—Se lo advierto, señor Blake —dijo Arthur—. Tenemos que volver.
—De ninguna manera —repuso papá—. No vamos a regresar, y le aseguro que hablo en serio.
Atemorizados, los perros ladraban incesantemente.
—No pienso ir más lejos. Y los perros tampoco lo harán.
—¡Mush! —gritó papá a los perros, pero éstos ignoraron la orden y siguieron ladrando, hasta que de repente comenzaron a retroceder—. ¡Mush!
En vez de avanzar, los perros intentaron girar el trineo para alejarse de allí.
—Los está confundiendo —dijo Arthur a mi padre—. Podemos regresar a la cabaña antes de que sea demasiado tarde.
—¿Qué vamos a hacer, papá? —pregunté.
Papá frunció el entrecejo y respondió:
—Tal vez Arthur tenga razón. Allí hay algo que sin duda aterroriza a los perros. Es posible que se trate de un oso o algo parecido.
—No es un oso, señor Blake —le insistió el guía—. Estos perros están asustados, y yo también.
A continuación Arthur emprendió el regreso a través de la nieve en dirección a la cabaña.
—¡Arthur! —gritó mi padre—. ¡Regrese aquí, Arthur!
Pero el guía ni siquiera se volvió. Simplemente se alejó en silencio.
«Debe de estar realmente aterrorizado», pensé alarmado, y de inmediato sentí un escalofrío helado que me recorría la espalda.
Sin dejar de ladrar, los perros hicieron girar el trineo y corrieron tras el guía.
Papá observó atentamente el bosquecillo de pinos y comentó:
—Me gustaría saber qué hay allí.
—Echemos un vistazo —propuse con entusiasmo—. Sea lo que sea, podrás sacar una fotografía extraordinaria —añadí, pensando que mi padre no podría resistir la tentación.
Papá miró a Arthur y a los perros, que avanzaban decididamente hacia la cabaña.
Luego dijo:
—No. Es demasiado peligroso. No tenemos otra elección. Vámonos de aquí, chicos.
Así pues, derrotado, regresamos a la cabaña.
—Tal vez mañana consiga persuadir a Arthur de que regresemos —murmuró papá.
No dije nada, aunque tenía el presentimiento de que no sería fácil convencer a Arthur de que nos guiara en la ascensión de aquella ladera. Además, quizá tuviera razón, me dije. Los perros estaban realmente aterrorizados. Sin duda había sido un momento horrible.
Cuando llegamos a la cabaña, Arthur estaba desenganchando a los perros del trineo, ya mucho más tranquilos.
De inmediato, me quité la mochila para tumbarme sobre el saco de dormir.
—Será mejor que comamos algo —refunfuñó mi padre, malhumorado—. Jordan, ¿por qué no vais tú y tu hermana en busca de un poco de leña para encender el fuego?
»Y, por favor, id con cuidado.
—Por supuesto, papá —le prometió Nicole.
Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta de la cabaña.
—¡Jordan! —exclamó papá—. Coge la mochila contigo. No quiero que salgáis de la cabaña sin vuestro equipo, ¿de acuerdo?
—Pero papá… si sólo vamos por un poco de leña —objeté—. Estoy cansado de cargar con ella. Sólo estaremos fuera unos minutos… Además, Nicole lleva la suya…
—No discutas —me interrumpió papá—. Si te pierdes, la comida que llevas en tu mochila puede mantenerte con vida hasta que demos contigo. Si sales de la cabaña, coge la mochila… ¿Está claro?
«Está muy enfadado», pensé.
—Sí, papá —contesté, ajustándome de nuevo la pesada mochila en la espalda.
Nicole y yo avanzamos hacia unos árboles, que formaban una línea en la cresta de una pequeña colina.
A cada paso la nieve crujía bajo nuestras botas, mientras trepábamos con esfuerzo por la ladera nevada. Yo fui el primero en llegar a la cima.
—¡Nicole, mira!
Al otro lado de la colina, al pie de la ladera, descubrí un riachuelo helado. Era la primera vez que veía agua desde que habíamos emprendido la expedición.
Nicole y yo nos deslizamos colina abajo y contemplamos la corriente helada. Con sumo cuidado, tendí un pie para comprobar la resistencia del hielo.
—¡No camines sobre el hielo, Jordan! —me advirtió Nicole—. Podría romperse y caerías al agua.
Golpeé el hielo con la punta de la bota y dije:
—Es sólido.
—Aun así, no lo hagas, Jordan —repitió Nicole con firmeza—. Sabes que no debes correr riesgos. Papá te matará si sufres otro accidente.
—Me pregunto si habrá peces nadando bajo el hielo —comenté, sin dejar de observar la superficie gélida del riachuelo.
—Tenemos que decirle a papá que hemos descubierto este sitio —decidió Nicole—. Tal vez quiera sacar algunas fotografías.
Abandonamos el riachuelo para ir en busca de ramas secas debajo de los árboles. Recogimos una cantidad razonable y regresamos a la cabaña cruzando la colina.
—Gracias, chicos —dijo papá cuando entramos en la cabaña, y cogió la leña para encender la estufa—. ¿Qué os parece si esta noche cenamos unos pastelillos?
«Vaya, ha mejorado un poco su humor», pensé, aliviado.
Nicole le contó a papá lo de la corriente helada que habíamos descubierto al otro lado de la colina.
—Magnífico —le dijo papá—. Creo que iré a echar un vistazo después de cenar. Debo encontrar algo interesante que fotografiar, además del hielo y la nieve.
Los pastelillos contribuyeron a recuperar nuestro ánimo, salvo el del adusto guía.
Arthur comió mucho pero no habló demasiado.
Parecía nervioso. Se le cayó el tenedor al suelo y, con un murmullo de fastidio, lo recogió y siguió comiendo sin limpiarlo.
Cuando terminamos de cenar, Nicole y yo ayudamos a papá a limpiarlo todo. En ese momento los perros comenzaron a ladrar.
Vi que Arthur se estremecía.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Por qué vuelven a ladrar los perros?