XXVI

Se inició un hermoso y seco verano. Pero no había calor en el corazón de Tarabas. Había arrojado las botas desgarradas al pantano que quedaba tras la casa paterna. Se hundieron rápidamente. Hubo primero unos gorgoteos, y luego el verde rostro del pantano volvió a quedar terso. Todavía en el sendero, bajo los sauces, Tarabas se puso sus nuevos zapatos, unos buenos zapatos que le habían esperado toda la guerra junto a su cama. Los había llevado ya en América. Con aquellos zapatos (ahora le apretaban un poco) había recorrido las pétreas calles de Nueva York, cada tarde, para ir a buscar a Katharina. Era aquí donde, por otra parte, se había encontrado con María años atrás. Recordaba la lujuriosa violencia con que entonces había contemplado los botines de la muchacha mientras ambos andaban uno tras otro por ese mismo estrecho sendero, procurando no meter el pie en el pantano y con los sentidos alterados, impacientes por llegar al bosque. Eran acontecimientos de una vida que se perdía en un pasado remoto. Los recuerdos, cadáveres de recuerdos, pacían muertos y fríos en el fondo de Tarabas. Su corazón los ocultaba como un ataúd. También el cielo de su patria, los prados de su patria, el canto familiar de las ranas, el bueno y entrañable rumor de la lluvia, el aroma de los tilos que empezaban a florecer, el conocido y monótono picotear del pájaro carpintero estaban muertos, aunque de manera visible, audible y tangible rodeasen a Tarabas. Era como si, desde el momento en que besó la mano de su padre durmiente, no sólo se hubiese despedido de la casa paterna, de la herencia y de la patria, sino también de cualquier sentimiento hacia ellas y hacia el pasado que albergaban. Mientras sintió todavía el temor de pisar la casa paterna, habían seguido viviendo el padre, la madre, la hermana y la tierra, objetos vivos de la peligrosa nostalgia que tal vez hubiese sido capaz de desviar a Tarabas de sus caminos sin rumbo. ¡Qué insensato temor! Un ser extraño, bigotudo, paralítico, era su padre; una loca medrosa, de cabellos grises, su madre. Si años atrás vivió en ellos el amor, ahora estaban vacíos y helados, como el propio Nikolaus Tarabas. Aunque les hubiera dicho: soy vuestro hijo… ellos no habrían podido acogerle en su corazón petrificado. Si hubiesen estado muertos y él no hubiese encontrado más que sus tumbas, habría podido vivificarlos con sus cálidos recuerdos, a ellos y a la casa. Pero aún vivían, andaban, se detenían, dormían, daban de comer a las gallinas, echaban de casa a los mendigos: momias ambulantes en cuyo interior estaban ellos mismos enterrados; cada uno de ellos era su propio sarcófago en movimiento. Cuando Tarabas salió del bosquecillo que desembocaba en la avenida de abedules, se volvió una vez más. Vio la blanca y reluciente fachada de la casa, que la avenida cerraba, y delante la plata oscura de los abedules. La lluvia caía formando un velo espeso, gris, difuso, entre la casa y Tarabas.

«¡Todo ha acabado hace mucho tiempo!», se dijo Tarabas.

