UN PROBLEMA OLVIDADO
Han pasado más de veinte años desde que empezara la Segunda Guerra Mundial, y más de quince desde que terminó. Para los que la vivieron, formará parte de su experiencia directa hasta el día en que, de pronto, comprendan que, como la que la precedió, ha entrado en la Historia. Para un profesor, llegará ese día cuando se dé cuenta de que sus alumnos no habían nacido al iniciarse el conflicto y que no pueden siquiera recordar su final; cuando vea que la consideran tan lejana, como él la guerra de los Boers. Sin duda, habrán oído a sus padres contar algunos episodios de ella; sin embargo, tendrán que aprenderla ante todo en los libros. Los más grandes actores han abandonado la escena: Hitler, Mussolini, Stalin y Roosevelt han muerto, Churchill se ha retirado de la vida pública, y únicamente De Gaulle continúa desempeñando un papel. La Segunda Guerra Mundial ha dejado de pertenecer al «hoy», para desplazarse al «ayer». Los historiadores tienen la palabra. La historia contemporánea, en su sentido estricto, estudia los acontecimientos cuando todavía están «calientes», los juzga según los criterios del momento, despierta en el lector un sentimiento de participación. Nadie menospreciará la Segunda Guerra Mundial en tanto tenga ante los ojos el gran ejemplo de Sir Winston Churchill. Pero llegará un momento en el que el historiador habrá de juzgar aquellos acontecimientos con la misma objetividad que la Cuestión de las Investiduras o de la Guerra Civil Inglesa. Al menos, tendrá que intentarlo.
Eso fue lo que se pretendió después de la Primera Guerra Mundial, pero desde un punto de vista algo diferente. La guerra en sí misma ofrecía relativamente poco interés. La disputa en torno a la gran estrategia fue considerada como un asunto particular entre Lloyd George y los generales. La historia militar y oficial británica —contribución polémica a aquella disputa— no se acabó hasta 1948. Casi nadie estudió las tentativas de paz negociadas ni la evolución de los fines de la guerra. Fue necesario esperar hasta hoy para tener algunos elementos sobre un tema tan capital como lo fue la política de Woodrow Wilson. La cuestión que monopolizó el interés de los historiadores fue la de saber cómo había estallado el conflicto. Los gobiernos de todos los grandes países, exceptuando el de Italia, hicieron abundantes revelaciones extraídas de sus archivos diplomáticos. Los periódicos franceses, alemanes y rusos centraron su interés exclusivamente en aquel aspecto. Ciertos escritores consiguieron labrarse una reputación merced a su estudio: Gooch, en Inglaterra; Fay y Schmitt, en los Estados Unidos; Renouvin y Camille Bloch, en Francia; Thimme, Brandenburg y Von Wegerer, en Alemania; Pribram, en Austria; Pokrovsky, en Rusia, por no citar sino a algunos.
Un determinado núcleo de investigadores se concentró en el análisis de los acontecimientos de julio de 1914; otros llegaron hasta la crisis marroquí de 1905 o hasta la diplomacia de Bismarck; pero todos coincidieron en estimar que aquél era el único período interesante. Los cursos universitarios se detuvieron bruscamente en agosto de 1914 y aún hoy siguen estancados en esta fecha. Los alumnos estaban de acuerdo: querían oír hablar de Guillermo II y de Poincaré, de Grey y de Iswolski. El telegrama a Krüger les parecía más importante que Passchendaele, el tratado de Björko más importante que el acuerdo de Saint-Jean-de-Maurienne. El desencadenamiento de la guerra constituía el gran suceso que había modelado el presente. Cuanto se había producido a continuación, representaba el desarrollo de determinadas consecuencias inevitables, sin significado para la actualidad. Al comprenderlo, debíamos estar en condiciones de saber cómo habíamos llegado al punto en que nos encontrábamos, y, naturalmente, cómo actuar para no volver a hallarnos en una situación semejante.
