Un día, ya a fines de mayo, Tarabas creyó llegado el momento de volver a casa y ver otra vez a su padre, a su madre y hermana. En el transcurso de sus correrías, había llegado a menudo a las cercanías de su aldea, pero la había evitado dando grandes rodeos. No estaba aún lo bastante preparado; porque hay que estar preparado para volver a ver el propio país. Tarabas vivía ahora separado de todo el mundo. Pero aún tenía miedo de visitar su patria. A su padre no lo quería. Nunca lo había querido. No recordaba que su padre le hubiese besado o golpeado jamás. Porque raras veces el viejo Tarabas montaba en cólera, y aún más raras veces estaba de buen humor. Como un rey extranjero, ejercía su dominio en su casa, con su mujer y con los hijos. Un ceremonial sin suntuosidades, simple y férreo, regulaba sus días, sus noches, sus comidas, su conducta y la de la madre y los hijos. Era como si nunca hubiera sido joven. Era como si con su acabado ceremonial, con su horario y un programa de vida completo, hubiese sido traído al mundo, engendrado y alumbrado de acuerdo con leyes especiales, como si hubiese crecido y se hubiese hecho adulto según unas normas precisas y contrarias a la naturaleza. Con toda probabilidad, jamás había vivido una gran pasión, y con toda certidumbre, nunca había conocido la miseria. Su padre había fallecido tempranamente, «de accidente», se decía siempre; y nadie sabía cuál había sido dicho accidente. De niño, el joven Tarabas había imaginado que su abuelo había muerto en una cacería, en combate con osos o lobos. La abuela vivió todavía unos años más en la casa del hijo, en la habitación que, al morir, ocupó la pequeña hermana. La hermana —tenía entonces diez años— temía el regreso de la abuela muerta. Aun en vida, había rondado por la casa como un majestuoso espectro, alta y fuerte, con una ancha cofia almidonada, blanca como la nieve, en su cabeza, el cuerpo robusto envuelto en una solemne seda negra y rígida, una especie de seda marmórea, con un rosario violeta en las manos blancas, carnosas, blandas. Sin motivo visible y al parecer con el único objeto de demostrar que su silenciosa majestad seguía viva, bajaba cada día la escalera que conducía a la cocina y aceptaba con una callada inclinación de cabeza las reverencias de sirvientes y cocinera; cruzaba con paso ondeante el patio en dirección al establo, concedía al mozo una fría mirada de sus ojos grandes, castaños, salientes y siempre húmedos, y volvía atrás. Presidía las comidas entronizada a la cabecera de la mesa. Padre, madre e hijos se le acercaban y besaban su mano flácida, sin músculos, pastosa, antes de que sirvieran la sopa. En presencia de la abuela no se hablaba una palabra. Se oía tan sólo el sorber de la sopa y el tímido tintinear de las cucharas. Después de la sopa, cuando llegaba la carne, la anciana abandonaba la mesa. Se iba a dormir. Nadie sabía si dormía realmente. Por la noche reaparecía para desaparecer de nuevo al cabo de un cuarto de hora. Aunque no dijese una palabra, ni se mezclase en asuntos de la casa o de la hacienda, y aunque se dejase ver tan raras veces, su presencia era para todos —quizá con la única excepción de su hijo— una muda e insoportable carga. Los empleados la odiaban y la llamaban «la reina de las sombras». Sus ojos eternamente húmedos tenían un brillo maligno, y su silencioso orgullo despertaba en la gente un odio igualmente silencioso y sediento de venganza. Con gusto habrían buscado una forma u otra de asesinar a la reina de las sombras. También los niños, Nikolaus y su hermana, odiaban la muda, la maligna majestad de la abuela, como rodeada de paños que amortiguaban todo rumor. Cuando un día murió de repente, tan silenciosa como había vivido, todos respiraron con alivio en la casa… y sólo por breve tiempo. Tarabas padre asumió la herencia de su madre: su mortífera y glacial majestad. Desde entonces el padre ocupó la cabecera de la mesa. Desde entonces los hijos le besaron la mano antes de cada comida. Únicamente se diferenciaba de su madre en el hecho de que, después de tomar la sopa, se quedaba, comía también la carne y el postre con frío apetito, y sólo entonces iba a acostarse. Si antes, cuando aún vivía su madre, de vez en cuando, y naturalmente durante la ausencia de la abuela, había pronunciado alguna que otra palabra y a veces incluso había hecho alguna broma, ahora, tras la muerte de la anciana, parecía emanar de él toda la grave lobreguez de su madre. Y también, como a ella, le llamaban «el rey de las sombras».
