CAPÍTULO XI

LA GUERRA POR DANTZIG

La crisis de agosto de 1939, que condujo a la Segunda Guerra Mundial, nació, o, al menos, lo pareció así, de una disputa en torno a Dantzig. La cuestión se planteó a últimos de marzo, cuando los alemanes presentaron unas reivindicaciones sobre Dantzig y el pasillo, reivindicaciones que los polacos rechazaron. A partir de aquel momento, todo el mundo esperó que Dantzig se convirtiese en el nuevo punto de fricción, del que podía surgir la guerra. Sin embargo, por un curioso contraste con las crisis precedentes, no hubo negociaciones a propósito de esta ciudad, ni tentativas para encontrar una solución, ni siquiera maniobras para conseguir aumentar la tensión. Esta calma paradójica se debió, en gran parte, a la situación local en Dantzig. Los alemanes y los polacos ocupaban en ella una posición inexpugnable de la que no se movían; un paso que unos u otros hubiesen dado habría bastado para desencadenar el alud. Por consiguiente, no era dado presenciar unas maniobras y unos regateos como los que habían caracterizado la crisis checoslovaca. Los nazis de los Sudetes, como, antes que ellos, los austríacos, hicieron que la tensión fuese en aumento, sin precisar de que Hitler los estimulase. En Dantzig, la tensión existía de por sí y en su más alto grado, y si Hitler llegó a hacer algo en este caso, fue retener a los nazis. Éstos ya habían vencido en el interior: tenían firmemente bajo su control al Senado de la ciudad libre; pero Hitler no podía sacar ventaja alguna de esta situación. Si los nazis de Dantzig hubiesen desafiado abiertamente el tratado, votando por su anexión al Reich, los polacos habrían podido intervenir libremente con la aprobación de sus aliados occidentales, y su intervención habría resultado eficaz. Dantzig, en efecto, estaba separado de la Prusia Oriental, que era el único territorio alemán que tenían en su vecindad, por el Vístula, sobre el cual no existía ningún puente; mientras tanto, los polacos controlaban las tres vías férreas y las siete carreteras que conducían a la ciudad. Para ayudar a Dantzig, no bastaba una especie de golpe de mano; era precisa una verdadera guerra, y Hitler no estaba en condiciones de hacer frente a esta posibilidad hasta finales de agosto, cuando hubiese concluido sus preparativos militares.

Hasta aquí, vemos que Dantzig estaba a merced de Polonia, pero tampoco los polacos podían sacar ninguna ventaja de su situación. A pesar de la alianza con la Gran Bretaña y Francia, no había obtenido una promesa formal de que serían auxiliados si sucedía algo en la ciudad, y no ignoraban, por otra parte, que sus aliados simpatizaban, en este caso, con la causa alemana. Sólo podían esperar el favor de estos aliados en el caso de que se produjese una «amenaza clara» a la independencia polaca. Debían dar la impresión de tener que intervenir, y en Dantzig no se presentó una oportunidad para ello. En análogas condiciones, Schuschnigg y Benes habían buscado desesperadamente una puerta de escape y no habían parado de imaginar una larguísima serie de compromisos que les permitiesen conjurar la crisis. Los polacos dejaron, impertérritos, que se produjera la de Dantzig, en la seguridad de que Hitler se convertiría en agresor y de que, a partir de tal momento, se olvidaría la justicia de sus reivindicaciones. Pretendían no contestar a las provocaciones de los nazis, pero, al mismo tiempo, ignorar las invitaciones a ceder que les presentaban los occidentales.

En el vastísimo plano de la política de altos vuelos, Hitler y los polacos mantuvieron unas posturas rígidas, en medio de la guerra fría. Desde el 26 de marzo hasta la víspera del conflicto, el Führer no formuló ninguna otra reivindicación a propósito de la ciudad. No es de extrañar su actitud, que respondía al método que le era habitual. Había esperado las ofertas de Schuschnigg sobre Austria, las de Benes, las de Chamberlain y finalmente las que se le habrían de hacer en la conferencia de Múnich con respecto a Checoslovaquia. Y en ningún caso había esperado en vano. ¿Pudo pensar que, esta vez, los polacos no le brindarían nada? Así parecen darlo a entender los documentos. El 3 de abril, dio instrucciones para que se preparase un ataque a Polonia «de tal modo que la operación pudiese desencadenarse en cualquier momento, a partir del 1.º de septiembre»[1]. Pero una nueva instrucción, que se dio una semana más tarde, aclaró que aquellos preparativos se llevaban a cabo sólo «para el caso en que Polonia cambiase su política… y adoptase una actitud amenazadora para con Alemania»[2]. El 23 de mayo, habló, sin embargo, con menos reserva, ante un grupo de generales: «Habrá guerra. Nuestra tarea consiste en aislar a Polonia… Y de ella no debe nacer una explicación [que tengamos que dar] a Occidente»[3]. Todo esto resulta muy claro, pero, sin embargo, no resulta fácil saber cuáles eran las verdaderas intenciones de Hitler. También, en 1938, había hablado en términos igualmente oscuros de una guerra contra Checoslovaquia; aun así, parece casi seguro que contara con ganar la guerra de nervios. Y aunque esperase lograr la victoria por medio de la guerra o por medio de la diplomacia, era igualmente necesario que se efectuasen unos preparativos militares. Cuando hablaba a sus generales, trataba de causar efecto, no de revelar lo que le bullía dentro de la cabeza. Sabía que los generales lo despreciaban y que desconfiaban de él, y que algunos habían intentado derribarlo en septiembre de 1938; probablemente, sabía también que, constantemente, corrían para llevar la alarma a la Embajada francesa o a la inglesa. Quería impresionar a aquellos generales, y, al mismo tiempo, asustarlos. El 23 de mayo, habló no sólo de una guerra con Polonia, lo cual pudiera haber entrado en sus cálculos, sino, al propio tiempo, de una gran guerra contra las potencias occidentales, en la que, con toda seguridad, ni pensaba. Sus vaticinios se confirmaron; nada más hubo terminado la conferencia del 23 de mayo, los generales, empezando por Göring, suplicaron a las potencias occidentales que hicieran entrar a Polonia en razón, mientras todavía fuese tiempo.

La conducta posterior de Hitler da a entender que su decisión no fue tan firme como lo pareciera el día 23. Hasta el último momento, esperó una oferta de los polacos, que nunca llegó. No contaba sin duda con que los polacos perdiesen el control de los nervios, pero pensaba que las potencias occidentales se lo harían perder, como, en 1938, había sucedido con Benes. No alcanzaba a comprender cómo se vendría abajo el poder de resistencia de los países del Oeste, ni qué repercusiones tendría una situación semejante sobre los polacos. Tampoco le importaba que los polacos cediesen sin tener que llegar a la guerra o que fuesen abandonados a su suerte: el resultado final sería el mismo en ambos supuestos. Pero sobre la cuestión capital, a saber, el desquiciamiento del sistema nervioso de los occidentales, no abrigó jamás la menor duda. Se ha sugerido que, en el curso del verano, empezó a pensar cómo sucedería esto. Pudo pensar que si naufragaban las negociaciones anglosoviéticas, se produciría el fenómeno que tanto esperaba. La certidumbre de Hitler de que dichas negociaciones fracasarían constituye un hecho extraordinario, dentro de esta historia, de por sí extraordinaria. ¿Cómo pudo estar tan seguro? ¿Por qué se esforzó tan poco en aproximarse a Rusia y por qué supuso que los rusos se inclinarían, por propia iniciativa, hacia Alemania? ¿Disponía de algún medio de información secreto, que los historiadores no descubrirán jamás? ¿Contaba con algún agente en Whitehall o en el Kremlin? ¿Estaba tal vez en contacto directo con Stalin? ¿Fue todo fruto de un análisis social y profundo? ¿Adquirió conciencia de que los estadistas bourgeois[4] no llegarían jamás a un entendimiento con los comunistas? Todo pudo ser, pero nosotros no tenemos medio de saberlo. A lo mejor, se trató del inquebrantable convencimiento que acompaña a todo jugador de que su intuición no le va a engañar —de otro modo, no jugaría—. Unas palabras accesorias dicen más sobre la política del Canciller que todos los discursos grandilocuentes que pudiera dirigir a sus generales. El 29 de agosto, Göring, que ansiaba llegar a un compromiso, le dijo: «Ya es hora de que terminemos con este juego de doble o nada». Hitler le contestó: «Es el único al que, desde siempre, he jugado»[5].

Hitler tuvo la mala suerte (y no la tuvo él sólo) de encontrar en los polacos a unos jugadores políticos de su misma escuela. En este caso, además, el juego les venía impuesto por su ilusoria posición de gran potencia independiente. Unos estadistas de ánimo sereno se hubiesen rendido a discreción al considerar los peligros que amenazaban a Polonia y la escasez de medios del país; por un lado, tenía a Alemania, poderosa y agresiva; por otro, a la Rusia Soviética, enemiga en potencia; allá, lejos, contaba con dos aliados reticentes, que ardían en deseos de llegar a un acuerdo con Hitler y que geográficamente estaban incapacitados para prestar una ayuda eficaz. Los polacos quedarían reducidos a sus propios recursos, y sus propios recursos no habían sido debidamente explotados. Apenas la mitad de sus hombres en edad de quintas habían recibido instrucción militar, y no disponían de medios para equiparlos a todos. Checoslovaquia, cuya población no llegaba a la tercera parte de la de Polonia, tenía, el año anterior, unos efectivos más cuantiosos y, además, dotados de armas modernas. Polonia no tenía prácticamente ni un arma moderna: sólo unos 250 aviones caducos y un batallón de carros anticuados. En estas condiciones, ¿qué podían hacer los polacos, sino considerar las amenazas de Hitler como un bluff? Cualquier paso que dieran les llevaría a ceder; por eso, no dieron paso alguno. Después de todo, la inmovilidad constituye la mejor política, quizá, la única, que puede seguir cualquiera que desee mantener un statu quo. Es claro que los aliados occidentales daban una razón más que justificase aquel estancamiento de la diplomacia; la Gran Bretaña y Francia cederían claramente sobre Dantzig si los polacos abrían la puerta a las negociaciones. De ahí que la mantuviesen cerrada. «Múnich» proyectaba su sombra. Hitler aguardaba un nuevo Múnich. La suerte de Benes servía de advertencia a Beck.

