Muchos vagabundos recorren los caminos de los países orientales. Pueden vivir de la misericordia de las gentes. Es cierto que esos caminos son malos y que los pies se cansan con facilidad; también es cierto que las chozas son míseras y no hay en ellas demasiado espacio: pero los corazones de los hombres son buenos, el pan es negro y suculento, y las puertas se abren con rapidez. Aún hoy, después de la gran guerra y la gran revolución, a pesar de que las máquinas han iniciado su infausta marcha, acerada y precisa, hacia el este de Europa, los hombres se interesan benévolos por la miseria ajena. Incluso los necios y los pobres diablos entienden todavía la miseria del prójimo con más rapidez y mejor que los sabios y los listos de cualquier parte. Y no todas las carreteras están aún cubiertas de asfalto. Los caprichos y las leyes del tiempo, de las estaciones y del suelo determinan y modifican el aspecto y las condiciones de los caminos. En las pequeñas chozas, pegadas al regazo de la tierra, los hombres están tan cerca de ella como del cielo. Porque allí el cielo mismo desciende sobre la tierra y las gentes, mientras que en otros lugares, donde los edificios se alzan a su encuentro, parece como si fuese cada día más alto y más lejano. Muy distantes entre sí, esparcidas por el país, están las aldeas. Son rarísimas las villas y ciudades, pero tanto más vivos los caminos y las carreteras. Hay muchos que están siempre en camino. Su miseria y su libertad son hermanas gemelas. Éste se ve obligado a peregrinar porque no tiene hogar; el otro, porque no halla reposo; el tercero, porque no quiere tenerlo o porque ha hecho voto de evitarlo; el cuarto, porque ama los caminos y las casas extrañas, desconocidas. También en los países del Este se ha empezado ya, sin duda alguna, a luchar contra los mendigos y vagabundos. Es como si el delirio de las máquinas y las fábricas, la veleidad de las gentes que habitan un sexto piso, la inestabilidad de los que, engañosamente, se creen establecidos, no pudiese ya soportar el constante, honesto y tranquilo movimiento de los buenos caminantes sin rumbo fijo. ¿Adónde vas? ¿Qué buscas? ¿Por qué te has marchado? ¿Cómo es posible que lleves una vida propia, mientras los demás soportamos una vida en común? ¿Eres mejor? ¡¿Eres distinto?!
Entre quienes, aquí y allá, se encontraban con el ex coronel Nikolaus Tarabas, más de uno le formulaba esta clase de preguntas. Él no contestaba. Hacía tiempo que las ropas de Kristianpoller se habían convertido en andrajos. Las botas estaban rotas. Tarabas seguía llevando su capote militar. Había arrancado las charreteras y se las había guardado en el bolsillo. A veces las tocaba, las sacaba y las observaba. Su plata se había vuelto amarillenta; eran como juguetes viejos. Y volvía a meterlas en el bolsillo. Había cortado el distintivo de su gorra. La llevaba como un disco demasiado pequeño sobre su cabellera espesa y abundante. Había perdido su bonito color gris. En algunos puntos tenía manchas blancas, entre otras grises, amarillentas y verdes. En el pecho, bajo la camisa, el ex coronel llevaba dos saquitos juntos. En uno había monedas y billetes de banco. En el otro guardaba un objeto del que no se habría desprendido ni al precio de su vida y de su salvación eterna.
Siempre que se topaba con una cruz o una imagen sacra en el camino, caía de rodillas y oraba largo rato. Oraba con todo fervor, si bien le parecía que nada tenía que implorar. Estaba satisfecho, incluso alegre.
Se esforzaba en hallar tormentos, dolores e injurias. Los hombres eran demasiado buenos con él. Raras veces le negaban una sopa, un pedazo de pan, un techo. Y si así ocurría, él contestaba con una bendición. Hablaba dulcemente incluso con los perros que se le arrojaban a las piernas. Y si un hombre le decía: «¡Vete, que tampoco tenemos nada!», Tarabas respondía: «¡Dios te bendiga! ¡Que Él te dé todo cuanto necesitas!».
Sólo resultó difícil durante la primera semana.
El sereno otoño se había transformado de la noche a la mañana en un riguroso invierno. Primero vino la dura lluvia, cuyas gotas se helaban una a una al caer y golpeaban la cara y el cuerpo como granos de hierro.
