Las ruedas del aparato chirriaron hasta detenerse delante del enorme monstruo.
Papá, Nicole y el piloto se echaron a reír al unísono.
Odio que me ocurran estas cosas. Pero no podía culparles. El enorme monstruo blanco era un oso polar, es decir, la estatua de un oso polar.
—El oso polar es el símbolo del pueblo —nos explicó el piloto, sonriendo.
—Ya —murmuré, azorado.
Era consciente de que me había ruborizado, de modo que me volví para ocultar mi rostro.
—Jordan lo sabía —dijo papá—. Sólo estaba gastándonos una de sus bromas.
—Sí, claro —murmuré, siguiéndole el juego—. Sabía que se trataba de una estatua.
—No es cierto, Jordan —repuso Nicole—. ¡Estabas aterrorizado!
Enojado, le di un golpe en el brazo y exclamé:
—¡Te equivocas! ¡No tenía miedo, fue sólo una broma!
Papá pasó afectuosamente los brazos por encima de nuestros hombros y preguntó al piloto:
—¿No es estupendo comprobar lo mucho que se quieren estos niños tan encantadores?
—Si usted lo dice…
Saltamos del avión a tierra.
El piloto abrió la compuerta de carga y Nicole y yo cogimos nuestras mochilas.
Papá había traído un gran baúl, completamente hermético, para transportar los suministros, es decir, las películas, las cámaras, la comida, los sacos de dormir y otros pertrechos para la expedición.
El piloto le ayudó a descargarlo. Aquel baúl era tan grande que papá podría meterse en su interior. Me recordaba a un féretro de sólido material plástico de color rojo.
El aeropuerto de Iknek no era más que una pequeña casa de madera con un par de habitaciones. Dos pilotos, ataviados con chaquetas de piel, estaban sentados a una mesa jugando a cartas.
Un hombre alto, musculoso, de cabello negro y abundante barba, con la piel curtida —sin duda por pasar toda la vida al aire libre—, se puso en pie y cruzó la habitación para darnos la bienvenida.
Llevaba su chaqueta gris abierta, sobre una gruesa camisa de franela y pantalones de cuero.
«Debe de ser nuestro guía», pensé.
—¿El señor Blake…? —preguntó a mi padre con voz baja y ronca—. Soy Arthur Maxwell, su guía. ¿Necesita que le eche una mano? —Sin esperar respuesta, cogió el extremo del baúl que sostenía el piloto y comentó—: Ha traído un baúl muy grande e incómodo. ¿Realmente necesita todo esto?
Papá se ruborizó.
—He traído varias cámaras, trípodes y cosas que… En fin, tal vez me haya pasado…
Arthur nos miró a Nicole y a mí y frunció el entrecejo.
—Creo que sí.
—Puede llamarme Garry —dijo papá y con un gesto de la cabeza, añadió—: Éstos son mis hijos, Jordan y Nicole.
—Hola —le saludó Nicole.
—Encantado de conocerle —añadí yo. Cuando me lo propongo, puedo ser muy educado.
Arthur nos miró detenidamente y lanzó un gruñido sordo.
—Usted no mencionó que traería a los niños —refunfuñó al cabo de un momento.
Todos guardaron silencio. A continuación salimos por la puerta del pequeño edificio del aeropuerto y echamos a andar por la calle llena de lodo.
—Tengo hambre —dije—. Vamos al pueblo a comer algo.
—¿A qué distancia se encuentra el pueblo, Arthur? —preguntó mi padre.
—¿A qué distancia? —repitió Arthur—. El pueblo, como usted dice, es lo que está viendo.
Sorprendido, eché un vistazo alrededor. Sólo había una calle, que comenzaba en el pequeño aeropuerto y terminaba en una montaña de nieve situada a un par de manzanas de distancia. A ambos lados de la calle se erigían unos cuantos edificios de madera.
—¿Esto es todo? —pregunté, notando que mi voz se quebraba.
—No estamos en Pasadena —gruñó Arthur—. Pero es nuestra casa, nuestro hogar.
El guía nos condujo a lo largo de la calle fangosa hasta un restaurante llamado Betty’s.
—Supongo que tendréis hambre —murmuró—. Tal vez sea una buena idea que comáis algo caliente antes de que emprendamos la marcha.
Entramos en una especie de barraca y nos sentamos junto a la ventana. Nicole y yo pedimos hamburguesas, patatas fritas y refrescos. Papá y Arthur encargaron café y carne estofada.
—Tengo un trineo y cuatro perros listos para partir —dijo Arthur—. Los perros pueden arrastrar su baúl y los demás suministros, pero nosotros tendremos que ir andando junto al trineo.
