LA GUERRA DE NERVIOS
La alianza anglopolaca constituyó un acontecimiento revolucionario en el campo internacional. Los ingleses, por primera vez en tiempos de paz, habían contraído un compromiso con respecto a una potencia continental sólo tres años antes, cuando se aliaron con Francia. Habían señalado a la sazón que se trataba de un caso único, limitado estrictamente a la defensa de la Europa occidental. Ahora, acababan de cerrar otro compromiso con un país situado muy lejos, en la Europa oriental; con una nación que, hasta la víspera, se había estimado que no llegaba ni a la suela de la bota de un granadero británico. La política de las demás potencias giraría en el futuro en torno a este hecho nuevo y sorprendente. Los alemanes se propusieron romper la alianza anglopolaca y los italianos temieron las consecuencias que para ellos tendría, y trataron de soslayarla. Europa fue un hervidero diplomático, que tuvo por centro a Londres. Sin querer, la política acababa de convertir Dantzig en la cuestión decisiva para 1939, como, con mayor reflexión, había convertido en la cuestión decisiva para 1938 el problema de los alemanes en los Sudetes. Existía, sin embargo, una diferencia: la segunda se había planteado a los checos y a los franceses. Ellos habían tenido que salvar la papeleta o de ceder o de hacer frente al riesgo de una guerra. En 1939, les llegó el turno a los ingleses, que hubieron de elegir entre la resistencia y la conciliación. Sus ministros se inclinaron por la segunda fórmula; eran los mismos hombres pacíficos a quienes tanto había complacido el acuerdo de Múnich. Les repugnaba cualquier perspectiva de guerra y esperaban poder evadirse de ella por el camino de las negociaciones; por añadidura, en el Extremo Oriente crecía la influencia japonesa, y de ahí que alimentasen un deseo cada vez mayor de volver la espalda a Europa. Y de este modo, al tomar una postura en el asunto de Dantzig, se encontraron en un terreno especialmente resbaladizo. Dantzig era el más justificado de los motivos de queja que tenía Alemania: la ciudad contaba con una población exclusivamente alemana que, evidentemente, deseaba incorporarse al Reich, y a la que Hitler conseguía contener muy a duras penas. La solución parecía muy fácil. Halifax no se cansó de sugerir que Dantzig había de volver a la soberanía alemana, ofreciendo algunas garantías para el normal desenvolvimiento del comercio polaco.
Esto es también lo que quería Hitler. El aniquilamiento de Polonia no formaba parte de su proyecto original. Muy por el contrario, deseaba resolver el problema para que Alemania y Polonia pudiesen seguir en buenas relaciones. ¿Era, pues, la obstinación polaca el único obstáculo que se levantaba entre Europa y la posibilidad de un arreglo pacífico? En modo alguno. Tiempo atrás, la cuestión hubiese podido arreglarse sin provocar trastornos en el terreno de las relaciones internacionales. A partir de aquel momento, la ciudad de Dantzig se había convertido en el símbolo de la independencia polaca y, a causa de la alianza anglopolaca, en el de la independencia inglesa. Hitler no quería ya tan sólo colmar las aspiraciones nacionales de Alemania o dar satisfacción a los habitantes de Dantzig. Pretendía demostrar que había impuesto su voluntad a los ingleses y a los polacos. Éstos, por su parte, tenían que impedir que realizase su propósito. Todas las partes en litigio aspiraban a un arreglo conseguido por medio de negociaciones, pero sólo después de conseguir la victoria en una guerra de nervios. Existe, naturalmente, otra explicación: algunos, o quizá todos, buscaban deliberadamente la guerra. Nadie creerá que ésta era la intención de Polonia; poca gente, incluso entre los propios alemanes, será de la opinión de que los ingleses quisieran «acorralar» a Alemania para «esclavizarla». Pero muchos ven en Hitler un Atila moderno, que destruía por destruir, y que quería la guerra al margen de política alguna. Todo esto son dogmas que no pueden ser discutidos; Hitler era un hombre extraordinario y cualquier intención que se le atribuya puede ser aceptada. Pero su política tiene también una explicación racional; y así es como se escribe la Historia. No cabe duda que sería más fácil evadirse, refugiándose en la irracionalidad. La guerra puede ser imputada al nihilismo de Hitler y no a los errores y a las faltas cometidas por los estadistas europeos —errores y faltas que fueron compartidos por su «público»—. Sin embargo, de ordinario, los acontecimientos son modelados por los yerros de los hombres, no por su maldad. Sea como fuere, éste es otro dogma que vale la pena desarrollar, aunque sólo sea como ejercicio académico. Por supuesto, el carácter y las costumbres de Hitler desempeñaron un papel. Amenazaba con facilidad y apenas sabía mostrarse conciliador, pero esto no quiere decir que hubiese previsto, o proyectado deliberadamente, la dominación de Europa que pareció lograr en 1942. Todos los estadistas aspiran al triunfo y, a menudo, son ellos los primeros en sorprenderse del alcance de su éxito.
Se han elaborado algunos argumentos lógicos, de acuerdo con los cuales Alemania habría buscado deliberadamente la guerra en 1939. Uno de estos argumentos es de orden económico; se trata de otro dogma, esta vez de signo marxista. Se ha llegado a decir que el desarrollo industrial de Alemania produjo una crisis de superproducción. Al verse bloqueada por las barreras aduaneras que en torno a ella levantaban los demás países, se vio en la necesidad de lanzarse a la conquista de nuevos mercados en los que poder verter el exceso de su producción. Ahora bien, nadie puede probar este argumento. El verdadero problema que se planteaba a Alemania era el de la inflación, no el de la superproducción, como muy bien lo indicara Schacht cuando dimitió en 1938. El poder de producción no bastaba para absorber la circulación fiduciaria. La producción era fustigada, y no estrangulada por sus propios excesos. En el curso de la guerra, las conquistas alemanas, lejos de proporcionar mercados, fueron ávidamente explotadas para hacer funcionar la máquina militar. Cada uno de los países satélites, excepto Hungría, tenía, al terminar la guerra, un notable saldo en su haber; dicho de otro modo, los alemanes habían importado mucho y exportado poco. Aun así, la producción de armamentos se redujo en 1940 y todavía más en 1941; la tensión era demasiado fuerte. Por consiguiente, el argumento económico opera en contra de la guerra; o, en el mejor de los casos, se anula a sí mismo. Alemania precisaba del botín sólo para aureolar la guerra.
La cuestión de los armamentos puede constituir otra argumentación. Alemania llevaba, en este terreno, una ventaja a las demás potencias, ventaja que desaparecería gradualmente. Hitler se valió de esta fórmula, pero sólo en el verano de 1939, cuando ya estaba resuelto a ir a la guerra. Este argumento no tiene más valor que aquel otro según el cual quería terminar lo antes posible la guerra para consagrarse a la creación artística. Tiempo atrás, y con mejor criterio, había declarado que la ventaja de Alemania alcanzaría su punto más alto entre 1943 y 1945; esta afirmación significaba en realidad: «Este año, o el año que viene, un día u otro…». Los generales, que estaban en mejores condiciones para emitir un juicio, se opusieron incesantemente a una guerra para 1939; presentaban, en defensa de su punto de vista, razones técnicas. Y cuanto más preparados estaban, mayor era su oposición. Hitler no negó valor a sus palabras, pero las consideró fuera de lugar. Pretendía vencer sin guerra, o, en último extremo, mediante una guerra nominal íntimamente vinculada a la diplomacia. No quería una guerra mundial; por tanto, poco importaba que Alemania estuviese preparada o no para ella. Hitler rechazó deliberadamente el «rearme en profundidad» que le recomendaban sus consejeros técnicos. No le interesaba una guerra larga contra las grandes potencias. Se inclinó, contrariamente, por un «rearme en extensión» —un ejército de primera línea, sin reservas, capaz únicamente de llevar a cabo una campaña rápida—. Alemania fue equipada, bajo su dirección, para ganar una guerra de nervios, que era el solo tipo de guerra que él comprendía y que le gustaba; la conquista de Europa fue descartada. Desde un punto de vista estrictamente defensivo, la Gran Bretaña y Francia se encontraban ya bien protegidas; y más se encontrarían con el tiempo. Pero la ventaja con la que contaba Alemania para el caso de un choque inmediato, subsistía. El paso de los meses no supondría perjuicio de ninguna especie, y, sin embargo, permitiría avanzar mucho en el terreno diplomático. Cuando consideramos la cuestión de los armamentos, conseguimos escapar de las regiones míticas de la psicología de Hitler, para pasar al campo más concreto de los hechos. Y los hechos nos dan una respuesta muy clara: el estado de los armamentos alemanes en 1939 proporciona la prueba decisiva de que Hitler no buscaba una guerra mundial y de que, probablemente, no tenía la menor intención de meterse en un conflicto de tales características.
Alemania podría haber ido a la guerra en 1939 por alguna otra razón más profunda. El equilibrio mundial se iba modificando en perjuicio de ella; menos en el plano de los armamentos inmediatos que en el de las reservas económicas. Económicamente, los alemanes constituían una potencia de mayor calibre que Francia o Inglaterra, e incluso superior a ambas juntas. Gran Bretaña seguía siendo una gran potencia, Francia había pasado a ocupar un segundo puesto. Este estado de cosas debía transformarse constantemente en favor de Alemania. Pero el cuadro adquiría un aspecto diferente si se consideraba el resto del mundo. Los Estados Unidos contaban con recursos económicos superiores a los de los tres grandes países reunidos; y, con los años, no hacían sino aumentar su ventaja. Si Hitler hubiese proyectado unir Europa para hacer frente al «peligro americano», la cosa hubiera tenido otro color; pero no fue esto lo que hizo. Por alguna oscura razón —tal vez por la ignorancia deliberada propia de un austríaco, con una visión exclusivamente continental—, no tomó nunca en serio a los Estados Unidos, ni en lo que se refiere a política, ni en el plano económico. Se los imaginaba podridos por la democracia, como les sucedía a las potencias occidentales. Las advertencias morales de Roosevelt no hicieron más que aumentar su desprecio. Le pareció inconcebible que tales advertencias pudiesen materializarse en una fuerza, y, cuando en diciembre de 1941, declaró la guerra a los americanos, no pensó que acababa de buscarse un enemigo extremadamente peligroso.
