XXIII

Aquella misma mañana llegó Tarabas al mercado de Turka. El relato del viejo Jedliner le había suscitado el deseo de serrar leña y trocearla en pequeños tacos.

Por ello, en Turka fue de casa en casa preguntando si tenían madera que aserrar. Halló lo que buscaba. Se trataba de trocear medio estéreo de madera de encina.

—¿Qué deseas como paga? —preguntó el propietario de la leña.

—Me contentaré con cualquier retribución —respondió Tarabas.

—¡Muy bien! —dijo el dueño. Era un hombre acomodado, tratante de caballos. Condujo a Tarabas al patio, le enseñó la madera, fue a buscar un hacha y una sierra del cobertizo y el soporte de madera que se llama «tijera» y sobre el cual se fijan los troncos.

El tratante de caballos se había puesto una pelliza antes de salir al patio; era una prenda forrada de castor, con un cuello de astracán plateado y bellamente ondulado. Tenía la cara roja y bien nutrida, y las piernas las llevaba enfundadas en botas forradas de piel; tenía las manos hundidas en los cálidos bolsillos. Por su parte, Tarabas se estaba helando en su capote militar, se calentaba las manos yertas con el aliento, intentaba desplazar la gorra demasiado pequeña ora sobre la oreja derecha ora sobre la izquierda, porque el aire helado le pinchaba las dos con innumerables agujas. El tratante de caballos le miraba con desconfianza. Tarabas llevaba una enmarañada barba rubia que se iniciaba bajo los pómulos y sobresalía del cuello del capote. Otros vagabundos se tomaban la molestia, al menos mientras eran aún tan jóvenes como aquél, de afeitarse una vez cada quince días. «Seguro que tiene algo que esconder —pensó el tratante de caballos—. ¿Qué facha de asesino o de ladrón oculta bajo su barba? ¡Puede quedarse con el hacha y la sierra y desaparecer sin más ni más!». Aquel hombre precavido decidió tener cuidado y vigilar al desconocido durante su trabajo.

Pero Tarabas, que debía de cortar leña por primera vez en su vida, se mostró tan torpe que el tratante de caballos se volvió aún más desconfiado.

—¡Oye! —dijo agarrando a Tarabas por un botón del capote—, ¡me parece que no has trabajado nunca! —Tarabas asintió—. ¿Eres acaso un delincuente? ¿Eh? ¿Y crees que te voy a dejar solo en mi hacienda? ¿Para que espíes y te me metas en casa por la noche? A mí no se me engaña, ¿sabes?, y tampoco tengo miedo. He estado tres años en el frente. He participado en ocho asaltos a la bayoneta. ¿Sabes lo que es esto?

Tarabas se limitó a asentir.

El tratante de caballos cogió el hacha y la sierra y dijo:

—¡Anda, vete! Si no, aún podría entregarte a la policía. ¡Y que no te vea más por aquí!

—¡Quedad con Dios, señor! —dijo Tarabas, y se puso a cruzar el patio lentamente.

El tratante de caballos lo siguió con la vista. Se sentía bien caliente, abrigado con su pelliza de castor. El frío en su rostro enrojecido lo sentía tan sólo como una agradable creación de Dios, apropiada y tal vez ideada incluso para aguzar el apetito de los propietarios de haciendas y tratantes de caballos. Por otra parte, estaba satisfecho de haber calado enseguida, con su inteligente mirada, a aquel individuo sospechoso y de haberle infundido respeto con mano enérgica. Además, había podido hablar otra vez de sus ocho asaltos a la bayoneta. Por otra parte, se le ocurrió pensar que el desconocido no había pedido siquiera una paga. Tal vez se habría contentado con una sopa. Estas reflexiones le inclinaron a la indulgencia. Y volvió a llamar a Tarabas antes de que éste llegara al portón.

—Voy a hacer contigo un nuevo intento —dijo el propietario— porque tengo buen corazón. ¿Qué quieres que te pague?

—Me contentaré con cualquier cosa —repitió Tarabas.

Se puso a aserrar el tronco que antes había puesto sobre el soporte con tanta inhabilidad. Serraba con diligencia bajo los ojos del tratante de caballos. Sus músculos desarrollaban una fuerza considerable, y él lo sentía. Trabajaba deprisa, deseoso de escapar a las miradas recelosas del comerciante. A éste, Tarabas le gustaba cada vez más. Por otra parte, le daba un poco de miedo la fuerza innegable del desconocido. A uno le picaba un poquito la curiosidad cuando se le ponía delante un hombre tan curioso. Por ello dijo el propietario:

—Ven a la casa, te daré un vasito de aguardiente para que entres en calor.

Por primera vez en mucho tiempo, Tarabas volvió a probar el aguardiente. Era un buen aguardiente, fuerte, nítido y limpio, de un color verde claro y un sabor amargo a causa de las distintas hierbas que se veían flotar en el fondo de la gran botella panzuda, como algas en un acuario. Eran los buenos ingredientes caseros, de toda confianza; los mismos que el viejo padre de Tarabas solía poner en sus aguardientes. El aguardiente quemaba, ponía en la garganta un fuego breve y rápido, que se apagaba enseguida para convertirse en un gran calor benéfico dentro del cuerpo. Del cuerpo pasaba a los miembros y después a la cabeza. Ahí estaba Tarabas, con el vasito en una mano y el gorro en la otra. En sus ojos se leía tal agradecimiento y tal satisfacción, que el huésped, halagado y dominado a la vez por un sentimiento de piedad, le sirvió otro vaso. Tarabas se lo bebió de un trago. Se le relajaron los miembros y se le confundieron los sentidos. Quería sentarse, pero no se atrevía. De pronto sintió hambre, un hambre atroz; era como si con las manos pudiese sentir la cavidad insondable, completamente vacía, de su estómago. Se le contrajo el corazón. Tarabas abrió una enorme boca. Durante un momento, que a él le pareció una eternidad, tanteó con las manos el vacío, se agarró al respaldo de una silla y cayó al suelo con gran estrépito, mientras el tratante de caballos, aterrado y desconcertado, abrió la puerta sin saber por qué.

La mujer del comerciante se precipitó a la estancia. Echaron un cubo de agua helada sobre Tarabas, que volvió en sí, se levantó lentamente, se dirigió a la estufa, secó sin decir palabra su capote y su gorro, dijo: «¡Dios os bendiga!» y abandonó la casa.

Por primera vez le había herido el rayo de la enfermedad. Y sintió ya el primer hálito de la muerte.