—¡Es increíble! —exclamó mi padre, mirando fijamente la nieve.
Arthur llegó corriendo desde el cobertizo y se detuvo al ver las huellas.
—¡No! ¡Ha estado aquí!
El rostro rudo y duro del guía empalideció y su mandíbula tembló de terror.
—¡Debemos salir de aquí ahora mismo! —ordenó a papá con voz sofocada.
—Un momento —dijo mi padre, tratando de calmarlo—. Será mejor que no saquemos conclusiones precipitadas.
—¡Corremos un terrible peligro! —insistió Arthur—. ¡El monstruo está cerca y si nos coge, nos hará trizas!
Nicole se arrodilló en la nieve y observó detenidamente las huellas.
Luego inquirió:
—¿Creéis que realmente se trata de las huellas del Abominable Hombre de las Nieves?
«Ella cree que son reales. Por fin cree en el monstruo», pensé, satisfecho.
Papá se arrodilló a su lado y respondió:
—A mí me parecen muy reales.
En aquel momento advertí un brillo amenazador en los ojos de mi hermana, que levantó la mirada y la clavó en mí con suspicacia. De inmediato, retrocedí instintivamente.
—¡Jordan! —exclamó Nicole.
No pude contener la risa más tiempo.
—Jordan, debí haber supuesto que había sido idea tuya —dijo papá, negando con la cabeza.
—¿Qué? —vociferó Arthur con el rostro contraído en una expresión confusa que se convirtió en una mueca de furia—: ¿Insinúa que este mocoso ha falsificado las huellas? ¿Que no es más que una broma?
—Eso me temo, Arthur —contestó papá, suspirando.
Arthur frunció el entrecejo y me miró fijamente. Oculto tras la barba, su rostro enrojeció de ira.
No pude evitar sentir un estremecimiento de terror ante aquella expresión. Arthur me atemorizaba. Estaba seguro de que no le gustaban los niños, y en especial los que solían gastar bromas.
—Tenemos mucho trabajo que hacer —murmuró Arthur, volviéndose para alejarse a grandes zancadas.
—Jordan, eres realmente tonto —dijo Nicole—. ¿Cuándo lo hiciste?
—Esta mañana. Me desperté muy temprano y salí a hurtadillas de la cabaña —admití, orgulloso—. Vosotros dormíais. Excavé las huellas sobre mis propias huellas utilizando los mitones. Luego retrocedí pisando sobre ellas para cubrir mi rastro. Pero os lo creísteis —añadí, señalando a Nicole con un dedo—. Por un momento, todos creísteis en la existencia del monstruo de la nieve.
—¡Yo no! —replicó Nicole.
—Claro que sí. Estoy seguro de que creías que las huellas eran reales.
Miré el rostro malhumorado de Nicole y luego la expresión severa de mi padre.
—¿No os ha parecido divertido? —les pregunté—. ¡Sólo ha sido una broma!
Ya sabéis que a papá le divierten mis bromas, pero no en esta ocasión.
—Jordan, no estamos en nuestra casa de Pasadena. Nos encontramos muy lejos, en el centro de ninguna parte, en las regiones salvajes de Alaska, y las cosas pueden resultar muy peligrosas si no prestamos atención a lo que hacemos. Ayer pudiste comprobar por ti mismo lo que intento explicarte, cuando caíste por aquella grieta en la nieve.
Arrepentido, bajé la cabeza.
—Hablo en serio, Jordan —me advirtió papá—. Basta de bromas. He venido aquí para trabajar y no quiero que os ocurra nada malo a ti o a tu hermana. ¿Lo has entendido?
—Sí, papá.
Durante un largo minuto nadie dijo una sola palabra. Luego papá me dio una palmada en la espalda y comentó:
—Bien, si estamos de acuerdo, será mejor que entremos a desayunar.
Arthur regresó a la cabaña al cabo de un momento y se sacudió la nieve de las botas sin dejar de mirarme.
—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —me preguntó en voz muy baja—. Sin embargo, espera a ver al Hombre de las Nieves. ¿Crees que también te reirás?
Tragué saliva con dificultad. La respuesta a aquella pregunta era que no.