Por otra parte, el progreso económico de la Rusia soviética obsesionaba a Hitler, Y es que, en realidad, no dejaba de ser sorprendente. Mientras que de 1929 a 1939 la producción manufacturera de Alemania había aumentado en un 27% y la de la Gran Bretaña en un 17%, la de la URSS había experimentado un incremento del 400%; y esto no era más que el principio. En 1938 se había convertido en la segunda potencia industrial del globo, detrás de los Estados Unidos. Le quedaba un largo camino por recorrer: su población seguía siendo pobre, sus recursos estaban apenas explotados. Pero Alemania no disponía de mucho tiempo si quería evitar que la eclipsasen, y de mucho menos tiempo si pretendía apoderarse de Ucrania. Si Hitler hubiese proyectado una gran guerra contra Rusia, ello habría tenido sentido. Pero, aunque se haya hablado de ello con frecuencia, no la preparó. Sólo aspiraba con sus «armamentos en extensión» a apoyar una guerra diplomática de nervios. Incluso el rearme en profundidad, preconizado por sus generales, no hubiese proporcionado a Alemania más que los instrumentos para sostener una larga guerra de desgaste, análoga a la Primera Mundial. Los alemanes tuvieron que improvisar considerablemente cuando atacaron a Rusia en junio de 1941. Y si entonces no lograron una victoria rápida y decisiva, fue en gran medida porque no habían dispuesto los medios de transporte necesarios para una guerra de tal naturaleza. En resumidas cuentas, resulta difícil decir si Hitler tomó completamente en serio aquel proyecto de guerra contra Rusia, o bien si se trató, para él, de una seductora ilusión, por medio de la cual esperaba hipnotizar a los estadistas occidentales. Si se lo tomó en serio, entonces el conflicto real de 1939 —no contra Rusia, sino contra las potencias occidentales, con Alemania y Rusia a medio camino para concluir una alianza—, sería aun más inexplicable. O, si se prefiere, cobraría nuevamente valor la vieja y sencilla explicación: la guerra de 1939, lejos de haber sido premeditada, fue un accidente, el resultado de los embustes diplomáticos en que ambos bandos habían incurrido.
Hitler intervino poco en el curso de los acontecimientos diplomáticos que se sucedieron entre abril y agosto de 1939. Como había hecho anteriormente, se contentó con preparar y esperar, en la convicción de que los obstáculos se esfumarían, de un modo u otro, a su paso. Conservaba en la memoria el ejemplo que había recibido en la crisis checoslovaca. Entonces se había encontrado ante el poderío del ejército checo y ante una alianza, aparentemente sólida, entre Francia y Checoslovaquia. Al final, los franceses habían cedido y los checos también. Otro tanto ocurriría con Polonia. «Nuestros adversarios son unas pobres criaturas [unos gusanejos]. Ya los conozco de Múnich». Así se expresaba Hitler cuando hablaba de los estadistas occidentales. Los franceses no le preocupaban ya. Irían, y él lo sabía, adonde los ingleses los llevasen, y actuarían como una especie de freno en el camino hacia la guerra. En esta ocasión, eran los ingleses los que tenían que decidir y Hitler contaba con que se decidirían por las concesiones. ¿Esperaba también que los polacos cediesen sin tener que llegar a la guerra? La respuesta a esta pregunta es más difícil. El 3 de abril, las fuerzas armadas recibieron orden de estar listas para atacar Polonia en cualquier momento, a partir del 1.º de septiembre; pero se tenía la seguridad de que el ataque sólo se produciría en el supuesto de que Polonia se encontrase aislada. Así lo repitió Hitler, de manera algo brutal, el 23 de mayo. Pero aquellos preparativos eran necesarios si proyectaba conseguir sus fines por medio de la guerra o de las amenazas. Sin embargo, de todo esto no podemos sacar en claro cuáles eran las verdaderas intenciones del Führer, aunque lo más probable es que no estuviese dispuesto a volverse atrás de su decisión. Ya se encontraba bastante ocupado con la guerra de nervios. En este punto, Hitler lanzó claramente su desafío. El 28 de abril repudió a la vez el pacto de no-agresión, concluido con Polonia en 1934, y el acuerdo naval angloalemán de 1935. Aquel mismo día pronunció un discurso en el Reichstag. En él fue enumerando las ofertas que había hecho a los polacos y denunció la provocación de éstos: los alemanes deseaban arreglar la cuestión des Dantzig a través de unas negociaciones libres, y los polacos respondían apoyándose en la fuerza. Estaba dispuesto a firmar un nuevo acuerdo, pero sólo en el caso de que los polacos cambiasen de actitud, es decir, si cedían respecto Dantzig o si renunciaban a su alianza con la Gran Bretaña. Habló de los ingleses en términos muy diferentes; alabó el Imperio Británico, considerándolo como «un factor de inestimable valor para el bien de la vida económica y cultural», rechazó la idea de acabar con él como si se tratase de «un reflejo del gusto humano por la destrucción en sí», y saludó favorablemente la perspectiva de un nuevo acuerdo tan pronto los ingleses entrasen en razón. El precio que puso a todo esto fue el mismo: que los ingleses cediesen en la cuestión de Dantzig o que renunciasen a su alianza con Polonia. Cuando hubo puesto sus condiciones, Hitler se sumió en el silencio. Los embajadores no pudieron abordarlo; el propio Ribbentrop tuvo apenas acceso a él. No se produjeron nuevos contactos diplomáticos con Polonia antes de que estallaran las hostilidades. Con la Gran Bretaña no estableció un nuevo trato directo hasta mediados de agosto.
La decisión estaba, pues, en manos de los ingleses; o, más bien, les venía dictada por su alianza con Polonia. Ni aunque lo hubiesen querido habrían podido eludir la papeleta. No sólo eran prisioneros de la opinión pública inglesa, sino que se daban cuenta de que si se echaban atrás, volverían a tener que enfrentarse con las mismas dificultades de antaño. Estaban dispuestos, es más, lo deseaban fervientemente, a ceder en la cuestión de Dantzig, pero con la condición de que Hitler se inclinase, entonces, por la paz. Pero he aquí que Hitler se sentiría satisfecho únicamente si se le brinda la rendición incondicional de Dantzig, y los polacos se negaban a retroceder ni una pulgada. Tarde descubrieron los ingleses que Beck había sido «cualquier cosa menos franco» en lo que se refería a Dantzig: les dio a entender que ya no existía problema inmediato a causa de la ciudad, cuando, realmente, Hitler empezaba a insistir sobre sus peticiones. Esto les sirvió de pretexto para pedir a Beck que en el futuro les informase mejor, y añadieron que la garantía sería válida sólo en el supuesto de que «el gobierno polaco decidiese resistir en el caso de que la independencia de su país se viese seriamente amenazada»[1]. Fue ésta una indicación discreta de que no estaban dispuestos a mantener el statu quo de Dantzig. Beck ni se inmutó: «La cuestión de Dantzig no plantearía ningún casus belli, a menos que los alemanes recurriesen a la fuerza»[2]; esta afirmación no resultaba muy agradable para los ingleses. En efecto, ninguna de las dos partes se atrevió a discutir abiertamente sobre Dantzig por temor de que sus relaciones se enturbiasen; en consecuencia, no discutieron nada; y cada uno abrigó la esperanza de conseguir sus propósitos en el momento decisivo. La alianza formal, que había sido bosquejada en abril, no llegó a concluirse hasta el 25 de agosto.
Los ingleses hicieron cuanto pudieron para contener a los polacos, y se valieron para ello de medios indirectos. En el curso de las conversaciones entre los estados mayores de los dos países, no revelaron nada, si bien es cierto que, cuando se celebraron, no tenían nada que revelar. No cabe duda de que los polacos no contaban con ninguna ayuda militar, razón de más para que solicitasen ayuda financiera. Sobre este particular, los ingleses se mostraron especialmente inflexibles. Los polacos les pidieron un préstamo de 60 millones de libras esterlinas en especies. En principio, se les contestó que sólo podrían concederles créditos, siempre y cuando el importe de los mismos fuese gastado en la Gran Bretaña. Mas luego, se redujo la suma a 8 millones y se declaró que como las fábricas inglesas tenían un exceso de trabajo, los créditos no podrían ser empleados de modo alguno. Cuando estalló la guerra no se había concedido ningún crédito; y ni una bomba inglesa, ni un solo fusil británico fueron a parar a Polonia. La explicación que diera Halifax no bastó para satisfacer a los polacos: «Si se llegase a una guerra, una de las armas más poderosas con que contará la Gran Bretaña será el mantenimiento de su poderío económico, que, por consiguiente, no debe ser alterado»[3]. Este extraño comportamiento muestra bien claramente el carácter dualista de la política británica, que se preocupaba tanto de moderar a los polacos como de contener a Hitler. Vana esperanza: Beck no era Benes. Aquél creía que el más ligero paso que diese en el camino de concesiones, llevaría a un nuevo Múnich; por consiguiente, no dio ninguno. Lord Runciman no tenía, en 1939, ninguna oportunidad de hacer otra vez las maletas para volver a emprender viaje al continente.
Los ingleses deseaban vivamente emplear otra fórmula que, el año anterior, se había revelado de gran utilidad. Esperaban poder recurrir, en determinado momento, a Mussolini para pedirle que ejerciese sobre Hitler su influencia moderadora; pero también esta posibilidad estaba un poco en el aire. La ocupación de Praga fue para Mussolini el último motivo de indignación. Él mismo actuó como agresor cuando convirtió su protectorado sobre Albania en una anexión declarada. Este asunto hizo que se desplegara una gran actividad diplomática: los ingleses ofrecieron garantías a Grecia y, sin que existiese una razón especial, también a Rumanía; al mismo tiempo negociaban con Turquía una alianza que estaba condenada a la inoperancia. La consecuencia fue que el Foreign Office viese considerablemente aumentado el volumen de documentos que tenía que despachar; pero la gran cuestión alemana no se vio afectada en modo alguno. Italia, como Francia, quedaban en una situación marginal; la suerte de ambos países vendría determinada por la acción de Alemania o de Inglaterra, según el caso. Los franceses se lanzaron sin más a refutar las reivindicaciones italianas en África del Norte. Se veían enfrentados en esta lid a un adversario de su talla y estaban dispuestos a hacerle frente. Por su parte, Mussolini se decidió, por fin, a dar el salto y a formalizar una alianza con Alemania. El 22 de mayo se firmó el Pacto de Acero, por el cual ambas naciones se comprometían a hacer la guerra en común. Mussolini esperaba, sin lugar a dudas, poder decir lo que le viniese en gana sin necesidad de los consejos alemanes. La circunstancia de haberse obligado a ayudar a Alemania en caso de guerra, le daba derecho, según él, a determinar cuándo habrían de romperse las hostilidades, y trató de poner de relieve que Italia no estaría en condiciones de entrar en guerra hasta 1942 ó 1943. Los alemanes dieron menos importancia al pacto. Lo aceptaron casi accesoriamente, como una especie de consuelo por no haber logrado constituir una Triple Alianza con él Japón.