Tanto Alemania como Polonia se quedaron en una postura rígida. Las tres potencias occidentales —Italia lo mismo que Inglaterra y Francia— se guardaron bien de abordar la cuestión de Dantzig por distinto motivo; precisamente, porque su postura era muy flexible. Las tres naciones estaban convencidas de que Dantzig no valía una guerra, las tres estimaban que la ciudad había de ser devuelta a Alemania, previo el establecimiento de unas garantías en favor del comercio polaco, pero las tres se daban también cuenta de que Polonia no cedería sin lucha y de que Hitler no aplazaría la cuestión hasta encontrar un momento de mayor calma. El Pacto de Acero unía a Italia con Alemania; Francia y Gran Bretaña se habían comprometido con Polonia. Ninguna de las tres querían ir a la guerra por Dantzig, ninguno de los dos protagonistas pensaba en ceder. Sólo había posibilidad de adoptar una actitud: ignorar la cuestión de Dantzig, con la esperanza de que los demás también se olvidasen de ella. Las tres potencias occidentales hicieron lo que pudieron para apartar Dantzig de sus pensamientos:

Cuando subía la escalera,

Vi a un hombre que no estaba allí.

Tampoco hoy estaba allí.

Deseé, entonces, que se marchase.

Con este talante actuó la diplomacia europea en el verano de 1939. Dantzig no estaba allí; y si todas las potencias lo deseaban de todo corazón, se marcharía.

A primeros de agosto, se hizo evidente que Dantzig seguía en su sitio. Los nazis de la ciudad aumentaron sus provocaciones a los polacos, los cuales contestaron poniéndose todavía más firmes. Se multiplicaron los rumores anunciando movimientos de tropas, y, en esta ocasión, estaban perfectamente fundados. Se previó que Hitler no tardaría en actuar. Pero ¿cómo, y, lo que era más importante, cuándo? Ésta fue la cuestión capital que se planteó tanto en la crisis checa como en la crisis polaca. Una y otra vez, los occidentales supusieron que Hitler la haría estallar públicamente, en ocasión de celebrarse en Núremberg el congreso del partido nacionalsocialista; y las dos veces se equivocaron, pero, en el caso de la crisis checa, la equivocación resultó favorable, y en la de la polaca, perjudicial. En 1938, el congreso tuvo lugar el 12 de septiembre, y los planes militares de Hitler habían sido fijados para el 1.º de octubre; por consiguiente, la labor de «apaciguamiento» pudo ser llevada fortuitamente a cabo por un período de quince días. En 1939, el congreso había sido señalado para la primera semana de septiembre, y Hitler había decidido dejar zanjada antes la cuestión de Dantzig. En el Congreso de la Paz anunciaría ya la victoria. Nadie podía adivinar que la fecha de entrada en vigor de los planes militares era el 1.º de septiembre. Esta fecha —como, el año anterior, la del 1.º de octubre— no fue elegida por razones de lógica, o de meteorología o de otra índole, a pesar de lo que en este sentido hayan podido decir, después, algunos autores; se determinó, como suele suceder con fechas de este tipo, clavando un alfiler al azar en el calendario. De cualquier modo, el margen que quedó para desarrollar unas negociaciones fue demasiado justo; y si los planes de las potencias occidentales sufrieron demora, fue, en parte, porque una semana era un plazo más corto de lo que ellas tenían previsto.

A primeros de agosto, las democracias europeas seguían marcando el paso, y tenían la esperanza de que sus contactos con la Unión Soviética, que parecía que nunca iban a acabarse, intimidarían a Hitler. Hubo algunas personas que no confiaron tan ciegamente. Por Berchtesgaden pasó un desfile de visitantes que trataron de calar en las intenciones de Hitler. Quizás, a través de los sondeos que realizaron, llegaron a saber, por vez primera, qué era lo que el Canciller quería. Los primeros en intentar la experiencia fueron los húngaros. Su Primer Ministro, Teleki, escribió dos cartas a Hitler. En una le prometió que «en el caso de que produjese un conflicto general, Hungría trazaría su política de acuerdo con la del Eje»; pero en la segunda señaló que: «Por razones morales, Hungría no estaría en situación de intervenir con las armas contra Polonia»[6]. El 8 de agosto, Csáky, Ministro húngaro de Asuntos Exteriores, recibió en Berchtesgaden una respuesta categórica. Hitler no quería la ayuda de Hungría, pero añadió: «Polonia no constituye para nosotros un peligro militar… Es de esperar que vea claro en el último minuto… De otra manera, no sólo será destruido el Ejército polaco, sino que también quedará aniquilado el propio Estado… Francia e Inglaterra no estarán en condiciones de impedírnoslo». Csáky se puso a balbucear, se excusó y retiró las cartas de Teleki, «pues, desgraciadamente, parecía que habían sido mal interpretadas»[7].

Tres días más tarde le tocó el turno a Burckhardt, Alto Comisario de la Sociedad de Naciones en Dantzig. Hitler se mostró nuevamente belicoso: «Atacaré con la rapidez del rayo y con todo el poderío de un ejército mecanizado del que los polacos no tienen ni la más remota idea». Pero también dio algunas pruebas conciliadoras: «Si los polacos dejan Dantzig perfectamente en paz… yo puedo esperar». Hizo comprender claramente qué era lo que aguardaba. El cumplimiento de las condiciones ofrecidas el 26 de marzo lo dejarían satisfecho, «por desgracia, los polacos las rechazan categóricamente». Después, hablando en términos generales, añadió: «No quiero nada del Oeste… Pero tengo que tener las manos libres en el Este… Deseo vivamente vivir en paz con Inglaterra y concluir con ella un pacto definitivo que garantice todas sus posesiones en el mundo y que permita una mutua colaboración»[8]. Hitler se dirigió tanto a Csáky como a Burckhardt con la intención de producir un efecto; en determinados momentos se mostró bélico, en otros, conciliador. Era exactamente la misma táctica del año anterior. Y, ¿por qué no iba a ser la misma? Si es cierto que interpretaba una comedia cuando hablaba de la paz, también lo es que hacía otro tanto cuando hablaba de la guerra. Lo que fuera a hacer dependería de los acontecimientos, no de una resolución que hubiese tomado previamente.

El 12 de agosto, acudió a verlo un visitante de mayor importancia: Ciano. Los italianos se habían mostrado muy combativos en tanto la guerra pareció quedar lejos, pero cuando pareció que empezaba a acercarse, empezaron a abrigar algunas inquietudes. Italia se había agotado como consecuencia de su prolongada intervención en la guerra civil española —y tal vez fuese éste el único efecto notable que dicha guerra produjera en Europa—. Sus reservas en oro y en materias primas se habían evaporado. Apenas había podido iniciar un nuevo equipamiento de su ejército con armas modernas. No estaría preparada para una guerra hasta el año 1942, e, incluso, esa fecha era imaginaria y no quería decir otra cosa que «en un porvenir lejano». El 7 de julio, Mussolini declaró al Embajador inglés: «Diga a Chamberlain que si Inglaterra lucha al lado de Polonia por Dantzig, Italia luchará al lado de Alemania»[9]. Quince días más tarde, cambió de parecer y solicitó una entrevista con Hitler en el Brennero. Se proponía poner de relieve que era necesario evitar la guerra y que Hitler conseguiría todo lo que quisiera en una conferencia internacional. Los alemanes empezaron por oponerse a esta entrevista, para declarar, más tarde, que podría celebrarse pero que en ella sólo se discutiría el inminente ataque a Polonia. Mussolini no se creyó, tal vez, capaz de enfrentarse a Hitler; fuese como fuere, el caso es que se hizo sustituir por Ciano. Le dio instrucciones muy claras: «Tenemos que evitar un conflicto con Polonia, porque sería imposible hacer de él una cuestión local; y una guerra total sería desastrosa para todo el mundo»[10]. Ciano se mantuvo firme cuando, el 12 de agosto, se vio en presencia de Hitler; pero sus observaciones no fueron tenidas en cuenta. Hitler anunció que se proponía atacar a Polonia si no se le daba completa satisfacción antes de finales de agosto; tenía «la absoluta certeza de que las democracias occidentales se echarían atrás ante la posibilidad de una guerra total»; la operación habría terminado para el 15 de octubre. Esto era mucho más concreto que cuanto hasta entonces había dicho, no obstante se mantenían algunos puntos dudosos. Sabía que todo lo que declaraba a los italianos sería comunicado inmediatamente a las potencias occidentales; lo que trataba era de destrozar los nervios de éstas, no de revelar a Mussolini sus verdaderos planes.

Un curioso episodio indica en qué consistían aquellos planes. Mientras Ciano hablaba con Hitler, «se entregó al Führer un telegrama de Moscú». Hitler declaró su contenido: «Los rusos aceptaban que fuese enviado un negociador político alemán a Moscú». De acuerdo con Ciano, «los rusos pedían que fuese enviado a Moscú un plenipotenciario alemán para negociar un pacto de amistad»[11]. No ha sido descubierto ningún telegrama de este género en los archivos alemanes; y no se ha descubierto porque jamás existió, ya que los rusos no aceptaron el envío de un negociador hasta el 19 de agosto, y no el 12[12]. Por supuesto, Stalin pudo dar a conocer a Hitler su decisión, de modo secreto, con una semana de antelación; pero esto no pasa de ser una hipótesis fantástica que no se apoya en documento alguno. Es mucho más probable que el telegrama fuese falso y que estuviese destinado a impresionar a Ciano y a apaciguar a los demás. Sin embargo, aunque fuese falso, no dejaba de tener un fundamento: «la intuición» de Hitler, su convicción de que se realizaría cuanto deseaba. Hasta entonces, su «sexto sentido» no le había engañado nunca. Esta vez, contó por completo con él, en la certeza de que las negociaciones anglofrancosoviéticas fracasarían y de que las potencias occidentales se hundirían.