Por lo que se refiere a la Segunda Guerra Mundial, el proceso ha sido casi inverso. El gran motivo de atracción, tanto para los autores como para los lectores, resultó ser la guerra en sí misma. No sólo las campañas, aunque hayan sido minuciosamente estudiadas, sino también la política, y, muy especialmente, la de los grandes aliados. Sería difícil contar los libros publicados sobre el armisticio francés de 1940, o sobre las conferencias de Teherán y de Yalta. La «cuestión polaca», se interpreta como la disputa entre la Rusia soviética y las potencias occidentales, con la cual terminó el conflicto, y no se piensa en las exigencias alemanas que hicieron que comenzase. Los orígenes despiertan relativamente escaso interés. Se estima, en líneas generales, que aparte de algunos nuevos detalles de carácter eventual, no queda nada importante por descubrir. Nos sabemos todas las respuestas y ya no hacemos más preguntas. Los autores que han abordado el tema —Namier, Wheeler-Bennett, Wiskemann, en lengua inglesa, Baumont, en francés— han publicado todos sus libros poco después de terminada la guerra y en ellos expresan las ideas que alimentaban durante el curso del conflicto, e incluso antes. Veinte años después de que se desencadenase la Primera Guerra Mundial, pocas personas hubiesen aceptado sin más las explicaciones dadas en agosto de 1914. Más de veinte años después del final de la segunda, casi todo el mundo acepta las explicaciones dadas en septiembre de 1939.
Quizá, por supuesto, no haya nada nuevo que descubrir. Quizá, esta Segunda Guerra Mundial, planteada conjuntamente con todos los demás grandes acontecimientos de la Historia, tenga una explicación muy sencilla y definitiva, evidente desde el principio y no modificada después por nada. Parece, sin embargo, improbable que los historiadores que escriban dentro de cien años, consideren estos acontecimientos del mismo modo que los consideraron las gentes de 1939, y el historiador actual debería tratar de anticipar el juicio del porvenir en vez de repetir el del pasado. Pero no lo hacen y son varias las razones que motivan su negligencia. Todos los autores tratan de ser objetivos, imparciales, de elegir su tema y de expresar su opinión sin preocuparse de las circunstancias que se pudieran plantear en cada caso. Pero, como seres humanos, viven dentro de una colectividad y responden, aunque sea inconscientemente, a las necesidades de su época. El gran profesor Tout, cuya obra transformó la historia medieval en nuestro país, ha desplazado el acento, por razones de saber abstracto, de la política a la administración. De igual modo, podría decirse que los historiadores del siglo XX escriben preferentemente para los funcionarios civiles, en tanto que los del XIX lo hacían para los estadistas. Es así como los autores de obras en torno a las dos guerras mundiales deberían haber considerado todo cuanto suscitaba todavía algún problema, o cuanto proporcionase lecciones para el presente. Nadie escribe un libro que no tenga la suficiente garra como para interesar a los demás ni mucho menos un libro que ni siquiera le interese a él.
Desde el punto de vista militar, la Primera Guerra Mundial parecía plantear pocos problemas. Generalmente fue considerada, sobre todo en los países aliados, como una especie de combate sin tregua en el que uno de los luchadores termina desplomándose bajo el peso de la fatiga. Fue precisa la experiencia de la Segunda para llegar a preguntarse si una estrategia o una política mejores hubiesen podido conseguir que terminase antes. Además, a partir de 1918, se admitía comúnmente que no volvería a repetirse una conflagración semejante, y que, por tanto, no podía extraerse ninguna lección provechosa para el presente. Por otra parte, el gran problema que había engendrado la guerra, continuaba siendo el centro de interés de las cuestiones internacionales cuando aquélla terminó: no era otro que Alemania. Los