El Extremo Oriente integra una pieza que sigue siendo difícil de encajar dentro de la diplomacia del año 1939. Es innegable que existió alguna relación entre la situación existente en aquella parte del globo y la de Europa. Pero ¿cuál fue esa relación? Los japoneses se encontraban en guerra con la China y trataban de invadir la esfera de los intereses extranjeros, atacando principalmente las concesiones inglesas. No hay duda de que los ingleses hubiesen preferido terminar con los problemas de Europa, para poder, de este modo, defender su posición en China; lo que no está muy claro es en qué medida influyó este deseo en su actuación política. Hay otra cosa: los alemanes querían que aumentasen las dificultades que encontraban los ingleses en Extremo Oriente, como los japoneses querían que aumentasen los escollos con que tropezaban en Europa. Se estableció como una especie de lucha sorda entre las dos potencias «agresoras», que acabaron por ganar los japoneses. Los alemanes intentaron transformar el pacto anti-Komintern en una alianza contra todo evento; pero los japoneses sólo aceptaban colaborar en contra de Rusia. Lo más seguro es que contasen con que los ingleses cedieran sin necesidad de guerra; quizá les intimidase la flota americana. Pero, ante todo, se preguntaban si una alianza general no tendría como resultado la guerra en Europa; probablemente se llegase a un nuevo Múnich, en el que las víctimas serían los polacos. En este caso, se encontrarían solos frente a los ingleses. Las negociaciones entre Alemania y el Japón no condujeron a nada. Los japoneses consiguieron, en efecto, algunas concesiones británicas. Esto retrasó el conflicto en el Extremo Oriente, con lo que el de Europa se hizo más probable.
Había otro obstáculo que se oponía a la colaboración entre Alemania y el Japón; un obstáculo del que ninguna de las dos potencias hablaba claramente. Los japoneses deseaban verse ayudados frente a Rusia. Los alemanes, que no hacía mucho eran los paladines de la lucha contra el comunismo, evolucionaban en dirección contraria. A partir del momento en que Polonia se convirtió en el blanco inmediato de la hostilidad alemana, la URSS se transformó automáticamente en un país neutral, incluso en un eventual aliado. Los rusos no resultaban importantes tan sólo para los alemanes, sino que todas las potencias europeas se veían en la precisión de contar con ellos. Éste fue uno de los acontecimientos que hacen época. El año de 1939 conoció el principio de la Segunda Guerra Mundial, pero también conoció la vuelta a Europa de una Rusia que era una gran potencia y que estaba ausente desde 1917; con el tiempo, este regreso revestiría una importancia tan extraordinaria como la propia Guerra Mundial. A partir de la revolución bolchevique, Rusia había aparecido a menudo como un «problema»; el comunismo internacional era, al menos en potencia, un peligro político. Pero Rusia no contaba como gran potencia. Cuando Litvinov formulaba alguna propuesta en la Sociedad de Naciones, parecía como si bajase de otro planeta. A pesar del pacto francosoviético, las democracias occidentales no habían pensado jamás en serio en colaborar con Rusia. Ni a aquéllas ni a Alemania se les había pasado por la cabeza una intervención soviética cuando se planteó la crisis checoslovaca. Parecía un país infinitamente alejado; y lo parecía, en parte, por el abismo que separaba las concepciones políticas de unos y de otros, y, en parte, por la larga y mutua tradición de un no-reconocimiento virtual. También existía un motivo de índole práctica. Realmente, Rusia se hallaba yugulada de Europa desde el momento en que se estableció el «cinturón sanitario». Si actuaba, había de hacerlo desde el exterior, como el Japón o los Estados Unidos. Todo cambió a partir del momento en que Polonia fue objeto de litigio. Entonces, Europa se situó en el umbral de la Unión Soviética, que, de este modo, gustase o no gustase, se convirtió de nuevo en una potencia europea.
¿Qué papel desempeñaría Rusia a partir de aquel momento? Los ingleses, los franceses, los polacos, los alemanes, todo el mundo se hizo esta pregunta y, en especial, se la hicieron los propios rusos. Era imposible aventurar una contestación, ni siquiera formular alguna hipótesis. La mayoría de los asuntos políticos tienen antecedentes que datan de mucho tiempo atrás. Los estadistas pueden recurrir a su experiencia anterior y seguir los surcos que ya están trazados. En este caso, existían pocos precedentes, y los pocos que existían resultaban muy difíciles de utilizar, por cuanto se remontaban a la época del aislamiento, a los tiempos en que Rusia se había encerrado en sí misma; sin embargo, no dejaron de tener su influencia. Los ingleses no pudieron deshacerse de su costumbre de considerar a la Unión Soviética como una potencia de menor cuantía; y los rusos estaban muy cerca de creer que, cuando les viniera en gana, podrían volver la espalda a Europa. Los alemanes, por su parte, tenían una ventaja. Contaban, a raíz de Rapallo y de la amistad germanosoviética que entonces naciera, con un antecedente concreto. Pero los tiempos habían cambiado. En Rapallo, dos potencias vencidas y preocupadas habían llegado a un entendimiento para que no se utilizara a la una contra la otra. Pero no existía ningún indicio sobre lo que serían las relaciones entre dos naciones que habían pasado a ser las mayores potencias del continente. Por enésima vez, Hitler se limitó a esperar que los acontecimientos trazasen la línea de conducta a seguir. En Alemania, el anticomunismo fue frenado y reemplazado por el antisemitismo. Se dio a entender que los alemanes querían incrementar sus relaciones comerciales con Rusia, e incluso que deseaban mejorar sus relaciones políticas. Pero Alemania no hizo ningún intento para determinar la forma en que podía realizarse el acercamiento y los rusos se mostraron todavía más reticentes. La iniciativa no vendría de ninguna de las dos potencias.
En el polo opuesto, los franceses sabían bien lo que querían: un alianza militar, de carácter formal, entre Rusia y las potencias occidentales. No creían en la posibilidad de calmar a Hitler y, en consecuencia, no temían que una alianza de tal signo contribuyese a provocarlo. Pensaban que únicamente un despliegue de fuerzas superiores a las suyas podría intimidarlo; y la alianza soviética lo haría posible. Y si sus previsiones fracasaban y estallaba la guerra, la amenaza soviética obligaría a Alemania a dividir los medios con que contaba, como en 1914; y si eran los rusos los que sufrían un ataque, los franceses se encontrarían bien protegidos detrás de su Línea Maginot. No concedían la menor importancia a las objeciones que los polacos harían, o, tal vez, se sintiesen estimulados pensando en ellas. Las obligaciones de Francia para con Polonia habían alcanzado su nivel más bajo. La defección polaca durante la crisis checa había impedido la creación de un frente oriental; los franceses esperaban pagarles con la misma moneda. Gamelin tenía una pobre opinión del ejército polaco y, aunque no fuesen escasas sus dudas, se inclinaba a dar más valor al Ejército Rojo. Tanto mejor, pues si los polacos tomaban como pretexto la alianza con los rusos para denunciar la que habían concluido con Francia. Los franceses se librarían de una responsabilidad, y, en su lugar, se encontrarían con una buena carta en las manos. El 10 de abril, Bonnet declaró al embajador soviético que había llegado el momento de establecer una colaboración militar entre los dos países; y añadió: «Tendremos también que decidir la actitud que habría de tomarse en el caso de que o bien Polonia, o bien Rumanía negasen su ayuda»[4]. La solución era muy sencilla, pero imposible. Los franceses podían dar de lado su alianza con Polonia, pero no su alianza con la Gran Bretaña, de la que dependía toda la situación mundial. La alianza anglopolaca constituía una verdadera catástrofe para Francia. Los ingleses no tenían fuerzas en el continente; en consecuencia, la garantía que habían dado a los polacos consistía en que los franceses no los abandonarían, como habían abandonado a los checos. Sin embargo, esto, precisamente, era lo que los franceses pensaban hacer. Al ver cómo se les cerraba el camino, no les quedó más que tratar de llevar a los ingleses a una alianza con los rusos.
La sugerencia no venía sólo de Francia. Todo observador inglés que fuese competente, consideraba que era una obligación, después de la garantía que se había dado a Polonia. Churchill lo destacó así, el 3 de abril, en los Comunes:
Contentarse con una garantía a Polonia seria como pararse en la no man’s land, entre el fuego de las trincheras de ambos bandos y sin poder refugiarse ni en las de unos ni en las de los otros… Después de haber comenzado a crear una gran alianza contra la agresión, no podemos permitirnos un fracaso. Nos encontraríamos en un peligro mortal… La peor de las locuras, que a ningún precio debemos de cometer, consistiría en tener miedo y en rehusar cualquier colaboración natural que la Rusia soviética juzgase necesario ofrecernos, aunque fuese en su propio interés[5].
Lloyd George se expresó todavía más categóricamente:
Si nos lanzamos sin la ayuda de Rusia, corremos hacia una trampa. Es el único país que puede intervenir con las armas… Si rechazamos a los rusos a causa de ciertos sentimientos de los polacos que no experimentan ningún aprecio hacia ellos, seremos nosotros quienes habremos de poner las condiciones. Si los polacos no quieren aceptar las únicas condiciones que nos permitirían ayudarlos de un modo efectivo, que sean ellos los que, entonces, afronten las responsabilidades[6].
Desde los bancos de la oposición se dejaron oír en varias ocasiones estos argumentos. Muy especialmente, los grupos en conflicto del partido laborista, se mostraron de acuerdo con el principio de una alianza con Rusia, unos, por razones de índole militar, otros, por comulgar con el socialismo. El argumento era prácticamente casi irresistible. Todo el mundo podía comprobarlo mirando simplemente un mapa. Y, por primera vez, los críticos de Chamberlain fueron oídos por el público. Anteriormente, el gobierno parecía preconizar una guerra ideológica contra Hitler, y, más adelante, dio la impresión de que Chamberlain practicase un alejamiento ideológico de la Unión Soviética. Aquellos mismos críticos de la oposición empujaron sin duda al Primer Ministro hacia unas negociaciones con Moscú; pero, simultáneamente, hicieron que aumentase la repugnancia que Chamberlain sentía por la Rusia Soviética. Fuere cual fuese la decisión que el gobierno tomara, quedaría desacreditado. Si las negociaciones fracasaran, caerían sobre él los reproches; si llegaban a buen fin, resultaría que Churchill, Lloyd George y los laboristas tenían razón. Chamberlain sabía odiar, cuando menos, en el terreno de la política interna; cuando miraba hacia el Kremlin, veía en él una serie de caras que le recordaban a las del banco de la oposición.
Había otras consideraciones que hacían dudar al gobierno. Con la moral estrecha de un borracho arrepentido, algunas personas que no habían sentido ningún escrúpulo cuando se abandonó a Benes, se creían obligadas a satisfacer el menor capricho de Beck. Los ingleses garantizaban los derechos de las naciones pequeñas. ¿Cómo podían, entonces, no hacer caso de las objeciones que opusieran los polacos a cualquier asociación con los rusos? Así lo subrayó Halifax en la Cámara de los Lores: «Nuestra política se basa en el principio de que los Estados fuertes no deben menospreciar los derechos de los débiles, de que la fuerza no debe ser el elemento decisivo en las relaciones entre los pueblos, de que las negociaciones no deben desarrollarse a la sombra de la violencia»[7]. El gobierno no juzgaba, como la juzgaban sus adversarios, la guerra inevitable. Ni siquiera aspiraba a «intimidar» a Hitler mediante un gran despliegue de fuerza. El gobierno trataba de plantear las cosas en el terreno de la moral; y el efecto moral de una alianza con la Unión Soviética moriría si los Estados pequeños dejaban oír sus protestas. La acusación de «acorralamiento» quedaría justificada. «Si renunciamos a todo intento de seguir siendo imparciales, se dirá que tomamos deliberadamente posiciones con vistas a una guerra entre dos grupos de potencias rivales». Italia, España y el Japón se sentirían ofendidos; «no hay que olvidar que el Vaticano ve más el Anticristo en Moscú que en Berlín»[8].