Luego se volvieron granizo de enorme tamaño, que caía con impetuosa inclinación. Tarabas saludó la primera nieve, la buena y suave hija del invierno. Las calles se volvieron blandas y sin fondo. La nieve se derritió. Se añoraba la buena y ruda helada. Un día ésta se presentó también acompañada de su hermano, el viento tranquilo y persistente que soplaba del norte, el viento que llegaba como una espada, ancho y llano, terriblemente cortante. Es capaz de atravesar materiales blindados. No hay ropa que se le resista. Uno se mete las manos en los bolsillos. El viento del norte sopla a través de la tela como a través de un papel de calco. A su soplo, la tierra se hiela en un santiamén y devuelve a su vez un aliento gélido. El caminante se vuelve ligero como una pluma, más ligero aún que el plumón de un ave, el viento puede llevárselo de un soplo como si fuera la cáscara escupida de una pepita de calabaza. La aldea más próxima está lejos, más lejos que de costumbre. Todo lo que vive se ha escondido o metido en su madriguera. Incluso los cuervos y las cornejas, pájaros de las heladas, cantores de la muerte, han enmudecido. A ambos lados de la ruta helada, a derecha e izquierda del caminante, se extiende la llanura, se sitúan los campos y prados bajo una corteza transparente y granulosa de hielo blancuzco.
En el país donde ocurre la historia de nuestro Nikolaus Tarabas hay un gremio de mendicantes y vagabundos. Una buena y segura comunidad de apátridas, con costumbres y leyes propias, y a veces también con su propia justicia, con signos propios y con su propio lenguaje. Incluso poseen casas estos mendigos: barracones, chozas de pastor abandonadas, cabañas medio quemadas, vagones de ferrocarril olvidados, cuevas descubiertas al azar. Quien se ha pasado una vez cuatro semanas de camino, ha aprendido de los dos grandes maestros del hombre, la miseria y la soledad, a leer los signos secretos que anuncian la existencia de un refugio. Aquí hay una hebra de hilo, allí el jirón de un pañuelo y más allá una rama carbonizada. Aquí, en una hondonada al borde del camino, se descubren las cenizas de una hoguera. Allá, bajo el esmalte del hielo, se pueden descubrir aún huellas de pies humanos que indican un camino y una dirección. El frío corta la carne, y agudiza asimismo los sentidos.
Tarabas aprendió a entender los signos que prometen calor y seguridad. La guerra había dejado en el campo mucho material utilizable, hierro y chapa ondulada, madera y automóviles destruidos, vagones solitarios en estrechas vías férreas improvisadas, barracas míseras, casuchas medio incendiadas, trincheras abandonadas, bien revestidas de cemento. En un país en el que la guerra ha destruido los bienes de los sedentarios, los vagabundos tienen suerte.
Cuando el ex coronel Tarabas pisaba uno de tales refugios, se sentía recompensado muy por encima de sus méritos. Y casi se arrepentía de haberlo buscado. Y más de una vez sucedía incluso que, apenas había entrado y le rodeaba el calor, volvía a partir a los pocos minutos. No le gustaba gozar de más protección y calor de los que le eran estrictamente necesarios para conservar la vida. Porque se complacía en sus penalidades, y deseaba prolongarlas. Y volvía por tanto a la nieve, al hielo y a la noche. Si encontraba a un vagabundo que se esforzaba por llegar al abrigo y le preguntaba por qué y hacia dónde caminaba, Tarabas respondía que hoy mismo tenía que llegar a un destino; aquella misma noche.
Una noche fue a parar a un refugio donde había ya otro vagabundo durmiendo. Era un deteriorado vagón de segunda clase; se hallaba en una vía abandonada de un antiguo ferrocarril de campaña. Las ventanas de los departamentos estaban rotas y sustituidas por maderos y cartones. Las puertas que separaban el pasillo de los compartimentos ya no cerraban. Las tapicerías de cuero de los asientos habían sido arrancadas hacía mucho tiempo. De los asientos emergían las crines grises y duras, y a través de las grietas y fisuras soplaba un viento despiadado. Tarabas se metió en el primer compartimiento. ¡Un compartimiento de segunda clase, como Tarabas los había utilizado anteriormente! Estaba muy cansado y se durmió enseguida. Se sumergió en el sueño con el recuerdo de aquellos tiempos en los que, como «correo del zar», había regresado a su país con «asuntos de Estado especiales». «¡Revisor —había gritado—, tráeme un té!». O bien: «¡Revisor, quiero uvas!».