El 12 de agosto, las negociaciones no habían fracasado. En aquel momento, cobraban vigor. Las misiones militares de Inglaterra y de Francia acababan, por fin, de llegar a Moscú. Daladier había dado instrucciones a los miembros de la francesa para que ultimasen un convenio lo antes posible. Los ingleses, por el contrario, llevaban la consigna de «actuar muy despacio», hasta que se concluyese un acuerdo político (aunque, y esto es lo paradójico del caso, las negociaciones de carácter político se habían suspendido el 27 de julio, pendientes de que se concertase un convenio militar). «Pueden pasar meses antes de que se llegue a un acuerdo sobre los muchos puntos a discutir»[13]. La realidad es que al Gobierno inglés no le interesaba una colaboración militar, firme, con los rusos. Lo que le interesaba era sacar a la luz el fantasma rojo, con la esperanza de que esto obligaría a Hitler a estarse quieto.

Pero cuando empezaron las conversaciones, los portavoces ingleses se vieron rápidamente precipitados por los franceses y por Vorochilov a una discusión seria. Se expusieron con detalle los planes de guerra británico y francés, se mostró la lista, redactada con bastante generosidad, de los medios con que contaban cada uno de los dos países. El 14 de agosto, le tocó la vez a los rusos. Vorochilov hizo esta pregunta: «¿Puede el Ejército Rojo pasar por la Polonia Septentrional y por la Galitzia para entrar en contacto con el enemigo? ¿Se autorizaría a las tropas soviéticas para que pasasen por territorio rumano?»[14]. Ésta era la cuestión decisiva, y ni los ingleses ni los franceses podían contestar. Las conversaciones llegaron a un punto muerto. El 17 de agosto fueron suspendidas y nunca más se volvieron a continuar en serio.

¿Por qué los rusos plantearon las cosas de manera tan categórica y tan abrupta? ¿No más para tener un pretexto que les permitiese negociar con Hitler? Tal vez; pero lo cierto es que había de abordarse la cuestión… y había que darle una respuesta. Polonia y Rumanía habían levantado en 1938 una barrera insalvable contra cualquier posible intervención soviética. Era preciso que desapareciesen aquellas barreras para que Rusia pudiese desempeñar con absoluta entrega su papel de asociada; sólo las potencias occidentales podían conseguirlo. Bajo una nueva forma, volvía a surgir una vieja disputa por cuestiones de principio. Las democracias no veían en la URSS nada más que un cómodo auxiliar; y los rusos estaban decididos completamente a que se les reconociese como actores principales. También existía una diferencia en las respectivas concepciones estratégicas, diferencia en la que no se ha solido reparar. La Gran Bretaña y Francia seguían situándose en los mismos frentes de la Primera Guerra Mundial, y, por consiguiente, exageraban el valor de las posiciones defensivas. Se había dicho a las misiones que si Alemania atacaba por el Oeste, aunque fuese a través de Holanda y de Bélgica, «este frente se logrará estabilizar más tarde o más temprano». En el Este, Polonia y Rumanía retrasarían un avance alemán; y, con la ayuda de Rusia, podrían detenerlo completamente[15]. En cualquiera de los supuestos, el Ejército Rojo tendría tiempo más que suficiente, una vez que se abriesen las hostilidades, para disponer sus líneas defensivas. Después, todo el mundo se atrincheraría, se pondría a buen recaudo, hasta el momento en que Alemania se viniese abajo. Es fácil que, con semejantes ideas, las potencias occidentales no viesen en la petición rusa de atravesar Polonia, nada más que una maniobra política. Pensaron que los rusos querían solamente humillar a Polonia, quizás, incluso, acabar con su independencia.

Nadie puede decir si los rusos abrigaban en efecto tales deseos, pero lo que es evidente es que tenían unas concepciones estratégicas diferentes, que se bastaban por sí solas para explicar su petición. Ellos partían de las experiencias que habían adquirido en las guerras civiles y en las de intervención, no en la Primera Guerra Mundial. En aquel tipo de conflictos, la caballería había sido la que había logrado la victoria. Además, como comunistas que eran, se mostraban automáticamente a favor de una doctrina más dinámica, más revolucionaria que la del Occidente capitalista y decadente. Estimaban que las ofensivas de la caballería, de la nueva caballería, motorizada, serían irresistibles; aun más, no podrían ser paralizadas sino por otras contraofensivas similares efectuadas desde otros puntos del frente. En caso de guerra, tenían la intención de lanzar contra Alemania una serie de columnas blindadas, sin tener en cuenta los ataques que los alemanes llevasen a cabo en otros lugares. En 1941, mantenían el mismo punto de vista y si no lo pudieron poner en práctica, fue porque Hitler los atacó antes de que ellos estuviesen preparados. En realidad, esta doctrina estaba equivocada, pero menos de lo que lo estaba la de los occidentales: y, en 1941, en el ataque por sorpresa de Hitler los salvó de un desastre que hubiera sido irreparable. Pero esto no tiene nada que ver con la diplomacia de 1939. Los rusos pidieron entonces que se les dejase atravesar Polonia porque veían en ello la única posibilidad de ganar la guerra. Quizá persiguiesen también unos fines políticos, pero si fue así, los subordinaron a unas necesidades militares auténticas.

Los Gobiernos inglés y francés no apreciaron los cálculos soviéticos, pero comprendieron que, puesto que había sido planteada, había que dar una respuesta a la malhadada cuestión. Los dos volvieron la vista, aunque sin muchas esperanzas, a Varsovia. Los ingleses recurrieron una vez más a los argumentos políticos: «Un acuerdo con la Unión Soviética tendría como efecto el detener a Hitler en el camino de la guerra». Si las negociaciones fracasaban, «Rusia podría repartirse los despojos con Alemania… o constituir la amenaza capital, una vez hubiesen terminado las hostilidades»[16]. Beck contestó también en términos políticos: si se autorizaba a las tropas soviéticas a atravesar Polonia, Hitler, en vez de sentirse intimidado, declararía inmediatamente la guerra[17]. Los dos argumentos eran sensatos, pero no guardaban relación alguna con la situación militar. Los franceses pensaban de una manera más práctica. Sólo les interesaba una cosa: enzarzar a la Rusia soviética en un conflicto con Hitler, y poco les importaba que fuese a costa de Polonia. Si se les hubiese dejado sueltos, hubiesen arrojado alegremente a Polonia por la borda, con tal de ganarse la colaboración rusa. Londres se lo impedía, y entonces sólo les quedó recurrir a la persuasión. Bonnet creyó vislumbrar una salida. Los rusos insistían en conseguir un acuerdo, acerca de la colaboración militar con los polacos, antes de que estallase la guerra; los polacos no querían aceptar ninguna ayuda soviética antes de que se abriesen las hostilidades. Había llegado el momento, manifestó Bonnet, en que, lo que para los rusos parecía ser todavía la paz, para los polacos, podía parecer ya la guerra. La maniobra fracasó y Beck se mostró obstinado: «¡Nos pide que firmemos un nuevo reparto de Polonia!». El 21 de agosto, los franceses perdieron la paciencia. Decidieron pasar por alto la negativa polaca y seguir adelante, en la esperanza de conseguir arrastrar a los polacos, quisieran o no quisieran. Doumenc, jefe de la misión militar, recibió instrucciones de dar «en principio, una respuesta afirmativa» a la pregunta rusa, y de «negociar y firmar cualquier acuerdo susceptible de servir al interés común, a reserva de que recibiese la aprobación final del gobierno francés». Los ingleses se negaron a adherirse a esta acción, aunque tampoco protestasen contra ella.

De cualquier modo, si en algún momento existió la posibilidad de obtener la alianza soviética, pudo darse ahora por perdida. El 14 de agosto, horas después de que Vorochilov hiciese la pregunta fatídica, Ribbentrop envió un telegrama a Schülenberg, su Embajador en Moscú; decía así: «No existe ningún verdadero conflicto entre Alemania y Rusia… ni ninguna cuestión, entre el Báltico y el mar Negro, que no pueda ser resuelta a entera satisfacción de las dos partes». Ribbentrop estaba dispuesto a acudir a Moscú para «poner los cimientos de un arreglo final de las relaciones germanosoviéticas»[18]. Este telegrama constituyó el primer paso real dado en el camino hacia la mejoría de dichas relaciones. Hasta entonces, se habían mantenido en una situación estacionaria; las discusiones entre personajes de segunda fila, de las que, después, han sacado tanto partido los escritores occidentales, no fueron más que sondeos, inspirados en el recuerdo de la antigua intimidad de Rapallo. Por una vez, Hitler tomaba la iniciativa. ¿Por qué lo hizo en aquel preciso momento? ¿El hecho de que coincidiesen la pregunta de Vorochilov y la apertura de Ribbentrop nació de un previo acuerdo entre Stalin y Hitler? ¿Fue algún agente ignorado quien, desde el Kremlin, previno a Hitler de que había llegado el momento? ¿Fue todo fruto del destino? Hitler dio a conocer su plan de destrozar los nervios a los franceses y a los ingleses cuando enseñó a Ciano, el 12 de agosto, una falsa invitación de Moscú; así, calmó los temores de los italianos. Quizás Hitler, también en esta ocasión, no imaginó su estrategia hasta el momento de ponerla en marcha. Después de todo, era hombre dado a las improvisaciones atrevidas, y tomaba una decisión con la rapidez del rayo; entonces, las presentaba como si fueran producto de una política elaborada con tiempo y cuidado. Ribbentrop se quedó en Berchtesgaden hasta el 13 de agosto, y, el 14, volvió a Berlín. No pudo, pues, enviar el telegrama antes de esa fecha. Quizá, fue cosa del azar; no lo sabemos ni nunca lograremos saberlo.