Incluso en los calurosos mediodías de las jornadas veraniegas, se sentía ahora cada vez más invadido por el frío. Su cuerpo grande, todavía robusto, tenía que ceder a la fiebre que le acompañaba a través de los dulces días estivales como un invierno privado y personal. Asaltaba a Tarabas inesperadamente, según su inescrutable capricho. Tarabas ya no se defendía, como no nos defendemos ya de la sombra que acompaña a cada ser humano. A veces se abandonaba exhausto en el borde de un camino, sentía el buen sol y el cielo radiante como a través de una espesa y fría muralla de cristal, y tenía frío y temblaba. Permanecía tumbado y esperaba los dolores en la espalda y en el pecho, y la tos desgarradora. Aquello se producía con cierta regularidad, era esperado todo ello como si se tratase de unos enemigos fieles y puntuales. A veces brotaba sangre de la boca de Tarabas. Teñía de rojo el verde lujurioso del declive o el gris claro, terroso, del camino. Muchísima sangre había visto y hecho correr Tarabas. Escupía aquel rojo y líquido fluido vital. Goteaba de él. A veces, cuando sentía que se debilitaba por momentos, se metía en una taberna, extraía algún dinero de su saquito y se tomaba un aguardiente. Luego le entraba hambre como en los viejos tiempos. Era como si su cuerpo pudiese acordarse aún del viejo Tarabas que había llevado dentro en otro tiempo. El estómago aún tenía hambre, y la garganta, sed. Los pies querían aún andar y descansar. Las manos querían aún agarrar y estrechar. Y cuando llegaba la noche, los ojos se cerraban y el sueño descendía sobre Tarabas. Y cuando despuntaba la mañana, era como si Tarabas tuviera que despertarse a sí mismo, regañar a sus miembros porque estaban demasiado cansados o se mostraban perezosos, y ordenaba a sus pies que caminasen, les daba órdenes como antes había ordenado a su regimiento ponerse en marcha.

Regularmente, el día quince de cada mes, se presentaba en el gran vestíbulo de la oficina de correos de la capital. Y regularmente le esperaba el joven y le hacía entrega de la pensión. Estos encuentros se desarrollaban no sin un cierto ceremonial lacónico. Tarabas se llevaba dos dedos a la gorra, mientras el joven caballero se quitaba el sombrero con respeto. Decía: «¡Muchas gracias!», después que Tarabas había firmado, y se quitaba el sombrero por segunda vez.

Pero un día se detuvo más tiempo de lo acostumbrado, observó a Tarabas y dijo:

—Si puedo permitirme un consejo, señor coronel, usted debería ir al médico. ¿Desea que informe de algo especial a Su Excelencia?

—¡No le informe de nada! —dijo Tarabas.

Examinó su cara en el pequeño espejo de la báscula para personas que habían instalado hacía poco en el vestíbulo del edificio de correos a fin de darle un último toque de modernidad, y vio que tenía los ojos profundamente hundidos en las órbitas y que una espesa red de venillas azules le surcaba ambas sienes. Se subió a la plataforma de la báscula y metió una moneda en la ranura. Con todo lo que llevaba encima, pesaba cuarenta y nueve kilos.

Se alejó sonriendo, como quien acaba de enterarse exactamente de lo que hay que hacer. Salió de la capital por el camino por donde le había llevado un par de meses antes el carro del lechero. A una milla, se bifurcaba la carretera. Había en aquel paraje dos viejas y gastadas tablillas sobre sus postes de madera. En la de la izquierda se leía la palabra medio borrada: Koryla. La tablilla de la derecha se orientaba hacia Koropta. Tarabas emprendió el camino de Koropta.

Andaba lentamente, casi con prevención. No quería llegar a la ciudad antes de la noche. Era como si quisiera prolongar al máximo la alegría anticipada por una ineludible felicidad que debía esperarle en Koropta. Al divisar las primeras casas de la pequeña ciudad, caía la noche. Su corazón empezó a palpitar con rapidez y gozo. Dobló otra calle y era ya visible el muro de la posada El Águila Blanca. Tarabas se concedió un descanso. Por primera vez en mucho tiempo sentía la paz estival del mundo. No le agitaba la fiebre. En el esplendor del crepúsculo, un alegre enjambre de minúsculos mosquitos, dorados por el sol, bailaba ante sus ojos. Contempló dicho espectáculo. Lo acogió como una especie de homenaje. El sol descendió, los mosquitos desaparecieron y Tarabas se puso en pie. Cuando llegó a la posada de Kristianpoller, había oscurecido del todo. Fedia estaba encaramado en una escalera de mano, ante el gran portal marrón, y echaba petróleo al farol rojo que colgaba de un asta de hierro que emergía de la pared.

—¡Alabado sea Jesucristo! —gritó Tarabas a Fedia mirando hacia arriba.

—Por siempre sea bendito y alabado. Ahora bajo —respondió Fedia, atareado. Descendió con el bidón en la mano, y dijo—: ¡Anda, entra!