Aliados podían pretender que la guerra había tenido por origen la agresión alemana; y podían los alemanes replicar que su causa había sido la negativa a conceder a Alemania su verdadero lugar como gran potencia. Tanto en uno como en otro caso, era aquel lugar de Alemania la cuestión en litigio. Subsistían otros problemas, que arrancaban de la Rusia soviética hasta llegar al Extremo Oriente, pero podía suponerse razonablemente que había una solución para ellos y que el mundo continuaría en paz, siempre y cuando el pueblo alemán se reconciliase con sus antiguos enemigos. El estudio de los orígenes de la guerra presentaba, pues, un carácter urgente y práctico. Si los países aliados adquirían el convencimiento de que los alemanes no eran verdaderamente los «culpables» del conflicto, estaban en condiciones de suavizar las cláusulas represivas del tratado de Versalles, y de considerar a los alemanes como víctimas de un cataclismo natural, de igual modo que ellos mismos lo habían sido. Y, a la inversa, si se podía convencer a los alemanes de su culpa, aceptarían sin duda el tratado como justo. En la práctica, este proceso de «revisión» tomó el primero de los cauces. Ciertos historiadores británicos y americanos, e incluso algunos franceses, se esforzaron en demostrar que sus respectivos gobiernos eran mucho más culpables y el gobierno alemán mucho más inocente de lo que los autores del tratado de 1919 habían admitido. Pocos fueron los historiadores germanos que se ocuparon de demostrar lo contrario, lo cual no deja de ser natural. Incluso el historiador más objetivo escucha la voz de su patriotismo cuando su país ha sido derrotado y humillado. Por añadidura, la política exterior de cada uno de los países aliados había sido objeto de críticas con anterioridad a que se desencadenase el conflicto. La de Grey en Inglaterra, la de Poincaré en Francia, la de Woodrow Wilson en los Estados Unidos —por no hablar de los bolcheviques que habían atacado al gobierno del zar— volvieron al primer plano, constituyendo la base de las teorías «revisionistas». Estas controversias internacionales y domésticas carecen ya de importancia. Baste saber que despertaron en su día el suficiente interés como para conducir al estudio de los orígenes de la Primera Guerra Mundial.
Por lo que respecta a la Segunda, no ha sucedido nada semejante. En el plano internacional, Alemania dejó de ser el problema central de los asuntos internacionales antes incluso de que terminase la guerra, y fue sustituida por la Rusia soviética. Todo el mundo quiso conocer los errores que se habían cometido en las relaciones con esta última, y no aquéllos que se habían cometido en las relaciones con Alemania antes de que estallase el conflicto. Además, tanto los occidentales como los rusos, en su condición de aliados, pretendían repartirse Alemania, y preferían hablar lo menos posible de la guerra. Los alemanes estaban de acuerdo. Después de la Primera Guerra Mundial habían insistido para que su país continuase siendo tratado como una gran potencia; después de la Segunda fueron los primeros en sugerir que Europa había dejado de determinar el curso de los acontecimientos mundiales, con la implicación tácita de que Alemania no podría nunca más provocar un gran conflicto y que, en consecuencia, valía más dejarla seguir su propio camino, sin interferencias ni control.
Desde el punto de vista interno, sucedió otro tanto. En los países aliados se habían producido ásperas fricciones antes de 1939; mucho más ásperas, desde luego, que en las vísperas de 1914, pero las primeras se habían calmado durante el conflicto y la mayor parte de los que las habían promovido se inclinaban a olvidarlas. Los antiguos defensores del «apaciguamiento» pudieron seguir su política con mayor justificación; los defensores de la resistencia abandonaron sus temores a propósito de Alemania ante la necesidad de hacer frente común a la Rusia soviética.
Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial presentaban poco interés en un momento en que se estudiaban ya los de la Tercera. Quizás este interés hubiese aumentado de haber surgido alguna duda, alguna pregunta. Pero existía una explicación satisfactoria para todos y que parecía excluir cualquier discusión: Hitler había deseado la Segunda Guerra Mundial, él sólo era su autor. Esta explicación bastó a todos los «resistentes», desde Churchill a Namier. Lo habían manifestado antes de 1939, y pudieron, por tanto, declarar: «¡Ya lo habíamos dicho! Desde el primer momento no hubo otra solución sino resistir a Hitler». Esta explicación fue también satisfactoria para los partidarios del «apaciguamiento». Podían sostener que una conciliación habría sido la política prudente y, sin duda, acertada, si Alemania no hubiese estado en manos de un loco. Pero, sobre todo, la solución agradó a los alemanes, con la excepción, tal vez, de algunos nazis impenitentes. Después de la guerra de 1914-18, los alemanes trataron de librarse de la responsabilidad pasándola a los Aliados, o afirmando que nadie tenía la culpa. Pero era mucho más sencillo volcar todo el peso sobre Hitler, quien, al fin y al cabo, estaba muerto. No cabe duda de que, en vida, había hecho mucho daño a Alemania; pero se redimió parcialmente gracias a su sacrificio en el búnker. Ya no podría molestarle ninguna acusación póstuma. Todo —la guerra, los campos de concentración, las cámaras de gas— podía ser cargado sobre sus hombros. Al convertir a Hitler en culpable, todos los demás alemanes se volvían inocentes, y esos mismos alemanes que, antaño, habían rechazado con tanta energía las culpas que se les imputaban en la Primera Guerra Mundial, aceptaron de buen grado las de la Segunda. Algunos de ellos se las arreglaron para dar un giro especial a la maldad de Hitler. Ya que, evidentemente, era un monstruo de perversidad, debería habérsele opuesto una decidida resistencia. En consecuencia, si había algún responsable, eran los franceses por no haberlo expulsado de Renania en 1936, o Chamberlain, por haber cedido ante él en septiembre de 1938.
Todo el mundo estaba, pues, totalmente de acuerdo. Entonces, ¿de qué servía una «revisión»? Algunos países neutrales, particularmente Irlanda, expresaron no pocas dudas, pero su participación en la guerra fría hizo callar incluso a aquéllos que se habían mantenido al margen durante el conflicto con Alemania; y parecidas consideraciones, aunque de signo contrario, condujeron a la misma conclusión a los historiadores soviéticos. En los Estados Unidos perdura una escuela de «revisionistas», supervivientes de aquéllos que combatieron durante la Primera Guerra Mundial; para este grupo, su propio gobierno es el peor de todos. Desde el punto de vista científico, sus trabajos no producen muy buena impresión. Por añadidura, se ocupan fundamentalmente de las hostilidades con el Japón; tienen una buena razón para ello: fue Hitler quien declaró la guerra y no hay pruebas de que Roosevelt hubiese hecho intervenir a su país en el conflicto europeo, si Hitler no le hubiese proporcionado gratuitamente la ocasión. Por lo que respecta al Japón, no existe duda alguna. En un determinado momento, se planteó una pregunta: ¿debían colaborar los Estados Unidos con China o con el Japón? Para desdicha de la política americana, los acontecimientos se han encargado de responder. Ha sido admitido universalmente que el Japón constituye el único amigo en el que América puede confiar en Extremo Oriente. Así, pues, la guerra contra esta nación parece haber sido un error. ¿Quién lo cometió? Después de todo, quizá fueran los propios japoneses. Estas disquisiciones actuales ayudan a explicar por qué los orígenes de la Segunda Guerra Mundial no son objeto de gran discusión, pero no las causas por las cuales los historiadores están casi unánimemente de acuerdo en tal punto. Si hubiesen existido documentos contradictorios, los eruditos no habrían dejado de impugnar el veredicto popular, a pesar de su general aceptación. No ha sucedido así por dos razones, en apariencia opuestas: la abundancia y, al mismo tiempo, la falta de documentación. La que se reunió para el proceso de los criminales de guerra en Núremberg es superabundante; si bien es cierto que los muchos volúmenes que la recogen, producen una fuerte impresión, constituyen un material peligroso de utilizar por el historiador, ya que los documentos fueron ordenados a toda prisa, casi al azar, para servir de base a las conclusiones de los magistrados. No es ésta la manera de proceder de los historiadores; los abogados se informan para litigar, aquéllos lo hacen para comprender. Las pruebas que convencen a los juristas, no suelen satisfacernos a nosotros; nuestros métodos les parecen faltos de precisión, y son ellos, sin embargo, los que sienten remordimientos de conciencia cuando piensan en el proceso de Núremberg. Los documentos fueron elegidos, no sólo para demostrar la culpabilidad de los acusados, sino también para disimular la de las potencias vencedoras. Si hubiese sido una cualquiera de ellas la que hubiera dirigido los debates, habría levantado más polvareda. Los occidentales habrían sacado a la luz el pacto gerrnanosoviético; Rusia habría replicado esgrimiendo la conferencia de Múnich y algunas otras transacciones más turbias. Pero como las potencias eran cuatro, la única solución estaba en admitir de antemano la exclusiva culpabilidad de Alemania. El veredicto había sido dictado previamente y los documentos se prepararon para sostener una conclusión ya elaborada. Los documentos, desde luego, son auténticos, pero trucados, y quienquiera que se apoye en ellos, descubre que es casi imposible escapar de su engaño.