Schülenberg entregó el telegrama el 15 de agosto. Molotov no se dejó atropellar. Mientras lo recibía «con el mayor interés», pensaba que las negociaciones llevarían algún tiempo, y preguntó: «¿Cómo aceptaría el Gobierno alemán la idea de un pacto de no-agresión con la Unión Soviética?»[19]. La respuesta llegó en menos de veinticuatro horas: Alemania ofrecía no sólo un pacto de no-agresión, sino una garantía común con respecto a los Estados Bálticos y su mediación entre Rusia y el Japón. El punto esencial era la visita de Ribbentrop[20]. Los rusos siguieron manteniendo la puerta abierta a ambos bandos. El 17 de agosto, Vorochilov declaró a las misiones militares de Occidente que no sería útil ninguna otra reunión en tanto no pudiesen contestar a su pregunta sobre Polonia; sin embargo, después de algunas peticiones, aceptó fijar otra para el 21 de agosto. Casi en el mismo momento, Molotov señalaba a Schülenberg que una mejora de las relaciones germanosoviéticas sería una cuestión que llevaría mucho tiempo. En primer lugar, era necesario concluir un acuerdo comercial, y, luego, un pacto de no-agresión. Sólo entonces sería posible pensar en una visita de Ribbentrop; pero el Gobierno soviético «prefería llevar adelante las tareas prácticas sin demasiado ruido»[21].

El 18 de agosto, Ribbentrop llamó aún más fuerte a la puerta de los rusos. Las relaciones debían de clarificarse sin demora «para que el estallido de un conflicto germanopolaco no cogiese a los rusos por sorpresa»[22]. Molotov titubeó de nuevo. La fecha de la visita de Ribbentrop «no podía fijarse ni aproximadamente». Antes de que pasara media hora, Schülenberg era llamado al Kremlin; le dijeron que Ribbentrop podría ir al cabo de una semana[23]. Ignoramos qué fue lo que provocó esta súbita decisión. Schülenberg pensó en una intervención personal de Stalin; pero esto no es más que una hipótesis, una más entre las que más tarde se forjarían sobre este asunto. Hitler estimó que eran muchos días; quería que Ribbentrop fuese recibido inmediatamente. Tal vez pueda verse en esta premura la impaciencia en que siempre desembocaban sus largas vacilaciones; pero puede encontrarse una causa más profunda. El 26 de agosto era un buen momento si lo que quería era despejar el camino para atacar a Polonia el 1.º de septiembre, pero no le permitiría llevar a cabo una doble empresa: primero, desquiciar los nervios de los occidentales por medio de un acuerdo con la Rusia soviética, y, segundo, desquiciar los de los polacos, con la colaboración de las potencias del Este. Su prisa hace pensar más bien en un nuevo «Múnich», no en una guerra.

Fuese como fuere, Hitler, a partir de este momento, actuó sin intermediario alguno. El 20 de agosto, envió un mensaje personal a Stalin en el que aceptaba todas las peticiones soviéticas y en el que insistía para que Ribbentrop fuese recibido sin demora[24]. Este mensaje marcó un hito en la Historia de la humanidad: fue el momento en el que la Rusia soviética volvió a Europa en calidad de gran potencia. Ningún estadista europeo, hasta aquel instante, se había dirigido directamente a Stalin. Los dirigentes occidentales lo habían tratado como si se tratara de un ser distante y oscuro, una especie de Bey de Bokhara. Hitler lo reconoció como jefe de un gran Estado. Se ha dicho que Stalin era inaccesible a los sentimientos personales; no obstante, el acercamiento de Hitler no pudo por menos de halagarlo. Acababa de sonar el momento de la decisión. El 20 de agosto, se firmó el tratado comercial entre Rusia y Alemania; se había dado satisfacción a la primera de las condiciones presentadas por los rusos. En la mañana del 21 de agosto, Vorochilov se entrevistó con las misiones militares. No tenían nada nuevo que decir y las sesiones fueron aplazadas sine die. A las 17 horas del mismo día, Stalin dio su conformidad a la fecha del 23 para que en ella acudiese Ribbentrop a Moscú. La noticia fue anunciada aquella misma noche en Berlín, y, a la mañana siguiente, en Moscú. Los franceses trataron una vez más de salvar la situación. El día 22, Doumenc se entrevistó con Vorochilov para ofrecerle, de acuerdo con las instrucciones de Daladier, aceptar la petición rusa, sin esperar la respuesta de los polacos. Vorochilov rehusó: «No queremos que Polonia se jacte de haber rechazado nuestra ayuda —ayuda que no tenemos la menor intención de imponerles—»[25]. Las negociaciones anglofrancosoviéticas llegaban a su fin. Al día siguiente, 23 de agosto, los franceses, zalameramente, arrancaron de los polacos una fórmula que éstos concedieron no sin reticencia. Los franceses quedaban autorizados para decir a los rusos que: «Tenemos la certeza de que en la eventualidad de una acción común contra una agresión alemana, la colaboración entre Polonia y la URSS no quedaría excluida (o sería posible)»[26]. Esta fórmula no llegó a ser presentada a los rusos. En el fondo, era un simple fraude. Beck sólo se decidió a aprobarla cuando se enteró de que Ribbentrop estaba en Moscú; esta visita eliminaba el peligro de una ayuda rusa a Polonia. Seguía creyendo que, en tanto su país fuese independiente, tendría mayores oportunidades de llegar a un entendimiento con Hitler. Pensó que la URSS se retiraba de Europa, lo cual era una grata noticia para los polacos. Y, así, Beck pudo declarar complacido: «Le ha llegado la hora a Ribbentrop de experimentar la mala fe de los rusos»[27].

Ribbentrop no compartía esta opinión. Llegó a Moscú para cerrar un acuerdo y lo consiguió de inmediato. El pacto público fue firmado el 23 y constituyó un compromiso recíproco de no-agresión. Un protocolo secreto excluía a Alemania de los Estados Bálticos y de la parte oriental de Polonia (los territorios situados al este de la Línea Curzon, que estaban habitados por ucranianos y por rusos blancos). Esto era, en suma, lo que los rusos habían tratado de obtener de las potencias occidentales. El pacto germanosoviético no era sino otro medio para llegar al mismo fin; quizás no fuese tan bueno, pero valía más que no conseguir nada. Los acuerdos de Brest-Litovsk habían muerto, ya que no con el apoyo de los occidentales, sí con el consentimiento de Alemania. Sin duda era vergonzoso que la Rusia soviética concluyese un acuerdo, del tipo que fuera, con la Alemania fascista, pero este reproche no se lo podían hacer los mismos estadistas que habían acudido a Múnich y que habían recogido los aplausos de la mayoría de sus conciudadanos. En realidad, los rusos hicieron lo mismo que deseaban hacer los occidentales; y la amargura de éstos fue una mezcla de la decepción y de la cólera que experimentaron al comprobar que las profesiones de fe de los comunistas no eran más sinceras que sus propias profesiones de fe democráticas. El pacto no contenía ninguna de las desbordadas expresiones de amistad que Chamberlain puso en la declaración que se firmó al día siguiente de Múnich. La verdad es que Stalin repudió el acuerdo de modo expreso: «El gobierno soviético no puede presentar de pronto a su pueblo una seguridad de la amistad germanosoviética, después de haber sido cubierto de fango por el gobierno nazi desde hace diez años».

Este pacto no era ni una alianza ni un acuerdo sobre el reparto de Polonia. En Múnich, los ingleses y los franceses habían impuesto a los checos la división de su país. El gobierno de Moscú no hizo nada parecido por lo que se refiere a los polacos; prometió sencillamente permanecer neutral, que era lo que los polacos le habían pedido siempre que hiciese y lo que implicaba, igualmente, la política occidental. Y aun más: el pacto era, en último extremo, contrario a los alemanes, puesto que limitaba su avance hacia el Este en caso de guerra; así lo puso de relieve Winston Churchill en un discurso en Manchester, inmediatamente después de concluir la campaña de Polonia. Los rusos, en agosto, no pensaban todavía en términos bélicos. Suponían, como lo suponía Hitler, que las potencias occidentales no lucharían si no contaban con el apoyo de los rusos. Polonia tendría que ceder, y, una vez desapareciese el obstáculo polaco, podría llegarse a una alianza defensiva con el Oeste en unas condiciones más parejas. Y, si los polacos no claudicaban, tendrían que hacer la guerra solos; sería entonces cuando se verían obligados a aceptar la ayuda de la URSS El curso que tomaron los acontecimientos echó por tierra los cálculos rusos; nunca pensaron en una guerra en la que participasen a la vez Polonia y las potencias occidentales. Pero también esta situación supuso un feliz desenlace para los dirigentes soviéticos: quedaba eliminado un ataque combinado contra Rusia por parte de los Estados capitalistas; y esto era lo que habían temido más. Pero su política no iba dirigida a esta meta. El 23 de agosto era imposible prever los acontecimientos del 1 y del 3 de septiembre. Hitler y Stalin se imaginaron que habían evitado la guerra, no que la desencadenaban. El primero pensaba que se llegaría a un nuevo Múnich con respecto a Polonia; el segundo, que, en todos los supuestos, había escapado de una guerra entonces, y, tal vez, para siempre.

