EL LEGADO DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
La Segunda Guerra Mundial fue en gran parte repetición de la Primera aunque con diferencias evidentes. Italia combatió en el campo opuesto, si bien antes del final cambió de postura. Las hostilidades que comenzaron en septiembre de tuvieron por escenario Europa y África del Norte, y se superpusieron en el tiempo, aunque no en el espacio, a las que, en 1941, se iniciaron en Extremo Oriente. Fueron distintas, pero no obstante las segundas crearon grandes dificultades a Gran Bretaña y a los Estados Unidos. Alemania y el Japón no unieron nunca sus fuerzas; sólo, en un determinado momento, hubo una real coincidencia: cuando el ataque a Pearl Harbour, Hitler, bien a pesar suyo, se vio en la precisión de declarar la guerra a los Estados Unidos. Dicho con otras palabras: el conflicto europeo y sus orígenes pueden ser tratados dejando a un lado los acontecimientos que se desarrollaron en Asia. El Extremo Oriente no produjo más que diversiones ocasionales. En la Segunda Guerra Mundial puede decirse que fueron los mismos aliados los que combatieron a los mismos adversarios que en la Primera. Aunque el péndulo de la batalla tuviese oscilaciones más violentas, el final fue el mismo: la derrota de Alemania. El nexo entre las dos guerras fue profundo. Alemania combatió ante todo para echar por tierra el veredicto de la Primera Guerra Mundial y para destruir el orden que había nacido de ella. Sus adversarios pelearon, si bien más inconscientemente, en defensa de aquel orden y consiguieron mantenerlo… aunque fuesen los primeros sorprendidos. No faltaron proyectos utópicos, pero, cuando todo concluyó, las fronteras de Europa y del Próximo Oriente siguieron como antes, a excepción —excepción verdaderamente notable—, de las de Polonia y los Estados Bálticos. Dejando a un lado estas modificaciones de la Europa del nordeste, el mapa, desde el Canal de la Mancha al océano Indico, no sufrió más que un cambio serio: el traspaso, por parte de Italia, de Istria a Yugoslavia. La Primera Guerra Mundial destruyó los viejos imperios e hizo nacer nuevos Estados. La Segunda, no creó ningún nuevo Estado y destruyó solamente Estonia, Letonia y Lituania. Ante la pregunta simplista de: «¿Para qué sirve la guerra?», la respuesta es, en el caso del primer conflicto: «Para decidir cómo había de ser transformada Europa»; y, en el del segundo: «Para decidir si aquella Europa transformada debía de continuar». La Primera Guerra explica la Segunda y, en definitiva, fue la que la provocó, en la medida en que un acontecimiento es causa de otro.
La Primera Guerra Mundial llevó a un cambio de Europa; pero este cambio no fue en absoluto la causa de su comienzo, ni siquiera la meta perseguida con plena consciencia. Todo el mundo está hoy más o menos de acuerdo sobre cuáles fueran sus causas inmediatas. El asesinato del archiduque Fernando hizo que Austria declarase la guerra a Serbia. Rusia se movilizó en apoyo de esta última, lo cual hizo que Alemania, a su vez, le declarase la guerra y, al mismo tiempo, se la declarase a su aliada, Francia. La negativa alemana a respetar la neutralidad de Bélgica incitó a Gran Bretaña a declarar la guerra a Alemania. Pero hubo otras causas más profundas sobre las cuales los historiadores mantienen todavía opiniones divergentes. Algunos cargan el acento sobre el conflicto entre los teutones y los eslavos en Europa oriental; otros han dado en llamarla «la guerra de sucesión de Turquía». Hay quienes hacen referencia a las rivalidades imperialistas que se proyectaban allende Europa; y quienes invocan la ruptura del equilibrio europeo. Se ha llegado a destacar algunos puntos concretos, tales como la oposición alemana a la supremacía naval de los ingleses, o el deseo francés de recobrar la Alsacia-Lorena, o la ambición rusa de establecer un control sobre Constantinopla y los estrechos. Han sido tantas las explicaciones que se han dado que se llega a pensar que ninguna de ellas sea válida. Se libró la Primera Guerra Mundial por todas esas razones… y por ninguna de ellas. Eso fue, en definitiva, lo que descubrieron los beligerantes cuando se vieron en medio del fragor de los combates. Cualesquiera que hubiesen sido los planes, los proyectos, las ambiciones previas, pelearon solamente para conseguir la victoria, para responder a la pregunta de Humpty-Dumpty: «¿Quién será el amo?». Los combatientes trataron de «imponer su voluntad al enemigo», y empleamos el lenguaje militar de aquel entonces, sin tener una idea clara de en qué consistía aquella voluntad. Los dos bandos tuvieron dificultades para definir sus fines bélicos. Cuando los alemanes formularon algunas condiciones para la paz, como lo hicieron con Rusia, en 1917, y, más claramente, con las potencias occidentales, se preocuparon únicamente de mejorar su posición estratégica en vistas a una próxima guerra, aunque esta segunda guerra no hubiese sido precisa si hubieran ganado la primera. Para los Aliados, el planteamiento fue algo más sencillo: podían simplemente reclamar la restitución por parte de los alemanes de sus conquistas iniciales. Pero, poco a poco, presentaron concepciones más idealistas, tal vez por la ayuda o la instigación de Estados Unidos, las cuales concepciones no suponían ciertamente los fines por los que habían iniciado las hostilidades, ni siquiera aquellos por los que aun entonces combatían. Este programa idealista nació más bien de la convicción de que una guerra que se libraba a tal escala y al precio de tantos sacrificios, debía de tener un epílogo grande y noble. Los ideales fueron una especie de subproducto, una glosa acerca de la lucha fundamental, aunque, por otra parte, no dejaran de influir sobre los acontecimientos ulteriores. De un modo esencial, la victoria era la meta de la guerra. Inspiraba la política subsiguiente. Proporcionaría en definitiva un resultado, como de hecho ocurrió. La Segunda Guerra Mundial fue fruto de las victorias de la Primera y del modo en que éstas fueron utilizadas.
De 1914 a 1918, hubo dos victorias decisivas, aunque, en aquella época, una se viese oscurecida por la otra. En noviembre de 1918, Alemania fue vencida por las potencias occidentales en el frente del Oeste, si bien ella había vencido no menos decisivamente a Rusia en el Este, todo lo cual ejerció una influencia profundísima sobre los acontecimientos que habrían de desarrollarse entre los dos conflictos. Antes de 1914, existía un equilibrio, en el que la alianza francorrusa actuaba como contrapeso de las potencias centrales. Aunque Inglaterra mantuviese una asociación bastante debilitada con Francia y Rusia en virtud del Triple Acuerdo, pocos pensaron que su intervención era esencial para hacer inclinar la balanza. En sus comienzos, la guerra tuvo un carácter continental y se libró en dos frentes: cada potencia del Continente puso en pie de guerra varios millones de hombres e Inglaterra sólo cien mil. Para los franceses, en particular, la colaboración rusa aparecía como una necesidad vital y el apoyo británico como un grato complemento. Pronto, todo cambió. Los ingleses levantaron también un sólido ejército y contribuyeron con sus millones a la causa, a los que hubo que añadir los millones incorporados por los Estados Unidos cuando éstos entraron en guerra, en 1917. El fortalecimiento del frente occidental se produjo demasiado tarde para salvar a Rusia, que fue eliminada a causa de las dos revoluciones de 1917, sumadas a una catástrofe militar. En enero de 1918, los nuevos «señores bolcheviques» concluyeron una paz de capitulación en Brest-Litovsk. Algunos descalabros, en el Oeste, obligaron a Alemania a abandonar las conquistas realizadas, pero el resultado capital fue ya definitivo. Rusia salió de Europa y dejó provisionalmente de existir como gran potencia. La constelación europea se vio profundamente transformada, con ventaja para Alemania. En tanto antaño un gran país limitaba con su frontera oriental, a partir de aquel momento iba a quedar sustituido por una «tierra de nadie», integrada por una serie de minúsculos Estados y, más allá, por las tinieblas de lo desconocido. Durante muchos años, nadie pudo decir si Rusia tenía todavía algún poder, ni, en caso afirmativo, cómo lo emplearía.