Si tratamos de proceder más objetivamente, siguiendo un camino científico, comprobamos que estamos en condiciones de inferioridad respecto a aquéllos que antaño estudiaran los orígenes de la Primera Guerra Mundial. Antes de que pasase una generación después de terminada ésta, todos los grandes países, excepto Italia, habían abierto sus archivos diplomáticos en el apartado correspondiente a la crisis que había precedido a la ruptura de las hostilidades. Existía, además, una gran cantidad de documentos anteriores: austrohúngaros, que se remontaban a 1908, británicos, a 1898, franceses y alemanes, a 1871; los rusos hicieron aparecer igualmente abundantes publicaciones, aunque hilvanadas más a la ligera. No obstante, se encontraban lagunas. Podríamos lamentarnos de la falta de documentos italianos, que aparecieron con posterioridad, o serbios, de los que seguimos careciendo. Sin duda todas aquellas publicaciones contenían omisiones deliberadas, y cualquier historiador consciente hubiera deseado ver los archivos con sus propios ojos. A pesar de todo, en conjunto, era posible seguir en sus más pequeños detalles la diplomacia de cinco de las seis grandes potencias. Ciertamente, ni aún hoy se ha llegado a una plena asimilación del problema. Seguimos encontrando nuevos aspectos dignos de estudios, nuevas interpretaciones por realizar.
Comparativamente, la documentación relativa a los años anteriores a 1939 es en verdad lamentable. Austria-Hungría ha desaparecido, se ha eclipsado del grupo de las grandes potencias; de las cinco que quedan, tres no han revelado, hasta hoy, ningún dato de sus archivos. Los italianos han empezado a reparar su anterior omisión sacando a la luz sus documentos correspondientes al período comprendido entre el 22 de mayo de 1939 hasta la ruptura de las hostilidades, y habrán de remontarse hasta el año 1871. Ni los franceses ni los rusos nos han suministrado referencia alguna. Los franceses tienen excusa, ya que, el 16 de mayo de 1940, tras enterarse de que los alemanes se habían infiltrado por Sedán, quemaron la mayoría de los documentos relativos al período que va de 1933 a 1939. Están reuniendo laboriosamente algunas copias con la ayuda de sus colaboradores en el exterior. La razón del silencio de los soviéticos, como toda su política, no puede ser objeto sino de conjeturas. ¿Tiene su gobierno algo particularmente vergonzoso que ocultar? ¿Se niegan a someter su conducta al juicio de las potencias extranjeras? ¿No existen, quizá, documentos, porque la Comisaría de Asuntos Exteriores haya sido incompetente para elaborarlos? Tal vez se hayan aprendido la lección que recibieron no pocas veces: el único modo inatacable de sostener una causa es no presentar ningún documento para sostenerla. En definitiva, no podemos referirnos más que a la documentación alemana y británica cuando tratemos de obtener un cuadro continuo de las relaciones diplomáticas que se sucedieron entre las dos guerras, todo lo cual produce la impresión, sin duda falsa, de que esas relaciones fueron sólo un diálogo entre ambos países.
Pero aún limitándonos a estas dos fuentes, el material no es tan sustancioso como el del período anterior a 1914. Los Aliados se apoderaron, en 1945, de todos los archivos alemanes. Al principio, tuvieron la intención de publicar la documentación completa desde 1918 a 1945, pero, por razones de economía, decidieron limitarse a la referida al período posterior a 1933, fecha, ésta, en que subió al poder Hitler. Aun así, existe una laguna que va de los años 1935 a 1937. Los archivos han sido restituidos al gobierno de Bonn, lo cual puede llevar consigo más retrasos. Además, los editores aliados, a pesar de su conciencia, han compartido el punto de vista de los jueces de Núremberg en lo que respecta a la culpabilidad. Y aún se presenta otra complicación: el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores pretende con frecuencia haber obrado en contra de Hitler y no de acuerdo con sus órdenes; no sabemos, pues, a ciencia cierta, si un determinado documento representa un informe serio o si ha sido compuesto para librar de culpas a su autor.