El 23 de agosto de 1939, los rusos hubiesen podido dar las vueltas que hubieran querido a la bola de cristal, tratando de adivinar el porvenir; difícilmente podrían haber encontrado otra fórmula. Sus temores a propósito de una alianza europea contra Rusia eran exagerados, pero no carecían de fundamento. Además, si se tiene en cuenta la negativa polaca a aceptar la ayuda soviética e, igualmente, la política seguida por los ingleses, y que consistía en prolongar las negociaciones de Moscú, sin tratar de llevarlas a buen puerto, la neutralidad, con o sin pacto, era lo más a lo que los rusos podían aspirar; la limitación a las conquistas alemanas en Polonia y en la zona del Báltico, hacía aun más atrayente el pacto. Según los cánones de la diplomacia, esta política era correcta; pero aun así estaba viciada por un grave error: los estadistas soviéticos, al concluir un acuerdo escrito, creyeron, como lo habían creído sus colegas de Occidente, que Hitler mantendría su palabra. En verdad, Stalin abrigó sus dudas. Cuando se separaba de Ribbentrop, declaró: «El gobierno soviético se toma este nuevo pacto muy en serio. Puede dar su palabra de honor de que la Unión Soviética no traicionará a la otra parte». Con esto quería decir claramente: «Hagan ustedes otro tanto». Sin embargo, Stalin, al mismo tiempo, creyó de veras que el pacto tenía un valor, y no sólo como maniobra inmediata, sino para un largo período de tiempo. El hecho es curioso, pero no sorprendente. Los hombres sin escrúpulos se lamentan frecuentemente cuando son engañados por los demás.

El caso es que había estallado la bomba. Hitler, radiante, pensó que acababa de asestar el golpe decisivo. El 22 de agosto pronunció ante sus generales el más salvaje de todos sus discursos: «¡Cerrad vuestros corazones a la piedad! ¡Actuad brutalmente!». Esta diatriba no era una directiva seria para la acción (piénsese que no se levantó acta de estas palabras). Hitler rendía homenaje a su propia habilidad. Pero, en el discurso había algo sólido: «En el futuro, es muy probable que el Oeste no intervenga»[28]. Por otra parte, hablaba para la galería. Un informe sobre este discurso llegó casi inmediatamente a la embajada británica[29]; con o sin intención, la sedicente «resistencia» alemana prestó un favor a Hitler. El día 23, el Canciller dio un paso más al fijar el ataque contra Polonia para el 26 de agosto a las 4 horas, 40 minutos. Era una comedia más para impresionar a los generales y, a través de ellos, a las potencias occidentales. El programa alemán no podía empezar a realizarse hasta el 1.º de septiembre. Antes, no era posible un ataque contra Polonia, a no ser que ésta hubiese capitulado. Pero las consideraciones técnicas parecían carecer de importancia. Se suponía que el pacto germanosoviético había abierto una brecha en el ámbito diplomático de Occidente.

Los polacos estuvieron a punto de darle la razón a Hitler. Bonnet quiso siempre abandonar a los polacos a su suerte. No les perdonaba la conducta que habían seguido cuando la crisis checa; consideraba, además, justa la reivindicación alemana sobre Dantzig y no tenía ninguna fe en el ejército polaco. Hacía observar que los rusos proclamaban que no podían luchar contra los alemanes, puesto que no tenían ninguna frontera en común con ellos; si Alemania conquistaba Polonia, ya existiría esta frontera y, a partir de aquel momento, el pacto francosoviético recobraría todo su valor. El 23 de agosto, cuando se enteró del viaje de Ribbentrop a Moscú, pidió a Daladier que convocase el Consejo de Defensa Nacional. Ante él, dejó traslucir su política: «¿Debemos aplicar ciegamente nuestra alianza con Polonia? ¿No valdría más, por el contrario, presionar sobre Varsovia para que llegase a un compromiso? De este modo podríamos ganar tiempo para completar nuestro armamento, para acrecentar nuestra potencia militar y para mejorar nuestra situación diplomática, de modo que estemos más capacitados para resistir a Alemania en el caso de que, más tarde, se volviese contra Francia». Pero Bonnet no era un luchador; no luchaba ni siquiera por la paz. Dejó que la decisión la tomasen los demás. Los generales no querían confesar la endeblez militar del país, de la cual eran responsables; o quizá no se diesen cuenta de ella. Gamelin declaró que el ejército francés estaba «listo» (lo cual no tenía una significación muy precisa); añadió que Polonia resistiría hasta la primavera y que, para entonces, el frente occidental sería inexpugnable[30]. Nadie se preguntó si era verdaderamente posible, en las condiciones del momento, ayudar a los polacos. No cabe duda de que los asistentes al Consejo pensaron que el ejército francés se limitaría a ocupar la Línea Maginot, y que no emprendería la ofensiva que había prometido Gamelin. No hubo ninguna discusión de tipo político ni se hizo propuesta alguna de advertir a los polacos del peligro que corrían. Polonia podía resistir a Hitler o llegar a un entendimiento con él; podía hacer lo que le viniera en gana. Y hay un hecho todavía más notable: los ingleses no hicieron ningún reproche; no tuvo lugar ninguna reunión entre los ministros de los dos países, como había sucedido cuando la crisis checa. También los ingleses eran libres de resistir a Hitler o de llegar a un compromiso, sin que fuesen informados ni de las intenciones ni de la fuerza de los franceses. Y, sin embargo, la decisión que tomasen comprometería a Francia. Pero he aquí que el mutismo de los franceses sólo podía conducirles o a abdicar definitivamente en Europa oriental o a soportar casi solos el peso de una gran guerra en Europa, que, en el fondo, era lo que hubiera querido Londres. No hubo más que silencio, silencio hacia los ingleses, silencio hacia los polacos, silencio, casi, hacia los alemanes. Daladier mandó una carta de advertencia a Hitler. Dicho de otro modo, los estadistas franceses no hicieron nada en el curso de aquella semana que iba a determinar, para muchos años, el destino de Francia.

Esta pasividad no dejaba de ser extraña, pero no más de lo que lo había sido la política francesa durante los años anteriores. Los franceses no sabían hacia dónde volverse. No querían renunciar deliberadamente a los acuerdos de 1919, pero se sentían incapaces de mantenerlos. Se habían negado al rearme alemán, mas no habían encontrado el medio de evitarlo. En el caso de Austria habían dicho «no» hacia el Anschluss. Otro tanto habría sucedido con Checoslovaquia, si no hubiesen intervenido los ingleses; éstos habían insistido en la capitulación, y ellos habían cedido. En estos momentos, los ingleses no decían nada y Daladier, el más representativo de los políticos franceses, se encerró en una obstinada resistencia. Los franceses no se preocupaban más por Dantzig de lo que se habían preocupado por los territorios checoslovacos de lengua alemana, pero no querían ser ellos los que destruyesen el edificio que, antaño, habían levantado. Querían, de un modo u otro, llegar a una solución. En 1939, lo único que se decía es: «¡Hay que terminar!». Pero nadie sabía cómo terminar. No había francés que pensase en una derrota militar, pero tampoco nadie pensaba en la posibilidad de vencer a Alemania. Existen indicios de que el servicio de información valoró por alto la oposición interior en Alemania. Pero lo cierto es que la decisión del 23 de agosto no se apoyó en ningún cálculo racional. Los franceses no sabían realmente qué hacer, y resolvieron, pues, dejar venir los acontecimientos.

Por consiguiente, la decisión estaba sólo en manos del gobierno inglés, cuya política tampoco parecía ser muy boyante. La alianza con los rusos se había esfumado sin posibilidad de pensar nuevamente en ella. Fue éste un error fundamental de la política inglesa, error, por otra parte, que contribuiría en la misma medida que cualquiera otra causa a desencadenar la guerra. La alianza con Rusia era la clave de la oposición: de los laboristas, de Winston Churchill y de Lloyd George. Proclamaban que sólo esta alianza permitiría resistir a Hitler. El gobierno no era del mismo parecer; nunca le dio un valor práctico y emprendió las negociaciones contra su voluntad, influido por la agitación que reinaba en el Parlamento y en el país. Se sintió aliviado, y tuvo una gran alegría cuando pudo declarar a quienes lo criticaban: «¡Ya lo habíamos dicho nosotros!». Los conservadores fueron más lejos. Muchos de ellos habían presentado a Hitler como una especie de muralla frente al bolchevismo; a partir de aquel momento, pasó a ser un traidor a la causa de la civilización occidental. Simultáneamente, los laboristas se volvieron, casi con amargura, contra Stalin, resueltos a demostrar que por lo menos ellos eran sinceros en su antifascismo, aunque se viesen forzados con su postura a sostener a Chamberlain. Lógicamente, el pacto germanosoviético debiera haber desilusionado al pueblo inglés, pero el único que se lo tomó en serio fue Lloyd George. Él fue quien, por otra parte, fomentó una resolución insólita, única en los últimos veinte años de política inglesa. El 22 de agosto, el gabinete, en medio de una unánime ovación, decidió mantener el compromiso que había contraído con Polonia.

No se discutió cómo iba a dársele cumplimiento; en realidad, no había manera posible de llevarlo adelante. Los consejeros militares no fueron convocados, excepto para examinar la defensa de Londres. El gobierno seguía pensando en términos políticos, no de acción. Sus intenciones no habían cambiado y, por tanto, se advirtió con firmeza a Hitler de que si atacaba Polonia desencadenaría una guerra mundial, y, al propio tiempo, se le aseguró que obtendría lo que deseaba si se comportaba pacíficamente. Todos los ministros estuvieron de acuerdo con esta política. En consecuencia, no preguntaron a los franceses si la guerra era prácticamente posible, ni a los polacos qué concesiones estarían dispuestos a consentir; estaban decididos, en el caso de que Hitler se mostrase razonable, a hacer lo que fuera preciso, sin importarles el parecer de los demás. El gobierno seguía estando de acuerdo con Hitler respecto de Dantzig, pero, ni siquiera en aquellos momentos, se llegó a plantear esta cuestión. El Führer esperaba que se le hiciesen unas ofertas que él haría subir; los ingleses esperaban que se les planteasen unas reivindicaciones que, por su parte, rebajarían. El que diera el primer paso, perdería la partida; ninguno lo dio. La Gran Bretaña encontró una solución intermedia: pondría a Hitler en guardia contra una guerra y, al mismo tiempo, le daría a entender las recompensas que obtendría de una actitud pacífica. En principio, pensaron en enviar un emisario, que, en esta ocasión, no sería Chamberlain, sino, tal vez, el mariscal Lord Ironside. En medio del desconcierto que se produjo a raíz de la firma del pacto germanosoviético, no fue posible llevar a la práctica esta idea. Se confió el mensaje al Embajador, Neville Henderson, que, el 23 de agosto, emprendió vuelo rumbo a Berchtesgaden.