—No importa —dijo papá.
—¡Eh, un momento! —protesté—. ¿Ha dicho que iremos andando? ¿Qué distancia?
—Unos quince kilómetros —repuso Arthur.
—¡Quince kilómetros! —exclamé. Jamás había tenido que caminar una distancia semejante—. ¿Por qué tenemos que ir andando? ¿No podemos coger un helicóptero o algo así?
—No, Jordan. Quiero sacar fotografías a lo largo del camino —me explicó papá—. El paisaje es fascinante. Nunca se sabe qué podemos encontrar.
«Tal vez encontremos al mismísimo Abominable Hombre de las Nieves», pensé, esperanzado.
Al cabo de unos minutos, empezamos a comer en silencio. Arthur evitó mirarme a los ojos. En realidad, no miró a nadie, ya que mientras engullía pedazos de carne, mantuvo la vista fija más allá de la ventana.
Fuera, en la calle, pasó un jeep.
—¿Ha visto alguna vez a la criatura que estamos buscando? —preguntó papá.
Arthur pinchó un trozo de carne con el tenedor y se lo llevó lentamente a la boca. Masticó un momento y luego… continuó masticando.
Papá, Nicole y yo le observamos con atención mientras aguardábamos su respuesta. Finalmente, tragó el bocado y respondió:
—Jamás le he visto. Sin embargo, he oído hablar de él… De hecho, he oído muchas historias.
Esperaba que nos explicara alguna, pero Arthur siguió comiendo en silencio. Yo estaba cada vez más nervioso, la curiosidad me estaba matando.
—¿Qué clase de historias? —pregunté por fin.
Arthur rebañó el plato con un trozo de pan, se lo llevó a la boca y masticó con calma. Cuando volvió a tragar, contestó:
—Un par de tipos del pueblo… han visto al monstruo.
—¿Dónde? —inquirió papá.
—Lejos, en la gran cordillera de nieve. Más allá de la cabaña en que dormiremos.
—¿Qué aspecto tiene? —pregunté yo, excitado.
—Dicen que es muy grande —me respondió Arthur—; muy grande y cubierto de un pelaje marrón. Podría pasar por un oso pardo, pero no lo es. Camina erguido sobre dos piernas, como un hombre.
Me estremecí.
El Abominable Hombre de las Nieves se parecía al espantoso monstruo que en cierta ocasión había visto en una película de terror, una criatura terrible que vivía en una cueva.
Arthur negó con la cabeza y comentó:
—En lo que a mí respecta, espero que jamás nos crucemos con él.
Perplejo, papá abrió la boca y masculló:
—Pero… ésa es la razón por la que hemos venido hasta aquí. Mi trabajo consiste en encontrar a esa criatura… si es que realmente existe.
—Por supuesto que existe —agregó Arthur con convicción—. Un buen amigo mío, guía de montaña como yo, se hallaba un día en medio de una ventisca y de repente… casi se dio de bruces con el monstruo.
—¿Y qué sucedió entonces? —pregunté.
—No quieras saberlo, chaval —replicó Arthur, llenándose la boca de pan.
—Por supuesto que queremos saber qué le sucedió a su amigo —insistió papá.
Arthur se alisó la barba.
—El monstruo atrapó a uno de los perros y se lo llevó. Mi amigo lo persiguió para intentar salvar al perro. Pudo escuchar los aullidos de dolor del animal. No sabemos qué le ocurrió al pobre perro… pero debió de ser verdaderamente espantoso.
—Tal vez sea carnívoro —intervino Nicole—. Un devorador de carne. La mayoría de los animales de esta zona son carnívoros. Hay tan poca vegetación que…
Le propiné un codazo para que se callara.
—Quiero escuchar las historias acerca del Abominable Hombre de las Nieves y no tus aburridos comentarios sobre la flora y la fauna de este lugar.
Arthur miró a Nicole con acritud. Supongo que se preguntaba de qué planeta había llegado mi hermana, al menos es lo que yo me pregunto la mayoría de las veces.
Se aclaró la garganta antes de proseguir con su relato.
—Mi amigo regresó al pueblo y, junto con otro tipo, salieron para intentar capturar al monstruo de la nieve. En mi opinión, fue una verdadera tontería.
—¿Qué les sucedió? —pregunté.
—No lo sé —repuso Arthur—. Jamás regresaron.
—¿Qué…? —exclamé, con la mirada fija en el robusto guía. Tragué con dificultad y luego añadí—: Disculpe… ¿Ha dicho que jamás regresaron al pueblo?
Arthur asintió con un gesto solemne.
—Así es. Jamás regresaron.