La documentación británica cubrirá todo el período comprendido entre la firma del Tratado de Versalles y el comienzo de la guerra; ahora bien, esta documentación va apareciendo muy lentamente. De momento, no tenemos nada relativo a los años 1919 y 1920, ni a la fase que va desde la segunda mitad de 1934 a marzo de 1938. Las recopilaciones están consagradas a la política activa, no revelan sus motivos, como pretendieron hacerlo las referidas a los antecedentes de la guerra de 1914. Existen pocas notas que demuestren la evolución de los debates en el seno del Foreign Office, y no hay actas de las deliberaciones ministeriales, aunque, como es notorio, el Primer Ministro y el Gabinete tuviesen, en este aspecto, más importancia que anteriormente.
En lo que concierne a los documentos menos oficiales, estamos aún peor abastecidos. La mayoría de los personajes que dirigieron el primer conflicto mundial sobrevivieron a él y publicaron sus memorias, haciendo su propia apología o justificándose. En el segundo, fueron muchos los que murieron durante las hostilidades; otros fueron ejecutados, con o sin proceso, al final de él. Es estremecedor el contraste entre las listas de obras escritas por quienes ocupaban puestos capitales al tiempo de romperse las hostilidades en 1914 y en 1939. En la guerra de 1914-18, fueron autores de algún trabajo las personalidades que, por países, se relacionan:
En cuanto a la guerra de 1939-45, la lista se limita a un solo título.
El Ministro italiano de Asuntos Exteriores, que fue fusilado durante la guerra, dejó un diario. El Ministro alemán redactó una defensa fragmentaria, mientras aguardaba el momento de ser ahorcado. Se conservan algunos restos de la correspondencia del Primer Ministro británico, algunas páginas autobiográficas del Ministro inglés de Asuntos Exteriores. Sin embargo no existe ni una palabra, ni una línea de cualquiera de los tres dictadores (Hitler, Mussolini y Stalin). Es preciso conformarse con lo que cuentan ciertos personajes de segunda fila: intérpretes, funcionarios, periodistas, que, a menudo, no saben mucho más de lo que sabe el gran público.
No obstante, hay que señalar que los historiadores no tienen nunca documentos bastantes para sentirse satisfechos. Dudo que se pueda ganar mucho esperando diez o quince años, y puede que sea mucho lo que se pierda. Los pocos supervivientes de la civilización podrán, para entonces, haber renunciado a leer libros, y no hablemos de redactarlos. He tratado, pues, de contar la historia tal y como podría forjarla un futuro historiador; he trabajado con un material incompleto. Tal vez, el resultado sea demostrar que los historiadores carecen de informaciones o que se equivocan, pero no por ello se dejará de cultivar la Historia. De igual modo que mi imaginario sucesor, a menudo me veré en la obligación de confesar mi ignorancia. He comprobado también que los documentos, considerados con imparcialidad, me conducían con frecuencia a unas interpretaciones distintas de aquéllas que la gente, yo incluido, dieron por aquel entonces. No ha sido éste para mí motivo de preocupación. Lo que deseo es comprender lo que ha sucedido, no justificar o condenar. Estuve en contra de la conciliación desde el día en que Hitler tomó el poder y, sin duda alguna, volvería a adoptar la misma postura en circunstancias similares. Pero esto no guarda ninguna relación con la Historia. Considerando las cosas retrospectivamente, ha de afirmarse que, si bien muchos fueron culpables, nadie fue inocente. La acción política debe proporcionar paz y prosperidad y, a este respecto, todos los hombres de Estado, por una razón o por otra, fallaron. Éste será, pues, un relato sin héroes, y quizá, incluso, sin «traidores».