¡Plaf!

¡Diana! Lancé la bola de nieve y conseguí un blanco perfecto en el centro de la mochila de Nicole.

—¡Papá! —gritó Nicole, irritada—. ¡Jordan me ha tirado una bola de nieve!

Papá sostenía su cámara con firmeza y, como siempre, sacaba una fotografía tras otra.

—Muy bien, Nicole —dijo, completamente abstraído.

Nicole puso los ojos en blanco, bajó la cremallera de mi capucha, la llenó de nieve y la aplastó contra mi cabeza.

La nieve resbaló por mi rostro y me quemó la piel.

Al principio pensé que la nieve era estupenda. Podía moldearla con las manos y formar bolas, dejarme caer sobre ella sin sufrir el menor daño, o meterme un poco en la boca y chuparla hasta derretirla… Sin embargo, pronto comencé a sentir frío, los dedos de los pies y de las manos perdían sensibilidad, como si se entumecieran.

Nos habíamos alejado unos cuatro kilómetros del pueblo y, al mirar hacia atrás, no vi rastro de él. Todo cuanto se divisaba era un paisaje uniforme e infinito de cielo y nieve.

«Sólo faltan otros diez u once kilómetros para llegar a la cabaña», pensé, mientras movía los dedos dentro de los mitones.

¡Diez kilómetros! Tuve la impresión de que tardaríamos toda una vida en recorrer esa distancia. Además, estábamos rodeados por kilómetros y kilómetros de nieve.

Mi padre y Arthur caminaban dificultosamente junto al trineo. Arthur había llevado cuatro huskies, los maravillosos perros de Alaska, que se llamaban Binko, Rocky, Tin-tin y Lars, el favorito de Nicole.

Los perros tiraban de un largo trineo, donde llevábamos el baúl de suministros de papá y otros pertrechos.

Nicole y yo cargábamos a la espalda con las mochilas repletas de alimentos de reserva y diversos objetos. «Sólo por si acaso…», había dicho papá.

«Por si acaso… ¿qué?», me pregunté. ¿Por si nos perdíamos? ¿Por si los perros huían con el trineo cargado? ¿Por si el Abominable Hombre de las Nieves nos capturaba?

Entretanto, papá sacaba fotografías de los perros, de nosotros, de Arthur, del paisaje nevado…

De pronto, Nicole se dejó caer de espaldas sobre un montículo de nieve y exclamó, moviendo los brazos y las piernas como si fueran las aspas de un molino:

—¡Mirad qué he hecho! ¡Es un ángel!

Se incorporó de un salto y observamos la huella que había dejado su cuerpo sobre el impoluto manto blanco.

—¡Qué bonito! —admití y también me dejé caer para hacer mi propio ángel.

Cuando Nicole se acercó a mí para inspeccionarlo, le arrojé una bola de nieve.

—¡Eh! —gritó—. ¡Me las pagarás!

De inmediato, me puse en pie y corrí alejándome de ella. La nieve era profunda y crujía debajo de mis botas. Nicole venía tras de mí, y ambos llegamos a la carrera hasta el trineo.

—¡Chicos, tened cuidado! —nos advirtió papá—. ¡No os metáis en líos!

En aquel momento tropecé y Nicole cayó sobre mí, pero empecé a rodar por el suelo para librarme de ella.

«¿En qué lío podemos meternos en un sitio como éste?», pensé mientras continuaba avanzando y sentía el especial crujido que producía la nieve a cada paso.

Nos encontrábamos en un paraje desierto rodeados de nieve. Por un momento me dije que en un sitio así era imposible incluso perderse.

Por fin me volví y emprendí el regreso hacia el trineo, burlándome de Nicole.

—¡A ver si me coges, señorita sabionda! —me mofé, haciéndole muecas.

—¡Eres un inmaduro! —exclamó mi hermana, furiosa, y echó a correr para alcanzarme.

Súbitamente se detuvo y señaló hacia algún lugar situado a mi espalda.

—¡Jordan, cuidado!

—¡Vamos, no creerás que me tragaré esa triquiñuela! —le respondí y seguí retrocediendo sin dejar de mirarla, ya que temía que me alcanzara con una bola de nieve.

—¡Jordan, lo digo en serio! —insistió—. ¡Detente!