americanos, los cuales no habían reconocido al régimen soviético. Los rusos, por su parte, permitieron a los alemanes eludir las restricciones del Tratado de Versalles (del cual ellos no eran parte), al autorizarles el montaje en su territorio de algunas escuelas de pilotos y de ciertos centros de estudio de los gases de combate. En definitiva, pequeñeces. La amistad germanorrusa nunca llegó a ser sincera y ambas partes lo sabían. Los generales y los elementos conservadores alemanes que la preconizaron, despreciaban a los bolcheviques, quienes, a su vez, aplicaban el principio de Lenin según el cual a un hombre hay que tenderle la mano antes de echársela al cuello. Rapallo demostró que a Rusia y a Alemania les resultaba fácil entenderse en términos negativos; muy caro, aunque también a muy largo plazo, habrían de pagar los Aliados esta amistad.
La conferencia de Génova constituyó el último esfuerzo creador de Lloyd George. Su postura como jefe espasmódicamente iluminado de una coalición oscurantista le impidió obtener cualquier resultado sorprendente. Cayó en el otoño de 1922. El gobierno conservador presidido por Bonar Law, que fue quien le sucedió, veía los asuntos europeos con gran escepticismo. Poincaré, a la sazón Presidente del Consejo, encontró vía libre para tratar de obligar a los alemanes al pago de las reparaciones mediante la ocupación del Ruhr. Así se quebró la línea de la conciliación, pero la ruptura no tuvo un carácter definitivo. Los franceses podían acariciar la esperanza de ver disgregarse Alemania, pero el único fin de la ocupación era el de obtener una oferta de pago por parte de los alemanes y la ocupación acabaría cuando se formalizase la promesa.
Esta medida de Poincaré ejerció un terrible efecto sobre el franco. El Presidente del Consejo pensó sin duda que Francia podía actuar independientemente, pero, a finales de 1923, llegó a la misma conclusión que Clemenceau, esto es: que lo primero que habían de buscar los franceses era estar en la más estrecha relación con Inglaterra y con los Estados Unidos. En 1924, los electores franceses pronunciaron su veredicto al elegir una coalición de las izquierdas hostil a Poincaré. La ocupación del Ruhr, con el tiempo, constituyó el argumento más poderoso en favor de la conciliación. Cabe preguntarse, entonces, ¿cómo terminó dicha ocupación? Mediante nuevas negociaciones con Alemania. De este modo se demostró palpablemente que tan sólo con la colaboración del gobierno alemán podría ser aplicado el Tratado de Versalles. En consecuencia, era preferible recurrir a la conciliación antes que a las amenazas. Este argumento fue válido entonces y siguió siéndolo después. Cuando Alemania empezó a librarse cada vez más de sus obligaciones, mucha gente —especialmente los franceses— pensaron en la ocupación del Ruhr y se preguntaron qué es lo que se podía conseguir con el empleo de la fuerza: únicamente nuevas promesas que sustituyesen a las que acababan de ser violadas. El precio sería ruinoso en comparación con tan pobres resultados. La seguridad sólo podía conseguirse ganándose a los alemanes, no amenazándoles.
