Papá me cogió de la mano y tiró de ella para obligarme a entrar en la cueva. Percibí con claridad el goteo del agua contra la pared del fondo. Traté de adaptar mi visión a la oscuridad, pero no vi nada extraño.
¿Dónde estaba el monstruo? ¿Dónde se había metido el Abominable Hombre de las Nieves?
Escuché el sonido de la cámara de papá, que continuaba fotografiando cuanto veía…
Sin separarme de él, lancé un alarido de espanto al ver a la criatura.
Esperaba escuchar sus rugidos en cualquier momento… antes de lanzarse sobre nosotros.
Sin embargo, permaneció inmóvil, mirando fijamente hacia delante.
De nuevo yacía congelado en el interior del bloque de hielo.
Nicole se acercó e inquirió asombrada.
—¿Cómo lo ha hecho?
—¡Es sorprendente! —exclamó papá, sacando una fotografía tras otra—. ¡Increíble!
Alcé la mirada y miré atentamente el rostro de la criatura, que parecía observarnos desde su ataúd de hielo. Los ojos negros brillaban y la boca de grandes dientes exhibía una expresión semejante a la que hacía cuando gruñía.
—¡Éste es el descubrimiento más sorprendente de la historia! —comentó papá, muy excitado—. ¿Os dais cuenta de lo famosos que vamos a ser?
Dejó de sacar fotografías durante un momento y se dedicó a inspeccionar el terrible y misterioso espécimen de pelaje marrón.
—¿Por qué detenernos aquí? —murmuró entonces—. ¿Por qué regresar a casa sólo con fotografías de esta criatura increíble? ¿Por qué no nos lo llevamos a California con nosotros? ¿Podéis imaginar qué significaría? ¡Sería sensacional!
—Pero… ¿cómo lo haremos? —le preguntó Nicole.
—Papá, la criatura está viva dentro del hielo. Nos crees, ¿verdad? Quiero decir que puede romper el bloque que lo aprisiona y salir de ahí en cualquier momento. Y cuando lo hace, te aseguro que es verdaderamente terrorífico. No creo que puedas controlarle.
Papá golpeó suavemente la superficie helada, comprobando su solidez.
—Sé lo que debemos hacer, chicos. Veréis, no dejaremos que escape del bloque de hielo. Al menos hasta que lo tengamos bajo control.
Mi padre rodeó el monstruo congelado, rascándose la barbilla.
—Si conseguimos recortar un poco este enorme bloque de hielo… podríamos introducirlo en el baúl de los suministros —reflexionó—. Y así no sería difícil llevar al fabuloso Hombre de las Nieves a California sin sacarlo del hielo. Lo transportaremos encerrado en el baúl. Recordad que se trata de un baúl totalmente hermético, de modo que el hielo no se derretirá.
Papá se acercó aún más a la criatura y sacó vanas fotografías de su rostro feroz.
—Venid conmigo, chicos… Vamos a buscar el baúl.
—Papá… espera, por favor… —supliqué. Aquella idea no me gustaba en absoluto—. No lo comprendes. Escúchame… el Abominable Hombre de las Nieves es muy fuerte y peligroso. Puede hacernos trizas de un zarpazo. Ya nos dejó marchar en una ocasión… ¿Por qué vamos a arriesgarnos otra vez? —dije.
—Mira sus dientes, papá, son como navajas —le suplicó Nicole—. Es realmente fuerte. Nos llevó a los dos debajo de un brazo como si no pesáramos nada.
—Vale la pena correr el riesgo —insistió papá—. Ninguno de vosotros ha salido herido, ¿no es verdad?
Nicole y yo asentimos.
—Sí, pero…
—¡Vamos! —ordenó papá, que ya había tomado una decisión y no estaba dispuesto a escuchar nuestras advertencias.
Jamás había visto a mi padre tan excitado como en aquel momento. Mientras salíamos a toda prisa de la cueva, se volvió hacia el Hombre de las Nieves y susurró:
—No te muevas. Volveremos a buscarte dentro de unos minutos.
Corrimos hasta la cabaña a través de la tundra. Papá sacó el baúl de los suministros. Era muy grande… debía de medir unos dos metros de longitud por uno de ancho.
—Podremos meterlo aquí dentro —dijo papá—. Sin embargo el baúl resultará demasiado pesado.
—Necesitamos un trineo para trasladarlo —dijo Nicole.
—Sí, pero Arthur se lo llevó —les recordé—. De modo que supongo que esto acaba con la cuestión. Tendremos que regresar a casa sin el Abominable Hombre de las Nieves. ¡Es una verdadera lástima!
—Tal vez haya otro trineo por aquí, en algún lugar… —comentó papá—. A fin de cuentas ésta es una vieja cabaña que servía de refugio a los exploradores y tramperos. Y ellos viajaban en trineo, ¿no es así, chicos?
Entonces recordé el viejo trineo que había visto en el cobertizo de los perros. Nicole también lo había visto y, por supuesto, condujo a papá hasta allí.
—¡Fantástico! —exclamó papá—. Será mejor que vayamos por el Hombre de las Nieves antes de que escape.
Enganchamos a Lars, nuestro único perro, al viejo trineo y llevamos el baúl hasta la cueva.
Entramos en el túnel y tiramos del baúl, arrastrándolo hasta el interior de la guarida.
—Ten cuidado, papá —le advertí—. Es posible que haya roto el bloque de hielo y esté libre.