Su mujer le obedecía sin contradecirle. Lloraba con frecuencia. En sus lágrimas vertía toda la escasa reserva de fuerzas que la naturaleza le había dado. Era flaca y pálida. Con su rostro afilado, la barbilla caída, los ojos circundados de rojo, el eterno delantal azul que le tapaba todo el vestido, se parecía a una criada, una especie de cocinera o ama de llaves privilegiada. Permanecía la mayor parte del día en la cocina. Sus manos duras, secas, con las que a veces acariciaba tímidamente y casi con temor a sus hijos, como si hiciese algo prohibido, olían a cebolla. Sólo con tender la mano hacia los niños, corrían ya sus lágrimas de un modo irrefrenable. Era como si llorase por la ternura que se permitía con sus hijos. Tarabas y su hermana empezaban a apartarse de su madre. Toda aproximación a ella iba invariablemente unida a las cebollas y a las lágrimas. Les daba pánico.
Con todo, era su patria, su hogar. Más fuertes que la sombría majestad del padre y que la llorosa impotencia de la madre eran el plateado encanto de los abedules, el oscuro secreto del bosque de abetos, el olor dulzón de las patatas asadas en otoño, el jubiloso canto de las alondras en el cielo azul, la monótona cantinela del viento, el alegre y claro cortejo de las nubes en abril, los tétricos cuentos de las criadas en la noche invernal, en el aposento, el crepitar de la leña nueva quemándose en la estufa, el olor graso, de resma, que difundía al arder, y la luz fantasmagórica que proyectaba la nieve, frente a la ventana, en las estancias aún no iluminadas. Todo aquello era la patria.
El padre inaccesiblemente extraño y la pobre madre insignificante retenían algo de la fuerza de tales sensaciones, y Tarabas les confería una parte de la ternura que sentía por la naturaleza de la patria. Sus recuerdos de la fuerza y la dulzura de su tierra envolvían toda la extrañeza de los padres en un velo conciliador.
¡Ah, tenía miedo de volver a ver su patria! Era todavía demasiado débil. Uno podía separarse del poder, de la guerra, del uniforme, de los recuerdos de María, de los placeres que esperaban a un hombre como Tarabas en el regazo de las mujeres: pero no de los abedules plateados de la patria. ¿El viejo que Tarabas había visto andando con ayuda de dos bastones estaba ya próximo a morir? ¿Vivía la madre aún? No sabía que no había sido la visión de su padre renqueante, sino aquel súbito relinche del caballo plateado con manchas pardas lo que había despertado su nostalgia. Había sido un grito de la patria entera.
A la mañana siguiente caía una lluvia dulce y melancólica; bajo la lluvia primaveral, buena y favorable, Tarabas tomó el camino de Koryla.
Hacia la diez de la mañana alcanzó el inicio de la avenida de abedules que conducía a la casa paterna. Sí, los baches del camino eran los mismos, y, como años atrás, los habían rellenado de piedra picada. Tarabas conocía cada uno de los abedules. De haber tenido nombre los abedules, habría podido llamar a cada uno de ellos. A un lado y otro se extendían las praderas. También ellas pertenecían al señor de Koryla. Desde tiempos inmemoriales, se había dejado que los prados fuesen prados; con ello se demostraba que el dueño era lo bastante rico y que no necesitaba más tierra cultivable. Cierto que las asoladoras botas de la guerra habían pisoteado aquella tierra; pero la tierra de la familia Tarabas producía con inagotable frescor nueva simiente, nueva hierba, nuevo forraje; poseía una exuberante e irreflexiva fertilidad, sobrevivía a la guerra, era más fuerte que la muerte. También Nikolaus Tarabas, último retoño de aquella tierra, a la que ya no pertenecía, estaba orgulloso de ella, la triunfadora. Pero tenía que actuar con especial prudencia. Sabía que atrás, en el patio, los perros se echaban a ladrar después que un desconocido había sobrepasado el sexto abedul, contando desde la puerta de la casa. Intentó avanzar con pasos leves. No podía ya dar el rodeo a través del camino circundado de mimbres, entre los pantanos, para llegar al patio y encaramarse al muro cubierto de parras. Subió arrastrando los pies los seis escalones bajos que conducían a la puerta de color de herrumbre de la ancha casa pintada de blanco. Llamó como corresponde a un mendigo, golpeando a la puerta tímidamente, con el aldabón que colgaba de un alambre oxidado. Esperó.