La ocupación del Ruhr también ejerció algún efecto sobre Alemania. Si enseñó a los franceses cuán locas eran sus medidas coercitivas, también enseñó a los alemanes lo desatinada que era la resistencia. Todo terminó con una capitulación: la de Alemania, no la de Francia. Stresemann llegó al poder con la intención declarada de cumplir con el Tratado, lo cual, naturalmente, no quería decir que aceptase la interpretación que al mismo habían dado los franceses, no que estuviese dispuesto a satisfacer las peticiones de éstos, sino sencillamente que defendería los intereses alemanes por medio de negociaciones y no recurriendo a una resistencia activa. Estaba de igual modo tan resuelto como el nacionalista más avanzado a librarse del Tratado y de sus consecuencias: de las reparaciones, del desarme, de la ocupación de Renania, de la frontera con Polonia, pero esperaba conseguirlo merced a la presión constante de los acontecimientos, no por medio de amenazas y mucho menos de la guerra. Si muchos de sus compatriotas consideraban que era necesaria una revisión del Tratado para devolver a Alemania su poderío, él creía que la recuperación de ese poderío sería la que llevaría a la revisión del Tratado. Después de su muerte, cuando la publicación de sus documentos reveló claramente su intención de destruir las condiciones del Tratado, se alzó contra él un considerable e injustificado clamor. Si se partía de la existencia de una gran Alemania, grandeza que los mismos Aliados habían hecho posible con sus actos, una vez terminada la guerra, era inconcebible que cualquier alemán considerase Versalles como una solución permanente. Se planteaba una sola cuestión: el Tratado podía revisarse y Alemania volvería a ser la mayor potencia, bien pacíficamente bien por la guerra. Stresemann prefería el primer camino: pensaba que era el medio más seguro, más eficaz y menos costoso. Durante el curso de las hostilidades, había sido un nacionalista pugnaz, pero, aun entonces, si se había inclinado por la paz no había sido por principios más éticos que los de Bismarck. Como éste, miraba por los intereses de Alemania, lo que permite considerarlo tan gran alemán, tan gran estadista europeo, o, incluso más, que Bismarck. En todo caso, su papel fue más difícil, puesto que Bismarck sólo había tenido que mantener una situación existente en tanto él tuvo que crear una nueva. Su éxito se mide por el hecho de que, mientras vivió, Europa caminó a la vez hacia la paz y hacia la revisión.
Tales resultados no se debieron sólo a Stresemann. Los políticos aliados también tuvieron una participación, sobre todo Ramsay Mac Donald que tomó el poder en 1924 e imprimió su huella a la política exterior de la Gran Bretaña durante los quince años siguientes. Su nombre es hoy menospreciado e ignorada su existencia, cuando, sin embargo, debería considerársele como el modelo de cualquiera de los actuales estadistas occidentales que preconizan la colaboración con Alemania. Hizo frente en mayor grado que cualquier otro político inglés al «problema alemán» y trató de resolverlo. La coerción era ineficaz, como lo había demostrado la ocupación del Ruhr. La eventualidad de atraer a Rusia a Europa había sido descartada, con o sin razón, por los dos bandos allá, hacia los años veinte. No quedaba, pues otro camino que el de la conciliación y, si se decidía tomar por él había de hacerse sin reserva mental. Mac Donald no desconocía las inquietudes francesas y las recogió con más generosidad que cualquier otro político inglés anterior o posterior a él. La violación del Tratado, aseguró a Herriot en julio de 1924, «llevaría consigo el desmoronamiento de los cimientos permanentes sobre los que reposa la paz tan dificultosamente lograda». Tomó la iniciativa del abortado protocolo de Ginebra, en virtud del cual Gran Bretaña, como los demás miembros de la Sociedad de Naciones, garantizaba todas las fronteras de Europa. Pero, si se mostró tan generoso, fue porque consideraba infundadas aquellas inquietudes. Incluso en agosto de 1914, se había negado a ver en Alemania una potencia agresora y peligrosa, dispuesta a la dominación de Europa; en 1924 seguía pensando lo mismo. Las promesas del protocolo que parecían «negras… y enormes sobre el papel», constituían, en realidad, «una droga inofensiva para calmar los nervios». Todos los problemas podían resolverse por medio de «un acto continuado de buena voluntad». Lo importante era poner en marcha las negociaciones. Si podía animarse a los franceses a dar este paso haciéndoles únicamente promesas de seguridad, había que hacer las promesas, de igual modo que se incita a un niño a entrar en el agua asegurándole que el agua está caliente. El niño se da cuenta de que no es verdad, pero se acostumbra a la frialdad y aprende rápidamente a nadar. Otro tanto sucedería en las cuestiones internacionales. Cuando los franceses empezasen a reconciliarse con los alemanes, verían que la cosa era menos alarmante de lo que pensaban. La política británica debía consistir en invitar a los franceses a conceder mucho, y a los alemanes a pedir poco. «Llevémoslos muy especialmente a formular sus peticiones de modo tal que Gran Bretaña esté en condiciones de decir que apoya a ambas partes», declaró Mac Donald años más tarde.