La elección había sido desdichada. Henderson trató, seguramente, de hablar con firmeza, pero le faltaba la convicción. Con una constancia digna de mejor causa, seguía convencido de que los polacos no tenían razón. Hubiera querido que se hubiesen visto obligados a ceder, como sucediera, el año anterior, con los checos. Pocos días antes de la entrega del mensaje, escribió a un amigo del Foreign Office, y le dijo que, «la Historia podrá juzgar que el gran responsable de la guerra es la prensa en general… Puede creerme si le digo que, de todos los alemanes, Hitler es el que se muestra más moderado en lo que concierne a Dantzig y al pasillo… El año pasado, cuando estábamos al borde de un conflicto no pudimos decir “¡Basta!” a Benes, y ahora no se lo podemos decir a Beck»[31]. Y seguramente tampoco se lo dijo a Hitler. Al tiempo de transmitir fielmente el mensaje, dio nuevamente muestras del espíritu conciliador de los ingleses. Dijo con franqueza a Hitler que: «La prueba de la amistad de Chamberlain hacia usted, la encontrará en el hecho de que se haya negado a incorporar a Churchill al gabinete»; y añadió que la actitud hostil que imperaba en Gran Bretaña era obra de los judíos y de los enemigos de los nazis, lo cual coincidía exactamente con la opinión de su interlocutor[32]. Al verse ante un adversario tan grotesco, Hitler se engalló y empezó a dar voces. Cuando Henderson salió de la estancia, el Führer se dio una palmada en la cadera y dijo: «Chamberlain no sobrevivirá a esta conversación; su gabinete caerá esta noche»[33]. Henderson se comportó como Hitler suponía. Cuando estuvo de nuevo en Berlín, escribió a Halifax en estos términos: «He pensado desde el primer momento que los polacos son unos estúpidos y unos imprudentes», y añadió: «Personalmente, no veo ya posibilidad de evitar la guerra, a no ser que el Embajador polaco reciba instrucciones para que solicite, hoy o, a lo más tardar mañana, una entrevista de Hitler»[34].

Pero en Inglaterra los acontecimientos no tomaron el rumbo que Hitler había previsto; muy por el contrario, el Parlamento se reunió el 24 de agosto y aplaudió unánimemente lo que creía que era una postura firme del gobierno. Hitler empezó a tener sus dudas; parecía evidente que hacía falta algo más para conseguir que el gobierno británico cediese. El 24 de agosto, el Führer volvió a Berlín en avión. De acuerdo con sus instrucciones, Göring convocó al sueco Dahlerus y lo envió a Londres con una petición oficiosa de que el gobierno inglés meditase sus decisiones. La trampa era ingeniosa: si los ingleses rehusaban la propuesta, Hitler podía pretender que él no hacía el menor gesto imprudente; si la aceptaban, se verían obligados a ejercer presión sobre los polacos. Aquella misma noche, Hitler reunió a Göring, a Ribbentrop y a los principales generales. ¿Había que llevar adelante el ataque a Polonia, que se había previsto para dentro de treinta y dos horas? Hitler declaró que iba a hacer una nueva tentativa para separar a las potencias occidentales de sus aliados, los polacos. Esta tentativa se realizó en forma de una «ultísima oferta», que fue comunicada a Henderson poco después de la medianoche del 25 de agosto. Alemania, decía Hitler, estaba decidida a hacer desaparecer las condiciones macedonianas que reinaban en la frontera Este del país. Los problemas de Dantzig y del pasillo debían ser resueltos (pero no precisaba cómo). Una vez tuviese el camino libre, Alemania haría «una oferta amplia, comprensiva»; garantizaría el Imperio británico, aceptaría una limitación de los armamentos y renovaría su promesa de considerar como definitiva la frontera occidental[35]. Henderson, como de costumbre, se impresionó. Señaló que Hitler hablaba «con mucha gravedad y con manifiesta resolución»[36]. Posteriormente, algunos autores han calificado esta oferta de fraudulenta, lo cual es verdad en cierto sentido. Su finalidad inmediata era aislar a Polonia. Sin embargo, no dejaba de estar dentro de los esquemas permanentes de la política del Führer: aunque quisiera tener las manos libres en el Este, para poder, así, destruir un estado de cosas que los occidentales de ideas más claras consideraban intolerables, no abrigaba ninguna ambición concreta con respecto a la Gran Bretaña ni a Francia.

Pero ¿qué podía esperarse de semejante oferta en las condiciones que imperaban en aquellos momentos? Henderson ofreció llegar a Londres en avión en la mañana del 26. El ataque a Polonia habría empezado probablemente para entonces. Luego, ¿qué sentido dar a las palabras de Hitler? ¿Quería purificarse con vistas a la posteridad o ante su propia conciencia? ¿Se había olvidado de sus proyectos, sin darse cuenta de que, una vez que se da una orden, ha de ser ejecutada? Parece que ésta sea la explicación más verosímil. Durante la tarde del día 25, Hitler no hizo más que dar vueltas por la Cancillería sin saber qué hacer. A las 15 horas dio orden de que se efectuase el ataque contra Polonia. Tres horas más tarde, Attolico, Embajador de Italia, le llevó un mensaje de Mussolini: aunque Italia estuviese incondicionalmente dispuesta a seguir a Alemania, no podría «intervenir militarmente» a menos que Alemania no satisfaciese todas sus necesidades de material bélico; la lista de estas necesidades, que fue enviada a Hitler, «hubiera bastado —según palabras de Ciano— para matar un buey, si es que los bueyes saben leer». Mussolini había representado el papel de hombre fuerte hasta el último momento; cuando le vio las orejas al lobo, escurrió el bulto. A los pocos momentos sobrevino otro incidente. Ribbentrop anunció que se acababa de firmar en Londres una alianza formal entre la Gran Bretaña y Polonia. Hitler convocó a Keitel, Jefe del Estado Mayor: «Suspenda todo inmediatamente, póngase sin demora en contacto con Brauchitsch [Comandante en Jefe]. Necesito tiempo para negociar». Estas órdenes fueron cursadas poco después de las 19 horas. La ofensiva, prematuramente dispuesta, fue anulada con precipitación.

Éste es otro episodio misterioso. ¿Por qué Hitler se echó atrás en el último momento? ¿Le habían fallado los nervios? ¿Le cogió de improviso la noticia de la neutralidad italiana y la de la firma de la alianza anglopolaca? Él, con la inclinación que distingue a todo estadista de echar a los demás la culpa de todo, acusó a Mussolini de haber torcido las cosas; al saber que los italianos estaban decididos a no combatir, los ingleses habían recobrado fuerzas, justamente en el momento en que estaban a punto de ceder. Esto es una bobada. Los ingleses ignoraban la decisión de Mussolini, aunque tuviesen buenas razones para adivinarla, cuando firmaron la alianza con Polonia. El momento de la firma no fue especialmente elegido. Las negociaciones con los rusos lo habían demorado; después del fracaso de aquéllas, no había ya motivo para esperar, y los ingleses firmaron tan pronto como se cubrieron las formalidades preliminares. También ignoraban que Hitler hubiese escogido el día 25 de agosto para hacer estallar la crisis; siempre habían pensado en la primera semana de septiembre, como el propio Hitler pensara, tiempo atrás, en el día primero del mismo mes. Ésta es, con toda probabilidad, la explicación del porqué dudó tanto el 25. Adelantar la ofensiva a esta fecha constituía una especie de ensayo, una prueba más de su obstinación; en suma, algo parecido a lo que pasara el año anterior en Godesberg. Además, al margen de los acontecimientos diplomáticos, tenía buenas razones de orden militar para volver a la antigua fecha. El 25 de agosto, la frontera occidental de Alemania estaba prácticamente indefensa. Quizás Hitler pensase entonces que, a pesar de todo, habría una guerra. Pero lo más fácil es que dijese la verdad a Keitel: necesitaba tiempo para negociar.

También los ingleses deseaban establecer contactos. La firma de la alianza con Polonia constituía un preludio a unas conversaciones y no una decisión firme de entrar en guerra. Los documentos demuestran que la Gran Bretaña no se tomó la alianza muy en serio. El primer proyecto había sido redactado con la intención de hacerlo concordar con una alianza anglosoviética. En medio de la confusión que siguió a la firma del pacto germanorruso, fueron incluidas unas cláusulas sacadas de un proyecto polaco, y una de ellas contenía el compromiso ante el cual tantas veces se habían echado atrás: una extensión de la alianza a la ciudad de Dantzig. Sin embargo, casi en el momento en que se iba a proceder a la firma, un funcionario del Foreign Office redactó unas «contrapropuestas eventuales destinadas a Herr Hitler», en las cuales se señalaba que Dantzig tendría «derecho a elegir su estatuto político», siempre y cuando se reconociesen los derechos económicos de Polonia[37]. El mismo Halifax declaró al Embajador polaco: «El gobierno de Varsovia cometería un grave error si tratara de adoptar una postura que excluyese una modificación pacífica del estatuto de Dantzig»[38]. Por tanto, el gobierno inglés y Hitler estaban muy cerca de un acuerdo sobre el modo cómo debía terminar la crisis; sólo los polacos no iban al mismo paso. No obstante, el problema no consistía en saber cómo acabarían las conversaciones, sino cómo empezarían, y, en este punto, no se había llegado a ninguna solución.

