Este año los vagabundos esperan impacientes la primavera. Ha sido un duro invierno. Puede pasar aún mucho tiempo antes de que se decida a abandonar el país. Por doquier ha plantado millares de finas raíces de hielo que forman una maraña inextricable. Ha habitado bajo tierra, en las profundidades, y muy por encima de la tierra. Abajo están las semillas muertas; arriba los arbustos y las hierbas. Incluso en los árboles de los bosques y los bordes de los caminos, la linfa parece congelada para siempre. Con mucha lentitud se derrite la nieve en los sembrados y praderas, sólo durante las horas escasas del mediodía. Pero en las oscuras hondonadas, en los fosos de los caminos, recubre todavía, clara y rígida, una dura costra de hielo. Estamos a mediados de marzo, y aún cuelgan estalactitas de hielo de los aleros y apenas se funden durante una hora a los rayos del sol del mediodía. Por la tarde, cuando vuelven las sombras, se endurecen de nuevo formando lanzas inmóviles, rutilantes y afiladas. La tierra duerme aún en los bosques. Y en las copas de los árboles no se oyen los pájaros. Intacto, con su color azul cobalto, el cielo permanece invariable. Los pájaros de la primavera evitan su muerto fulgor.
Las nuevas leyes del nuevo país son tan enemigas de los vagabundos como el invierno. En un Estado nuevo debe reinar el orden. Que no se diga que es bárbaro o simplemente «de opereta». Los políticos del nuevo país han estudiado leyes en antiguas universidades. Los nuevos ingenieros han estudiado en antiguas escuelas técnicas superiores. Y las máquinas más modernas, silenciosas, seguras y precisas, llegan al nuevo país sobre ruedas calladas y peligrosas. Las más peligrosas bestias de presa de la civilización, los grandes rollos de papel de periódico, se deslizan en las nuevas rotativas, se desenrollan automáticamente, se cubren de política y arte, de ciencia y literatura, se cortan y se pliegan y salen volando hacia los pueblos y ciudades. Llegan en un vuelo a las casas, casitas y cabañas. Y así se perfecciona el nuevo Estado. En sus calles hay más gendarmes que vagabundos. Cada mendigo debe llevar un papel, exactamente igual que si fuese un hombre en posesión de dinero. Y quien tiene dinero, lo ingresa en los bancos. En la capital hay una bolsa.
Tarabas esperaba el día 21 de marzo para ir a la capital. Era la fecha que le había fijado el general Lakubeit. A Tarabas le quedaban aún cinco días.
Recuerda la última conversación con Lakubeit. El menudo general no tiene demasiado tiempo. Exhorta a Tarabas a que se lo cuente todo muy deprisa.
—¡Comprendo! ¡Comprendo! —dice—, ¡prosiga!
Después que Tarabas lo ha contado todo, dice Lakubeit:
—Nadie excepto yo sabrá nada de usted. Ni siquiera su padre. Hasta el veinte de marzo del año que viene puede usted ver si resiste esta clase de vida. Luego me escribirá. Cuidaré de que a partir del veintiuno de marzo reciba usted su pensión todos los meses.
—Que usted lo pase bien —dice Tarabas. Y sin esperar respuesta, sin prestar atención a la mano tendida de Lakubeit, se va.
¡Habían pasado más de cuatro meses! ¡A veces Tarabas anhela encontrar a alguien que le conozca de antes y que a pesar de todo le reconozca! Debe de ser una de las formas más placenteras de humillarse. En sus horas pecaminosas, es decir, en las horas que él llamaba pecaminosas, Tarabas miraba hacia atrás, al camino breve pero rico en acontecimientos a través del cual había adquirido los distintivos y condecoraciones de la miseria, con la misma autoadmiración con que otros, que han conquistado el dinero o la gloria a partir de la miseria y el anonimato, suelen revisar su «carrera». Tampoco podía combatir Tarabas cierta vanidad por su aspecto externo. A veces se detenía frente al cristal de un escaparate y se observaba con una complacencia rencorosa y maligna. Así, abismado en la contemplación de su imagen, permanecía quieto hasta que regresaban a su memoria su antigua figura, su uniforme, sus botas. Y hallaba un amargo placer en verse caer paso a paso, en ver su cara afeitada y bien cuidada cubrirse con aquella abundante barba, en observar cómo la espalda erguida se iba arqueando levemente. ¡Sí, tú eres el verdadero Tarabas!, decía Tarabas entonces. Años atrás, cuando tenías trato con los revolucionarios, tu rostro fue ya marcado. Más tarde, cuando vagabas por las calles de Nueva York, eras ya un miserable. ¡Tu padre se dio cuenta de cómo eras, Nikolaus! ¡Tú le escupiste, éste fue el adiós a tu padre! Te han reconocido el soldado pelirrojo que no tenía Dios y el inteligente general Lakubeit. Muchos han sabido, Tarabas, que engañas al mundo y a ti mismo. El rango que andabas paseando con prepotencia no era tu rango; tu uniforme era una mascarada. ¡Me gustas como eres ahora, Tarabas!