Todo esto sucedía en el momento oportuno. Los franceses estaban dispuestos a evacuar el Ruhr cediendo en sus exigencias a propósito de las reparaciones, y los alemanes a presentar una oferta seria. La solución temporal obtenida por el plan Dawes y la mejora en las relaciones francoalemanas que de él se siguieron, fueron esencialmente obra de Mac Donald. Las elecciones de noviembre de 1924 derribaron al gobierno laborista, pero Mac Donald continuó influyendo indirectamente en la política exterior de la Gran Bretaña. El camino de la conciliación presentaba demasiados atractivos como para que cualquier gobierno inglés se decidiese a abandonarlo. Austen Chamberlain, conservador, que fue el sucesor de Mac Donald, se especializó en la lealtad (sin duda para expiar el pecado de signo contrario que su padre había cometido); le hubiera gustado volver a presentar el ofrecimiento de una alianza directa con Francia, pero la opinión pública —tanto de los conservadores como de los laboristas— era por aquel entonces totalmente opuesta a tal medida. Stresemann sugirió la solución: un pacto de paz entre Francia y Alemania, garantizado por Gran Bretaña e Italia. La fórmula sedujo considerablemente a los ingleses. Una garantía frente a un «agresor» no especificado correspondía exactamente a aquella justicia imparcial deseada por Grey antes de la guerra y que tanto predicara Mac Donald; los amigos de Francia, tales como Austen Chamberlain, podían sin embargo consolarse pensando que el único agresor imaginable sería Alemania, lo cual suponía en algún modo una alianza francobritánica. Los italianos se sintieron igualmente poderosamente atraídos, ya que, después de haber sido tratados como parientes pobres cuando terminó la guerra, se veían elevados al mismo nivel que los ingleses al ser considerados también como árbitros entre Francia y Alemania. A los franceses no les entusiasmó tanto la idea. La Renania continuaría desmilitarizada, pero, una vez puesta bajo la garantía angloitaliana, dejaría de constituir una posible vía de amenaza a Alemania.
Por su parte, los franceses también tenían al estadista que les convenía: Briand, quien, en 1925, había sido nombrado Ministro de Asuntos Exteriores. Valía tanto como Stresemann por su habilidad diplomática y tanto como Mac Donald por el alto vuelo de sus ideas; al mismo tiempo era un gran maestro en el arte de expresarse. Algunos de sus colegas hablaban como «duros» sin serlo, él hablaba como un «blando» sin serlo tampoco. El resultado de la ocupación del Ruhr había demostrado la inutilidad de la acción «dura»; Briand tenía una oportunidad más de encontrar la seguridad para su país valiéndose de las palabras. Anuló la ventaja moral conseguida por Stresemann al pedir a Alemania que prometiese respetar todas sus fronteras, tanto las del Este como las del Oeste. El gobierno de Berlín no podía aceptar. La mayoría de los alemanes admitían la pérdida de Alsacia-Lorena y pocos de ellos replantearon la cuestión antes de la derrota francesa de 1940, pero ninguno admitía la frontera con Polonia. Podía ser tolerada, mas no confirmada. Stresemann fue demasiado lejos, a juicio de los alemanes, en el camino de la conciliación, cuando ofreció firmar algunos tratados de arbitraje con Polonia y Checoslovaquia. Sin embargo, según él, Alemania pretendía «revisar» sus fronteras con ambos países, desde luego, pacíficamente, tal y como suelen afirmar los estadistas que aún no están a punto para hacer la guerra, aunque en boca de Stresemann la expresión pudiese ser sincera.