Esperó mucho rato. Abrieron. Era un criado joven. Tarabas no le había visto nunca. Inmediatamente le dijo:
—¡El señor Tarabas no quiere mendigos!
—¡Busco trabajo! —contestó Tarabas—. ¡Y tengo mucha hambre!
El joven le hizo entrar. Le acompañó por el oscuro corredor —a la izquierda estaba la puerta de la habitación de María, de la derecha arrancaba la escalera— hasta el patio y calmó a los perros. Dejó a Tarabas acurrucado junto a un montón de leña y prometió volver enseguida.
Pero no volvió. En su lugar se presentó un viejo de blancas patillas.
—¡Kabla, Turkas! —gritó dirigiéndose a los perros, que corrieron a su encuentro.
Era el viejo Andrei. Tarabas lo había reconocido inmediatamente. Andrei había cambiado mucho. Andaba de un lado para otro como husmeando, con la cabeza hacia delante, arrastrando los pies. Al principio pareció no ver a Tarabas. Luego se aproximó seguido de los perros, y seguía avanzando la cabeza, como buscando algo. Finalmente descubrió a Tarabas en el montón de leña.
—¡Quédate quieto! —dijo el viejo Andrei—. Podría venir el señor. Vuelvo enseguida.
Se fue caminando a rastras y volvió a los pocos minutos con una olla de barro que humeaba y con una cuchara de madera.
—Come, come, querido —dijo—. ¡No tengas miedo! El señor duerme. Duerme media hora cada día. Es el tiempo que te queda. Cuando despierte, puede ocurrir que venga al patio. ¡Antes era todo muy diferente!
Tarabas se puso a comer. Cuando acabó, aún raspó un poco el fondo y las paredes del recipiente de barro vacío.
—Silencio, silencio —dijo Andrei—, el viejo podría oírte. Es que yo —prosiguió— soy aquí el responsable de todo. Cuarenta años, o más, llevo en esta casa. Llegué a conocer a la vieja, la madre de nuestro amo, y a su hijo. He visto llegar al mundo a los dos hijos. Luego he visto morir a la vieja.
—¿Dónde para el hijo? —preguntó Tarabas.
—Primero se fue a América a causa de un delito que cometió. Después a la guerra. Y le han estado esperando todo ese tiempo. Ha desaparecido. No hace mucho, el pasado otoño, vino el cartero con un abultado sobre amarillo, lacrado. Era mediodía. Por entonces yo servía aún las comidas. Hoy lo hace el joven Yuri, el que te ha abierto la puerta. Veo pues al amo que coge la carta, devuelve al cartero un papel firmado, y yo tengo que ir a buscarle las gafas al escritorio. Luego el señor se pone a leer en voz baja. Y después, quitándose las gafas, dice a su mujer: «Ya no hay nada que esperar. Me escribe el general Lakubeit en persona. Toma, lee», y le tiende la carta. Y ella que se levanta, arroja cuchillo y tenedor, a pesar de que yo estaba presente en la estancia, y grita: «¡Nada que esperar! ¡Y me lo dices así! ¡Te atreves a decírmelo! ¡Monstruo!». Grita de este modo y se va de la habitación. Debes saber que siempre la vimos con los ojos llorosos y jamás la oímos pronunciar palabra. Y de repente es ella la que se echa a gritar. Sale de la habitación. Se desploma en el umbral. Y cae enferma durante seis semanas. Cuando ella puede volver a levantarse, es el señor, que nada ha dicho (aunque seguro que por dentro está afligido), quien cae enfermo. Tuvimos que llevarle unas semanas en silla de ruedas, y ahora anda cojeando con dos bastones.