Entre el 26 y el 29 de agosto se puso con ardor la primera piedra de lo que debía ser el edificio de un acuerdo: los ingleses dejaron entrever qué era lo que ofrecerían y Hitler apuntando lo que pensaba reclamar; pero ni una ni otra parte se decidió a franquear el umbral. Los sondeos se llevaron a cabo en dos planos, lo cual no hizo más que aumentar la confusión. Neville Henderson actuó como mediador oficial; Dahlerus fue con frecuencia de Berlín a Londres. El día 25 llegó en avión a la capital británica, de donde regresó el 26; el día 27 volvió a hacer el mismo viaje, y otro tanto el 30. En Berlín se entrevistó con Göring y, en alguna ocasión, con Hitler; en Londres, donde sus visitas fueron mantenidas en el mayor secreto, tuvo contactos con Chamberlain y con Halifax. Los ingleses ponían de relieve que sus declaraciones a Dahlerus «no eran oficiales»; Hitler debía de pensar a la fuerza que se estaba fraguando un nuevo Múnich. Tal vez le desconcertara verdaderamente la firma de la alianza anglopolaca, pero su confusión se disipó a medida que Henderson y Dahlerus multiplicaban sus esfuerzos. Sin embargo, los ingleses, cuando escucharon al enviado sueco creyeron que su situación mejoraba. Un miembro del Foreign Office hizo el comentario siguiente sobre las actividades del sueco: «Esto prueba que el gobierno alemán vacila… Si podemos y debemos mostrarnos conciliadores en la forma, hay que mantener una firmeza total en cuanto al fondo… Según los últimos indicios, tenemos un juego de un valor inesperado». Con mucha ingenuidad, Halifax creyó incluso que un segundo Múnich desacreditaría a Hitler y no al gobierno británico. «Cuando hablamos de Múnich —escribió—, hemos de recordar las modificaciones que ha experimentado la actitud y la fuerza de nuestro país, y las que se han operado en la conducta de otros —Italia, y, es de esperar, el Japón—. Si Hitler llega ahora a aceptar una solución moderada, no podremos por menos de creer que sufrirá un cierto desprestigio dentro de Alemania»[39].

Ambos bandos iban dando vueltas el uno en torno al otro, como dos boxeadores que buscan una posición ventajosa para disparar sus puños. Los ingleses ofrecían arreglar unas negociaciones directas entre Alemania y Polonia si Hitler prometía comportarse pacíficamente; Hitler replicaba que no habría guerra si se daba satisfacción a sus reclamaciones sobre Dantzig. Algunos autores han afirmado que la respuesta de Hitler no era honrada, que trataba de aislar a Polonia, no de evitar un conflicto. Quizá fuese así. Pero la respuesta de Londres tampoco era honrada: no existía ninguna posibilidad de que los polacos se decidiesen a hacer concesiones cuando se hubiese superado el peligro de una guerra, y los ingleses lo sabían bien. El año anterior, Benes había pedido ayuda a la Gran Bretaña, que le había contestado que si se mostraba conciliador, se la concederían. El Presidente checo había mordido el anzuelo. En esta ocasión, los ingleses estaban bien comprometidos; tenían las manos atadas, no tanto por su alianza oficial con los polacos, cuanto por la resolución demostrada por la opinión pública del país. No podían dictar a Polonia las concesiones que tenía que hacer, ni permitir que Hitler se las impusiera. Mas, los polacos no cederían por propia iniciativa. El 23 de agosto, Sir Horace Wilson se entrevistó, en nombre de Chamberlain, con Kennedy, Embajador de los Estados Unidos. Después de la conversación, este último telefoneó al Departamento de Estado: «Los ingleses quieren una cosa, una sola, de nosotros: que presionemos sobre los polacos. Piensan que ellos no pueden hacerlo a causa de sus obligaciones, pero que nosotros podemos encargarnos de ello»[40]. El Presidente Roosevelt rechazó la idea inmediatamente. Chamberlain —y seguimos a Kennedy— perdió entonces toda esperanza: «Lo que es terrible es la inutilidad de todo esto —llegó a decir—. En definitiva, no pueden salvar a los polacos, sino sólo librar una guerra de desquite que supondría la destrucción de toda Europa»[41].

El callejón siguió sin salida hasta el 29 de agosto. Fue abierto por Hitler. Éste se encontraba en una situación de extrema debilidad, aunque los ingleses lo ignorasen, ya que le quedaba poco tiempo para lograr un éxito diplomático antes del 1.º de septiembre. A las 19 horas, 15 minutos, hizo a Henderson una oferta y una petición formales: negociaría directamente con los polacos si éstos enviaban un plenipotenciario a Berlín al día siguiente. Era una cesión con respecto a la postura rigurosa que había preconizado el 26 de marzo, y según la cual no trataría nunca directamente con los polacos. Henderson se lamentó de que esta solicitud se pareciese peligrosamente a un ultimátum, pero la aceptó con prontitud; a su juicio, era «la única oportunidad de evitar la guerra». La transmitió urgentemente a su gobierno, y apremió al de París para que aconsejase una inmediata visita de Beck e insistió sobre todo cerca del Embajador Lipski[42]. Éste no prestó la menor atención y, al parecer, ni transmitió la petición de Hitler a Varsovia. Los franceses, por su parte, actuaron conforme a lo que se les indicaba y dijeron a Beck que acudiese rápidamente a Berlín. Pero la decisión estaba en manos del gobierno inglés: contaba al fin con la propuesta que había deseado desde el primer momento y que no había dejado de sugerir a Hitler; se iban a entablar negociaciones directas con los polacos. El Führer había representado su papel, pero la Gran Bretaña no podía hacer otro tanto con el suyo. El gobierno inglés dudaba seriamente de que los polacos acudiesen a Berlín ante una conminación de Hitler. Kennedy dio a conocer a Washington los sentimientos de Chamberlain: «Hablando francamente, encuentra más difícil hacer entrar en razón a los polacos que a los alemanes»[43]. Los ingleses meditaron sobre el problema durante todo el día 30, y, finalmente, hallaron una especie de solución. El día 31, a las 0 horas, 25 minutos, transmitieron a Varsovia la petición de Hitler, es decir, veinticinco minutos antes de que expirase el ultimátum alemán, si es que de un ultimátum se trataba. Tenían razón al temer la tozudez de los polacos. Beck, no más hubo sido informado de la propuesta hitleriana, respondió que «si se le invitaba a ir a Berlín, por supuesto no acudiría, pues no tenía la menor intención de que se le tratase como al Presidente Hacha»[44]. De este modo, los ingleses podrían argüir siempre que habían hecho todo lo posible para llevar a Berlín a un plenipotenciario polaco, cuando, en el fondo, sabían que eran incapaces de lograrlo.

Hitler no había previsto esta negativa. Contaba con que se iniciarían las negociaciones y tenía la intención de romperlas basándose en la obstinación de los polacos. Siguiendo sus instrucciones, fueron por fin preparadas unas demandas concretas. Se reclamaba la inmediata reincorporación de Dantzig al Reich y que se celebrase un plebiscito para decidir la suerte del pasillo[45]; es decir, las mismas condiciones sobre las que el gobierno británico y el francés estaban desde hacía tiempo de acuerdo. Pero, a falta del plenipotenciario polaco, los alemanes se vieron con que no tenían a quien dar a conocer sus condiciones. El día 30, a las doce de la noche, Henderson fue a decir a Ribbentrop que el plenipotenciario polaco no acudiría aquel día. Ribbentrop tenía, sólo, un borrador del proyecto, sobre el que figuraban las correcciones que Hitler había estimado oportuno hacer y que, por consiguiente, no estaba en condiciones de ser entregado a Henderson. Ribbentrop había recibido de Hitler la consigna de no dárselo. Se limitó, pues, a leerle despacio. La leyenda ha pretendido que el ministro alemán lo había «leído confusamente» y que el Embajador se había visto decepcionado por unas condiciones presentadas por pura fórmula. En realidad, Henderson comprendió perfectamente el sentido de todo y se impresionó profundamente. Dichas condiciones, tomadas al pie de la letra, «no estaban fuera de razón». De regreso a la Embajada, convocó a Lipski a las 2 de la madrugada para apremiarle a que solicitara inmediatamente una entrevista con Ribbentrop. Tampoco Lipski prestó atención esta vez y se volvió a la cama.

Los alemanes temieron que Henderson no hubiese transmitido correctamente las condiciones. Recurrieron nuevamente a Dahlerus para que actuase como enviado oficioso. Göring, que pretendía actuar a espaldas de Hitler, enseñó las peticiones al sueco que, a su vez, las cursó por teléfono a la Embajada inglesa, hacia las 4 de la madrugada. Göring sabía que las conversaciones telefónicas eran escuchadas por tres organismos gubernamentales, como poco (de los cuales uno era el suyo); en consecuencia, su pretensión de actuar a espaldas de Hitler era, naturalmente, una burda mentira. A partir del día siguiente prescindió de ella. Dahlerus recibió una copia de las condiciones alemanas y la llevó a la Embajada inglesa. Y otra vez Henderson convocó a Lipski que se negó a ir. Dahlerus y Ogilvie-Forbes, Consejero de la Embajada, fueron enviados a entrevistarse con el polaco. Éste se mostró irreductible y no quiso ni siquiera leer el documento que le presentaron. Cuando Dahlerus hubo abandonado la estancia, el Embajador protestó contra la presencia de aquel intermediario, y declaró que estaba «dispuesto a jugarse su reputación [apostando] a que la moral alemana se estaba viniendo abajo, a que el régimen actual no tardaría en ser derribado… Aquella oferta era una trampa, y también un signo de debilidad por parte de los alemanes»[46]. Dahlerus hizo un nuevo esfuerzo para vencer aquella obstinación y telefoneó a Londres, a Horace Wilson. Le dijo que las condiciones alemanas eran «extremadamente liberales»; era evidente para nosotros [¿para Dahlerus?, ¿para Göring?, ¿para Henderson?], que los polacos ponían trabas a la posibilidad de entablar negociaciones. Wilson, que se dio cuenta de que los alemanes estaban escuchando, le dijo que se callara y colgó[47].