A finales de 1918, nada de esto parecía tener demasiada importancia. El único hecho que llamaba la atención era que Alemania hubiese sido vencida sin ayuda de los rusos y, sobre todo, derrotada, aunque no exclusivamente, en el frente occidental. La victoria alcanzada en aquel reducido espacio, determinó la suerte de toda Europa, por no decir la suerte de todo el mundo. Aquel resultado inesperado dio al Continente un carácter diferente del que tenía antes de 1914. Por aquellas fechas, las grandes potencias eran Alemania, Francia, Italia, Austria-Hungría y Rusia, con una Inglaterra embarcada sólo a medias en la empresa. Berlín era el centro. A partir de 1918, las grandes potencias serían Francia, Alemania e Inglaterra, con la inclusión, por cortesía, de Italia, y unos Estados Unidos que ocupaban el antiguo lugar periférico de Inglaterra. El centro de esta nueva Europa se encontraba a orillas del Rin, en Ginebra. Rusia había quedado descartada: la monarquía de los Habsburgo no existía ya. «Europa», como concepción política, se había desplazado hacia el Oeste. En 1918 y aun muchos años más tarde —en efecto, hasta 1939—, se pensó que la formación del mundo estaba en manos de quienes habían sido, en otro tiempo, las «potencias occidentales».
Aunque Rusia y Alemania hubiesen sido vencidas en 1918, los resultados de ambas derrotas habían sido muy diferentes. La primera se eclipsó; los países vencedores ignoraban cuál era su gobierno revolucionario, su propia existencia. Pero, Alemania continuó unida, fue reconocida por los vencedores. La decisión que había de conducir a la Segunda Guerra Mundial se tomó, por muy elevados y sensatos motivos, algunos días antes de que terminase la Primera. Esa decisión no fue otra que la de conceder un armisticio al gobierno alemán. Las razones fueron, ante todo, militares. El ejército alemán, vencido en el campo de batalla, no estaba ni derrotado ni destruido. Los ejércitos inglés y francés, aunque vencedores, se hallaban al borde del agotamiento. Era difícil medir, desde fuera, el grado de derrumbamiento alemán. Únicamente Pershing, comandante en jefe americano, no temía un nuevo conflicto. Sus fuerzas continuaban frescas, apenas habían derramado una gota de sangre. Le hubiese gustado llegar hasta Berlín. El hecho de que los americanos hubiesen soportado el peso principal de la lucha en 1919, constituía un mayor atractivo para él. Su país podría imponer sus opiniones a los Aliados casi con la misma fuerza que a los alemanes y en un grado que no hubiese sido posible prever en 1918. He aquí una razón más entre las que determinaron a las potencias europeas a concluir la guerra lo más rápidamente posible.
Los americanos no perseguían ningún fin concreto con la guerra. No aspiraban a ninguna conquista territorial precisa. Todo ello hacía, paradójicamente, que deseasen con menos calor llegar a un armisticio. Querían la «rendición incondicional» de Alemania y estaban dispuestos a luchar hasta conseguirla. Los Aliados deseaban también deshacer Alemania, pero alimentaban al mismo tiempo otros deseos prácticos y urgentes. Inglaterra y Francia aspiraban a liberar Bélgica; los franceses querían igualmente la liberación de la parte nordeste de su país e Inglaterra la eliminación de la flota alemana. Un armisticio podía proporcionárselo todo. ¿Cómo habrían podido ambos gobiernos, en tales circunstancias, pedir nuevos sacrificios sangrientos a sus pueblos, cansados ya de la guerra? Además, el armisticio, en los términos que lo solicitaba el gobierno alemán, colmaba las ambiciones de los Aliados que no deseaban, como en todo momento lo habían afirmado, destruir Alemania. Luchaban para demostrar a los alemanes que una agresión no era «rentable». Este resultado se había obtenido con toda claridad. Para los jefes militares aliados y alemanes era evidente que Alemania estaba vencida, aunque más tarde se vio que para el pueblo alemán era mucho menos evidente. En noviembre de 1918, dio la impresión de que también el pueblo había contribuido a que cesasen las hostilidades. Los Aliados habían proclamado generalmente, si bien no siempre de un modo unánime, que combatían al Káiser y a sus consejeros militares, y no al pueblo. Alemania se había convertido en una monarquía constitucional y se transformó en república antes de que se firmase el armisticio. El nuevo gobierno alemán se inclinó por la democracia, reconoció la derrota, estuvo dispuesto a devolver todas las conquistas de Alemania y aceptó, como base de la paz, los principios idealistas enunciados por el presidente Wilson en los Catorce Puntos —principios aceptados también por los Aliados, aunque a regañadientes y no sin formular reservas—. Todo abogaba, pues, en favor de un armisticio, siendo muy pocos los argumentos en contra.
Hubo algo más que una conclusión de las hostilidades. Los términos del armisticio fueron cuidadosamente calculados para que Alemania quedase en situación de no volver a fomentar la guerra. Los alemanes tuvieron que entregar una gran cantidad de material bélico, retiraron sus fuerzas al otro lado del Rin y rindieron su flota. Los Aliados ocuparon la orilla izquierda del río y situaron, en la derecha, cabezas de puente. Todas estas condiciones alcanzaron el fin perseguido: en junio de 1919, en tanto los alemanes discutían acerca de si debían firmar el tratado de paz, el alto mando tuvo que confesar, no sin pena, que le era imposible empezar de nuevo la lucha.