Fue así cómo se abrió una brecha en el sistema de seguridad: Stresemann repudiaba abiertamente las fronteras orientales. Los ingleses no querían hacer nada por llegar a un arreglo. Austen Chamberlain habló con suficiencia del pasillo polaco «por el cual ningún gobierno inglés querría o podría nunca arriesgar la vida de un granadero británico». Briand brindó una alternativa. Francia reafirmó sus alianzas con Checoslovaquia y con Polonia y los signatarios del pacto de Locarno admitieron que si los franceses actuaban dentro del cuadro de estas alianzas, no cometerían una agresión contra Alemania. Teóricamente, Francia quedaba, pues, en libertad de prestar ayuda a sus aliados orientales a través de la Renania desmilitarizada sin lesionar por ello su amistad con los ingleses. Sus dos sistemas contradictorios de diplomacia quedaban conciliados, al menos, sobre el papel. Locarno fortalecía la alianza occidental con Gran Bretaña, preservando al mismo tiempo la establecida con los dos Estados satélites.
En esto consistió el tratado de Locarno, firmado el 1 de diciembre de 1925, y que constituyó el punto clave entre las dos guerras. Con su firma, concluyó la primera, su renuncia fue el prólogo de la segunda. Si es que un acuerdo internacional tiene por meta el satisfacer a todo el mundo, Locarno fue verdaderamente un tratado excelente. Dio satisfacción a las dos potencias garantes que habían reconciliado a Francia con Alemania y que habían hecho posible la paz en Europa, sin crearles, a su juicio, otras obligaciones que no fuesen morales. Ni Inglaterra ni Italia tomaron nunca disposiciones para cubrir su garantía. Y, ¿cómo hubiesen podido hacerlo si el «agresor» sólo sería conocido en el momento de la «agresión»? El resultado práctico, extraño e imprevisto, fue que quedase eliminada toda posibilidad de colaboración militar entre Gran Bretaña y Francia en tanto el tratado estuviese en vigor. Sin embargo, Locarno también agradó a los franceses. Alemania aceptaba la pérdida de Alsacia-Lorena y la desmilitarización de la Renania. A cualquier estadista francés de 1914 le hubiese entusiasmado semejante éxito. Simultáneamente, los franceses quedaban en libertad de poner en marcha sus alianzas orientales y de desempeñar, si es que lo deseaban, un gran papel en Europa. Los alemanes también podían sentirse satisfechos. Se hallaban protegidos contra una nueva ocupación del Ruhr y, a partir de aquel momento, tratados como iguales, no como vencidos; al mismo tiempo, tenían abierta una puerta para la revisión de sus fronteras orientales. Un político alemán del 1919, o incluso de 1923, no hubiera hallado motivo alguno de queja. Locarno fue el mayor triunfo del «apaciguamiento». Lord Balfour lo calificó, con justicia, de «símbolo y causa de una gran mejora del sentimiento público europeo».
Locarno supuso para Europa un período de paz y de esperanza. Alemania fue admitida en la Sociedad de Naciones, aunque tras un plazo más largo de lo que se había previsto. Stresemann, Chamberlain y Briand aparecieron regularmente por Ginebra, ciudad que llegó a parecer el centro de una Europa renovada. Por fin, la orquesta sonaba al unísono y los asuntos internacionales se arreglaban por medio de discusiones, sin ruido de armas. Por aquellos años nadie echó de menos la presencia de Rusia ni la de los Estados Unidos: todo marchaba mejor sin ellos. Por otra parte, nadie se propuso seriamente hacer de la Europa de Ginebra un bloque antiamericano o antisoviético. Los países europeos, lejos de desear independizarse de los Estados Unidos, se esforzaban en pedirles dinero. Algunos iluminados hablaban todavía de cruzada contra el comunismo, pero eran palabras hueras. Los europeos no alimentaban ningún deseo de emprender una cruzada contra quienquiera que fuese. Por su parte, los alemanes querían estar a buenas con los rusos para reservarse una carta en la manga, una especie de póliza de seguros que pudiese ser útil, algún día, contra las alianzas orientales de Francia. Inmediatamente después de Locarno, Stresemann renovó con los soviéticos el acuerdo concluido en 1922 en Rapallo, y, cuando Alemania entró en la Sociedad de Naciones, Stresemann subrayó que, como quiera que su país había sido desarmado, no podía participar en ninguna sanción eventual —lo cual no dejaba de ser una declaración velada de neutralidad con respecto a la URSS—.