—Y tú… ¿qué dices a todo esto? —preguntó Tarabas.
—Yo… no me permito decir nada. ¡Dios lo quiere así! El amo, según dicen, ha dejado toda su fortuna en testamento a la Iglesia. ¡Estuvieron aquí el notario y el señor cura! ¿Qué te parece? ¡Una fortuna tan grande a la Iglesia! Ahora, los señores no son más que inquilinos en su propia casa. Cada mes, el amo va a la ciudad. Yuri, que le acompañó una vez, cuenta que paga el alquiler en la oficina de correos. Las riendas puede sostenerlas aún perfectamente. ¡Cuando está sentado en el pescante, es como un hombre sano!
—¿Sabes dónde puedo ir al retrete, abuelo? —preguntó Tarabas.
El viejo le indicó el corredor.
Un plan loco e irresistible se formó en la mente de Tarabas. Decidió ponerlo en práctica sin vacilar. Subió la escalera a todo correr, saltando los escalones de cuatro en cuatro. Abrió la puerta de su habitación. Los postigos estaban cerrados; una penumbra marrón y fría reinaba en el aposento. Nada había cambiado en él. A la derecha estaba todavía el armario, y a la izquierda la cama. Habían sacado toda la ropa de cama. El lecho no tenía más que el colchón a rayas blancas y rojas. Parecía el esqueleto de una cama cruelmente despellejada. Un viejo capote verde, que Tarabas había llevado de joven, colgaba en el clavo de la puerta. A los pies de la cama había un par de zapatos de cordones.
Tarabas los cogió y se puso uno en el bolsillo derecho y otro en el izquierdo. Cerró la puerta, se puso a la escucha y luego, como antes, se deslizó hacia abajo con las manos en la barandilla de la escalera. Abrió la puerta del comedor. El padre dormía en el butacón cercano a la ventana.
Tarabas se detuvo en el umbral. Podía decir que se había extraviado, si le veía alguien. Estuvo un rato de pie, contemplando con el corazón frío las mejillas del padre, que se hinchaban y deshinchaban con los bufidos, y el bigote que ascendía y descendía. En los brazos del sillón descansaban inmóviles las manos del padre, unas manos enflaquecidas, en cuyo dorso se veían las gruesas venas, fuertes corrientes hinchadas y a la vez rígidas bajo la fina piel. Antaño Tarabas había besado esas manos. Por entonces eran aún morenas y musculosas, olían a tabaco, a establo, a tierra y a viento, y no eran simplemente unas manos sino algo así como las insignias del poder real y paternal, una especie muy concreta de manos, que sólo podía poseer un padre, su padre. La ventana estaba abierta de par en par. Llegaba el dulce aroma de la lluvia de mayo y el perfume de las flores tardías del castaño. Los labios del padre, invisibles bajo el tupido bigote, se abrían y cerraban a cada respiración, emitían sones curiosos, divertidos, casi grotescos, que parecían hacer burla de la dignidad del sueño y del durmiente y que turbaban el recogimiento al que el hijo deseaba abandonarse. Sentía la nostalgia del frío respeto e incluso del temor que el padre le había infundido en otro tiempo. Pero le invadía más bien la compasión hacia lo que tenía de levemente ridículo aquel hombre dormido, tan impotente y entregado sin defensa a sus órganos débiles, que aspiraban el aire con dificultad, sibilantes, aquel hombre que, lejos de parecer un poderoso rey, tenía más bien el aspecto de una ridícula víctima del sueño y de la enfermedad. No obstante, el hijo sintió por unos momentos que tenía el deber de besar la mano sin fuerza de su padre. E incluso le pareció por unos momentos que había venido con este único fin. Esta sensación era tan fuerte, que ya no tuvo en cuenta el peligro que le amenazaba si alguien abría casualmente la puerta. Se aproximó quedamente al sillón, se arrodilló con cuidado y rozó con el aliento el dorso de la mano de su padre en un delicado beso. Volvió atrás a toda prisa. Con tres pasos largos y silenciosos ganó la puerta. Hizo girar la cerradura con todo cuidado. Cruzó el corredor. Salió al patio y volvió a sentarse al lado de Andrei.