El gobierno británico trataba de salvaguardar la paz en Europa, no de ganar una guerra. Su política venía determinada por la moral, no por cálculo estratégico alguno. Sin embargo, esa misma moral gastaba anteojeras. Reconocía el valor de las quejas formuladas por los alemanes contra los acuerdos de Versalles; sin embargo, no reparó en que también los rusos pudiesen estar poco dispuestos a mantener en la Europa oriental un statu quo que derivase directamente de los humillantes tratados de Brest-Litovsk y de Riga. La oposición de los rusos a mantener un frente de la paz resultaba irritante, pero todavía resultaba más alarmante cualquier deseo que demostrasen de hacer la guerra a Alemania. Era una moral que sólo quería poder abrir y cerrar, a voluntad, la posibilidad de una ayuda soviética, como si se tratase de un grifo que únicamente podían manejar los ingleses, o, quizá, también, los polacos. Halifax puso al corriente de la actitud británica a Gafenco, ministro rumano de Asuntos Exteriores: «Es de desear que no nos alienemos a Rusia, mas al contrario, que la mantengamos constantemente en el juego»[9]. Por aquella misma época, los estadistas rusos tenían la sospecha de que los ingleses querían lanzarlos contra los alemanes, en tanto ellos se mantenían neutrales. Algunos historiadores rusos han vuelto a hacer esta misma acusación, que se basa en un desconocimiento absoluto de las intenciones de Inglaterra. Los ingleses no querían ninguna guerra, ni de la Gran Bretaña contra Alemania, ni de Alemania contra Rusia. Cualquier guerra europea les parecía una catástrofe. Venciese Alemania o venciese Rusia, la posición de la Gran Bretaña en cuanto gran potencia quedaría debilitada, o aun destruida. La alianza anglopolaca constituía un instrumento adecuadísimo para los fines perseguidos por los ingleses. Tanto Inglaterra como Polonia se habían aprovechado de unas circunstancias extraordinarias que se habían producido al terminar la Primera Guerra Mundial, en la que Alemania y Rusia habían sido derrotadas. Polonia debía a aquellas circunstancias su independencia, ilusoria, y la Gran Bretaña una grandeza y una autoridad que, aunque también algo ilusorias, podían ser mantenidas sin grandes esfuerzos. Ambos países deseaban que el mundo permaneciese igual que en 1919. Polonia se negaba a asociarse tanto con Alemania como con la Unión Soviética. Los ingleses se negaban a pensar en una victoria obtenida por la una o por la otra. A la mayoría de los ingleses les desagradaba la posibilidad de que la Europa oriental fuese conquistada por los bolcheviques, lo cual justificaba en parte las sospechas de éstos. Pero una conquista de tal género parecía lejana. La Gran Bretaña esperaba que Alemania venciese en una guerra en la que se tuviese que enfrentar sólo a Rusia. Pero esta eventualidad, si bien resultaba menos desagradable, parecía aun más alarmante. Una Alemania que dominase Europa desde el Rin a los Urales atacaría, según ellos, inmediatamente a los imperios británico y francés. Por consiguiente, cuando los dirigentes rusos suponían que los ingleses deseaban una guerra germanosoviética, se engañaban a sí mismos por partida doble. De buen principio, los ingleses no se inquietaban demasiado por el «peligro rojo», al menos, no lo suficiente como para desear que fuese aniquilado en un conflicto armado; mas luego, estaban convencidos de que los alemanes vencerían muy fácilmente —y muy peligrosamente—.
A decir verdad, los estadistas británicos se echaban a temblar cuando consideraban los posibles cursos que podían tomar las cosas. Uno de sus motivos de preocupación era que Rusia se mantuviese al margen de un conflicto, mientras las potencias europeas se aniquilaban las unas a las otras. «Si debe de haber una guerra, sería esencial que la Unión Soviética participase en ella; de otro modo, al final de la guerra, con su ejército intacto, en tanto la Gran Bretaña y Alemania estarían arruinadas, dominaría Europa»[10]. Era, con otro collar, la teoría del grifo a manejar según a la Gran Bretaña viniese en gana. Pero ¿y si los dirigentes soviéticos se negaban a desempeñar este papel servil? Los ingleses fueron advertidos en repetidas ocasiones de que Rusia y Alemania podían concluir un acuerdo, o, al menos, de que la primera de ambas se mantendría a la expectativa, mientras el resto de Europa se hacía trizas. Fueron prevenidos por Seeds, su embajador en Moscú, por Daladier, e, incluso, indirectamente, por Göring, a quien le disgustaba toda política que favoreciese a los rusos. Chamberlain, Halifax y el Foreign Office siguieron mostrándose incorregibles. Rechazaron sistemáticamente aquellas advertencias por considerarlas «inverosímiles en sí mismas»[11]. ¿Cómo no veían que, a causa de su alianza con los polacos, se habían comprometido a luchar para defender las fronteras soviéticas? ¿Cómo podían suponer que la ayuda rusa fuese otra cosa que un beneficio no estipulado por contrato? Es imposible dar una respuesta racional a estas preguntas. Si la diplomacia británica deseaba seriamente, en 1939, llegar a una alianza con la URSS, entonces las negociaciones que se iniciaron fueron las más incoherentes desde aquellas otras que llevara a cabo Lord North y que habían supuesto la pérdida de las colonias americanas. La explicación más sencilla se llama «incapacidad». Los ingleses se encontraban abrumados por las dificultades que suponía su situación; como potencia mundial, deseaban dar la espalda a Europa y, sin embargo, se encontraban a la cabeza de los asuntos europeos. Iban repartiendo garantías por la Europa oriental y aspiraban a constituir ciertas alianzas militares. Sin embargo, querían la paz y la revisión pacífica a expensas de unos Estados a los que, precisamente, habían dado aquellas garantías. Desconfiaban de Hitler, como desconfiaban de Stalin, a pesar de lo cual trataban de llegar a la paz con el primero y de concluir una alianza con el segundo. Conociendo estas intenciones, ¿cómo podemos extrañarnos del fracaso que sufrió la política británica?
La confusión aumentó a causa de ciertas divergencias en las concepciones de los estadistas ingleses. Chamberlain no quiso nunca asociarse con Rusia, a no ser que este país aceptase unas condiciones totalmente intolerables. Fue Halifax, que también era un escéptico en cuanto a todo posible entendimiento con Rusia, quien arrastró al Primer Ministro a adoptar aquella postura. Y Halifax, a su vez, había sido arrastrado por el Foreign Office. Incluso los funcionarios permanentes del mismo desconfiaban casi tanto de Stalin como de Hitler; y, estaban tan preparados para advertir los peligros de una alianza con los rusos, que nunca llegaron a vislumbrar las ventajas que de ella podrían nacer. Nunca habría sucedido nada si no hubiera sido porque los Comunes y la opinión pública no dejaban de presionar. Los ministros acabaron por ceder no tanto porque consideraran que tal presión estaba justificada, cuanto porque se sintieron incapaces de encontrar otra alternativa. Pero tampoco la opinión popular era uniforme. Había, ciertamente, quienes pedían una alianza con Rusia; sin embargo, la hostilidad contra la Rusia bolchevique había anclado profundamente en muchos corazones, especialmente en los de los conservadores. Cuando se tuvo noticia del fracaso de las conversaciones, fue general el alivio; y de lo que nadie se dio cuenta es de que había sido eliminado un obstáculo psicológico que se hubiera opuesto a la guerra. Si nos atrevemos a afirmar que la política inglesa tuvo una consecuencia lógica, esa consecuencia hubiese sido la neutralidad soviética, aunque todo el mundo se mostrase indignado cuando, al final, fue ésa la postura que Rusia mantuvo.
Y, ¿los dirigentes rusos persiguieron desde el principio llegar a una conclusión lógica? Tan sólo Molotov, hoy exiliado, podría contestar; es poco probable que nunca llegue a hacerlo. Carecemos de cualquier documento sobre el particular. Ignoramos lo que los embajadores dijeron en Moscú, e ignoramos si el gobierno soviético leyó sus informes. No sabemos cuáles fueron las palabras que los estadistas se cruzaron, ni lo que sus consejeros técnicos les señalaron. En el momento en que los archivos ofrecen una laguna, los historiadores se ven condenados a las hipótesis, que formulan de acuerdo con las apariencias o de acuerdo con sus propios prejuicios personales. Los historiadores soviéticos, que parecen estar tan mal informados como nosotros, admiten sin más la rectitud de su gobierno y la mala fe de los demás. Para ellos, la URSS trató con toda su alma de que se llegase a un frente de la paz, Francia y la Gran Bretaña pretendieron lanzarla a una guerra, sola, con Alemania, y Stalin, con una decisión genial, logró evitar el peligro en el último momento. Los historiadores occidentales, que están embarcados, y no lo ocultan, en la guerra fría, ven las cosas al revés. De acuerdo con la versión más extremista, el gobierno soviético intentó desde el primer momento llegar a un acuerdo con Alemania, y si negoció con el Oeste, fue para que los nazis aumentasen sus ofertas. Se ha dicho también que Rusia negoció con las dos partes y se quedó con el mejor postor. Para unos, los dirigentes rusos iban deliberadamente a una guerra europea; para otros, estaban decididos, si estallaba, a quedarse al margen. Estas opiniones pueden contener algo de verdad, pero padecen un mismo defecto. Atribuyen a los dirigentes soviéticos un conocimiento previo de los acontecimientos futuros; mas he aquí que, por muy perversos que dichos dirigentes fueran, resulta dudoso que el demonio les inspirase a la hora de decidirse. Por ejemplo, se ha dicho que el gobierno de Moscú supo desde un principio que Hitler declararía la guerra el 1.º de septiembre, y que dispuso su táctica teniendo presente esta fecha. Tal vez Hitler lo creyese así, pero, desde luego, los estadistas rusos, no. Sobre este punto, como sobre tantos otros, los historiadores harían bien en recordar la sabia observación de Maitland: «Es difícil tener presente que los acontecimientos que hoy vemos perdidos en el pasado, pertenecieron, en su día, al porvenir».