Pero, el armisticio tuvo otro aspecto: ató a los alemanes para el presente inmediato, y ató a los Aliados para el porvenir. Éstos querían por encima de todo que la nación alemana reconociese su derrota, y concluyeron, pues, el armisticio con los representantes del gobierno alemán, no con una delegación militar. Los alemanes reconocieron su derrota y, en compensación —casi sin darse cuenta—, los Aliados reconocieron a aquel gobierno. Ya pudieron ciertos franceses emprendedores tratar, de inmediato, de provocar un separatismo que se fraguara entre bastidores y ya pudieron algunos historiadores animosos deplorar que no hubiese sido destruida la obra de Bismarck: todo fue en vano. El armisticio zanjó la cuestión de la unidad alemana, en la medida en que esta unidad dependía de la Primera Guerra Mundial. La monarquía de los Habsburgo y el imperio otomano se vinieron abajo. El Reich alemán siguió existiendo. Y no es esto todo: no sólo reconocieron los Aliados al Reich, sino que su permanencia fue esencial para que el Armisticio fuese respetado. Las potencias occidentales se vieron transformadas, sin darse cuenta, en «aliadas» de aquel Reich para defenderlo de cuanto pudiera amenazarlo: el descontento popular, el separatismo, el bolchevismo…
El tratado de paz, y de nuevo inopinadamente, dio cuerpo a aquella situación. Contenía condiciones muy duras… por lo menos para algunos alemanes. Los representantes germanos dieron, no sin pesar, su aprobación, tras largos debates en los que llegó a plantearse si no sería preferible no firmar. Pero se firmó, no obstante, a causa de la debilidad del ejército, del agotamiento del pueblo y de la presión ejercida por el bloque aliado, aunque no se tuviese la convicción de que sus términos fuesen equitativos, ni siquiera tolerables. El gobierno alemán aceptó, aun así, el tratado y, al hacerlo, se apuntó una baza importante. El documento había sido concebido para proporcionar una garantía frente a una nueva agresión alemana, pero no podía prosperar si no era con la colaboración del gobierno de Berlín. Alemania procedería al desarme, pero los Aliados no pasarían de enviar una comisión de control para verificar que se hacía así. Pagaría en concepto de reparaciones, pero, incluso en este punto, sería su gobierno el que se encargaría de percibir el dinero, recibiéndolo los Aliados de éste. Por si todo ello fuera poco, aun la ocupación militar de Renania dependía de la colaboración alemana. La administración civil siguió como antes y si se hubiese negado a colaborar habría producido una confusión contra la cual el tratado no ofrecía ningún medio de neutralización. En 1919, el tratado pareció un acto de venganza, un Diktat[1], como lo llamaron los alemanes. Dentro de una perspectiva más amplia, su carácter capital fue el de que se concluyese con una Alemania unida. Bastaba con que ésta obtuviese su modificación o lo repudiase por completo para que se volviese a encontrar tan fuerte, o casi tan fuerte, como en 1914.
Tal fue el resultado decisivo y fatídico del armisticio y del tratado de paz. La Primera Guerra Mundial no sólo no resolvió el «problema alemán», sino que lo hizo más agudo. No se trataba de la agresividad, ni del militarismo de Alemania, ni de la maldad de sus dirigentes; en tanto existiese el tratado se agravaría el problema. Así, pues, la cuestión esencial era de orden político, no moral. Aunque Alemania se convirtiese en una nación democrática y pacífica, no por ello dejaba de ser, y con mucho, la mayor potencia del Continente; incluso más que antaño, gracias a la desaparición de Rusia. Tenía 65 millones de habitantes, frente a los 40 millones de Francia, la otra única potencia con verdadero carácter. Su preponderancia era aun mayor en cuanto a producción de carbón y de acero, los cuales, en nuestros días, son verdadera fuente de poder. En 1919, era vencida y su debilidad constituía el escollo inmediato, pero, pasados algunos años de vida normal, el problema volvería a ser el de su fuerza. Aun más, el antiguo equilibrio, que la mantenía dentro de ciertos límites, acababa de romperse. Rusia se había retirado, Austria-Hungría quedaba eclipsada. Sólo se mantenían Francia e Italia, ambas inferiores en número y aun más en recursos económicos, las dos hondamente debilitadas por la guerra. Si los acontecimientos seguían su curso «libremente», a la antigua usanza, nada podría impedir a Alemania cubrir Europa con su sombra, aunque no fuese ésa su intención.
El problema no fue ignorado en 1919, aunque ciertas personas negasen, en verdad, su existencia. Eran aquéllos —una exigua minoría en cada país— que habían considerado la guerra como inútil y el peligro alemán, como imaginario. Incluso algunos de los que habían dirigido la lucha con vigor, se inclinaban a creer que Alemania había quedado debilitada para mucho tiempo. Se puede perdonar a cierto político inglés que dio por acabadas sus inquietudes tras haber visto hundirse la flota alemana. Pesaba la amenaza de la revolución, Alemania se encontraba asolada por el descontento social, y todo el mundo, excepto los revolucionarios, admitía que semejantes experiencias terminaban minando la fuerza de un país. Además, algunas gentes, ancladas todavía en el mundo económicamente estable de finales del siglo XIX, suponían que la prosperidad estaba condicionada a un presupuesto en equilibrio y a una moneda convertible en oro. Desde este punto de vista, resultaba claro que a Alemania le quedaba un largo camino por recorrer, y parecía más importante, en interés de todos, ayudarla a levantarse antes que permitir que continuase hundida. Incluso los franceses más pesimistas no creyeron que estuviesen amenazados por una nueva invasión. El peligro estaba en un futuro hipotético. Pero ¿quién podía decir en qué consistiría ese futuro? Al final de cualquier guerra de grandes magnitudes, se dice que lo que empieza es sólo una tregua, pasada la cual los vencidos se alzarán de nuevo en armas. Rara vez ha ocurrido así, o, si ha ocurrido, ha sido sólo mitigadamente. Francia, por ejemplo, esperó cuarenta años antes de reaccionar frente a la situación planteada en 1815[2] sin que los resultados fueran, por otra parte, sensibles. Cabe decir, pues, que quienes así pensaban estaban en un error, aunque en esta ocasión la Historia viniera a darles la razón. La recuperación de Alemania, aunque se produjo con retraso, no tenía precedentes ni por su rapidez, ni por su potencia.
Existía otra manera de negar el problema alemán. Podía admitirse que Alemania recuperaría su fuerza, que volvería a encontrar su puesto entre las grandes potencias, pero cabía, igualmente, añadir que nada de esto tenía mayor importancia. Los alemanes habían aprendido a no intentar el logro de sus fines por las armas. Si llegaban a dominar a los Estados europeos más débiles gracias al poder económico y al prestigio político, no habría en ello ningún peligro; muy por el contrario, sería motivo de satisfacción para todos. La Gran Guerra había traído consigo el nacimiento de algunos países independientes repartidos por toda Europa y, lo que no deja de ser curioso, este hecho era ya deplorado por muchos idealistas, los cuales, pocos años antes, se habían erigido en campeones del nacionalismo. Estos Estados eran considerados como reaccionarios, como militaristas, como económicamente atrasados. Cuanto antes los conglomerasen los alemanes, mejor sería para todas las partes interesadas. Este punto de vista fue propagado por un distinguido economista de Cambridge, J. M. Keynes, y el propio Lloyd George pareció en cierto modo compartirlo. Lo importante no era impedir el restablecimiento alemán, sino asegurar que fuese encauzado en forma pacífica. Había que tomar precauciones contra las quejas de Alemania, no contra una agresión por su parte.
