Cogí con fuerza a Nicole en el momento en que grandes láminas de nieve, como mantas pesadas y frías, se precipitaban sobre nosotros con violencia. La empujé contra la pared de la grieta y luego me apreté contra el muro.
El estruendo era ensordecedor.
Me apreté aún más contra la pared y, para mi confusión, ¡el muro se abrió!
Al instante, Nicole y yo nos precipitamos a través de una de las paredes laterales de la grieta y caímos hacia delante, envueltos en la más absoluta oscuridad.
Oí un chasquido escalofriante a mis espaldas y, con el corazón latiendo con fuerza, me volví justo a tiempo de ver cómo la abertura de la pared volvía a cerrarse, obturada por la nieve acumulada.
Estábamos atrapados en un agujero profundo y oscuro. La única salida posible había desaparecido.
Nos acurrucamos en aquel túnel oscuro, temblando y gimiendo de terror.
—¿Dónde estamos? —me preguntó Nicole con voz ahogada—. ¿Qué haremos ahora?
—No lo sé —respondí, mientras palpaba la pared con las manos.
Al parecer nos hallábamos en una especie de pasadizo estrecho. Las paredes ya no eran de nieve, sino de roca firme. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, distinguí una luz muy débil en el extremo del pasadizo.
—Vamos a ver qué hay allí, en el fondo del corredor —propuse a Nicole.
Avanzamos a gatas, sobre las manos y las rodillas, a lo largo del túnel, en dirección a la tenue luz que titilaba en la distancia. Al cabo de un momento conseguimos ponernos en pie. Nos encontrábamos dentro de una enorme cueva, cuyo techo apenas se veía en lo alto. Las paredes estaban mojadas.
—Esa luz debe de provenir del exterior —comentó Nicole—. Y eso significa que hay un modo de salir de aquí.
Avanzamos lentamente a través de la cueva. El único sonido que se escuchaba era el goteo, producido por los carámbanos que se derretían.
«Pronto estaremos fuera de aquí», pensé, esperanzado.
—¡Jordan, mira! —exclamó Nicole.
En el suelo de la cueva vi con claridad el contorno de una huella gigantesca, mucho más grande que la que yo había dibujado en la nieve aquella misma mañana.
Avancé unos pasos y encontré otra huella.
Nicole me cogió de un brazo y comenzó a preguntar:
—¿Crees que se trata de…? —Sabía exactamente en qué pensaba mi hermana.
Seguimos el rastro de aquellas huellas gigantescas a lo largo del suelo de la cueva y nos condujeron directamente hacia un rincón sombrío en el fondo de la estancia. Nos detuvimos y levantamos la mirada.
Nicole lanzó un gemido. Los dos le vimos al mismo tiempo… Era la criatura, ¡el Abominable Hombre de las Nieves!
Estaba en pie, erguido amenazadoramente sobre nosotros, y tenía el cuerpo cubierto de un pelaje marrón. Sus ojos negros brillaban en el rostro horrible, mitad humano, mitad gorila.
No era muy alto, quizá me sacaba una cabeza, pero su cuerpo era robusto y poderoso, con unos pies enormes y las manos peludas y grandes como guantes de béisbol.
—¡Estamos atrapados! —exclamó Nicole, y su cuerpo se estremeció de espanto.
Tenía razón.
La entrada había sido sepultada por la avalancha de nieve, y no había sitio alguno por el que pudiéramos deslizamos para evitar a la criatura. Así pues, estábamos atrapados.
El Abominable Hombre de las Nieves bajó la mirada, la clavó en nosotros y comenzó a moverse…