Algunas de las intenciones que se atribuyen a los dirigentes rusos no resisten un serie examen. Se les acusa, por ejemplo, de haber prolongado las conversaciones con las potencias occidentales para obtener que Hitler, en el momento decisivo, aumentase sus ofertas. Ahora bien, los documentos diplomáticos demuestran que los retrasos fueron motivados por los occidentales y que el gobierno soviético les respondió casi instantáneamente. Los ingleses formularon su primera propuesta de tanteo el 15 de abril; las contrapropuestas rusas llegaron dos días más tarde, el día 17. Los ingleses tardaron tres semanas en redactar una respuesta, que fue presentada el 9 de mayo; correspondieron los rusos sólo cinco días después. Y de este mismo modo siguieron las cosas: trece días los ingleses, cinco por parte de los rusos; respuesta inglesa a los trece días, a la que los rusos contestan dentro de las veinticuatro horas. A continuación se acelera el ritmo: los ingleses, cinco días, veinticuatro horas los rusos; nueve días los ingleses, dos los rusos; los ingleses cinco días, uno los rusos; ocho días los ingleses, los rusos menos de doce horas; seis días los ingleses, respuesta rusa en el mismo día. Aquí terminó el intercambio de notas. Si las fechas significan algo, fueron los ingleses los que dieron largas al asunto, mientras los rusos mostraban su deseo de terminar cuanto antes. Algunos otros documentos indican que el gobierno británico llevó las negociaciones descuidadamente, preocupándose más de satisfacer la opinión pública de su país que de obtener un resultado. Anthony Eden se ofreció para ir a Moscú en misión especial, pero Chamberlain rehusó el ofrecimiento. Un miembro del Foreign Office que había sido enviado a la capital soviética con alguna oscura finalidad (ciertamente no sería la de concluir una alianza), escribió, el 21 de junio, estas ligeras palabras: «Me atrevería a decir que llegaremos al fin. Cuando digo al fin, pienso en una observación que ha hecho Naggiar [embajador de Francia] esta tarde, y según la cual él llegará al límite de la edad y será jubilado antes de que yo me vaya de Moscú»[12]. ¿Habría escrito un funcionario con tanta despreocupación si sus superiores y él mismo hubiesen considerado en serio que la alianza con Rusia debía de constituir la diferencia que separa a la guerra de la paz?
Estas conversaciones presentan otro curioso enigma. Fueron dirigidas con una sorprendente falta de secreto, sorprendente incluso en una época en la que los antiguos modos diplomáticos se habían esfumado en todas partes. Las conversaciones que precedieron a la Segunda Guerra Mundial llegaron a ser, tarde o temprano, del dominio público; cuando verdaderamente se quería guardar el secreto, se tuvo que utilizar a los más extraños enviados. Sin embargo, los detalles no eran ordinariamente conocidos de inmediato. Ahora bien, en el caso de las negociaciones anglosoviéticas los detalles llegaban con frecuencia antes a la prensa que a los propios interesados, y cuando no era a la prensa, era a los alemanes. Es casi imposible llegar a la fuente de donde nacen unas filtraciones de este tipo; sería imprudente trazar conclusiones muy rápidas. Parece ser, aunque no con seguridad, que los periodistas recibieron su información del gobierno soviético, ante la contrariedad de los ingleses. Las propuestas rusas se publicaron inmediatamente, en tanto las propuestas británicas sólo salieron a la luz después de haber sido enviadas a Moscú. Por su parte, el ministerio alemán de Asuntos Exteriores, recibía su información de una «fuente digna de crédito», en ocasiones incluso antes de que llegaran a la prensa, e, incluso, a Moscú. El informador debía, pues, de encontrarse en el Foreign Office, y obraba siguiendo instrucciones o por propia iniciativa. Y, en este punto, aunque con ciertas precauciones, tal vez puedan sacarse algunas conclusiones. El gobierno soviético no se preocupaba ciertamente de informar a su pueblo, ni de influir sobre él; la opinión pública soviética podía ser manejada con un simple gesto. Las revelaciones se dirigían, por consiguiente, a la opinión pública británica, para forzar así al gobierno. Esto supondría que Moscú deseaba sinceramente la alianza. Quizá jugase un juego político más complicado, y pretendiese provocar un cambio en la opinión que hubiese llevado a las izquierdas al poder. Pero también esta posibilidad habría de ser interpretada como un deseo de concluir la alianza. Por otra parte, la «fuente digna de crédito» de Londres trataría tal vez de alarmar a los alemanes hasta el punto de que se mostrasen dispuestos a cerrar un compromiso con los ingleses (si es que dicha «fuente» perseguía verdaderamente alguna intención política). Pueden encontrarse, desde luego, explicaciones más sencillas. Los rusos podrían querer tan sólo demostrar su rectitud, como posteriormente lo intentarían en repetidas ocasiones, y el informador londinense podría obrar por motivos personales, o para cobrar sus informes. Todo cuanto podemos decir es que las faltas no las cometió una sola de las partes.
Resulta más fácil especular si olvidamos el resultado de las negociaciones y si tratamos de reconstruir la imagen que los rusos tenían del mundo. No cabe duda de que sus estadistas consideraban sospechosas a todas las potencias extranjeras y de que estaban dispuestos a no mostrar, tampoco ellos, escrúpulo alguno. Comprendían, a medias que, por vez primera, se encontraban comprometidos en una diplomacia seria. Desde que, en 1918, marchara Trotsky, habían abandonado los Asuntos Exteriores a comunistas de segunda fila —Tchitcherin, primero, y, más tarde, Litvinov, ninguno de los cuales pertenecía al Politburó—. El 3 de mayo, Molotov sustituyó a Litvinov. A menudo se ha visto en esta medida una decisión en favor de Alemania; probablemente se tratase del reconocimiento de la importancia que tenían los Asuntos Exteriores. En la URSS, Molotov estaba situado en segundo lugar con respecto a Stalin. Ocupó su puesto no sólo con desconfianza, sino con esa preocupación pedante por la precisión verbal que distinguía a los bolcheviques en sus disputas internas. Pero es indudable que se tomó sus nuevas funciones muy en serio; y tampoco se puede dudar de cuál fuera el principal motivo que actuaba sobre la política soviética: querían que los dejasen tranquilos. Los rusos tenían conciencia de su debilidad, temían una coalición de Estados capitalistas dirigida contra ellos, y aspiraban, ante todo, a dar empuje a su expansión económica. Querían, como el gobierno inglés, la paz. Sin embargo, el modo como esperaban lograrla no era el mismo. No creían que Hitler se pacificara por medio de unas determinadas concesiones, y pensaban que la única manera de impedir que actuase sería si una unión de países le manifestaba resueltamente su oposición.
Existían otros puntos de divergencia. Si, al revés de Hitler, no abrigaban ningún deseo de dar al traste con el statu quo, no sentían por dicho statu quo el menor apego, ni el más mínimo entusiasmo; y cuando se les invitó a intervenir para evitar que se viniese abajo, se dieron cuenta de hasta qué punto les molestaba. Les repugnaba actuar, pero si se veían obligados a hacerlo —especialmente en caso de guerra—, no sería para mantener las disposiciones de los tratados de Brest-Litovsk y de Riga. Querían incorporarse a los asuntos mundiales como una gran potencia, igual a la Gran Bretaña, y que dominase en la Europa oriental. Rusia e Inglaterra tampoco coincidían en la estimación que cada una de ellas hacía de las fuerzas de la otra. Los ingleses pensaban que en una guerra contra Alemania, Rusia sería decisivamente vencida. De ahí que deseasen casi tanto evitar una guerra de este tipo como de evitar un conflicto armado contra Alemania y ellos mismos. Los rusos creían, por su parte, que la Gran Bretaña y Francia mantendrían sus posiciones defensivas y que una guerra en Occidente agotaría a todos los beligerantes. Por consiguiente, si no podía salvaguardarse la paz, ellos podrían aprovecharse de la guerra, lo que no sería dado hacer a los ingleses. Éstos, en el supuesto de que no lograsen hacer entrar en razón a Hitler, tendrían que resistirlo; en tanto, los rusos podrían elegir entre la guerra y la paz —o, cuando menos, imaginaban que podrían elegir—.
Su libertad de elección había adquirido, incluso, una apariencia más oficial. La alianza que los ingleses habían concluido en Polonia, les obligaba a resistir. Era indispensable ganarse a los rusos y no se les ganaría con el trato despectivo que se les daba desde Londres, sin hablar de la negativa obstinada de los polacos a pensar en una posible ayuda soviética. Todas estas diferencias condenaban de antemano al fracaso las negociaciones. Pero es probable que ninguno de los dos bandos lo comprendiese cuando se iniciaron, y quizá ni lo llegaran a comprender al final. Las potencias occidentales, según pensaban los rusos, iban desesperadamente en busca de socorro, lo cual debería haber sido así en la realidad. Los ingleses, por su parte, contaban, confiados, con la oposición ideológica entre el fascismo y el comunismo e imaginaban que el gobierno soviético se sentiría halagado si se recibía una señal de consideración.
Desde buen principio, las divergencias quedaron claramente trazadas. Inmediatamente después de la ocupación de Praga, Moscú propuso una reunión de las potencias defensoras de la paz. Londres rehusó la propuesta por considerarla «prematura» —palabra por la que sentía especial afecto—, y, en su lugar, fue repartiendo garantías entre los países que, según pretendía, estaban amenazados. Si le hubiesen dejado solo, el gobierno inglés probablemente se hubiese dado por satisfecho, pero los Comunes no dejaban de hostigarlo. Fue aún mayor su alarma cuando supo que los franceses trataban de concluir un pacto de mutua asistencia con los rusos. Así contestaban al modo de actuar que habían tenido los propios ingleses cuando dieron la garantía a Polonia. Inglaterra corría el riesgo de verse precipitada a una alianza con Rusia, como Francia se había visto obligada, muy a su pesar, a suscribir la independencia de Polonia. Tenían, pues, que tomar la iniciativa para escapar de aquel peligro; y sus negociaciones con los rusos fueron inspiradas en gran manera por la preocupación de impedir la sincera alianza que los franceses deseaban. El 15 de abril, el gobierno de Londres se acercó, muy a su pesar, a Moscú para pedir que se declarase que si uno de los Estados vecinos de Rusia se veía atacado, «el gobierno soviético prestaría asistencia, siempre que le fuese pedida, y en la manera que le pareciese más conveniente». Era, aunque con términos apenas diferentes, el mismo principio unilateral que se reflejara en el pacto rusochecoslovaco y que había restado todo valor a la política soviética en el año 1938. Entonces, los rusos no podían intervenir si Francia no lo hacía antes; ahora, sólo lo harían en el supuesto de que Polonia, Rumanía o cualquier Estado del Báltico se dignase recurrir a ellos. En 1938, tal vez vieran con buenos ojos aquella excusa que los libraba de toda intervención; seis meses más tarde, su actitud era diferente[13]. El cordon sanitaire[14] se diluía y los rusos se encontraban en primera línea. Lo que les interesaba no era apoyar a Polonia ni participar en demostración moral alguna contra Hitler, sino conseguir una ayuda militar concreta y precisa de las potencias occidentales en el caso de que Hitler atacase Rusia a través de Polonia o más directamente.