En 1919, esta opinión no había tomado todavía cuerpo. El tratado de paz perseguía en gran parte una seguridad, por lo menos en lo que se refería a sus disposiciones territoriales, determinadas por principios de equidad natural, tal como ésta era entendida entonces. Alemania perdió únicamente los territorios sobre los que no tenía derecho nacional. Los propios alemanes no se quejaron, o si se quejaron no lo hicieron abiertamente, de la pérdida de Alsacia-Lorena o del Schleswig septentrional. Se lamentaron de tener que ceder algunos territorios a Polonia, pero esto era inevitable desde el momento en que su existencia fue reconocida, y, si se la trató generosamente, la razón hay que buscarla en la desproporción con que se interpretaron sus reivindicaciones nacionales; no se tuvieron en cuenta consideraciones estratégicas. Hubo un punto en que Lloyd George actuó en contra de sus propios aliados y a favor de Alemania. Los franceses y los norteamericanos propusieron la incorporación de Dantzig a Polonia, puesto que la ciudad, aunque de población alemana, era esencialmente polaca en el plano económico. Lloyd George pidió que fuese constituida en ciudad libre, bajo la autoridad de un Alto Comisario nombrado por la Sociedad de Naciones. Fue así como la petición alemana que, aparentemente, causó el estallido de la Segunda Guerra Mundial, se resolvió en su momento a favor de los germanos. Una disposición territorial de carácter negativo se opuso, por razones de seguridad, a un principio nacional. Austria, país de lengua alemana, último resto de la monarquía habsburguesa, se vio ante la prohibición de asociarse a Alemania sin la autorización de la Sociedad de Naciones, lo cual no dejó de extrañar a la mayoría de los austríacos, incluido el cabo Hitler, a la sazón de nacionalidad austríaca. Mas no fue esto motivo de agravio para la mayor parte de los alemanes, que habían vivido en una Alemania bismarckiana y para los cuales Austria seguía siendo un país extranjero, cuyas preocupaciones no querían ver sumadas a las suyas propias. Otro tanto puede decirse respecto a las minorías alemanas de Checoslovaquia, de Hungría y de Rumanía, que bien pudieron sufrir ante la necesidad de adoptar la nacionalidad de estos Estados, sin que sus compatriotas del Reich pareciesen enterarse, ni mucho menos preocuparse.
Hubo otra cuestión territorial que, en sus orígenes, tuvo carácter estratégico: la ocupación de la Renania por las fuerzas aliadas. Los ingleses y los americanos tomaron esta decisión como medida de seguridad provisional e hicieron que se admitiese que no duraría más de quince años. Los franceses querían que tuviese carácter permanente, y, al no poderlo obtener, trataron de llegar al mismo resultado haciendo depender la evacuación del pago de las reparaciones. De aquí nació el problema que ocuparía el primer plano en los años siguientes, llegando a adquirir doble y aun triple dimensión. La compensación deseada nacía del deseo razonable de que los alemanes reparasen los daños causados por ellos, pero los franceses retrasaron el pago en la esperanza de quedarse a orillas del Rin. Las deudas de guerra entre los propios aliados vinieron a incrementar la confusión. Los ingleses, invitados a pagar las que habían contraído con los americanos, hicieron saber, en 1922, que no reclamarían a los demás sino lo necesario para satisfacer sus obligaciones con los Estados Unidos. A su vez, los otros aliados propusieron pagar sus deudas a Inglaterra con lo que recibiesen de Alemania a título de reparaciones. De este modo, la decisión definitiva pasó, sin que nadie se diese cuenta, a los alemanes. Habían firmado el Tratado y admitido una obligación: a ellos solos correspondía el cumplirla. Si aceptaban pagar, se abrirían las puertas a un mundo pacífico, la Renania sería evacuada, la cuestión de las deudas de guerra dejaría de ser venenosa. No cabía más que una alternativa; o se negaban o se declaraban incapaces de cumplir sus compromisos. A partir de este punto los Aliados se encontraron enfrentados a una pregunta: ¿qué otra garantía poseían además de la firma del gobierno alemán?
El desarme de Alemania planteaba la misma cuestión. Pretendía dar vigor a la seguridad, y no otra cosa, aunque se impusiese la obligación de que los demás países procediesen también al desarme. El proyecto sería eficaz si los alemanes querían, pero ¿y en caso contrario? Una vez más, los Aliados se hallaban ante el problema que consistía en hacer ejecutar el Tratado. Los alemanes tenían la inmensa ventaja de poder minar el dispositivo de seguridad que había sido montado contra ellos, mediante la sencilla fórmula de no hacer nada, de no pagar las reparaciones y de no proceder al desarme. Estaba a su alcance la posibilidad de comportarse como cualquier país independiente. Para mantener el sistema, los Aliados tenían que ejercer un esfuerzo consciente, recurrir a extremos «artificiales», todo lo cual iba en contra del sentido común. La guerra había tenido lugar para zanjar un cierto número de cosas. ¿Para qué había servido, si era preciso montar nuevas alianzas, proceder a nuevos armamentos, establecer complejos sistemas internacionales más artificiosos que los de antaño? No era fácil contestar, y el no contestar suponía abrir el camino a una segunda guerra.
La paz de Versalles careció desde su principio de validez. Había que imponerla, ya que no podía imponerse por sí misma. Ningún alemán la acogió como un arreglo honesto, entre pares, «sin vencedores ni vencidos». Todos pensaron en librarse de ella tan pronto fuera posible. No estaban de acuerdo acerca del mejor momento: algunos querían actuar de inmediato, otros (sin duda, la mayoría) preferían dejar la empresa a cargo de una generación futura. La firma estampada no tenía peso ni constituía obligación de ninguna especie. En otros países, el Tratado apenas fue respetado. En 1919, todo el mundo aspiraba a actuar con más sentido que sus predecesores de 1815, y la mayor acusación formulada contra el congreso de Viena fue la de que había querido ligar, de manera indisoluble, un «sistema al futuro». Las grandes victorias liberales del siglo XIX habían sido conseguidas contra ese «sistema». ¿Cómo iban unos hombres de ideas lúcidas a defender otro de parecidas características, a implantar una nueva rigidez? Algunos elementos liberales propusieron una fórmula muy diferente. Habiendo preconizado con anterioridad la independencia nacional, llegaron a creer en un orden internacional superior, representado por la Sociedad de Naciones. La discriminación entre antiguos enemigos y antiguos aliados resultaba improcedente; todos debían asociarse para asegura y preservar la paz. El Presidente Wilson, que había contribuido tanto como cualquier otro a la redacción del Tratado, aceptó las cláusulas establecidas en contra de Alemania sólo en la convicción de que la Sociedad de Naciones, una vez creada, las haría desaparecer o las inutilizaría.
Al margen de estas objeciones morales, la aplicación del Tratado tropezó con varias dificultades prácticas. Los Aliados podían amenazar, pero, cada una de sus amenazas perdía fuerza, quedaba desvirtuada por la anterior. En 1918, era más fácil amenazar con la continuación de las hostilidades que hacerlo, en junio de 1919, con una reanudación de las mismas, y en 1920 ó en 1923, se hizo virtualmente imposible mantener esta postura. A la gente le repugnaba cada vez más abandonar sus hogares para incorporarse a una guerra que, según les habían dicho, ya habían ganado; los contribuyentes se negaban a pagar los gastos de un nuevo conflicto cuando aún no veían muy claros los producidos por el anterior. Además, todo el mundo se hacía una pregunta: ¿si no se había considerado conveniente proseguir las hostilidades para obtener una «rendición incondicional», para qué romperlas de nuevo con vistas a algún objetivo inferior? Podrían conseguirse ciertas «conquistas positivas»: el Ruhr u otras regiones industriales; pero ¿de qué servirían? Se conseguiría una nueva firma del gobierno alemán que haría honor a ellas, o que no lo haría, como había ocurrido con la anterior. Más tarde o más temprano, las fuerzas de ocupación deberían retirarse, y, entonces, se volvería a la antigua situación: la decisión quedaría de nuevo en manos de los alemanes.