Pero mis temores eran infundados. El Abominable Hombre de las Nieves continuaba inmóvil donde le habíamos dejado, congelado en su témpano translúcido.
Papá comenzó a cortar el bloque de hielo con una sierra para reducir su tamaño, mientras yo no dejaba de caminar de un lado a otro, envuelto en un manojo de nervios.
—¡Deprisa! —susurré—. ¡Puede despertar y salir en cualquier momento!
—Esto no es fácil —repuso papá—. Voy tan rápido como puedo.
Cada segundo me parecía una hora. Vigilé atentamente al Hombre de las Nieves para detectar cualquier señal de movimiento.
—¿Es necesario que hagas tanto ruido, papá? —me lamenté—. Puedes despertarlo.
—Tranquilo, Jordan —dijo papá, aunque su voz sonó tensa y nerviosa.
En ese momento oí un crujido.
—¡Cuidado! —exclamé—. ¡Está saliendo del hielo!
Papá se irguió con una expresión exasperada y murmuró:
—Vamos, Jordan. He sido yo con la sierra.
Volví a mirar al monstruo, que seguía inmóvil.
—Bueno, chicos —dijo papá—. Ya está. Ayudadme a meterlo dentro del baúl.
Papá había cortado el bloque de hielo hasta convertirlo en un rectángulo de dos metros de altura.
Abrí la tapa del baúl y Nicole y yo ayudamos a mi padre a inclinar el bloque de hielo para introducirlo dentro del baúl.
Deslizamos el baúl sobre el suelo helado y tiramos de él a lo largo del pasadizo, hasta alcanzar la entrada de la cueva.
Papá ató el baúl con una cuerda y salió por el agujero.
—Voy a sujetar el baúl al trineo —nos dijo papá—. De ese modo Lars podrá ayudarme a sacarlo de allí.
—Eh, Nicole, metamos un poco de nieve en el baúl, sólo para divertirnos —propuse a mi hermana—. Podremos arrojárselas a Kyle y a Kara cuando lleguemos a casa.
»¿Te lo imaginas? ¡Bolas de nieve de la guarida del Abominable Hombre de las Nieves…! ¡Jamás podrán superar nuestra hazaña!
—No, por favor. No abras el baúl —me suplicó Nicole—. Nos ha costado mucho introducir en él al monstruo.
—Oye, estoy seguro de que habrá sitio donde colocar unas pocas bolas de nieve —insistí.
Y rápidamente puse manos a la obra e hice varias bolas de nieve, bien apretadas. Luego abrí la tapa del baúl y las introduje en él, junto al bloque de hielo.
Observé al monstruo por última vez, buscando signos de vida. El hielo continuaba entero y sólido. Estábamos a salvo.
—Las bolas de nieve tampoco se derretirán —dije, colocando nuevamente la tapa.
Luego pusimos el cerrojo y lo atamos con una cuerda muy resistente.
Estaba seguro de que el Hombre de las Nieves no sería capaz de salir de allí… aunque pudiera romper el bloque de hielo que lo contenía.
—¿Estáis listos? —nos preguntó papá—. ¡Empujad!
Empujamos con todas nuestras fuerzas.
—¡Es muy pesado! —se lamentó Nicole.
—¡Vamos, chicos! —nos animó papá—: ¡Empujad con fuerza!
Empujamos el baúl y papá y Lars consiguieron sacarlo de la cueva.
Papá se desplomó sobre la nieve.
—¡Fiuuu! —exclamó, enjugándose el sudor que le cubría la frente—. Bueno, hijos, la peor parte ya ha pasado.
Papá nos ayudó a salir y descansamos unos minutos. Luego colocamos el baúl sobre el trineo y papá lo sujetó firmemente con una cuerda. Obediente, Lars tiró del trineo y llevamos el baúl hasta la cabaña.
Una vez dentro papá nos abrazó y exclamó:
—¡Menudo día!, ¿verdad, chicos? ¡Sí, señor, un gran día! —Y volviéndose hacia mí añadió—: ¿Lo ves, Jordan? No ha sucedido nada terrible.
—Hemos tenido mucha suerte —admití.
—Tengo sueño —dijo Nicole, metiéndose en su saco de dormir.
Yo eché un vistazo a través del cristal de la ventana. El sol, como siempre, estaba muy alto en el cielo. Sin embargo, sabía que debía de ser muy tarde.
Papá miró su reloj de pulsera y comentó.
—Es casi medianoche. Será mejor que durmáis un poco, hijos —dijo, frunciendo el entrecejo—. Me enfurece saber que mañana por la mañana, cuando despertemos, no habrá nada que comer. Voy a pedir ayuda por radio. Cuando regresemos al pueblo, dormiréis con mayor comodidad, os lo aseguro.
—¿Podremos alojarnos en un hotel? —pregunté a papá—. ¿Dormir en una cama…?
—Si encontramos un hotel en ese sitio, sí —prometió mi padre, y a continuación abrió su mochila en busca del radiotransmisor.
Sacó todo cuanto llevaba, un compás, otra cámara fotográfica, varios carretes y un par de calcetines limpios…
No me gustó la expresión de su rostro.
Dio vuelta a la mochila y dejó que el resto de cosas cayera al suelo. Las apartó una a una con nerviosismo.
—Papá, ¿qué ocurre?
Cuando se volvió hacia mí, tenía una expresión terrible en el rostro.
—La radio… —murmuró—. Ha desaparecido.