XXI

El párroco se levantó. Tenía la impresión de que era muy avanzada la noche; se disponía a ir a acostarse.

—Vengo por un asunto personal —dijo Tarabas, aún en la puerta.

La pantalla de la lámpara de petróleo que colgaba muy baja sobre la mesa extendía una pesada sombra hasta la mitad inferior de las cuatro paredes desnudas.

El viejo de ojos cansados no pudo reconocer inmediatamente a Tarabas. Se quedó plantado sin saber qué hacer. Su vieja y flaca cabecita se erguía aún en la sombra de la pantalla, mientras la luz del redondo quinqué hacía brillar aún más que durante el día su vieja sotana grasienta, con los numerosos botoncitos forrados de tela y no menos grasientos. Cuando reconoció a Tarabas, el viejo dio unos pasitos vacilantes hacia la puerta.

—Acérquese y siéntese —dijo.

Tarabas se aproximó a la mesa y no se sentó. Justamente lo que le convenía era permanecer de pie a la sombra de la pantalla. Hablaba para sí, como si no se dirigiese al párroco. Sacó del bolsillo la madeja de pelos de barba, los mantuvo agarrados en el puño y dijo:

—Hoy he arrancado esta barba a un pobre judío —y como si tuviera que dar datos precisos, y como si se tratase de un interrogatorio oficial, añadió—: se llama Schemarjah y es pelirrojo. He mandado que lo busquen, pero ha desaparecido. Dicen que se ha vuelto loco y ha huido a los bosques de los alrededores. Quiero buscarlo yo mismo. ¿Qué debo hacer? ¿Se ha vuelto loco por mi causa? Preferiría haberlo matado. Sí —prosiguió Tarabas con voz indiferente—, preferiría haberlo matado. He dado muerte a muchos hombres. Y no han vuelto a inquietarme. Era soldado.

El párroco de Koropta no había oído un discurso semejante en toda su larga vida. Aquel anciano conocía a mucha gente: campesinos, mozos y criadas. Tenía setenta y seis años. Y llevaba ya treinta años viviendo en Koropta. Anteriormente había estado en otras pequeñas ciudades. Había oído en confesión a muchos penitentes, y todos se habían acusado más o menos de los mismos pecados. Uno había golpeado a su padre, un anciano indefenso, con la esperanza de que muriese a consecuencia de los golpes. Algunas mujeres habían engañado a sus maridos. Un muchacho de trece años se había acostado con una chica de dieciséis y le había hecho un hijo. La madre había estrangulado al recién nacido. Se trataba en todos estos casos de unos hechos fuera de lo común. Si el viejo había llegado a hacerse cargo en algún momento de su conocimiento del mundo y de los seres humanos, los casos mencionados contaban para él entre los más abominables ejemplos de la tentación abismal e infernal que puede asaltar a los hombres. Y ahora, al oír hablar a Tarabas, estaba más sorprendido que aterrado.

—Pero siéntese usted —dijo el viejo, a quien permanecer en pie había cansado tanto como aquella extraña historia.

Tarabas se sentó.

—Bueno —empezó el párroco, que quería darse a sí mismo una explicación clara del suceso—; vamos a ver si lo repetimos: usted, señor coronel, ha arrancado las barbas a un judío a quien no conocía de nada, a un tal Schemarjah. ¿Y qué piensa hacer? Yo sí conozco a ese Schemarjah. Lo conozco desde hace treinta años. Ha echado de casa a su hijo, que era un revolucionario. Es un hombre de apariencia peligrosa, pero no es más que un loco inofensivo. Y bien, señor coronel, ¿qué puedo hacer?

—¡No he venido a pedirle un consejo práctico! —dijo Tarabas, y bajó la vista al linóleo amarillento y rajado que cubría la mesa del párroco—. ¡Quiero expiar mi culpa!

Permanecieron un buen rato en silencio.

—Prefiero —dijo el párroco— actuar como si no le hubiese oído, señor coronel. Puede irse, si quiere. No tengo ningún consejo que darle, señor coronel. ¿Quiere usted un consuelo espiritual? ¡Que Dios le perdone! Rezaré por usted. ¡Usted ha hecho daño a un pobre judío loco! Muchos de ustedes lo han hecho, señor coronel. Muchos volverán a hacerlo…

—Soy peor que un asesino —dijo Tarabas—. Lo era desde hace años, pero sólo ahora lo veo con claridad. Expiaré mis culpas. Mire usted, me despojaré de mi aureola criminal e intentaré expiar mis culpas. Sólo quería decírselo. Cuando entré aquí, tenía la última, la estúpida esperanza, la esperanza pecadora de que usted podría perdonarme. ¡Ah, cómo he podido pensarlo!

—¡Váyase, váyase, señor coronel! —dijo el párroco—. Me parece que va a encontrar usted su camino. ¡Váyase, hijo mío!

Esa misma noche cabalgó hacia la capital. Llegó a primera hora de la mañana. Preguntó por la casa del general Lakubeit y llegó a caballo frente a la puerta de la misma. Ató el caballo, se sentó en el umbral de la casa y esperó a que Lakubeit se levantase.

El ayudante del general, el elegante teniente, vio al coronel Tarabas entrar en la habitación de su superior y salir al cabo de un cuarto de hora. Como detalle curioso, el coronel llevaba en la mano un paquetito que no se dejó arrebatar. Por desgracia, a los curiosos oficiales que esperaban al general en la antesala nada pudo decirles el ayudante sobre la entrevista del coronel con Lakubeit.

Los oficiales saludaron cuando Tarabas salió.

Tarabas hizo una seña al ayudante para que se acercase y le dijo:

—Tengo abajo mi caballo. Pasaré a recogerlo dentro de un par de días. Cuide de él entretanto.

Tarabas salió de la casa, permaneció aún unos instantes frente al portal, decidió dirigirse hacia la izquierda y avanzó por la ancha calzada, directamente hacia el oeste de la ciudad, hasta que llegó a los campos. Se sentó al borde del camino, deshizo su envoltorio, se quitó el uniforme, se puso la ropa de paisano de Kristianpoller, buscó algo en los bolsillos del uniforme; sacó únicamente una navaja y la barba de Schemarjah, se puso ambas cosas en un bolsillo de la chaqueta, dobló cuidadosamente las prendas del uniforme, les echó una última ojeada y se puso a caminar por la carretera recta que parecía desembocar allá lejos, muy lejos, en el horizonte.