La presencia de Italia en el sistema Locarno-Ginebra constituía un fallo más grave que la ausencia de los Estados Unidos y de Rusia. Aquel Estado había sido incorporado al acuerdo de Locarno únicamente para reforzar la apariencia de imparcialidad de la Gran Bretaña. Nadie podía suponer entonces que estuviese en condiciones de mantener el equilibrio entre Alemania y Francia. Esto importaba poco, por cuanto Locarno, como la Sociedad de Naciones, se apoyaba sobre el cálculo y la buena voluntad, y no sobre la fuerza bruta. En consecuencia, cuando las circunstancias se agravaron, el recuerdo de Locarno ayudó a mantener la ilusión de que Italia tenía realmente un peso con el que actuar en la balanza, y los dirigentes italianos fueron también víctimas de esta ilusión. En la época de Locarno, Italia padecía una enfermedad más grave que la falta de fuerza: carecía de moral. Las potencias del tratado pretendían representar los grandes principios por los que se había librado la guerra, y la Sociedad de Naciones se proclamaba asociación de pueblos libres. Sin duda alguna, había en todo esto algo de fraudulento. Ningún país es nunca tan libre, ni se inspira en tan elevados principios como declara. Sin embargo, aquellas afirmaciones tenían alguna autenticidad. La Gran Bretaña de Baldwin y de Mac Donald, la República alemana de Weimar, la Tercera República francesa constituían verdaderas democracias, en las que existía la libertad de expresión, en las que reinaba la Ley, en las que se abrigaban buenas intenciones respecto a los demás. Eran naciones que tenían derecho a proclamar que, agrupadas en la Sociedad de Naciones, ofrecían a la humanidad su mejor esperanza y que, en general, representaban un orden político y social superior al de la Rusia soviética.
Semejantes postulados, al referirse a la Italia de Mussolini, se volvían falsos. El fascismo nunca tuvo un impulso tan desprovisto de escrúpulos como el nacionalsocialismo, ni tuvo tampoco su fuerza material, pero, moralmente, resultaba igualmente corruptor, o quizá más, a causa de su falsedad innata. En efecto, todo cuanto se refería al fascismo era falso: el peligro social del que, pretendía, había salvado al país, la revolución por la que había alcanzado el poder, la competencia y el espíritu político de Mussolini. El régimen fascista estaba corrompido, vacío, resultaba incompetente; el propio Mussolini era un charlatán vano, sin verdaderos ideales, sin fines. La Italia fascista vivía dentro de un estado de ilegalidad y su política exterior repudió, desde el primer momento, los principios de Ginebra. Ramsay Mac Donald llegó sin embargo a escribir cartas cordiales a Mussolini —precisamente cuando fue asesinado Matteoti—; Austen Chamberlain intercambió su fotografía con la de él, y Winston Churchill proclamó que era el salvador de su país y un gran estadista europeo. ¿Cómo, entonces, creer en la sinceridad de los dirigentes occidentales cuando halagaban a Mussolini de tal modo y cuando lo aceptaban como uno de los suyos? No es de extrañar que los rusos considerasen la Sociedad de Naciones y su actividad como una conspiración capitalista —ni tampoco que la Rusia soviética y la Italia fascista entablasen prontamente cordiales relaciones y que, luego, las mantuviesen—. Evidentemente, siempre existe un margen entre la teoría y la práctica y resulta desastroso, para gobernantes y para gobernados, cuando el margen se hace demasiado amplio. La presencia de la Italia fascista en Ginebra, la de Mussolini en Locarno, constituyeron símbolos extremos de la irrealidad en que vivía la Europa democrática de la Sociedad de Naciones. Ni los propios estadistas creían en lo que decían, y los gobernados siguieron su ejemplo.