El 17 de abril, Litvinov presentó una contrapropuesta: un pacto de asistencia mutua, valedero por cinco o por diez años, entre Inglaterra, Francia y la Unión Soviética. Este pacto supondría «todos los géneros de asistencia, incluida la asistencia militar, a los Estados de la Europa oriental situados entre el Báltico y el mar Negro, limítrofes a la Unión Soviética, en el caso de que alguno de ellos fuese agredido»[15]. Ya era bastante desagradable para los ingleses que Rusia se propusiese acudir en ayuda de Polonia, aunque no hubiese sido requerida para ello, como para tener encima que oír aquella propuesta de apoyar a los Estados bálticos. Los ingleses sospechaban que los rusos querían deslizar fraudulentamente una ambición «imperialista»; esta acusación se ha repetido después con mucha frecuencia. La inquietud que los rusos sentían por aquellos Estados era, sin embargo, sincera. Temían un ataque contra Leningrado, lo cual era harto probable, dada la superioridad naval de los alemanes en el Báltico. Querían también consolidar su posición militar en tierra ejerciendo un control de los Estados bálticos; sabían que si se ponía a éstos entre la espada y la pared, se inclinarían posiblemente hacia Alemania y trataban que se estipulase que podían prestarle «asistencia» sin que se les hubiese solicitado. Este desprecio por la independencia de los países pequeños revelaba una falta manifiesta de escrúpulos, pero, si tenemos en cuenta que Rusia adoptaría una actitud hostil hacia Alemania, no podemos negar que los temores de los soviéticos respondían a una realidad. La Gran Bretaña había dado su garantía a Polonia y a Rumanía; en consecuencia, si los alemanes atacaban a la URSS a través de cualquiera de estos dos Estados, los ingleses se verían en la precisión de declarar la guerra a Alemania. Sin embargo, Inglaterra no había contraído ningún compromiso con los países bálticos; entonces, si el ataque a Rusia se producía a través de ellos, las potencias occidentales se mantendrían en su neutralidad. Cuando los ingleses rechazaron su propuesta, los dirigentes soviéticos llegaron a la conclusión de que sus sospechas estaban fundadas. Y tenían razón. Los ingleses respetaban sinceramente la independencia de los países pequeños; y llevaron tan lejos su respeto por la independencia de los belgas, que, por ello, tanto ellos como los franceses se vieron envueltos en el desastre estratégico de 1940. No obstante, si se opusieron a la fórmula soviética fue, sobre todo, porque no deseaban que fuesen los rusos quienes decidiesen entre la guerra y la paz. Los polacos podían tener tal poder de decisión, los Estados bálticos también, pero el gobierno ruso… nunca. «El gobierno de Su Majestad corre el riesgo de verse arrastrado a una guerra no para proteger a un pequeño Estado europeo, sino para apoyar a la Unión Soviética contra Alemania. Sobre una actitud de este tipo nuestra opinión pública… puede mostrarse dividida»[16]. Esto era precisamente lo que temían los rusos. Cuanto más defendían los ingleses la independencia de los Estados del Báltico, más la atacaban los soviéticos; y cuanto más arreciaban los ataques de los rusos, mayores eran los recelos de los británicos. No se llegó a ningún acuerdo al respecto, y, precisamente, en este punto las negociaciones abortaron. No es que la medida tuviese una importancia particular en sí misma, sino que representaba la diferencia fundamental que separaba a ambas partes. Los ingleses querían un pacto que defendiese a los demás y que detuviese a Hitler sin necesidad de llegar a la guerra; los rusos querían una alianza en su propia defensa.
Después de recibida la respuesta de Litvinov, los ingleses dudaron durante quince días. Preguntaron a Polonia y a Rumanía qué tipo de acuerdo les autorizarían a concluir con los rusos. Les contestaron que cualquier acuerdo, siempre y cuando no se viesen implicados en él ni Polonia ni Rumanía. El gobierno inglés trató entonces de recurrir al ingenio diplomático de los franceses. Bonnet no les prestó atención. Reveló, «en medio del calor de la conversación», al embajador ruso que Francia estaba a favor de un pacto de asistencia mutua. Los ingleses insistieron, sin embargo, con una tozudez digna de mejor causa. El 8 de mayo propusieron que, teniendo en cuenta la garantía que habían dado a Polonia y a Rumanía, «el gobierno soviético se comprometiese, si la Gran Bretaña y Francia se veían obligadas a romper las hostilidades como consecuencia de aquella garantía, a prestarles una asistencia inmediata, siempre que les fuese solicitada, asistencia que revestiría la forma y se sujetaría a las condiciones que más tarde se determinasen». Seguía siendo la fórmula del grifo manejable a voluntad por los ingleses, sin intervención de los rusos. La recepción de esta propuesta constituyó la primera aparición en escena del nuevo Comisario de Asuntos Exteriores, Molotov… Y la oportunidad no era como para inspirar una confianza mutua. Había cambiado la atmósfera, aunque Molotov declarase que la política soviética permanecía invariable. Se acabaron los comentarios bonachones de Litvinov, las sonrisas y las observaciones divertidas cuando se pronunciaba el nombre de Beck o de otro polaco cualquiera. Se planteó un «cuestionario incesante», el embajador inglés conoció un período «dificilísimo». El 14 de mayo, Molotov rechazó formalmente la propuesta y reclamó una «reciprocidad»; debía llegarse a un pacto de asistencia mutua, a una garantía, fuese o no fuese querida, de todos los países de la Europa oriental, y a la «conclusión de un acuerdo concreto sobre la forma y el alcance de la asistencia».
En esta ocasión, el gobierno inglés estuvo a punto de renunciar por desesperación… o por principio. No se sabe bien por qué decidió hacer un nuevo intento. En los Comunes, por supuesto, seguían elevándose las críticas. El 19 de mayo, Lloyd George declaró: «Hace ya meses que venimos adoptando una postura arrogante… ¿Por qué no nos serenamos y, sin pérdida de tiempo, nos entendemos con Rusia en los mismos términos con que nos entendemos con Francia?»[17]. Estos argumentos, a pesar de su fuerza, causaron poca impresión en Chamberlain y en los conservadores. Su efecto fue, más bien, contrario. El resentimiento que se había experimentado contra Alemania a raíz de la ocupación de Praga, empezaba a disiparse; y renacía la antigua hostilidad hacia la Rusia Soviética, tanto más fuerte, cuanto los rusos no parecían haberse impresionado por el hecho de que los ingleses se dignasen solicitar su ayuda. La «obstinación» soviética hacía que se eclipsase la agresividad de Hitler. Por añadidura, seguían en pie otros problemas. Las quejas y las lamentaciones de los franceses constituyeron probablemente el factor decisivo que movió a los ingleses a tomar la iniciativa. Los franceses estaban cargados de pesadas responsabilidades para con Polonia, pero los escrúpulos de los británicos les impedían asegurarse el apoyo de los rusos. Para empeorar aún más las cosas, los polacos no hacían más que dilatar y poner al día las obligaciones nacidas de la alianza. Querían obtener de los franceses unos compromisos muy precisos a propósito de Dantzig, compromisos que los ingleses habían eludido hasta entonces, y pedían, además, y con sobrada razón que, la antigua alianza fuese reforzada por un convenio militar. Daladier y Bonnet se opusieron tenazmente al primer punto, ya que consideraban perfectamente lógico que Dantzig pasase a estar bajo la soberanía alemana. Pero cedieron aparentemente ante el segundo. Daladier dijo a Gamelin que negociase un convenio militar y que lo tuviese listo para el 19 de mayo. Claro es que todo quedó en agua de borrajas, pues el convenio debía de entrar en vigor tras un acuerdo de tipo político, y el acuerdo se mantuvo en suspenso. Las hipotéticas promesas de los franceses eran en sí mismas defectuosas. Gamelin se mostró conforme con que el grueso del ejército francés iniciase la ofensiva tan pronto como Alemania atacase a Polonia. Los polacos pensaron que aquel «grueso» constituía el conjunto del ejército francés; dicho de otro modo, vieron en aquellas palabras la promesa de una gran ofensiva. Gamelin pensaba sólo, o, al menos así lo dijo, en las tropas estacionadas por aquel entonces en la Línea Maginot (o sea, una simple operación fronteriza).
Resulta extraño que los polacos se dieran por satisfechos con tanta facilidad; claro que, como se forjaban mil ilusiones sobre ellos mismos, se dejaban engañar tranquilamente por los demás; quizá creyesen que no se llegaría a ningún conflicto de importancia (piénsese que hasta el último momento estuvieron seguros de que ganarían la guerra de nervios). Este juego de evasión tranquilizó a Bonnet; Daladier, como de costumbre, tuvo vergüenza y se irritó por lo que había hecho. En aquel preciso momento, Halifax llegó a París, de paso para Ginebra. Se encontró a Daladier desesperado a causa de los polacos y a punto de perder los estribos. Daladier quería un pacto de asistencia mutua, completo, con Rusia. Halifax objetó que, entonces, la Gran Bretaña y Francia se verían arrastradas a la guerra, incluso en el supuesto de que Alemania atacase a la URSS con la connivencia o con el consentimiento de los polacos o de los rumanos. «En tal caso —replicó Daladier—, Francia tendría que cumplir con los compromisos del pacto francosoviético y la Gran Bretaña no podría, ciertamente, mantenerse al margen»[18]. Desde el punto de vista inglés, la perspectiva no era muy halagüeña. Ser tercera parte en una nueva alianza francorrusa era lo último que hubieran deseado los británicos. La única solución consistía en aceptar en principio un pacto de asistencia mutua, pero fijando unos límites a su aplicación. El gabinete británico aceptó esta solución el día 24 de mayo.