Tarabas se sentó en el patio, sobre uno de los barriles. Veía ante él el cobertizo. Estaba recién encalado: todas las paredes blancas, y tenía una puerta nueva pintada de negro. Fedia trajo carne, patatas y cerveza. Tarabas señaló el cobertizo y dijo:

—¿Qué hay ahí dentro?

—¡Ahora es una capilla! —dijo Fedia—. No se supo durante mucho tiempo. Un día apareció milagrosamente la imagen de la Madre de Dios. Imagínate: ¡ella sola! De pronto descendió de la pared, abrió los brazos y bendijo a los soldados que antes dormían aquí. Luego empezaron a golpear a los judíos, pero vinieron los curas y predicaron: los judíos no tienen la culpa. Mi propio amo, el dueño de esta posada, es un judío. Y es realmente tan inocente como las primeras nieves. Incluso ha mandado convertir este cobertizo en una capilla. En ella se celebra la Santa Misa todos los domingos. Y esto es también un buen negocio. Porque los campesinos no pueden esperar el fin de la Misa para meterse a toda prisa en la taberna. Tenemos mucho que hacer. Los domingos ganamos más que los días en que hay mercado de cerdos.

Entretanto Tarabas vaciaba con todo cuidado, con detenimiento y alegría, su plato. Todo estaba ya oscuro. Kristianpoller encendía la gran lámpara central de la sala.

—¡Ahora tengo que irme! —dijo Fedia, y le quitó a Tarabas el plato vacío de las manos.

Iba a decir: ¡Vete tú también! Pero esperó aún.

—¿Te queda mucho camino que recorrer? —preguntó.

—No —dijo Tarabas—, casi he llegado a casa.

Se levantó, dio las gracias a Fedia y enfiló la calle principal de Koropta. A ambos lados habían empezado a reconstruir las casitas incendiadas y asoladas. Frente a los edificios aún no terminados volvían a verse mujeres charlando. Una nueva generación de gallinas, ocas, gansos era conducida al reposo nocturno por muchachas que agitaban los brazos y hacían ondear sus faldas. Los lactantes maullaban. Lloraban los niños. Negros y presurosos, los judíos volvían de sus quehaceres. Empezaban a cerrar los abigarrados comercios. Sonaban barras de hierro. Lucían las primeras estrellas.

Tarabas caminaba en línea recta. Al final de la calle mayor, un sendero lateral doblaba hacia un prado. Conducía al cementerio de los judíos. El pequeño muro gris relucía en medio del azul de la noche veraniega. El portal estaba cerrado. En la pequeña casa del guardián y enterrador aún estaba encendida la luz. Tarabas se encaramó al muro sin hacer ruido. Entre las hileras de los centenares de losas idénticas, anduvo un rato tanteando; encendió una cerilla, alumbró las letras angulosas, que no sabía leer, y contempló los extraños dibujos: dos manos abiertas en actitud de bendecir, con los dedos separados y las yemas de los pulgares en contacto, un león con alas de águila en el lomo, una estrella de seis puntas, dos páginas abiertas de un libro, repletas de signos ilegibles. Ante la última hilera de tumbas —un estrecho espacio esperaba aún a los próximos judíos muertos— Tarabas cavó la tierra con las manos, hizo un pequeño hoyo, se desató uno de los dos saquitos que llevaba al cuello, lo colocó en el hoyo, volvió a poner la tierra encima y la alisó con las manos. Gritó un mochuelo, un murciélago revoloteó, el cielo nocturno difundía su azul intenso, luminoso y el resplandor de las estrellas. Era una barba roja, pensó Tarabas. Me ha dado terror. La he enterrado. Volvió a encaramarse al muro y emprendió el camino de regreso. Reinaba un silencio total en la pequeña ciudad de Koropta. Sólo los perros, al oír pasar a Tarabas, se ponían a ladrar.

Halló un refugio nocturno en una de las casitas que empezaban a reconstruirse. Olía a mortero húmedo y a cal fresca. Tarabas se durmió en un rincón, despertó a la salida del sol y salió. Topó con los primeros judíos devotos que se dirigían a toda prisa a la sinagoga; los detuvo y les preguntó dónde vivía Schemarjah. Les extrañó su pregunta. Callaron y le observaron largo rato.