Aunque Stresemann y Briand fueron sinceros, cada uno a su modo, no consiguieron la adhesión de sus compatriotas. Uno y otro político justificaron Locarno en su propio país valiéndose de argumentos contradictorios que debían conducir a una desilusión. Se trataba, dijo Briand a los franceses, de un acuerdo definitivo que cerraba el camino de cualesquiera nuevas concesiones. La meta de Locarno, aseguró Stresemann a los alemanes, consistía en la iniciación de otras concesiones, que se producirían a ritmos más acelerados. Briand, gran retórico, esperaba que una nube de frases amables llevaría a los alemanes a olvidar sus motivos de agravio. Stresemann, con su modo paciente de hacer las cosas, creía que, con la práctica, se afirmaría en los franceses la costumbre de ceder. Ambos se vieron decepcionados; ambos se encontraban al borde del fracaso cuando les sorprendió la muerte. Se hicieron otras concesiones, pero se hicieron de mal grado. La comisión encargada de controlar el desarme se disolvió en 1927. En 1929, el plan Young revisó las reparaciones, y con ello se abandonó el control exterior de las finanzas alemanas; las tropas de ocupación evacuaron la Renania en 1930 —la evacuación se produjo, pues, con cinco años de antelación—. Sin embargo, no se consiguió el apaciguamiento. Muy por el contrario: creció el rencor alemán. En 1924, algunos nacionalistas pasaron a formar parte del gobierno y ayudaron a aplicar el plan Dawes; en 1929, el plan Young tropezó con una cerrada oposición nacionalista… Todas estas dificultades precipitaron la muerte de Stresemann.
En el resentimiento alemán, había una parte de cálculo: para obtener nuevas concesiones, era necesario tachar de insuficiente cada nuevo logro. La causa de los alemanes era defendible; si Locarno los trataba como iguales, ¿por qué, entonces, mantener en pie las reparaciones o un desarme que sólo a ellos afectaba? Los franceses no encontraban ninguna respuesta lógica a este argumento, pero sabían que, si aceptaban nacería de su tolerancia el predominio alemán en Europa. La mayor parte de sus contemporáneos les reprocharon esta actitud. Los ingleses, en particular, pensaron cada vez más tenazmente que, una vez iniciada la conciliación, era necesario proseguirla tan rápida y sinceramente como fuera posible. Más tarde, algunos censuraron a los alemanes el no haber aceptado la derrota de 1918 como definitiva. Es inútil suponer que algunas concesiones más o algunas concesiones menos hubiesen variado en algo la cuestión. El conflicto entre Francia y Alemania se mantendría en tanto se mantuviese la ilusión de que Europa seguía siendo el centro del mundo. Francia trataría de preservar las seguridades artificiales de 1919, y Alemania intentaría restablecer el orden natural de las cosas. Los Estados rivales no pueden llegar a la amistad como no sea que les amenace la sombra de algún riesgo más grave; ni la Rusia soviética ni los Estados Unidos proyectaban una sombra tal sobre la Europa de Stresemann y de Briand.
Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la sombra de la guerra se cerniese sobre la Europa de 1929. Ni siquiera los dirigentes soviéticos pensaban en el fantasma de una nueva guerra de intervención capitalista. Volviendo más que nunca la espalda al mundo exterior, tradujeron la fórmula «el socialismo en un solo país» en los términos concretos del plan quinquenal. Y es que, en realidad, los profetas de la guerra no podían poner su mirada sino en la más insensata de las anticipaciones: un conflicto entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos. Ambos países habían ya aceptado, en 1921, la igualdad del número de sus acorazados y volvieron al mismo acuerdo en la conferencia naval de Londres, en 1930. Seguía existiendo una agitación nacionalista en Alemania, pero la mayoría de la gente llegaba a la conclusión de que sucedía así porque el proceso de conciliación había sido demasiado lento. En todo caso, los nacionalistas eran sólo minoría; los demás, aunque se opusiesen igualmente al tratado de Versalles, aceptaban la idea de Stresemann, de que podía llegarse a la eliminación del Tratado por vías pacíficas. Hindenburg, Presidente desde 1925, era el símbolo de este estado de ánimo: mariscal y nacionalista, no por ello dejaba de ser el jefe consciente de una república democrática, ni de aplicar lealmente la política de Locarno, ni de mandar, sin quejarse, un ejército al que el tratado de paz había reducido a la impotencia. La divisa más popular en Alemania era: «¡No más guerras!», y no «¡Abajo el Diktat!». Los nacionalistas sufrieron una dura derrota cuando organizaron un referéndum contra el plan Young. En 1929 se publicó el más célebre de todos los libros contra la guerra: Sin novedad en el frente, de Remarque. Simultáneamente, un buen número de novelas análogas hacían su aparición en las bibliotecas de Francia y de Inglaterra. La revisión del Tratado, al parecer, iba a verificarse gradualmente, casi imperceptiblemente, y de ella resultaría un nuevo sistema europeo sin que nadie pudiese precisar el instante en que se iba a producir.
Sólo parecía persistir un peligro: la posibilidad de una acción agresiva por parte de la Francia «militarista», ya que era el único país que contaba con un gran ejército, y, a despecho de las aseveraciones italianas, el único que podía ser considerado como la gran potencia del continente europeo. Pero, también ésta era una suposición sin fundamento. Existían razones más sólidas que la retórica de Briand para suponer que Francia había aceptado su fracaso. En teoría, conservaba una puerta abierta para actuar contra Alemania: la Renania, que continuaba desmilitarizada, y las alianzas con Polonia y Checoslovaquia, que seguían conservando su valor. Ciertamente, Francia había dado el paso decisivo que hacía imposible aquella acción contra Alemania. Al disponer ésta de recursos humanos e industriales muy superiores, la única esperanza consistía, pues, en atacarla antes de que pudiese empezar a movilizarse. Para ello, era necesario «un ejército activo, independiente y móvil, dispuesto en todo momento a penetrar en territorio enemigo». Y Francia no tenía un ejército que reuniese tales características. El de 1918 había sido arrastrado a la guerra de trincheras y no tuvo tiempo de estructurarse en el breve espacio de tiempo del rápido avance. Después de 1918, tampoco se introdujo en él reforma alguna. Cuando hubo de ocupar el Ruhr, tuvo que pasar por no pocas dificultades, si bien no tropezó con resistencia alguna.
En cuanto a la política interior, tenía el mismo signo. Todo el mundo reclamaba la reducción a un año del servicio militar, y así se hizo en 1928. A partir de aquel momento, el ejército, aun movilizado totalmente, tuvo sólo fuerza suficiente para defender el «territorio nacional»[3]. Los soldados recibieron una preparación y un equipo puramente defensivos. La línea Maginot dotó a la frontera oriental del más poderoso sistema de fortificaciones hasta entonces conocido. El divorcio entre la estrategia y la política fue total. Los políticos franceses seguían hablando de actuar contra Alemania, pero ya no existían los medios para llevarlo a cabo. Lenin, en 1917, declaró que los soldados rusos habían votado por la paz con los pies, al huir. Los franceses, sin darse cuenta, votaron contra el sistema de Versalles con sus preparativos militares. Renunciaron a los frutos de la victoria antes de que se hubiese siquiera empezado a discutirlos.