Las conversaciones con Moscú cambiaron a partir de este instante de carácter. Antes, los ingleses venían negociando solos, y los franceses aguardaban entre bastidores. Ahora, hubieron de ponerse de acuerdo con los franceses sobre cualquier nuevo paso que se daba. De este modo, los retrasos que se producían eran enormes. A pesar de esto, los franceses apoyaron todas las objeciones soviéticas. El gobierno inglés tuvo que ir de concesión en concesión. Fueron tragándose, cada vez con mayor repugnancia, uno tras otro, los distintos trozos de la fraseología bolchevique. Pero se mantuvieron firmes en el punto esencial, rechazando cualquier definición de la «agresión indirecta», lo cual habría permitido a los rusos, y no a los Estados amenazados, determinar cuándo se producía una agresión. Los Estados bálticos no recibirían ayuda contra su voluntad. Aparentemente, de lo que se trataba era de defender la independencia de los pequeños Estados; pero la realidad era otra y muy diferente: los ingleses sólo colaborarían con Rusia en el supuesto de que Polonia se viese atacada; únicamente entonces aceptarían asistencia de los rusos. En otro caso, los rusos habrían de luchar solos. Estas negociaciones incómodas y obstinadas duraron dos meses —del 27 de mayo al 23 de julio—. Fue imposible salir de aquel callejón sin salida. Molotov propuso, entonces, que se tratasen de obviar las dificultades mediante unas conversaciones de carácter militar, con la esperanza de que la cuestión de la «agresión indirecta» se resolviese por sí misma. A los franceses les pareció de perlas esta posibilidad. Desde el primer momento se habían mostrado dispuestos a aceptar las condiciones políticas de los rusos, con tal de obtener a cambio una firme colaboración militar. Los ingleses, de nuevo, cedieron a regañadientes, pero dejando a un lado el punto esencial. Aun cuando se iniciasen las conversaciones militares, «estimamos que podemos adoptar una línea de conducta más rígida sobre el único punto al que, en todo momento, hemos dado una importancia capital»[19]. No fue necesario, porque las negociaciones políticas no volvieron a iniciarse nunca más en serio. El proyecto del tratado, tan minuciosamente elaborado, no llegaría nunca a firmarse. Las misiones militares inglesa y francesa fueron formadas apáticamente; y, dentro del mismo clima de apatía, llegaron, por vía marítima, a Leningrado. Se estimó que no podían cruzar Alemania en tren, y, por extraño concurso de circunstancias, no había ningún avión disponible. Los ingleses procedieron como si dispusiesen de un tiempo ilimitado. Cuando las misiones militares pisaron por fin Moscú, la crisis definitiva ya había estallado.
¿Es que acaso aquellas negociaciones no tuvieron nunca el menor sentido, la más ligera realidad? Resulta tentador contestar que no. Seguramente contribuyeron a que se acentuasen los mutuos recelos. A finales de julio, los rusos estaban sin duda convencidos de que los ingleses y los franceses trataban de lanzarlos a una guerra contra Alemania, mientras ellos conservaban su neutralidad. Por curioso que parezca, los ingleses, por su parte, no preveían la posibilidad de un acuerdo entre Moscú y Berlín. La barrera ideológica era, a su juicio, demasiado alta para que pudiese ser salvada; aun en el supuesto de que los dirigentes soviéticos no fuesen unos comunistas sinceros, el anticomunismo de Hitler nunca se quebrantaría. El 28 de julio, Halifax envió un telegrama a Moscú, redactado como sigue: «No existe ningún peligro de que se produzca ninguna ruptura inminente dentro de las próximas y críticas semanas». ¿Podría excusarse semejante ceguera? Los ingleses habrían podido sospechar que los rusos trataban con los alemanes, como los rusos pensaban que estaban haciendo los ingleses. En este sentido, ¿estaban justificados los recelos rusos? Ninguna otra cuestión ha dado lugar a tantas controversias ni ha llegado a ser más confusa a causa de los acontecimientos que se producirían más tarde. La publicación de los archivos alemanes demostró que la Gran Bretaña y Rusia habían permanecido en contacto con Alemania; ambos bandos proclamaron jubilosos que las acusaciones de falta de probidad que se habían hecho los unos a los otros estaban, pues, perfectamente fundadas. Pero los documentos soportan mal los edificios de teorías que se pretende levantar sobre ellos. La iniciativa nació de los alemanes. Los representantes ingleses y los rusos no hicieron otra cosa sino escuchar, con sentido crítico, cuanto se les expuso. Es seguro que ninguna de las dos partes advirtió a la otra de que había sido invitada a desertar de la causa común; por consiguiente, ninguna de las dos tiene tampoco derecho a quejarse. En definitiva, aquellas conversaciones sólo fueron una especie de reaseguro, nunca el motivo principal ni de la diplomacia inglesa ni de la diplomacia soviética.
Lo que antecede está muy claro por lo que se refiere a los rusos. Parece que siempre hubo un «elemento proalemán» dentro de los círculos políticos de los rusos —algunos individuos que anteriormente habían organizado el floreciente comercio con Alemania, marxistas a los que disgustaba una asociación con los «criminales de la Entente», determinados personajes de la vieja escuela que no pensaban más que en Asia y que deseaban volver la espalda a Europa…—. Todos ellos se impresionaban fácilmente cuando se hablaba de una posibilidad de mejorar las relaciones rusoalemanas, y se mostraban dispuestos a difundir por su cuenta cualquier rumor en este sentido. Es poco probable que aguardasen instrucciones del Kremlin; y las observaciones que en algún momento hicieron arrojan poca luz sobre la política soviética. Sin duda, los acontecimientos son más reveladores. El Extremo Oriente debió de pesar mucho en ella, aunque lo que no deja de ser curioso, jamás fue mencionado en las conversaciones con la Gran Bretaña y con Francia. Y no se trataba de un hipotético problema que fuera a plantearse en el porvenir; el Extremo Oriente estaba ya en llamas. En el verano de 1939, las tropas soviéticas y las niponas tuvieron un choque en la frontera entre Manchukuo y la Mongolia Exterior; y aquellos choques se convirtieron en una guerra abierta hasta el momento en que los japoneses fueron derrotados en Nomunhan, en el mes de agosto; esta batalla costó a los nipones 18 000 hombres. No podía resultar agradable al gobierno soviético que los ingleses, que no quitaban los ojos de Europa, se resignasen a ser humillados por los japoneses en Tsien-tsin, y fue grande su contento cuando se enteró de que las conversaciones entre Alemania y el Japón quedaban en suspenso. La Rusia Soviética trataba de conseguir la seguridad en Europa, no de realizar conquistas, y no deja de resultar extraño que no intentase antes realizar su deseo por medio de un entendimiento con Alemania. La explicación, sin embargo, es sencilla; los estadistas rusos temían el poderío alemán y desconfiaban de Hitler. Una alianza con las potencias occidentales parecía la solución más segura, por lo menos en tanto la anhelada seguridad quedase acrecentada y no sólo se tratase de defender a una Polonia que tan poco dócil se mostraba. Como no tenemos ninguna prueba en contrario y como la política soviética no hace ninguna indicación en tal sentido, podemos concluir, sin miedo a equivocarnos, que el gobierno de Moscú se volvió hacia Berlín sólo cuando comprobó que aquella alianza era imposible.
Éste era también el razonamiento que se hacían los alemanes que preconizaban la mejora de las relaciones con Rusia. También ellos eran de la vieja escuela, supuestos herederos de Bismarck, generales y diplomáticos que habían creado el sistema de Rapallo. Se daban perfecta cuenta de que tenían que esperar que se les brindase una oportunidad. Por otra parte, debían mostrarse muy circunspectos. Hitler había roto prácticamente con la URSS en 1934 y, con posterioridad, nadie se atrevió a discutir su postura anti-Komintern. Como contrapartida, trataron de desplegar los atractivos de un comercio con los rusos. Las perspectivas fueron un poco más gratas cuando los soviéticos se vieron decepcionados por las potencias occidentales a raíz de Múnich.
Luego, tras la ocupación de Praga, el panorama se ensombreció de nuevo. Los expertos alemanes y rusos seguían queriendo colaborar, y se reunieron de vez en cuando; cada vez que lo hicieron, atribuyeron sin duda la iniciativa a la otra parte para no despertar las iras de sus respectivos amos. Pero el primer paso serio se dio sólo a finales de mayo, y fueron incontestablemente los alemanes quienes lo dieron. Schülenberg, embajador del Reich en Moscú, y Weizsäcker, Secretario de Estado, continuaban echando de menos la política de Rapallo; los dos querían hacer un amplio «ofrecimiento de orden político». El 26 de mayo, el Ministro de Asuntos Exteriores fijó las condiciones: Alemania serviría de mediadora entre Rusia y el Japón, y «tendría muy en cuenta los intereses soviéticos» respecto a Polonia[20]. Este proyecto fue inmediatamente anulado, quizá por deseo expreso del propio Hitler, por cuanto cualquier intento de abrir negociaciones podía ser acogido «por una carcajada de los tártaros».
Siguió un prolongado silencio. El 29 de junio, Schülenberg intentó él mismo un acercamiento; no consiguió nada de Molotov, excepto la seguridad de que Rusia deseaba mantener buenas relaciones con todos los países, incluida Alemania, a lo cual replicó Ribbentrop que ya había dicho bastante. Sin embargo, las conversaciones comerciales prosiguieron a fines de julio; Ribbentrop, al amparo de las mismas, volvió a plantear algunas cuestiones políticas. El 2 de agosto declaró al Encargado de Negocios ruso: «No existe ningún problema entre el Báltico y el mar Negro que nosotros, unidos, no podamos arreglar»[21]. Al día siguiente, Schülenberg encontró a Molotov «excepcionalmente abierto» y dispuesto a la colaboración económica. Políticamente, Molotov se encontraba más obstinado que nunca; se lamentaba de que Alemania estimulase al Japón, la solución pacífica de la cuestión polaca dependía de los alemanes y «no existía todavía ninguna prueba de que fuese a producirse un cambio de actitud».
«Mi impresión general —resumió Schülenberg— es que el gobierno soviético está actualmente decidido a concluir un acuerdo con la Gran Bretaña y con Francia, siempre que estos dos países se muestren conformes con todos los deseos de los rusos… Tendremos que realizar un esfuerzo considerable para conseguir que la situación varíe»[22].
Nadie estaba en mejores condiciones de juzgar la política soviética que Schülenberg y, todavía el 4 de agosto, seguía creyendo que se orientaba hacia una alianza con las potencias occidentales. Cabe, desde luego, la posibilidad de que Hitler llegase a un acuerdo con Stalin de un modo privado, sin que nadie se enterase, pero, si los documentos sirven para algo, puede afirmarse que la reconciliación entre Alemania y Rusia, lejos de haber sido proyectada mucho tiempo antes, fue más bien una improvisación de los rusos y casi otra improvisación de los alemanes.
También el «apaciguamiento» inglés fue improvisado en gran medida, pero hubo una diferencia: la meta que los ingleses confesaron que perseguían fue siempre el llegar a un acuerdo pacífico con Hitler, al precio de unas concesiones muy considerables. Sin embargo, los estadistas británicos esperaron, antes de lanzarse a la consecución de aquel fin, a que mejorase la situación en que se encontraban para el regateo, para lo cual o bien habían de lograr la alianza con los rusos, o bien habían de persuadir a los polacos para que llegasen a un compromiso sobre Dantzig. A finales de julio, no habían conseguido ninguno de los dos resultados; en consecuencia, Chamberlain y Halifax no dieron ni un paso, limitándose, en sus discursos públicos, a hablar de su política en términos generales. Hitler también esperó, contando con que las esperanzas británicas sobre Polonia y Rusia no se realizasen; una vez se llegase a un desenlace de tal índole, él también podría regatear en condiciones más favorables. Prácticamente, desde finales de marzo a mediados de agosto, no hubo negociaciones diplomáticas y oficiales entre la Gran Bretaña y Alemania. Henderson no vio a Ribbentrop, y, mucho menos, a Hitler, y las pocas conversaciones que mantuvo con Weizsäcker no fueron muy lejos, por cuanto éste ni se atrevió a hacerle llegar a sus superiores. Ribbentrop constituía un obstáculo casi infranqueable. Cuando fue embajador en Londres, se vanaglorió de dar cima a la reconciliación angloalemana; como ésta fracasara, creyó que ningún otro conseguiría lo que él no había conseguido. Dirksen, su sucesor, no recibió instrucciones y sus informes fueron ignorados, cuando no fueron condenados. Ribbentrop no dejó de repetir a Hitler que los ingleses cederían sólo a las amenazas, nunca a la conciliación; y a Hitler le convenía creerlo.