Así se hablaba algunas veces a sí mismo Tarabas, en las animadas callejas de una ciudad, y la gente se reía de él. Le tenían por un loco. Él se alejaba deprisa. La gente era capaz de llamar a la policía. Recordaba los tres policías de Nueva York que había dejado pasar de largo cuando aún era el cobarde y supersticioso Tarabas. También eso lo estoy expiando, pensó con silenciosa satisfacción. Aún me gustaría pararlos y que se me llevasen detenido a la vista de los arrapiezos de la calle. Pero sabrían quién soy en realidad.
Siempre que hablaba de esta forma consigo mismo y cuando los recuerdos pasaban raudos por su cerebro y escapaban, mientras él intentaba retenerlos, sentía que el frío y el calor invadían alternativamente su cuerpo. Tenía fiebre. Con frecuencia la fiebre le asaltaba por sorpresa y le agitaba. Empezaba a consumir su robusto cuerpo. Se aferró a su rostro. Le excavó las barbudas mejillas. A veces se le hinchaban los pies. Tenía que andar cojeando. Algunas noches en las que había encontrado un refugio donde le era posible desnudarse, tenía grandes dificultades para quitarse las botas. Los vagabundos que le veían observaban con aire entendido sus miembros hinchados y le prescribían toda clase de recetas: baños con flores del heno, té de llantén, hierbas diuréticas. Le aconsejaban menianto, hisopo y hojas de achicoria. Sus enfermedades provocaban muchas discusiones nocturnas. Siempre aparecían hombres que, en el transcurso de su accidentada vida, habían tenido exactamente los mismos males. Pero apenas Tarabas se dormía, se golpeaban con el codo y se daban a entender por señas que no darían un ardite por su vida. Hacían la señal de la cruz sobre el durmiente y luego se dormían ellos mismos satisfechos. Porque también los hijos de la miseria estimaban su vida y se apegaban con ardor a esta tierra, que tan bien conocían, en su belleza y en su crueldad; y gozaban de su salud cuando veían a uno que andaba a trompicones hacia la muerte. El propio Tarabas se preocupaba más de sus botas desgarradas que de sus pies hinchados. Las ropas podían desgarrarse, pero las botas tenían que permanecer enteras. Las botas son la herramienta de trabajo del vagabundo. ¡Quizá queden aún largos caminos que recorrer, Tarabas!
A veces tenía que detenerse en medio de la calle. Se sentaba. Su corazón palpitaba con desbocada furia. Le temblaban las manos. Ante la vista se le formaba una niebla gris que hacía irreconocibles los objetos más próximos. Los distintos árboles del lado opuesto de la calle se diluían en una serie infinita, cerrada, espesa, de troncos y copas, en un muro indefinido pero impenetrable de árboles. Cubría el cielo. Se hallaba uno sentado a campo abierto y era como si estuviese metido en una habitación sin aire. Grandes pesos oprimían el pecho y los hombros. Tarabas tosía y escupía. Lentamente se disipaba la niebla que le velaba los ojos. Los árboles del borde del camino volvían a distinguirse con claridad. El mundo recuperaba su semblante habitual. Tarabas podía continuar su camino.
Le quedaban aún dos horas hasta la capital. Un campesino que llevaba leche a la ciudad se detuvo, le hizo una seña y le invitó a subir a su carro.
—A Dios gracias, tengo bastante leche —dijo el aldeano durante el camino—. Bebe, si tienes sed.
Tarabas no había bebido leche desde su infancia. Y ahora, rodeado de bidones llenos y tintineantes, en los que la leche gorgoteaba hasta el borde, al llevarse a los labios una botella blanquísima, se apoderó de él una gran emoción. Era como si, por primera vez, descubriese la bendición, o más aún, el milagro de la leche, de ese líquido blanco, espeso, el líquido más inocente de la tierra. ¡Una leche como aquélla era lo más natural del mundo! Nadie piensa que se trata de un milagro. Nace en las madres; dentro de ellas, la sangre roja y cálida se convierte en leche blanca, fría, el primer alimento de hombres y animales, la primera salutación de la tierra a sus hijos recién nacidos.
—¿Sabes? —dijo Tarabas al campesino de la leche—, ¡llevas en tu carro una cosa maravillosa!
—Sí, sí —dijo el campesino—, mi leche es estupenda. ¡En todo Kurki, mi pueblo, no la hallarás mejor! Tengo cinco vacas; se llaman: Terepa, Lala, Korova, Duscha y Luna. La mejor es Duscha. ¡Un tierno animal! ¡Tendrías que verla! Le tomarías cariño enseguida. ¡Da la leche mejor! Tiene una mancha marrón en la frente. Las otras son todas blancas. Pero sin necesidad de la mancha marrón, yo reconocería también a Duscha. Por su mirada, ¿comprendes?, por su cola, su colita que tanto me gusta, por su voz. Es como una persona. Igualito que una persona. ¡Vivimos tan bien juntos!