Existían otras medidas coercitivas, distintas de la reanudación de la guerra o de la ocupación de territorios: medidas económicas. Podía establecerse una especie de bloqueo como el que, según se creía, había contribuido decisivamente a la derrota de Alemania y a la aceptación del Tratado de 1919. Podía ser restablecido con el mismo rigor que en tiempo de guerra y en la seguridad de que resultaría igualmente eficaz. Pero, si Alemania caía en el caos económico, si su gobierno se desplomaba, ¿quién aplicaría los términos del Tratado? Las negociaciones con los Aliados se convirtieron en una serie de tentativas de chantaje, cuajadas de episodios sensacionales, como en una película de «gánsteres». Los Aliados, o, al menos, algunos de ellos, amenazaron con ahogar a Alemania; los alemanes amenazaron con su muerte. Ni los unos ni los otros se atrevieron a llegar al final. Las amenazas se fueron diluyendo cada vez más para dejar paso a las ofertas. Los Aliados propusieron reintegrar a Alemania en el puesto que justamente le correspondía en el mundo, siempre y cuando diese satisfacción a sus peticiones; los alemanes replicaron que no habría paz en el mundo en tanto esas peticiones no fuesen rebajadas. Había una creencia casi universal, no compartida por los medios bolcheviques, en que el único porvenir seguro de la humanidad residía en una vuelta al sistema económico liberal, de un mercado mundial libre, idea que se había abandonado, al parecer, provisionalmente, durante la guerra. Los Aliados contaban con una importante baza a su favor, que era precisamente la oferta de readmitir a Alemania en el mercado mundial, pero los alemanes tenían otra, puesto que ningún mundo estable podía ser levantado nuevamente sin ellos. Los Aliados se vieron conducidos así, por su propia política, a tratar a Alemania como un igual, lo que les llevó al antiguo e insoluble problema: si se encontraba situada en el mismo plano que las otras potencias, se convertiría en la más fuerte de Europa; si se tomaban algunas precauciones particulares contra ella, no recibiría un trato de igualdad.
Lo que los Aliados querían, era un sistema aceptado voluntariamente por los alemanes. Produce extrañeza que semejante idea pudiese ser considerada como viable, pero, en aquel momento de la Historia, las abstracciones desempeñaron un gran papel en las relaciones internacionales. Las antiguas monarquías valoraban solamente los tratados que otorgaban derechos, prestando apenas atención a aquellos otros que implicaban obligaciones. La nueva actitud correspondía al principio de «santidad del contrato» que es el elemento fundamental de la civilización burguesa. Los reyes y los aristócratas no pagan sus deudas y rara vez respetan su palabra. Los regímenes capitalistas se derrumbarían si sus partidarios no hiciesen honor, sin vacilaciones, a sus más insignificantes promesas. De ahí que se esperase que los alemanes observaran esta regla. Algunas otras razones de índole más práctica obligaban a confiar en los tratados; de todas ellas, la más evidente nacía del hecho de que sólo existían aquellos tratados. En esta circunstancia residía el mayor contraste entre el período que siguió a la Primera Guerra Mundial y otras épocas análogas. El problema planteado por la existencia en Europa de una potencia incontestablemente más fuerte que las demás, no era nuevo en absoluto; muy por el contrario, no había dejado de repetirse en el curso de tas cuatro siglos anteriores. Los hombres nunca se habían fiado de las cláusulas de un tratado ni de las promesas que hacían los más fuertes de no utilizar su fuerza. Los países débiles, pacíficos, se habían unido, casi inconscientemente, y habían formado alianzas o asociaciones gracias a las cuales vencieron o intimidaron al agresor. Ésta fue la barrera con la que tropezó España en el siglo XVI, los Borbones en el siglo XVII y Napoleón en el XIX; y otro tanto ocurrió durante el primer conflicto mundial.
Pero esta experiencia no fue tenida en cuenta después de 1919. Por una razón de principios, la gran coalición se disolvió. Los vencedores se sentían avergonzados de haber actuado de acuerdo con el postulado del equilibrio de fuerzas. Mucha gente creía que este equilibrio había sido el origen de la guerra y que el seguir adherido a él llevaría a otro conflicto. En el terreno práctico, fue considerado como algo inútil. Los Aliados habían tenido mucho miedo, no obstante lo cual consiguieron una gran victoria. Llegaron fácilmente a la conclusión de que esta victoria sería definitiva. Cuando se ha ganado una guerra, es difícil creer que se vaya a perder la siguiente. Cada una de las potencias vencedoras se consideraba en libertad de adoptar su propia política, de obrar de acuerdo con sus propias tendencias, resultando de ello que quedó eliminada toda posible coincidencia. No se repudió formalmente la asociación establecida en tiempo de guerra. Fueron los acontecimientos los que separaron a los Aliados y ninguno de ellos se esforzó mucho para impedir la separación.
La unidad no sobrevivió a la conferencia de paz, lo cual no es muy extraño si se piensa que se mantuvo, muy a duras penas, durante el transcurso de la misma. Los franceses pedían ante todo seguridad; los americanos y, hasta cierto punto, los ingleses, se inclinaban a pensar que su misión había concluido. Llegaron a ponerse de acuerdo sobre el Tratado, pero el presidente Wilson no consiguió que el Senado lo ratificase. Fue un serio golpe para el nuevo orden, pero, no de tan decisiva importancia como entonces se pretendió. Más que la política, fue la geografía la que determinó el curso de las relaciones entre los Estados Unidos y Europa. El Atlántico los separaba. Aunque el Senado hubiese aprobado el Tratado de Versalles, habría sido necesario retirar las tropas americanas del Continente. No obstante, algunas de ellas permanecieron junto al Rin. El prestigio de la Sociedad de Naciones se habría visto sin duda incrementado con la incorporación de los Estados Unidos, pero la política seguida por los ingleses en Ginebra hizo creer que la presencia de otra nación anglosajona disminuiría las posibilidades de la asamblea de convertirse en el eficaz instrumento de seguridad que anhelaban los franceses. En 1919, y después de la retirada americana, se hicieron grandes esfuerzos para dar vida al tratado de garantía, merced al cual Wilson y Lloyd George persuadieron a Clemenceau de que renunciase a la anexión de Renania. Pero el tratado abortó y sus proyectos de seguridad se convirtieron en papel mojado. No debían quedar en Francia tropas americanas ni inglesas. Ambos países redujeron sus fuerzas a los efectivos normales en tiempos de paz, y, en consecuencia, sus soldados, llegado el caso, no estarían en condiciones de prestar ayuda. Así lo señaló Briand, en 1922, cuando Lloyd George hizo una oferta de colaboración, por supuesto, sin participación americana. El político francés manifestó que los alemanes tendrían tiempo suficiente para llegar a París y a Burdeos antes de que los soldados ingleses pudiesen detenerlos, y esto fue lo que sucedió, a pesar de la alianza, en 1940. La garantía angloamericana no hubiese pasado, en el mejor de los casos, de una promesa de liberar Francia en el supuesto de que fuese ocupada, promesa que, por otra parte se cumplió en 1944, sin necesidad de tratado alguno. La geografía y su posición política impedían a los Estados Unidos pertenecer a un sistema europeo de seguridad; lo único que se les podía exigir era una intervención tardía en caso de que aquel dispositivo de seguridad fallase.
