Caímos violentamente, envueltos en una espiral enloquecida de blancura helada.
La nieve nos devoraba en medio de ráfagas y remolinos… enterrándonos.
«Otra grieta —pensé—. Otro agujero en la nieve.»
Mientras caíamos, gritamos desesperados hasta estrellarnos contra el suelo.
—¡Apártate! —exclamó Nicole—. ¿Dónde estamos?
Me puse en pie, aturdido, y luego cogí a Nicole por las manos para ayudarla a incorporarse.
—¡Oh, no! —exclamó mi hermana. Miramos hacia arriba y apenas distinguimos la mancha gris del cielo por encima de nuestras cabezas.
Los enormes muros de hielo que nos rodeaban desprendían fragmentos de nieve y rocas, cayendo sobre nosotros.
Eché un vistazo a la entrada de la grieta y pensé que en cualquier momento quedaríamos sepultados.
—¡Estamos atrapados! —gimió Nicole—. ¡Papá nunca podrá encontrarnos! ¡Jamás!
La cogí por los hombros y en ese momento un gran pedazo de hielo cayó pesadamente sobre mis botas.
—Cálmate —le dije, aunque mi propia voz era insegura.
—¿Que me calme? ¿Cómo puedes pedirme eso? —me preguntó, sin dejar de gemir.
—Papá nos encontrará —le aseguré.
La verdad es que no estaba seguro de ello. Tragué con dificultad luchando por controlar el pánico.
—¡Papáaa! —gritó Nicole, frenéticamente.
Colocó las dos manos junto a la boca, alzó la cabeza mirando hacia el lejano cielo gris y volvió a gritar con todas sus fuerzas.
—¡Papáaa!
Me precipité sobre ella y me apresuré a cubrirle la boca con uno de los mitones. Era demasiado tarde. Un sonido atronador retumbó en la grieta. Al cabo de unos segundos el estruendo inicial se convirtió en un poderoso rugido y advertí que los gigantescos muros de nieve que nos rodeaban comenzaban a resquebrajarse, desplomándose… sobre nosotros.
Horrorizado, supe qué estaba ocurriendo.
Nicole había provocado una avalancha.