Se apartaba, se apartaba la gente del corredor para dejar sitio al correo especial del zar. ¡Ah, qué hombre había sido antes Nikolaus Tarabas! ¿Qué harían ahora sus leales sin Tarabas? «¡Ya ves —pensaba Tarabas— aquí tienes a un hombre que ha vivido de un modo grandioso, un Tarabas que lo podía todo y que pensó que el mundo habría sido distinto sin él! Pero ahora me he apartado del mundo… y el mundo no ha modificado en absoluto su fisonomía. Nada significa un hombre para el mundo: ni siquiera uno tan poderoso como yo lo fui».
A las dos horas, Tarabas despertó. Abrió los ojos y reconoció en la penumbra a un hombre, un viejo vagabundo. El pelo blanco ondeaba sobre el cuello de su abrigo oscuro, y la barba le llegaba casi al cordel que llevaba sujeto a los flancos.
—¡Tienes un sueño que es una bendición! —dijo el anciano—. Llevo de pie un cuarto de hora, toso y escupo, y tú sin oír nada. Te oí perfectamente cuando llegaste, y tú ni siquiera te diste cuenta de que en este vagón vivía un hombre. Todavía eres joven. ¡Apuesto a que no hace mucho tiempo que andas recorriendo estos mundos!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tarabas, e inmediatamente se sentó.
—Porque el hombre que tiene cierta experiencia, investiga primero cualquier lugar donde se mete. ¡Con lo fácil que es encontrar algo útil! Una moneda, tabaco, una vela, un pedazo de pan, o también un gendarme. Estos hombres extraños se esconden a veces y esperan con paciencia la llegada de uno de nosotros, y luego nos piden la documentación. ¡Yo tengo documentación! —añadió el viejo tras una pausa—. Podría incluso enseñártela si tuviéramos luz.
—Aquí hay una vela. Enciéndela —dijo Tarabas.
—No puedo —replicó el viejo—. ¡Tienes que hacerlo tú mismo!
Tarabas encendió el cabo de vela y lo pegó al estrecho canto de madera de la ventana.
—¿Por qué no has querido encenderla? —preguntó, y contempló con cierta envidia al viejo, que era ya mucho más anciano y tenía un aspecto más afligido que Tarabas. ¡Ah, era como un general entre los miserables! Tarabas no pasaba de teniente.
—¡Porque es la noche del viernes! —dijo el viejo—. Soy judío. Tenemos prohibido encender luces.
—¿Cómo es que no te encuentras hoy en una casa caliente? —preguntó Tarabas, y la envidia le invadió tan de lleno como en otro tiempo pudo invadirle la cólera—. Tus correligionarios comen y duermen en las casas de los judíos cuando llega el sabbat. Jamás me había encontrado con un mendigo judío tal día como hoy.
—Bueno, ya ves —dijo el anciano judío, y se sentó frente a Tarabas, en el banco—, conmigo es distinto. Yo era un hombre muy considerado en mi comunidad. Celebraba siempre el sabbat como Dios manda. Pero no hacía otras cosas que Él nos manda también. Y ahora llevo ya ocho años vagabundeando. He vagabundeado durante toda la guerra. Y no han sido los años más difíciles. Lo he recorrido todo, he estado en muchas partes de Rusia, y a veces detrás del frente. En la retaguardia había siempre algo que remediar. Para un mendigo, siempre cae algo.
—¿Por qué renuncias al sábado? —preguntó Tarabas.
El viejo se pasó las manos por la barba, se inclinó hacia delante para ver mejor a Tarabas, y dijo:
—Acércate un poquitín a la luz para que yo pueda verte.
Tarabas se aproximó a la bujía.
—¡Bien! —dijo el judío—. Me parece que puedo contarte mi historia. Me gusta contarla, a decir verdad. Pero hay personas a quienes les cuentas algo y luego dicen: ¡Sí, sí!, o: ¡Vaya, vaya!, o se limitan a sonreír, o permanecen indiferentes y no dicen nada. Se dan la vuelta y se ponen a roncar. Y Dios sabe que no soy vanidoso ni quiero aplausos, al contrario: quiero que me conozcan en todos los aspectos de mi manera de ser. Y si alguien no se hace cargo de toda mi naturaleza, no tiene sentido que le cuente nada.
—¡Sí, te entiendo! —dijo Tarabas.
—Pues voy a decirte —prosiguió el judío, que, con gran sorpresa de Tarabas, le hablaba en la lengua del país sin dificultades, no como los otros judíos—, pues voy a decirte que fui un hombre muy rico. Me llamo Samuel Jedliner. Y todo el mundo me conoce a lo largo y a lo ancho de este país. Pero no te aconsejo que preguntes a nadie por mí. Si alguien oye mi nombre, te maldecirá. Toma nota. Especialmente si alguna vez te dejas caer por Koropta. Porque allí he vivido.
