Luché contra él con todas mis fuerzas, pero era demasiado fuerte. Le golpeé el pecho con los puños y los pies, pero la criatura no parecía inmutarse, mientras nos mantenía suspendidos en el aire como si fuéramos un par de muñecos.

—¡Por favor, no nos comas! —le supliqué—. ¡Por favor!

El monstruo volvió a rugir. Agarrándonos con un solo brazo, echó a andar, cruzando la cueva.

Le golpeé en el costado, pero no hubo la menor reacción.

—¡Déjanos! —exclamé—. ¡Déjanos en el suelo!

—¿Adónde nos lleva? —preguntó Nicole, balanceándose al compás del andar de la criatura.

«Tal vez quiera asarnos —pensé amargamente—. Tal vez no le gusten los chicos crudos.»

Nos llevó hasta la parte posterior de la cueva. Con un poderoso zarpazo apartó una enorme roca y detrás de ella apareció un estrecho pasadizo.

—¿Por qué no lo vimos antes? —se lamentó Nicole—. Podríamos haber escapado.

—Ahora ya es demasiado tarde —repuse con un gemido de frustración.

El Hombre de las Nieves nos condujo a través del pasadizo hasta una cueva más pequeña e iluminada.

Miré hacia arriba y vi el cielo gris.

¡Una salida!

Sujetándonos con un solo brazo, el monstruo escaló la pared de la cueva y alcanzó la entrada de la grieta.

El aire helado me fustigó el rostro. Sin embargo, no tenía frío. El cuerpo de la criatura despedía mucho calor. Además, la ventisca había amainado y un manto de nieve fresca y pura cubría la tundra.

El monstruo avanzó a trompicones a través de la superficie blanca, gruñendo a cada paso. Sus pies gigantescos se hundían profundamente en la nieve, pero cada una de sus zancadas cubría una gran distancia.

¿Adónde nos llevaba?

«Tal vez tenga otra cueva —pensé yo, estremeciéndome—. Una cueva repleta de otros monstruos como él. Y se darán un festín con nosotros.»

Una vez más traté de librarme del abrazo de la criatura de las nieves. Le golpeé y me retorcí tanto como pude, pero no conseguí zafarme.

El monstruo gruñó y clavó ligeramente su garra en mi costado.

—¡Ayyy! —exclamé, y dejé de luchar. Si me movía, sus garras me rasgarían la piel y se clavarían en mi carne.

«Pobre papá —pensé con tristeza—. Jamás sabrá qué ha ocurrido con nosotros, a menos que encuentre nuestros huesos enterrados en la nieve.»

Súbitamente un ladrido rompió el silencio.

¡Un perro!

El Abominable Hombre de las Nieves se detuvo, gruñó y alzó la enorme cabeza para olfatear el aire. Luego, con gran delicadeza, nos depositó en el suelo.

Nicole me miró con una expresión de sorpresa y echamos a correr, hundiendo los pies en la nieve blanda y profunda.

—¿Nos persigue? —preguntó Nicole.

No estaba muy seguro. Miré hacia atrás, pero no pude verlo. Allí sólo había un infinito paisaje blanco.

—¡Sigue corriendo!

En aquel momento vi en la distancia algo que me resultó familiar.

Di a Nicole una palmada de aliento y exclamé:

—¡La cabaña!

Corrimos aún más deprisa.

Si sólo pudiéramos llegar hasta la cabaña…

Desde el precario refugio de madera nos llegaban unos ladridos furiosos. Era el perro que Arthur no había tenido tiempo de llevarse al huir.

—¡Papá, papá! —gritamos con desesperación, precipitándonos dentro de la cabaña—. ¡Le hemos encontrado! ¡Hemos encontrado al Abominable Hombre de las Nieves!

—¿Papá…?

La cabaña estaba vacía.

Papá se había marchado.