¡Cataplaf!

Tropecé con un montículo de nieve y caí violentamente de espaldas.

—¡Ayyy! —grité, sorprendido.

Luché por recuperar el aliento y luego eché un vistazo alrededor.

Había caído por una especie de profunda grieta. Tembloroso me senté en el suelo, rodeado de estrechos acantilados de hielo y rocas de tono azulado.

Cuando me levanté y miré hacia arriba, comprobé que la entrada de la grieta se hallaba a unos seis metros por encima de mi cabeza.

La situación era desesperada, y decidí tratar de trepar por la pared helada, sujetándome a un saliente rocoso y buscando un punto de apoyo para el pie.

Conseguí ascender casi un metro, pero de pronto resbalé en el hielo y me deslicé nuevamente hacia el fondo de la grieta.

Era inútil. ¿Cómo saldría de aquel lugar? ¿Dónde estaban papá y Nicole? ¿Por qué no venían a rescatarme?

«¡Voy a congelarme en este maldito agujero!», pensé.

La cabeza de Nicole asomó en lo alto de la grieta. Jamás en toda mi vida me sentí tan feliz de ver a mi hermana.

—¿Estás bien, Jordan?

—¡Sacadme de aquí!

—No te preocupes —dijo Nicole—. ¡Ahora mismo viene papá!

Me recliné contra la pared helada. La luz del sol no llegaba hasta el fondo.

Tenía los dedos de los pies cada vez más entumecidos y comencé a saltar para preservar el poco calor que aún conservaba en el cuerpo.

Unos minutos más tarde escuché la voz de mi padre.

—¿Jordan? ¿Estás herido?

—¡No, papá! —respondí.

Mi padre, Nicole y Arthur estaban allí, en la boca de la grieta, mirándome desde lo alto.

—Escúchame, hijo… Arthur te lanzará una cuerda. Sujétate con fuerza y te izaremos hasta aquí. ¿De acuerdo?

Me eché a un lado cuando Arthur arrojó el extremo de una cuerda dentro de la grieta. Luego me agarré a ella con fuerza, con las manos protegidas por los mitones.

—¡Sujétate bien, chico! —exclamó Arthur.

Papá y el guía comenzaron a tirar de la cuerda. Yo trataba de ayudarles apoyando los pies en las pequeñas fisuras que encontraba en el hielo y la roca, izándome cuanto podía y presionando contra las paredes de la grieta.

De vez en cuando la cuerda se deslizaba entre mis dedos, de modo que tuve que sujetarla con todas mis fuerzas. Hasta el último de mis músculos estaba en tensión.

—¡Aguanta un poco más, Jordan! —me animó papá.

Mientras tiraban de la cuerda, tuve la sensación de que mis brazos iban a desprenderse del tronco.

—¡Ayyy! —sollocé—. ¡Tened cuidado!

Me izaron lentamente hasta la boca de la grieta. La verdad es que no les serví de demasiada ayuda porque a pesar de mis esfuerzos, mis pies resbalaban en las brillantes y pulidas paredes de hielo. Por fin papá y Arthur me agarraron de las manos y me sacaron del agujero. Exhausto, luchando por recuperar el aliento, me dejé caer sobre la nieve.

Papá me examinó los brazos y las piernas para comprobar que no tenía fracturas ni contusiones graves.

—¿Seguro que estás bien, hijo? —inquirió.

Hice un gesto de asentimiento y Arthur comentó con acritud:

—Es un error traer niños a un lugar como éste. La nieve no es tan sólida como parece, ¿verdad, chicos? Si no te hubiésemos visto caer, jamás habríamos podido encontrarte.

—Es cierto, hemos de tener más cuidado —convino papá—. Quiero que permanezcáis junto al trineo.

Luego se inclinó sobre la entrada de la grieta, enfocó su cámara y sacó una fotografía.

—Prometo que a partir de ahora tendré más cuidado —dije, quitándome la nieve que tenía adherida a los pantalones.

—Está bien —aceptó papá.

—Será mejor que no perdamos más tiempo y continuemos la marcha —indicó Arthur.

Reemprendimos el camino avanzando sobre el paisaje nevado. En una ocasión Nicole y yo nos empujamos, pero eso fue todo. Creo que tras aquel inesperado accidente ambos nos sentíamos más serenos, ya que no deseábamos acabar congelados en el fondo de una grieta.

—¿Cuánto falta para llegar a la cabaña? —preguntó papá al cabo de un rato.

—Otros tres kilómetros —respondió Arthur, y señaló hacia una escarpada montaña que se alzaba en la distancia—. ¿Ve esa ladera nevada, a unos quince kilómetros de aquí? Allí es donde fue visto el monstruo por última vez.

«El Abominable Hombre de las Nieves ha sido visto en esas cumbres nevadas. ¿Dónde estará ahora?», me pregunté.

¿Vería cómo nos acercábamos a su territorio? ¿Estaría escondido en algún lugar, vigilándonos?