Estas ideas no eran unánimemente aprobadas en los medios de los dirigentes nazis. Göring, a pesar de sus bravatas, deseaba evitar la guerra en la medida de lo posible. Había cosechado bastantes laureles durante el primer conflicto mundial, y ahora vivía como un emperador romano de la decadencia; le gustaba presentarse como el portavoz de los generales alemanes, que también temían la guerra, y, quizás, al ser el supremo director de la economía del país, estimase que éste no estaba suficientemente preparado para una guerra mundial. Fueron unos expertos económicos los que intentaron un acercamiento ya a Rusia, ya a la Gran Bretaña, lo cual es una prueba flagrante de que el segundo conflicto mundial no tuvo causa económica. El primer acercamiento de Göring a Inglaterra fue llevado a cabo por hombres de negocios de Suecia, a quienes había conocido durante su exilio en aquel país; y los hombres de negocios de Inglaterra respondieron con prontitud. Los intermediarios, de una y otra parte, exageraron en su deseo de llegar a un compromiso, como suele suceder con los aficionados de la diplomacia. Sin embargo, las respuestas malhumoradas de Halifax definieron bastante claramente la postura inglesa; no sería difícil satisfacer los deseos alemanes en el momento en que Hitler se mostrase dispuesto a mantener la paz. Era sensiblemente lo mismo que venía diciendo desde noviembre de 1937, y ahí residió la causa fundamental del conflicto entre ambas partes. El punto de vista de cada una de ellas era igualmente defendible. Resultaba inútil, e, incluso, peligroso, según la teoría inglesa, hacer concesiones a Hitler, en tanto éste hacía cada vez más graves sus amenazas. Pero Hitler podía contestar, y también con razón, que no recibía ninguna de aquellas concesiones «razonables» de las que hablaba Hitler hasta el momento en que empezaba a proferir amenazas, como lo demostraban el caso de Austria, de Checoslovaquia y de Dantzig. La «revisión pacífica» a la que los dos bandos aspiraban, presentaba una contradicción en el propio modo de manifestarse. Se presentaba la revisión como un medio de evitar la guerra, cuando en realidad a la revisión sólo se podía llegar por sendas muy parecidas a las que conducen a la guerra.
Los mediadores suecos, que actuaban oficiosamente, obtuvieron pocos resultados en relación a los esfuerzos que desplegaron; pero uno de ellos, Dahlerus, desempeñaría un papel importante en la crisis final. Wohltat, uno de los principales agentes económicos de Göring, situó las negociaciones en un plano más práctico. Era un personaje importante, a quien se debía el control económico que Alemania ejercía sobre los Estados Balcánicos. Dispuesto siempre a hablar de las necesidades que tenían los alemanes de materias primas y de la falta de capital de su país, encontraba un favorable auditorio entre los ingleses que aceptaban la doctrina en curso sobre las causas económicas de la guerra. Wohltat estuvo en Londres del 18 al 28 de julio, y se entrevistó con Sir Horace Wilson y con Hudson, Secretario del Departamento del Comercio de Ultramar. Estos dos hombres subrayaron las ventajas que Alemania obtendría si abandonaba su actitud ofensiva y entraba en tratos con la Gran Bretaña. Hudson hizo que Wohltat se encandilara ante la perspectiva de un importante préstamo inglés —según una versión, de mil millones de libras esterlinas— que sacase a Alemania de las dificultades creadas por el desarme. Añadió que: «Dantzig, dentro de una Europa movilizada, es una cosa, y Dantzig, dentro de una Europa desarmada y comprometida en una colaboración económica, sería otra cosa»[23]. Wilson presentó una nota, escrita en papel con el membrete del 10, Downing Street, que ha desaparecido, y no es de extrañar, de los archivos. En ella se proponía un tratado de no-agresión y de no-injerencia, un acuerdo de desarme y una colaboración en el comercio exterior. Con un tratado de este tipo, Inglaterra podría «desembarazarse de sus compromisos para con Polonia»[24]. Se ha dicho que Wilson era un perfecto ignorante en materia de asuntos exteriores. Y, como nadie ha llegado a acusarle de deslealtad con sus superiores políticos, sería inconcebible que aquellas propuestas se hiciesen a espaldas o sin autorización de Chamberlain. No es de extrañar que todo fuese maquinado por el Primer Ministro. Las propuestas en cuestión representaban el programa de colaboración angloalemana que Chamberlain había esperado desde siempre ver realizado. Pero el propio Wilson señaló que existía una condición previa: habían de resolverse, por medio de negociaciones pacíficas, las cuestiones que estaban pendientes entre Alemania y Polonia.
Se puede disculpar a los políticos ingleses el que siguiesen destacando las ventajas que obtendría Alemania si se comprometía a una política conciliadora. Lo que no tiene perdón es que no diesen a entender que estaban firmemente resueltos a actuar en el caso de que Hitler eligiese el camino opuesto. Los discursos de Chamberlain y de Halifax tenían poco peso; Hitler había oído cosas análogas el año anterior y sabía bien dónde les apretaba el zapato a los estadistas ingleses. El lento ritmo que llevaban las negociaciones con Rusia no le causó impresión alguna. La firma inmediata de una alianza habría podido suponerle un serio perjuicio; pero tres meses de estira y afloja no hicieron sino aumentar su confianza en sí mismo. Neville Henderson se quedó en Berlín; y se hace difícil creer que sólo expresase su hostilidad hacia los polacos en las cartas que dirigía a su casa. Hay que señalar que los sabios consejos abundaron. A primeros de julio, el Conde von Schwerin, miembro del Ministerio alemán de la Guerra, fue a Inglaterra y habló con la mayor sinceridad. «Para Hitler no cuentan las palabras, sólo cuentan los actos». Que los ingleses lleven a cabo una demostración naval en aguas del Báltico, que Churchill se incorpore al Gabinete; que envíen bombarderos a Francia[25]. Su advertencia fue echada en saco roto. Aunque cambien de palabras los hombres no cambian de naturaleza. Los estadistas ingleses trataron de jugar al tiempo con dos barajas: por un lado, la de la firmeza, por otro, la de la conciliación, y, siendo como eran, llevaron adelante su juego con la que peores cartas tenía.
Las conversaciones entre Wohltat y Wilson dieron una visión exacta de las intenciones de Chamberlain, pero no produjeron ningún efecto serio en Alemania. Quizás impresionasen a Göring. Ribbentrop amonestó muy seriamente a Dirksen por haber permitido que siguiesen su curso; y es poco probable que Hitler oyera ni siquiera hablar de ellas. Las que se celebraron entre Wohltat y Hudson, aunque de menor importancia, causaron mayor impacto. Algunas indiscreciones, cometidas tal vez por los ingleses, hicieron que fuesen conocidas por la prensa[26]. Se ignora con qué fin se produjeron dichas indiscreciones. Tal vez Hudson se fuese de la lengua, o tal vez se tratase de una tentativa deliberada de minar las negociaciones en curso con los soviéticos; hay que tener presente que muchas personas, dentro de las mismas esferas gubernamentales, lo deseaban. Chamberlain fue interpelado en los Comunes; al contestar, su determinación de resistir a Alemania resultó menos convincente de lo que fuera antaño. De momento, el gobierno ruso aparentó ignorar el asunto, pero lo sacó a relucir a título de cómoda excusa durante las propias conversaciones que mantenía con Hitler. Los historiadores no tienen necesidad de detenerse en estas acusaciones recíprocas. Ingleses y rusos aceptaron con simpatía cualquier movimiento de aproximación a Alemania, y, hasta finales de julio, fueron los primeros los que mayor simpatía demostraron. Sin embargo, estos contactos con Alemania no fueron los que dieron al traste con las negociaciones en torno a la alianza. Su fracaso se debió a una falta de acuerdo mutuo. Ambas partes deseaban llegar a una conclusión, pero no a la misma conclusión. Los ingleses aspiraban a la demostración de orden moral que les hubiera permitido llegar a un arreglo con Hitler sobre bases más favorables. Los rusos querían una alianza militar, perfectamente delimitada, en la que se estableciese un compromiso de asistencia mutua; con ella se conseguiría disuadir a Hitler de sus propósitos o se aseguraría su derrota. Los ingleses abrigaban algún temor respecto de Polonia; los rusos temían por ellos mismos. Su pesadilla era que los alemanes invadiesen Rusia, no que se produjese un desplazamiento del equilibrio en favor de los alemanes. Buscaban unos aliados y les ofrecían tan sólo perder el residuo de libertad de acción que todavía les quedaba.
Pero ¿aunque se hubiese concluido algún acuerdo anglosoviético se habría evitado la guerra? Las alianzas no tienen valor en tanto no se conviertan en una verdadera comunidad de intereses; de otro modo, conducen simplemente a la confusión y al desastre, como ocurrió con las alianzas de Francia. En las condiciones imperantes en la Europa de 1939, era inconcebible que los ingleses pudiesen quedar irremisiblemente comprometidos, de una manera decisiva, en favor de Rusia o contra Alemania, sencillamente, como también era inconcebible que los rusos pudiesen adquirir cualquier compromiso de defender el statu quo. Posteriormente, Alemania y la URSS llegaron a ser aliados, pero su alianza no nació ni de la política ni de sus convicciones, sino que les fue impuesta por Hitler. En 1941, el Führer había perdido su característico don de la paciencia y se lanzaba en pos de una liebre cuando aún no había cazado la anterior.
Pero, en 1939, seguía siendo maestro en el arte de esperar. Otros alemanes podían sucumbir a sus inquietudes y lanzar las antenas hacia Londres o hacia Moscú. Él se mantenía en silencio. Las negociaciones anglosoviéticas no fueron contrarrestadas por las ofertas alemanas, sino por la carencia de ofertas. Se iniciaron bajo la especie de una maniobra más de la guerra de nervios y trataron de hundir la resolución de Hitler. Sin embargo, lo único que consiguieron fue reforzarla. Hitler apostó a un nuevo fracaso, y volvió a acertar. No se fiaba ni de la razón ni de unas informaciones lógicas, sino, como siempre, de su sexto sentido, que nunca le había fallado. La guerra de nervios era su especialidad, y, cuando se inició el mes de agosto de 1939, parecía que había obtenido una nueva victoria. Es inútil preguntarse si una alianza anglosoviética habría impedido que estallase la Segunda Guerra Mundial; lo único que cabe decir es que el hecho de que no llegara a ser una realidad contribuyó mucho a que se declarase el conflicto.