La retirada americana no fue, sin embargo, total. Aunque los Estados Unidos no ratificasen el Tratado de Versalles, aspiraban a una Europa pacífica y a un orden económico estable. Su diplomacia no dejó de ocuparse de las cuestiones europeas. Los planes Dawes y Young, concebidos para facilitar a Alemania el pago de las reparaciones, fueron dirigidos por los americanos y llevaron el nombre de un americano que fue el Presidente de los mismos. Los préstamos concedidos con razón o sin ella, por los Estados Unidos, permitieron la recuperación de la economía alemana; pero su insistencia acerca la liquidación de las deudas de guerra de los Aliados complicaría el problema de las reparaciones. Algunos representantes americanos habían patrocinado aquel estado de «opinión pública» que se veía favorecido por el desarrollo de las discusiones económicas y políticas a las que nos venimos refiriendo; sus historiadores apoyaron abiertamente la campaña contra las teorías de la «culpabilidad» alemana en punto a la declaración de la guerra, y pusieron más calor en la empresa del que habrían puesto los propios alemanes. Los Estados Unidos no podían disociarse de Europa por el simple hecho de rechazar el Tratado de Versalles. Su participación en el conflicto había contribuido grandemente a la derrota de Alemania y, sin embargo, su política posterior fue básica para la recuperación de aquélla. Cabe decir que los Estados Unidos quedaron engañados por su misma fuerza. Partieron de la suposición exacta de que Alemania, una vez vencida, no constituía una amenaza para ellos, y de ahí llegaron a la conclusión errónea de que tampoco podía serlo para los países de Europa.
Esta política americana no hubiera tenido mayores consecuencias si las grandes potencias europeas hubiesen pensado del mismo modo. Francia, Italia e Inglaterra formaban una coalición estimabilísima, a pesar de cuanto posteriormente se dijera de ella. Las tres habrían perseverado hasta el final frente a Alemania, en el supuesto de que no la hubiesen vencido. Italia era la más débil, tanto por sus recursos económicos como por su falta de cohesión política. Reprochaba a sus aliados el que no le hubiesen concedido la parte del botín que creía en justicia merecer. No había conseguido que se eliminase totalmente el imperio otomano y se lamentaba amargamente de haber sido engañada en el reparto de las colonias. Por otra parte, gozaba de una seguridad ilusoria, pues apenas pasaba de ser una isla, con relación a Europa. Su enemigo había sido Austria-Hungría, y no Alemania y, tras la caída de los Habsburgo, se vio rodeada por una vecindad de minúsculos Estados. El «problema alemán» le parecía muy lejano y los políticos italianos no dejaron incluso de alegrarse ante las dificultades que producía a Francia, y, en algún momento llegaron a explotar la situación, presentándose como árbitros imparciales entre ambos países. Fuere como fuese, el caso es que Italia tenía poco que aportar a un sistema de seguridad y, lo poco que tenía, no lo aportó.
La ausencia italiana hubiera tenido escasa importancia si Francia e Inglaterra hubieran continuado viendo con los mismos ojos, pero aquí falló decisivamente la coalición de los tiempos de guerra. Los dos países siguieron estrechamente asociados. El hecho de que en Inglaterra se llegara a decir que Francia pretendía restablecer en Europa la dominación napoleónica, no pasó de ser una aberración pasajera. En líneas generales, ambas siguieron actuando como «democracias occidentales», tutoras de Europa y triunfadoras comunes en la guerra. Esta asociación fue, incluso, demasiado estrecha, ya que cada una de las dos se las arregló para entorpecer la política de la otra. Durante el conflicto, los ingleses habían acusado despiadadamente a Alemania, subrayando que la lucha era una lucha por la vida, y, a la postre, creían haberla ganado. Ya no quedaba nada de la flota alemana, la competencia colonial había cesado y, en el terreno económico, les interesaba más levantar a Alemania que mantenerla postrada. Los jefes del ejército fueron advertidos de que ya no tenían que prever ningún gran conflicto, al menos en los próximos diez años, y análogas instrucciones se repitieron hasta en 1933. Se ha hablado mucho del «desarme inglés para dar ejemplo». Si lo que se trataba de dar a entender fue que el desarme excedía de los límites exigidos por la seguridad nacional, tal y como ésta era entonces entendida, no cabe duda de que dicho intento fue un error. El desarme inglés estuvo inspirado por razones de economía, y se llevó a cabo por descuido y por una serie de errores de apreciación; nunca por una cuestión de principios. Muy por el contrario: los ingleses estimaron su seguridad más inquebrantable de lo que nunca había sido. Liquidaron su ejército después de la guerra en la convicción de que no tendrían que volver a tomar parte en un conflicto semejante. Y si, con el tiempo no formaron un cuadro suficiente de unidades blindadas, fue porque las autoridades militares, dignas del mayor respeto, juzgaron que los caballos eran más útiles que los carros de combate. Su predominio naval quedó establecido claramente en aguas europeas; por lo menos, con mayor claridad que en 1914. Las marinas de los demás países habían desaparecido, con excepción de la francesa, y resultaba inconcebible que Francia e Inglaterra pudieran llegar a la guerra, aun en el supuesto de que, de vez en cuando, se cruzasen entre ellas palabras más bien violentas.
Si «seguridad» quería decir tan sólo protección frente a una invasión posible, nunca, en efecto, las Islas Británicas habían gozado a lo largo de su historia de otra parecida. Como siempre ocurre después de un gran conflicto, el país se encerró en el aislamiento, todo el mundo empezó a preguntarse si valía la pena haber librado la guerra, y, como consecuencia, se experimentaba algún resentimiento hacia quienes habían sido sus aliados y cierta simpatía por los antiguos enemigos. Pero los políticos ingleses no fueron nunca tan lejos. Deseaban colaborar con Francia y reconocían que una Europa estable y pacífica servía a los intereses de Inglaterra. Sin embargo, este criterio no era bastante para disponerles a refrendar todas las exigencias que Francia había planteado a Alemania. Se inclinaban a considerar la evocación del peligro alemán como un romanticismo histórico, si bien pertenecía a una historia que no era sino riguroso presente. La obsesión francesa de «seguridad» les parecía tan exagerada como errónea, e incluso algunos de entre ellos, que trataron de disipar dicha obsesión, no pensaron en que habrían de traducir en hechos sus palabras. Aún más: las promesas inglesas de ayudar a Francia no fueron presentadas como complemento de medida alguna de seguridad, sino más bien como una alternativa destinada a hacer comprender a los franceses lo inútil que toda medida resultaba. Los ingleses reflexionaron mucho sobre los errores que, en política, habían cometido con anterioridad al año 1914. Cierto sector, naturalmente, sostuvo que Inglaterra no debería haberse dejado arrastrar por un ajuste de cuentas de las potencias continentales; pero la mayoría admitió que la guerra podría haber sido evitada si Inglaterra hubiese tenido establecida una alianza formal con Francia. Los alemanes se habrían dado cuenta de que la Gran Bretaña, en tales condiciones, tomaría parte en el conflicto. Igualmente los franceses, y en mayor grado los rusos, habrían comprendido que los ingleses no querían verse comprometidos en «una disputa oriental». Terminada la guerra la alianza con Francia adoptó una forma velada de aislamiento. Inglaterra, al comprometerse a defender la frontera francesa, demostró que, más allá de este límite, no se consideraba obligada a nada.