Mientras proseguíamos la marcha, no dejé de observar aquellas cimas nevadas que se alzaban a lo lejos.

Las laderas nevadas aparecían salpicadas de pinos y grandes macizos rocosos.

Una hora más tarde, divisamos una especie de mancha a poco más de un kilómetro de distancia.

—Ésa es la cabaña abandonada de los tramperos donde nos detendremos a pasar la noche —nos explicó papá, frotándose las manos enguantadas—. Será estupendo sentarse junto a un buen fuego, ¿no es así, chicos?

Di varias palmadas tratando de que la sangre fluyera por mis manos entumecidas.

—No puedo esperar más —dije—. Debemos de estar a veinte grados bajo cero.

—En realidad, solamente a unos diez grados bajo cero —puntualizó Nicole—. Al menos ésa es la temperatura media de la zona en esta época del año.

—Gracias, señorita del tiempo —ironicé—. Y ahora ha llegado el momento de los deportes. ¿Arthur…?

Arthur esbozó una mueca de disgusto, sin duda no había entendido el chiste.

Luego se retrasó para comprobar la parte trasera del trineo y papá aprovechó la ocasión para sacarle una fotografía.

—Cuando lleguemos a la cabaña, sacaré unas cuantas fotografías del paisaje —dijo papá mientras cambiaba con rapidez el carrete de la máquina—. Tal vez tome alguna fotografía de la cabaña, pero luego iremos a dormir. Mañana será un día duro.

Cuando llegamos a la cabaña, ya eran casi las ocho de la noche.

—Hemos tardado demasiado tiempo en llegar hasta aquí —se lamentó Arthur—. Partimos después de comer. Es una travesía que puede hacerse en unas cinco horas, pero los chicos sufren accidentes y eso altera las previsiones.

Mientras hablaba, papá se disponía a fotografiarlo.

—¿Ha oído lo que he dicho, señor Blake? —rugió el guía—. ¡Basta de fotografías!

—¿Qué? —preguntó papá, dejando la cámara colgando sobre el pecho—. ¡Ah, sí, los chicos, claro! Apuesto a que están muertos de hambre.

Exploré la cabaña que antaño solían utilizar los guías y tramperos que recorrían la zona. La verdad es que no me llevó mucho tiempo.

Se trataba de una pequeña barraca de madera completamente vacía, salvo por una vieja estufa de leña y un par de camastros desvencijados.

—¿Por qué está tan vacía? —preguntó Nicole.

—Ya nadie la usa —respondió Arthur—. Todos tienen miedo del monstruo.

Sus palabras no me gustaron. Miré a Nicole, pero mi hermana se limitó a poner los ojos en blanco.

Arthur encerró a los perros en un cobertizo, adosado a la pared posterior de la cabaña.

El cobertizo estaba lleno de paja para que los animales pudieran dormir abrigados y cómodos. En un rincón descubrí un viejo y oxidado trineo, apoyado contra la pared de troncos.

Más tarde, Arthur encendió un buen fuego y comenzó a preparar algo de comer.

—Mañana saldremos en busca de ese supuesto monstruo —anunció papá—. De modo que será mejor que descansemos esta noche.

Después de cenar, nos metimos dentro de los sacos de dormir. Yo permanecí despierto durante mucho tiempo, escuchando el silbido del viento, tratando de oír las pisadas del Abominable Hombre de las Nieves mientras se acercaba a la cabaña…

—¡Nicole, apártate de mí!

Mi hermana había rodado en su saco de dormir, apoyándose contra mis costillas. Aparté su brazo y me arrebujé en mi propio saco, confortable y caliente.

Nicole abrió los ojos.

El brillante sol de la mañana penetraba en la cabaña, iluminándola.

—Volveré enseguida a preparar el desayuno, chicos —dijo papá, sentado en una silla mientras se ataba los cordones de sus botas para la nieve—. Primero echaré un vistazo a los perros. Arthur salió hace unos minutos para darles de comer.

Papá se incorporó y salió de la cabaña. Me froté la nariz, que estaba fría. El fuego de la estufa se había apagado durante la noche y nadie había vuelto a encenderlo.

Me obligué a salir del saco de dormir y comencé a vestirme, mientras Nicole hizo otro tanto.

—¿Crees que habrá una ducha caliente en esta barraca? —pregunté en voz alta.

Mi maravillosa hermana me dedicó una mueca y repuso, airada:

—¡Sabes perfectamente que no hay duchas en este sitio, Jordan!

—¡Oh, no, esto es increíble! —escuché que exclamaba papá desde el exterior de la cabaña.

Nicole y yo nos calzamos las botas y corrimos hacia la puerta.

Papá estaba de pie junto a la cabaña, señalando un lugar en el suelo. Miré hacia allí y vi una serie de huellas muy profundas, perfectamente impresas en la superficie nevada.

Eran enormes, tanto… que sólo podían pertenecer a una criatura monstruosa.