La precaución se había tomado demasiado tarde. Todo lo que había sucedido en el curso de las últimas horas llegó a trascender hasta tal extremo que los periódicos ya lo habían publicado. Los alemanes estaban al corriente de todo, de las conversaciones entre Henderson y Lipski, y entre Dahlerus y Henderson, de las idas y venidas entre la embajada inglesa y la polaca… Es seguro que Hitler también lo supo. ¿A qué conclusión llegaría? A una sola: que había logrado meter una cuña entre Polonia y sus aliados occidentales. Esto era verdad por lo que se refería al gobierno francés y a Henderson. Este último escribió el día 31: «Después de la oferta alemana, una guerra no tendría justificación de ninguna clase… El gobierno polaco, una vez impuesto de las condiciones que ya se han hecho públicas, debería de anunciar su intención de enviar un plenipotenciario para discutirlas en términos generales»[48]. Henderson no sabía que en Londres ya no gozaba del mismo ascendiente que el año anterior. Ahora bien, el gobierno de Su Majestad también empezaba a perder la paciencia con los polacos. Ya estaba avanzada la noche del día 31, cuando Halifax telefoneó a Varsovia: «No veo por qué encuentra dificultades el gobierno polaco para autorizar a su Embajador a que reciba un documento que se le entrega en nombre del gobierno alemán»[49]. Veinticuatro horas más tarde, el abismo que había que salvar se habría abierto, más todavía. Pero Hitler no contaba precisamente más que con veinticuatro horas; era prisionero de su propio horario. Sus generales se mostraban escépticos y no podía volver a retrasar el ataque contra Polonia si no tenía nada sustancial que ofrecer, y los polacos le habían negado esta última oportunidad. Las diferencias entre Polonia y sus aliados le ofrecían una posible fórmula de actuación; y se decidió a apostar.

El 31 de agosto, a las 12 horas, 40 minutos, Hitler decidió llevar adelante el ataque. A las 13 horas, Lipski telefoneó solicitando una entrevista con Ribbentrop. Los alemanes, que habían interceptado las instrucciones recibidas por el polaco, sabían que le habían prohibido «entrar en negociaciones concretas». A las 15 horas, Weizsäcker le preguntó si acudía en calidad de plenipotenciario, a lo que contestó: «No, en calidad de Embajador». Esto bastó a Hitler. Al parecer, los polacos se mantenían en sus trece; por tanto, podía seguir adelante con su juego y tratar de aislarlos por medio de una guerra. A las 16 horas, Lipski pudo por fin ver a Ribbentrop y le declaró que su gobierno «consideraba favorablemente la propuesta inglesa de iniciar unas negociaciones directas entre Alemania y Polonia. Ribbentrop le preguntó, a su vez, si se presentaba a él en calidad de plenipotenciario. Lipski respondió negativamente. Ribbentrop no le hizo saber cuáles eran las condiciones alemanas; aunque lo hubiese hecho, Lipski se habría negado a recibirlas. De este modo terminó el primer contacto directo que, desde el 26 de marzo, mantenían Alemania y Polonia. Los polacos conservaron el control sobre sus nervios hasta el último momento. Al día siguiente» a las 4 horas, 45 minutos, los alemanes atacaron. Sus aviones bombardearon Varsovia a las 6 horas.

La Gran Bretaña y Francia se encontraban ante un claro casus foederis. Su aliada acababa de ser brutalmente agredida; no les quedaba nada más que declarar la guerra a los atacantes. Sin embargo, no lo hicieron. Los dos gobiernos cursaron a Hitler una amonestación severa y penosa, y le advirtieron que se verían precisados a entrar en guerra si no suspendía inmediatamente su acción. Entretanto, esperaron que sucediese algo, y así fue. El 31 de agosto, Mussolini, siguiendo el ejemplo del año anterior, propuso que se convocara una conferencia europea que se reuniría el 5 de septiembre; en ella serían examinadas todas las causas del conflicto; pero, antes que nada, Dantzig tenía que ser devuelto al Reich. El gobierno inglés y el francés acogieron favorablemente la propuesta. Pero Mussolini había calculado mal el momento. En 1938, se contaba con tres días para evitar la guerra; en 1939, con menos de veinticuatro horas, plazo menos que suficiente. Cuando los gobiernos occidentales le contestaron el día 1.º de septiembre, debieron exigir el previo alto el fuego en Polonia. No lo hicieron así. Mientras Bonnet se entusiasmaba con la proposición de Mussolini, en Inglaterra la opinión pública se había desbordado. La Cámara de los Comunes mostró su disconformidad cuando Chamberlain comunicó que Alemania había sido sencillamente «advertida» y esperó que al día siguiente se ofreciese a su consideración algo más substancial. Halifax, haciéndose, como siempre, eco del sentir nacional, subrayó que la conferencia sólo se celebraría si los alemanes evacuaban Polonia. Los italianos sabían que era inútil presentar a Hitler una petición de este tipo y cesaron en sus esfuerzos de intentar la reunión de una conferencia.

Sin embargo, el gobierno británico y el francés, sobre todo este último, siguieron creyendo en una conferencia, de la cual sólo existió una idea muy poco consistente. Al principio, Hitler contestó a Mussolini que si se le invitaba a una conferencia, contestaría el 3 de septiembre al mediodía. De ahí que Bonnet y Chamberlain se esforzasen desesperadamente en retrasar cualquier declaración de guerra hasta pasado ese momento, aunque los italianos, por su parte, hubiesen ya renunciado a convocar a Hitler. Bonnet dio como excusa que los militares tenían necesidad de un plazo de tiempo, durante el cual no se viesen perturbados por bombardeo alguno (si bien sabían que no sería éste el caso, puesto que la aviación alemana estaba totalmente ocupada en Polonia); en tanto procederían a la movilización. Chamberlain no puso excusas, limitándose a señalar que los franceses pedían aquel plazo y que seguía siendo difícil colaborar con semejantes aliados. En la noche del 2 de septiembre volvió a hablar en los Comunes de unas hipotéticas negociaciones: «Si el gobierno alemán aceptase retirar sus tropas, el gobierno de Su Majestad estaría dispuesto a considerar la situación como si las tropas alemanas no hubiesen violado la frontera polaca. Dicho de otro modo, se abriría el camino a una discusión entre el gobierno alemán y el polaco y se plantearían las cuestiones litigiosas». Estas palabras colmaron la medida; incluso los más fieles conservadores se indignaron. Leo Amery pidió a Arthur Greenwood, jefe interino de la oposición: «¡Hable en nombre de Inglaterra!», tarea de la que era incapaz Chamberlain. Algunos ministros, dirigidos por Halifax, declararon al Primer Ministro que el gobierno caería si no enviaba un ultimátum a Hitler antes de la próxima reunión de la Cámara. Chamberlain cedió, haciendo caso omiso de las objeciones de los franceses. El ultimátum británico fue entregado a los alemanes a las 9 horas del día 3 de septiembre; expiraba a las 11 horas; pasado este plazo, vendría la guerra. Al enterarse de que los ingleses combatirían en cualquier caso, Bonnet tuvo buen cuidado de no irles a la zaga. Se adelantó la hora del ultimátum francés, a despecho de los reparos que hizo el Estado Mayor Central; se entregó el día 3 de septiembre al mediodía y expiraba a las 17 horas. De esta extraña manera, los franceses, que, desde hacía veinte años habían preconizado la resistencia a Alemania, dieron la impresión de que eran arrastrados a la guerra por los ingleses, quienes, muy por el contrario, habían sido defensores acérrimos de la conciliación desde la misma época. Ambas partes tomaron las armas en defensa de aquella parte de los acuerdos de paz que consideraban más dudosa. Quizás Hitler hubiese tenido en la cabeza desde el primer momento la intención de librar una gran guerra; sin embargo, si damos fe a los documentos, podríamos pensar que se vio embarcado en ella por haber puesto en marcha el día 29 de agosto una maniobra diplomática que debería haber desencadenado el 28.

Éstos fueron los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, o, para ser más exactos, de la guerra a la que se entregaron las tres potencias occidentales a causa de los acuerdos de Versalles; es decir, Segunda Guerra que empezó a fraguarse no más hubo terminado la Primera. Se discutirá por mucho tiempo si hubiera podido ser evitada por medio de una mayor firmeza o de un esfuerzo de conciliación de más vuelo; nunca encontraremos respuesta a estas hipótesis. Una y otra fórmula hubieran podido tener éxito si se hubiesen practicado con constancia. El método seguido por los ingleses y que consistió en mezclar las dos, estaba condenado al fracaso. Hoy, todas estas cuestiones parecen estar terriblemente lejos. Si Hitler se equivocó al suponer que las dos potencias occidentales no irían a la guerra, estuvo, sin embargo, en lo cierto cuando previó que no se la tomarían en serio. La Gran Bretaña y Francia no hicieron nada por ayudar a los polacos, y muy poco por ayudarse a sí mismas. La lucha europea que había empezado en 1918, cuando los delegados alemanes se presentaron ante Foch, en el vagón de Rethondes, terminó en 1940, en el momento en que los delegados franceses se presentaron a su vez a Hitler en el mismo vagón. En la Europa dominada por Alemania reinaba un «nuevo orden».

El pueblo inglés se decidió a desafiar a Hitler, aunque no contase con medios para dar al traste con su obra. Pero el propio Canciller acudió en su ayuda. Su éxito estaba en función del grado de aislamiento al que consiguiese reducir a Europa. Y él mismo se cerró la puerta. En 1941 atacó a la Rusia Soviética y declaró la guerra a los Estados Unidos, dos potencias de primer orden que sólo aspiraban a que se las dejase tranquilas. Fue entonces cuando estalló una verdadera guerra mundial. Su sombra todavía se proyecta sobre nosotros. La guerra que estalló en 1939 se ha convertido en un simple objeto de curiosidad histórica.