Los perros ladraban y aullaban.

¿Había alguien allí fuera? ¿Quizás un animal o… un monstruo?

—Voy a echar un vistazo —masculló Arthur con expresión grave. Luego, se puso el abrigo, el gorro de lana y se apresuró a salir de la cabaña.

Papá también cogió su abrigo y nos ordenó antes de seguir al guía:

—Quedaos aquí.

Mi hermana y yo nos miramos mientras escuchábamos el alboroto que armaban los animales en el cobertizo. Unos segundos más tarde, los perros dejaron de ladrar.

Papá asomó la cabeza dentro de la cabaña.

—No pasa nada —nos informó—. No sabemos qué pudo asustarlos, pero Arthur está con ellos y se han calmado. —Papá cogió la cámara y añadió—: Y ahora vosotros dos a dormir, ¿de acuerdo? Yo iré a echar un vistazo a ese riachuelo helado que habéis descubierto. No tardaré en volver.

Papá sacó la cámara de su funda de cuero y, al cabo de un momento, salió de la cabaña.

Escuchamos los pasos de papá alejándose sobre la nieve crujiente. Luego todo quedó en silencio y Nicole y yo nos metimos en nuestros sacos de dormir.

Me volví buscando la posición más confortable. No tenía sueño, sólo eran las ocho de la tarde y el sol todavía se filtraba a través de la ventana.

Aquella luz me recordó mi tierna infancia, cuando mamá trataba de que durmiera la siesta.

Sin embargo, jamás fui capaz de dormir durante el día.

Cerré los ojos y volví a abrirlos. Era inútil. Volví la cabeza y miré a Nicole. Estaba echada de espaldas, con los ojos muy abiertos.

—No puedo dormir —le dije.

—Yo tampoco —respondió ella. Luego inquirió—: ¿Dónde está Arthur?

—Creo que está ocupándose de los perros. Al parecer, le gustan más que nosotros.

—De eso no hay duda —convino Nicole.

Nos revolvimos una y otra vez en los sacos de dormir. La luz del día iluminaba con fuerza el interior de la cabaña.

—No puedo dormir —insistí, al cabo de un rato—. Salgamos a jugar. Podríamos construir un muñeco de nieve o algo…

—Papá dijo que no nos moviéramos de aquí.

—No nos alejaremos, Nicole. Nos quedaremos junto a la cabaña —le aseguré, deslizándome fuera del saco de dormir para vestirme.

Nicole se sentó y me advirtió.

—No deberíamos hacerlo.

—Vamos, Nicole… ¿qué puede suceder?

Por fin se incorporó y se puso el jersey.

—Si no hago algo, me volveré loca —admitió.

Nos vestimos deprisa y abrí la puerta de la cabaña.

—¡Jordan, espera! —exclamó—. Olvidas tu mochila.

—No nos alejaremos de la cabaña.

—Jordan, papá ha dicho que no saliéramos de aquí sin la mochila. Se pondrá furioso si nos ve jugando en la nieve, y se enfurecerá todavía más si no llevas la mochila.

—¡Oh, está bien! —gruñí y sujeté la mochila nuevamente a mi espalda—. Pero si no va a pasarnos nada…

Salimos al exterior y di un puntapié a la nieve. De pronto, Nicole me cogió de la manga del abrigo y me susurró al oído:

—¡Escucha!

Escuchamos claramente unos pasos en la parte trasera de la cabaña.

—Es Arthur —le dije y ambos nos dirigimos hacia allí.

Al llegar, descubrimos que había enganchado dos perros al trineo y estaba a punto de terminar de sujetar al tercero.

—¡Arthur! ¿Qué sucede? —le pregunté.

Alarmado, se volvió hacia nosotros, pero no respondió a mi pregunta, sino que subió al trineo de un salto.

—¡Mush! —ordenó a los perros a voz en grito, y el trineo comenzó a deslizarse lentamente, alejándose del cobertizo.

—¡Arthur! ¿Adónde va? —exclamé—. ¡Vuelva!

El trineo ganó velocidad.

—¡Arthur! ¡Arthur! —gritamos Nicole y yo corriendo detrás del trineo, que se alejaba rápidamente de nosotros.

Arthur ni siquiera se dignó a mirar atrás.