Al mismo tiempo, la política inglesa, aunque aparentase la más franca colaboración, no iba dirigida en contra de un restablecimiento de Alemania, sino que, en alguna manera, constituía una garantía frente a las consecuencias que dicho restablecimiento pudiese tener. Francia debía pagar el apoyo de Inglaterra con la renuncia a todo interés que estuviese dirigido allende el Rin, o, lo que es lo mismo, a su estatuto de gran potencia europea. Una sugerencia de esta índole había sido hecha por Londres antes de 1914, pero, entonces, los franceses alimentaban una concepción distinta de las cosas. La asociación con Inglaterra no les ofrecía más que una ayuda limitada en caso de invasión, aunque esta ayuda llegase a ser, de hecho, mucho más considerable. Pero, hasta el momento en que estalló la guerra, la colaboración inglesa brindó a los franceses un interés simplemente secundario. Lo que daba a Francia su independencia como potencia de primera magnitud era su alianza con Rusia, la cual alianza reducía, automáticamente, en un cincuenta por ciento los efectivos alemanes. Todavía en 1914, los jefes militares galos daban, justamente, mayor importancia a la invasión por los rusos de la Prusia oriental, que al hecho de tener junto a su flanco izquierdo al minúsculo cuerpo expedicionario inglés. Esta impresión persistió hasta 1917, fecha en que Rusia abandonó la lucha. Fue entonces cuando falló la política europea de Francia. La guerra se ganó en el Oeste y el Este se vio aliviado consecuentemente con motivo de esta victoria, pero la batalla en aquel frente no influyó directamente sobre la que se desarrollaba en el último. Por esta causa Francia evidenció ser la más joven en relación con las demás democracias occidentales.
El acontecimiento fue motivo de crecida alegría para algunos políticos franceses. Clemenceau, en particular, siempre había sido contrario a la alianza con Rusia, por considerarla extraña a la democracia francesa y por creer que a causa de ella su país se vería embarcado en las remotas cuestiones balcánicas. Trató de impedir que la misma se consumase, y fue grande su satisfacción cuando se vino abajo. Su implacable hostilidad hacia el bolchevismo nació no sólo del resentimiento contra la deserción rusa, sino, principalmente, de la seguridad de que el nuevo orden ruso imposibilitaría otra alianza. Clemenceau conocía Inglaterra y los Estados Unidos mejor que la mayoría de sus compatriotas y creía apasionadamente que el porvenir de Francia y de la humanidad dependía de las potencias occidentales. «Para llegar a un acuerdo [con las potencias occidentales] haría cualquier sacrificio», declaró ante la Cámara de Diputados el 29 de diciembre de 1918. Gracias a que, de entre todos los políticos franceses, él era el más favorable a los anglosajones, el Tratado de Versalles terminó siendo aceptado por todos. Sin embargo una minoría de sus colegas no pensaba tan lúcidamente como él. Algunos energúmenos de la extrema derecha conservaban el viejo odio a Inglaterra, pero, prácticamente nadie estaba en contra de América. Ahora bien, muchos desconfiaban de la constancia de las dos potencias anglosajonas. Unos cuantos, intoxicados por la victoria, soñaban con devolver a Francia la preponderancia de que había gozado en la época de Luis XIV, o, simplemente, antes de Bismarck. Los más modestos estimaban que unos aliados orientales compensarían la superioridad de la población alemana y conseguirían que Francia volviese a su anterior puesto como gran potencia.
Dichos aliados orientales no podían ser, a causa del bolchevismo, los rusos. Los países occidentales, habían llegado a intervenir contra el bolchevismo antes, incluso, de que terminase la guerra con Alemania. Habían propugnado la constitución de un cordon sanitaire[3] que se extendiese a lo largo de la frontera soviética. Pero, en definitiva, se resignaron a una política de no-reconocimiento, si bien, y muy a su pesar, accedieron a algunos intercambios económicos. Por su parte, los dirigentes soviéticos, cuando, en noviembre de 1917, tomaron el poder, rompieron ostensiblemente con el mundo corrompido del capitalismo y pusieron su fe en la revolución internacional. La Tercera Internacional tuvo para ellos más importancia que su Ministerio de Asuntos Exteriores, aun cuando vieran que la revolución internacional no se producía. En teoría, las relaciones entre la Rusia soviética y las potencias europeas no fueron sino una guerra larvada, y algunos historiadores consideran este fenómeno como la clave del período entre ambas guerras. Los historiadores soviéticos proclaman que Inglaterra y Francia querían vencer a Alemania para poner en marcha una cruzada, una nueva intervención contra su país, y algunos de sus colegas occidentales pretenden que los dirigentes soviéticos suscitaron sin cesar incidentes en el campo de las relaciones internacionales con la esperanza de fomentar una revolución. Esto es lo que habría sucedido si cada una de las dos partes hubiese tomado en serio sus principios y creencias, pero ni una ni otra lo hizo. Los bolcheviques confesaron implícitamente su sentimiento de seguridad y su indiferencia hacia el resto del mundo, cuando adoptaron la fórmula: «El socialismo en un solo país». Los políticos occidentales no tomaron nunca lo suficientemente en serio el peligro soviético como para prever una guerra de intervención. El comunismo siguió aleteando por Europa como un espectro (espectro llaman los hombres a sus temores y a sus pecados). Pero la cruzada contra el comunismo fue aún más imaginaria que aquel espectro.
Hubo otras razones que impidieron toda tentativa de atraer nuevamente a Rusia a los asuntos europeos. Las derrotas que había padecido durante la guerra destruyeron su reputación de gran potencia; se supuso, y con acierto, que después de la revolución estaba condenada a un debilitamiento que duraría, cuando menos, una generación. Alemania se veía abocada a una revolución política bastante benigna; pero, lo que se había producido en Rusia había tenido las características de un verdadero temblor de tierra. En realidad, muchos políticos occidentales sintieron una gran alegría cuando se esfumaron los rusos; si bien este pueblo había resultado útil como contrapeso de Alemania, en cuanto aliado resultó difícil y exigente. En el curso de los veinte años que se mantuvo asociado a Francia, esta nación se negó en todo momento a satisfacer sus pretensiones sobre Constantinopla. Por fin, se vieron obligados a acceder en 1915, y fue grande su alegría cuando se liberaron del cumplimiento de esta promesa. A los ingleses les preocupaba menos la cuestión de Constantinopla, pero, en cambio, habían tenido también muchas dificultades con los rusos en el Próximo y Medio Oriente. La propaganda comunista desarrollada en la India, después de la guerra, entrañaba bastante menos amenazas que la actividad zarista en Persia. Al margen de cuestiones tan precisas como éstas, lo que es indudable, como todo el mundo sabe hoy, es que los asuntos internacionales marcharon mucho mejor sin la participación soviética. Pero el principal motivo de exclusión de Rusia, fue un simple detalle geográfico. El cordon sanitaire resultó de la máxima utilidad. A lo que parece, tan sólo Balfour lo había previsto. «Si lográis una Polonia absolutamente independiente —declaró, el 21 de marzo de 1917, ante el gabinete de guerra imperial—, habréis aislado por completo a Rusia del Oeste. De este modo, dejará, o estará a punto de dejar, de constituir un factor de la política occidental». Así fue. Rusia no quiso ni pudo desempeñar ningún papel en los asuntos europeos. Pero ¿por qué iba a quererlo? El cordon sanitaire actuaba también en sentido opuesto, si bien el fenómeno no fuese observado hasta pasados varios años. A causa de él, Rusia quedó excluida de Europa, pero, también Europa de Rusia. La barrera, que había sido creada en contra de la Unión Soviética, se convirtió igualmente en una protección para ella.