—Vaya, has estado un buen rato en ese sitio tan fino y elegante —bromeó Andrei—. Sólo hace un año que hemos instalado los nuevos retretes. Los han hecho al estilo inglés. Los militares de todo tipo que se han alojado aquí los habían dejado imposibles.
—Un bonito retrete —dijo Tarabas—. Lástima que nadie vaya a heredarlo.
—Sí, nuestra señorita se quedará a vivir aquí. Y si se casa, dicen que aún heredará algo. Pero ya no puede encontrar a nadie. Los hombres que podrían convenirle han sido todos exterminados, a lo largo y a lo ancho. Además, tampoco puede decirse que sea muy atractiva nuestra señorita. Tiene casi el mismo aspecto que su madre. Es flaca, enfermiza, llorosa. La señorita María era otra cosa. Ahora está en Alemania. Se marchó con uno de esos alemanes. Dicen que se ha casado con ella, pero yo no lo creo. También estuvo prometida con el amo joven, y se dicen tantas cosas, se cuenta que él no pudo esperar a la boda. Y, como dice el refrán, lo que pruebas, después lo dejas. Dicen que esa señorita María se lo pasó bien con la guerra. Y puede que el alemán también lo notase…
—¡También entre los ricos sucede cada cosa! —dijo Tarabas.
—¡Ya no son ricos —siguió charloteando Andrei— los pobres señores! En el resto de Rusia se lo han quitado todo y lo han repartido entre el pueblo. Dios me libre de semejante cosa. Para mí es una suerte vivir aquí. Pero…, mira, ahí viene la señora.
Llevaba un largo vestido negro y una cofia puntiaguda, también negra. Andaba con la cabeza baja, temblorosa. Tarabas vio sólo un reflejo fugaz, amarillento de su cutis de cera, y el afilado perfil de la nariz. Cruzaba el patio con pasos breves e irregulares. Una bandada de gallinas la saludó agitando las alas con estrépito.
—¡Da de comer a las gallinas, la pobre! —dijo Andrei.
Tarabas la miraba. Oyó cómo su madre, imitando las voces de las gallinas, cloqueaba, graznaba, cacareaba, piaba. Mechones de pelo gris amarillento le caían por la cara, fuera de la cofia. La madre tenía ella misma algo de una gallina que cacarea. Tenía un aire sumamente perturbado, era una vieja loca vestida de negro, y se adivinaba sin lugar a dudas que durante muchos años sólo se había relacionado con estúpidas aves de corral. Su seno me ha alumbrado, sus pechos me han amamantado, su voz me ha cantado al dormirme, pensó Tarabas. ¡Es mi madre!
Se levantó, se dirigió hacia ella, se metió entre las aves de corral, se inclinó profundamente y murmuró:
—¡Mi buena señora!
Ella levantó su aguda barbilla. Sus ojos minúsculos, orlados de rojo, sobre los que ondeaban unos mechones lacios, de un gris amarillento, no tenían ni una sola mirada para Tarabas. Se volvió y gritó con una voz que parecía un graznido:
—¡Andrei, Andrei!
Entonces se abrió una ventana en lo alto. Apareció la cabeza del viejo Tarabas. Gritó:
—¡Andrei! ¿Quién es este andrajoso? ¡Echalo inmediatamente! ¡Regístrale primero los bolsillos! ¿Dónde está Yuri? ¡Cuántas veces os he dicho que no dejéis entrar mendigos en casa! ¡Que el diablo os lleve! —La voz del viejo Tarabas se quebró; el anciano se inclinó aún más sobre el alféizar, su cara se volvió roja, y chilló—: ¡Fuera con él! ¡Fuera! ¡Fuera! —y así innumerables veces seguidas.
Andrei tomó suavemente del brazo a Tarabas y lo condujo hacia el portón trasero.
—¡Dios sea contigo! —dijo Andrei en voz baja. Luego cerró ruidosamente el pesado portón. Rechinaron los goznes y, tras un golpe pesado, definitivo, se oyó el cerrojo. La puerta quedó temblando aún unos instantes.
Tarabas emprendió el camino de los sauces, la estrecha senda entre los pantanos.