Llegaron a la ciudad y Tarabas se apeó. Fue al correo. Era el correo central, un edificio grande y magnífico. Compró papel de cartas, un sobre y una pluma a la señorita que tenía una pequeña papelería frente a la enorme entrada. Dentro, en el gran vestíbulo, sobre un atril, se puso a escribir al general Lakubeit:
Excelencia, mi general:
Hoy es el día en que tengo que presentarme. Por la presente lo hago con todo respeto. Me permito, Excelencia, hacerle otras dos peticiones. La primera, que tenga la bondad, si ello es posible, de hacerme pagar la pensión en monedas de oro o plata. La segunda, que yo pueda pasar a recoger el dinero a una hora en que nadie me vea. Me permitiré retirar la respuesta en este poste restante.
Queda de usted agradecido y respetuoso servidor.
NIKOLAUS TARABAS, coronel
Poste restante
Remitió la carta. Con paso renqueante, se dirigió al asilo nocturno para mendigos, recién construido de acuerdo con modelos occidentales. Allí, junto con otros muchos, fue despiojado, bañado, acicalado y obsequiado con una sopa. Le dieron un número de latón y un saco de paja duro y desinfectado. En él durmió hasta la mañana siguiente.
En la ventanilla correspondiente de la oficina de correos había una carta para Nikolaus Tarabas, escrita de puño y letra de Lakubeit.
Mi querido coronel Tarabas:
Si hoy o mañana, hacia las doce del mediodía, comparece en la oficina de correos, un joven se dirigirá a usted y le hará entrega de la pensión. No debe temer indiscreción alguna. Para nuestro nuevo ejército, para su anciano padre, para el mundo, está usted muerto y olvidado.
LAKUBEIT, general
Hacia las doce del mediodía, cuando cerraron la mayor parte de las ventanillas, se fueron los empleados y se vació el gran vestíbulo, un joven se dirigió a Tarabas.
—Mi coronel —dijo—, firme usted el recibo.
Tarabas recibió ochenta piezas de cinco francos en oro.
—Debe usted perdonarnos —dijo el joven caballero—. No hemos podido reunirlo todo en monedas de oro. Veremos si lo conseguimos. Dentro de un mes, a esta misma hora, nos encontraremos aquí de nuevo.
Tarabas cruzó la gran puerta, se detuvo unos momentos… y volvió a dirigirse de nuevo hacia la enorme entrada. En la gran plaza de correos esperaban unos cuantos carruajes, caballos de montar atados a los faroles y algunos automóviles. Era uno de los primeros días cálidos de aquella primavera. El sol de mediodía inundaba con sus benignos rayos la vasta plaza de piedra, sin una sombra. Los caballos hundían totalmente sus cabezas en los sacos de avena que llevaban colgados de la testuz; comían con alegre apetito y parecían sentirse encantados al sol. De pronto, uno de los animales, uncido a un ligero carruaje de dos ruedas, sacó la cabeza del saco de avena, la levantó y lanzó un relincho jubiloso. Era un hermoso animal. Tenía el pelaje gris plateado, con grandes manchas marrones distribuidas regularmente. Tarabas lo reconoció inmediatamente, por el cuello, por su manera de relinchar, por las manchas pardas.
Se metió en el vestíbulo, se sentó en un banco y esperó.
Tras el descanso del mediodía, cuando se abrieron las ventanillas y la gente empezó a llenar el salón, apareció también el padre de Tarabas. Estaba muy viejo. Andaba sosteniéndose en dos bastones. Y hasta los bastones indicaban que se trataba de un hombre rico. Eran bastones de ébano con empuñadura de plata. Los enormes bigotes del viejo caían sobre la boca formando dos magníficas guías colgantes, de un blanco plateado, partidas en su centro, y las puntas delgadas tocaban el cuello alto, blanco como la nieve. El viejo Tarabas cruzó con paso inseguro el gran vestíbulo. Las gentes sencillas le abrían paso. Sobre las losas de piedra, se oían sus pasos arrastrándose y los golpes sordos, casi fantasmales, de sus dos bastones, cuyas puntas estaban provistas de pesados tacos de goma. Cuando el viejo llegó a la ventanilla, el empleado se inclinó y sacó la cabeza fuera.
—¡Ah, señoría! —dijo el funcionario.
El joven Tarabas abandonó el banco y se acercó a la ventanilla. Vio cómo su padre, colgando del tablón de la ventanilla uno de los bastones, sacaba su cartera, extraía de ella cuidadosamente unos talones y los entregaba al funcionario. Luego volvía a alejarse. Y casi pasó rozando a su hijo. Pero con la vista fija en el pavimento, sin mirar a su alrededor, abandonó renqueando el local.
Nikolaus le siguió. Desde la puerta vio cómo un hombre compasivo ayudaba al viejo a montar en el pequeño carruaje. Ahora los dos bastones descansaban a su lado, en el pescante. Tomó las riendas en sus manos. El caballo se puso en movimiento. Y el viejo Tarabas emprendió ruidosamente el viaje de regreso a casa.
A casa.