Según los franceses, los países que integraban el cordon sanitaire, desempeñaban una función aún más importante. Eran unos preciosos sustitutos del aliado desaparecido, y, desde luego, menos irregulares e independientes y más seguros y respetables. «Nuestra más cierta garantía frente a una agresión alemana —declaró Clemenceau al Consejo de los Cuatro—, es que Checoslovaquia y Polonia ocupan una excelente posición estratégica detrás de Alemania». Si Clemenceau creía en este argumento, ¿cómo extrañarse de que otros franceses hiciesen de la alianza con aquellos Estados sucesores de Rusia el tema principal de la política de su país? Fueron pocos los que se dieron cuenta de la paradoja que encerraba el planteamiento. Aquellos Estados a los cuales inspiraba el entusiasmo nacional eran satélites y clientes; pero, a pesar de su nacionalismo habían sido conducidos a la independencia por la victoria de los Aliados, y también habían sido ayudados, más tarde, por el dinero francés y por consejeros militares franceses. Los tratados de alianza con ellos tuvieron un carácter como de tratados de protección, al igual que lo habían tenido los que concluyó Inglaterra con los nuevos Estados del Oriente Medio. Los franceses veían las cosas de distinta manera. Consideraban las alianzas orientales como triunfos, no como obligaciones. Querían una protección para Francia, sin que ésta se comprometiese a nada. Los franceses reconocían que los nuevos Estados tenían necesidad de su dinero, como antaño Rusia, pero creían que la necesidad sería pasajera. Desde todos los puntos de vista, la situación ofrecía grandes ventajas para Francia. Los países de reciente creación, distintamente de Rusia, no tendrían que ocuparse de satisfacer ambición ninguna ni en Persia ni en Extremo Oriente, ni nunca entablarían relaciones amistosas con Alemania. Edificados de acuerdo con el modelo democrático francés, resultarían más estables en tiempo de paz y más firmes en tiempo de guerra. Jamás pondrían en tela de juicio el papel que les había correspondido desempeñar en la Historia y que no era otro que el de fijar y dividir, en beneficio de Francia, las fuerzas alemanas.
Esta visión exageraba de manera extraña el potencial de los checos y de los polacos. Los franceses se dejaban engañar por las experiencia de la reciente guerra. Aunque se hubiesen decidido, a última hora, a emplear los carros de combate, seguían considerando a la infantería como la «reina de las batallas», y contaban los efectivos por bayonetas, como si éstas lo fueran todo. Francia, con sus 40 millones de habitantes, era evidentemente inferior a Alemania que tenía 65 millones. Pero, con los 30 millones de polacos, alcanzaba el mismo nivel, y lo rebasaba con los 12 millones de checoslovacos. Además, todo el mundo miraba al porvenir en función del pasado, y los franceses no podían imaginar una guerra futura que no se iniciase por un ataque alemán contra ellos. En todo momento, su pregunta era: «¿cómo pueden ayudarnos nuestros aliados orientales?». Nunca, «¿cómo podemos ayudarlos nosotros?». A partir de 1919, los preparativos militares de Francia tuvieron cada vez un mayor carácter defensivo. El ejército fue equipado para una guerra de trincheras y, a todo lo largo de la frontera, se fueron alineando fortificaciones. Su diplomacia y su estrategia llegaron a ser contradictorias. El mismo sistema diplomático fue un piélago de contradicciones. El acuerdo anglofrancés y las alianzas orientales, no se completaban, sino que se anulaban. Francia no podía actuar en ofensiva para ayudar a Polonia o a Checoslovaquia, como no contase con el apoyo británico, pero no obtendría tal apoyo como no fuese en el caso de tener que defenderse de una agresión dirigida contra ella, nunca contra los distantes países de la Europa central. Se trataba de un callejón sin salida que, sin embargo, no se planteaba como consecuencia de los cambios producidos en los años treinta, sino que existía desde el primer momento. Ni los ingleses ni los franceses encontraron una fórmula que les permitiese salir de él.
Hoy, podemos calibrar perfectamente aquellas dificultades, pero en la época en que surgieron fueron menos evidentes. A pesar de la desaparición de Rusia y de la retirada de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia siguieron actuando como el más alto Tribunal de Europa, y sus decisiones fueron ley para el Continente todo. En cuanto a las alianzas y a las guerras futuras, perdieron su fuerza como consecuencia de la actuación de aquel órgano nacido de la conferencia de paz: la Sociedad de Naciones. Inglaterra y Francia se forjaron una idea muy distinta de esta última. Los franceses querían verla transformada en un sistema de seguridad dirigido contra Alemania; los ingleses la consideraban como un sistema de conciliación que llevaría al acercamiento de los germanos. Los primeros creían que la guerra había sido causada por una agresión alemana; los segundos se fueron afianzando en la convicción de que había estallado por error. Nunca llegaron los dos países a discutir a fondo su divergencia. Y, en todo momento, cada uno concluyó sus compromisos con la reserva mental, de que no había sido convencido por el otro. Esperaban que los acontecimientos les diesen la razón y, con el tiempo muy a su pesar, vieron cumplidos sus deseos. En la práctica, la interpretación británica fue la que triunfó. Como primera providencia el Convenio de la Sociedad de Naciones se redactó en términos generales. Iba dirigido contra la agresión, no contra Alemania. Por añadidura, era difícil acusar a ésta no siendo miembro de pleno derecho de la organización. Una política negativa es siempre más fuerte que una política positiva; abstenerse es más fácil que intervenir. La opinión inglesa había sido directamente engendrada por la decisión que se tomó en noviembre de 1918 de concluir un armisticio y, más tarde la paz, con un gobierno alemán. Ya que se había decidido no destruir Alemania, se tenía que pensar, más tarde o más temprano, en su incorporación a la comunidad de naciones. Los gobiernos de París y de Londres, distraídos en extremo por las dificultades interiores de sus respectivos países, no podían trazar una política clara y consistente, y, si ésta alcanzó alguna coherencia, fue en el terreno de los esfuerzos realizados para llegar a la reconciliación con Alemania y en el de los consiguientes fracasos.