—¿Koropta? —preguntó Tarabas.
—Sí, ¿la conoces?
—De paso —dijo Tarabas.
—Sí —dijo el viejo Jedliner—. Allí tuve una casa tan grande como la posada de Koropta, la posada de Kristianpoller. Tenía una mujer bonita, fuerte, de anchas caderas, y dos hijos. Comerciaba con madera, para que lo sepas, y ganaba un montón de dinero. Se vende mucho cuando el invierno es frío, como el que tenemos ahora, pongo por caso. Había otros comerciantes en madera, pero yo era el más inteligente de todos. Para que lo sepas: en primavera, cuando nadie piensa que pueda llegar el invierno, voy a ver al señor propietario e inspecciono el bosque, y hago que señalen este o aquel árbol, y doy una paga y señal. Luego talo. No me fío del dueño de la finca. Él, que tale lo que quiera. Yo soy quien corto mis árboles. Luego me llevo la leña a casa. La dejo al aire libre, cuando llueve…, y si el tiempo es seco, la cubro con una lona. Así es como aumenta su peso. Porque éste era mi principio fundamental: vender a peso; y si es posible, que sea una leña troceada ya al máximo y en pedazos pequeños. ¿No te parece? ¿Por qué la gente tiene que llamar además al leñador y pagarle extra? Los hay que compran a brazas, a varas, y luego tienen necesidad de serrar los troncos. No, esto no ocurre conmigo. Yo vendo leña ya lista para usarla, a peso. Puedes darte cuenta de que, en el campo, yo era la mar de original con mi método.
El viejo cesó de hablar. Podía decirse que la pasión que demostraba aún por su oficio abandonado no encajaba con su actual situación. Abrevió:
—Era así… o poco más o menos. Ya nada importa. O sea, que era un hombre rico. Tenía dinero en casa y en el banco. Di estudios a mi hijo. A mi mujer, la mandaba cada año al extranjero, a Austria, a Franzensbad, porque el médico decía que debía tener alguna dolencia abdominal; le dolían los riñones, y sin que hubiera un motivo comprensible. Pero el diablo me atormentaba. En todo el verano no ingresaba dinero alguno, y no tenía paciencia para esperar al otoño. Había a veces otoños secos, veraniegos, que se prolongaban, y ni un alma pensaba en el invierno… y mi madera se volvía ligera, cada vez más ligera. Esto me amargaba. Y he aquí que un día vino ese Jurytsch y me hizo una proposición…
Jedliner calló, suspiró y continuó:
—Desde aquel día me convertí en un confidente bien pagado de la policía. Al principio denunciaba gente de quien sabía algo; pero luego otra gente de la que sólo tenía sospechas, y al final a todos los que no me gustaban. Desplegué una enorme fantasía, y era capaz de combinar muy bien los hechos. Todo me lo creían. Tuve suerte unas cuantas veces. Resultaba cierto todo lo que yo me había limitado a conjeturar. Pero un día apareció Jurytsch en la taberna de Kristianpoller, se emborrachó y dijo que yo ganaba mucho más dinero que él mismo.
»Bueno, no quiero aburrirte. Una noche vinieron a buscarme dos robustos carniceros judíos y el posadero Kristianpoller, que tampoco es un chiquillo enclenque, y me dejaron medio muerto de la paliza que me dieron. Me obligaron a dejar mi casa y la ciudad. Mi mujer no quiso venir conmigo. Mis hijos me escupieron. El rabino convocó un tribunal con tres sabios judíos. Reconocí lo que había hecho. Al menos veinte judíos de Koropta y sus alrededores habían ido a parar a la cárcel por mi culpa. Y al menos diez de ellos eran inocentes. Y juré ante los judíos de Koropta que lo abandonaría todo. Y que me uniría a los mendigos del país. Y en mi interior decidí y juré además que no volvería a pasar el sabbat en ninguna casa judía. Por esto estoy aquí. Y ésta es mi historia.
—Yo —dijo Tarabas— he arrancado la barba a uno de tus hermanos en la fe.
Permanecían sentados uno frente al otro. El cabo de vela se había consumido hacía ya mucho rato.
Cuando llegó la mañana, una mañana helada que, con su color rojo fuego, anunciaba una nueva nevasca, dejaron el vagón, se dieron la mano y continuaron su vagabundeo, cada uno en una dirección distinta.