—¡No tengáis miedo! —dijo Tarabas, y era como si alguien se riera mientras él pronunciaba estas palabras.

¿Le temían aún? Por primera vez en su vida decía semejantes palabras. ¿Habría podido decirlas cuando era aún el poderoso Tarabas?

—Hace mucho que nos conocemos Schemarjah y yo —continuó diciendo.

Los judíos intercambiaron unas miradas, y uno de ellos dijo:

—Preguntad por Schemarjah al tendero Nissen. Es la tienda azul, la tercera casa antes de la plaza del mercado.

El tendero Nissen estaba sentado junto a un samovar en el que hervía maíz, entre las variopintas mercancías extendidas y a la espera de los clientes. Era un anciano corpulento, de barba gris y vientre considerable, un respetable ciudadano de Koropta y un apasionado benefactor a quien parecía evidente que su generosidad le haría ganar el cielo de los judíos.

—Sí —dijo—, Schemarjah vive conmigo en la buhardilla. ¡Pobre loco! ¿Lo habéis conocido antes? ¿Sabéis también su historia? Había un nuevo coronel en la ciudad, Tarabas se llamaba, así se haya extinguido para siempre su nombre, aunque se dice que un ataque de apoplejía ha acabado con él. ¡Qué muerte tan fácil para un ser tan malvado! Este coronel arrancó la barba del pobre Schemarjah, que justamente había querido enterrar una Torá. Desde entonces está completamente chiflado. No ha podido volver a trabajar. Y yo me dije: ¡Quédate con él, Nissen! ¿Qué se le va a hacer? Vive conmigo como un hermano. Sube a verlo, si quieres.

Era un minúsculo aposento el que habitaba Schemarjah, con un tragaluz redondo en lugar de ventana. En un banco de madera se hallaba el cobertor a cuadros rojos de Schemarjah. En aquel banco dormía. Al entrar, Tarabas lo vio sentado ante la mesa desnuda, leyendo un gran libro y canturreando entre dientes. Debió de creer que había entrado algún conocido suyo; pasó un buen rato hasta que levantó la cabeza. Y entonces un terror súbito le cambió el rostro. El horror, como una llama gélida, le llenaba los ojos desorbitados. Schemarjah interrumpió su canturreo y miró fijamente a Tarabas. Movió los labios y no salió de ellos sonido alguno.

—¡Soy un mendigo! —dijo Tarabas—. ¡No tengas miedo! —Después añadió—: ¡Desearía un pedazo de pan!

Pasó un buen rato hasta que el judío Schemarjah hubo comprendido. Apenas si entendía el lenguaje hablado y debió de captar la petición de Tarabas únicamente por las ropas estropeadas, la actitud, los gestos. Lanzó una risita estridente, se levantó, se pegó temeroso a la pared y así se fue deslizando hasta su cama, con un hombro vuelto a medias hacia el desconocido, sin dejar de reír entre dientes. Sacó un pedazo de pan seco de debajo de la almohada, lo puso encima de la mesa y lo señaló con el dedo. Tarabas se acercó a la mesa. Schemarjah se apretó contra la cama. Tarabas vio en torno al rostro flaco y pecoso del judío una corta barba en abanico, de escasos pelos canosos, entre los cuales había cicatrices sin pelo, como roídas por los ratones. Era como una raquítica guirnalda de mísera plata que empezaba a brotar.

Tarabas bajó los ojos, tomó el pan y dijo:

—¡Te doy las gracias!

Salió. Ya en la angosta escalera que conducía a la planta baja empezó a comer. El pan sabía al sudor y a la cama de Schemarjah.

—¡No me reconoce! —dijo Tarabas al comerciante Nissen.

—¡Dios sea contigo! Se está acabando de cocer el maíz —dijo Nissen—. Llévate una mazorca para el camino.

«Hay que hacer el bien a todos los pobres —pensaba el tendero—. Pero un pobre puede ser también un ladrón. No hay que dejar que permanezca mucho rato en la tienda».

«¡Todo está en orden! —se dijo Tarabas mientras proseguía su camino—. ¡Ahora todo está en orden!».