XX

Hacia las seis de la tarde se despertó el coronel Tarabas. A través de la ventana sin postigos vio estrellas en el cielo. Creyó que debía de ser ya noche cerrada. Notó que no estaba acostado en su habitación, y recordó que, a mediodía, había vuelto a casa, a la posada, y que el mozo Fedia le había dado otra habitación, porque en la que tenía antes estaba el difunto sargento Konzev. Luego se acordó de que a las doce del mediodía había enterrado a Konzev y a los demás. Habían querido dar a Tarabas la estancia del difunto abuelo: aquélla era pues la habitación en la que el abuelo del judío Kristianpoller había vivido y donde probablemente también había muerto.

Había claridad. El reflejo azul de la noche permitía reconocer todos los objetos. Tarabas se incorporó y se quedó sentado. Vio que se hallaba en la cama con el capote, con los correajes puestos y las botas. Miró a su alrededor. Vio la estufa, la cómoda, el espejo, el armario, las paredes desnudas, blanqueadas. Sólo a la izquierda de la cama había un cuadro. Tarabas se levantó para verlo detenidamente. Mostraba un ancho rostro rodeado por una barba en abanico. El coronel dio un paso atrás. Se metió las manos en los bolsillos como si quisiera sacar sus cerillas. Sus manos tocaron algo piloso y pegajoso.

Volvió a sacarlas, rápidamente. Vela y cerillas estaban sobre la mesita de noche. Tarabas, encendió. Alzó la vela y leyó lo escrito debajo del cuadro. Decía: «Moses Montefiore».

Era un grabado de poco precio, como los hay a cientos en muchas casas judías del Este. El nombre no le dijo nada a Tarabas. Pero la barba le dio un susto tremendo.

Volvió a meterse las manos en los bolsillos y sacó dos mechones enmarañados y pegajosos de pelos humanos de color rojo. Con repugnancia los arrojó al suelo, se agachó inmediatamente y volvió a cogerlos. Los contempló unos instantes en la mano abierta y se los metió en el bolsillo. Luego volvió a levantar la bujía e iluminó más detenidamente cada rasgo de la cara de Montefiore. El retrato colgaba tras un cristal, en un delgado marco de madera negra. Sobre su cabeza llevaba Montefiore un gorrito redondo, igual que el posadero Kristianpoller. El ancho y blanco semblante, circundado por la espesa barba blanca en abanico, recordaba la bondadosa luna, rodeada de nubes, de las suaves noches de verano. La mirada semivelada, oscura, se fijaba en un punto determinado de una lejanía difícilmente localizable.

Tarabas puso la vela en la mesita de noche y empezó a caminar de un lado a otro. Evitaba volver a echar una ojeada al cuadro. Pero no tardó en tener la clara sensación de que el desconocido Montefiore le observaba atentamente desde la pared. Descolgó el retrato del clavo, le dio la vuelta y lo puso encima de la cómoda, de espaldas a la habitación. La parte trasera del marco era de madera fina y desnuda, con un par de minúsculas cabecitas de clavo en los cuatro ángulos.

Tarabas creyó que podría continuar su paseo por la estancia sin ser molestado. Se equivocaba. Si había vuelto hacia el otro lado la mirada de Montefiore, ante los ojos de Tarabas se presentaba en carne y hueso la imagen de aquel pelirrojo cuyas barbas llevaba aún en el bolsillo. Volvía a oír los breves chillidos aterrados, de pajarito, que lanzaba el judío mientras le zarandeaba, y luego el último grito agudo.

Tarabas sacó otra vez del bolsillo la enmarañada madeja. La observó largo rato con ojos bovinos.

De pronto dijo:

—¡Ella tenía razón! Tenía razón —repitió… y seguía andando de un lado a otro—. Tenía razón…, soy un asesino.

En aquel momento le parecía que se había cargado a sus espaldas un fardo infinitamente pesado, pero que a la vez se había librado de otro que le oprimía aún de un modo más indescriptible. Se hallaba en el estado de un hombre que, condenado desde un número incalculable de años a levantar un peso que tiene a sus pies, se encuentra por fin con dicho peso encima, sin que él mismo lo haya cargado sobre sus espaldas; como si el peso, repentinamente vivo, se hubiese encaramado a sus hombros. Dobló la espalda. Tomó la bujía en sus manos. Y como si la puerta de la estancia no fuese lo bastante alta para dejarle pasar, bajó la cabeza para cruzarla. Descendió la estrecha y rechinante escalera, iluminando con precaución cada uno de los escalones. De la taberna le llegaban las voces de sus camaradas. Entró con la vela encendida en la mano. La puso en el mostrador. El reloj marcaba las siete. Saludó brevemente. Los oficiales esperaban la cena. Se dirigió a Fedia en voz baja y le dijo:

—Quiero bajar a la bodega, a ver a Kristianpoller.

Bajaron a la bodega. Desde el último rellano, Tarabas gritó:

—¡Soy yo, Tarabas!

Kristianpoller introdujo la barra de hierro en la losa. Fedia la levantó por el gancho.

—¡Excelencia! —dijo Kristianpoller.

—Tengo que hablar contigo —dijo Tarabas—. Quedémonos aquí. Que se vaya Fedia.

Cuando estuvieron solos, Tarabas empezó:

—¿Quién es Moses Montefiore?

—Es un judío de Inglaterra —contestó Kristianpoller—. Fue el primer alcalde judío de Londres. Cuando la reina le invitaba le preparaban, a él solo, una comida de acuerdo con lo que prescribe la religión judía. Era un gran sabio y un piadoso judío.

—Mira —dijo Tarabas, y sacó de su bolsillo el mechón de pelos rojos—. Mira, Kristianpoller, y entiéndeme bien. Hoy he hecho mucho daño a un judío.

—Sí, lo sé, Excelencia —respondió Kristianpoller—. La verdad es que algunos conocen mi escondrijo. Y también es cierto que los judíos andan por la calle. Uno de ellos ha venido. Me lo ha contado. Ha arrancado usted las barbas a Schemarjah.

—¡Haré que te acompañe un soldado! —dijo Tarabas—. ¡Ve a buscarme a ese Schemarjah! Os espero aquí.

Subieron la escalera.

—¡Guardia! —gritó Tarabas.

El soldado acompañó a Kristianpoller por la calle.

Pero el posadero regresó a los pocos minutos.

—Imposible encontrarlo —dijo—. Su Excelencia debe saber —añadió— que era un necio, un chiflado. Su hijo le ha hecho perder la cabeza…

—Conozco a su hijo —dijo Tarabas.

—Dicen los judíos que ha escapado al bosque.

—Lo encontraré —dijo Tarabas.

Permanecieron un buen rato en silencio. Se hallaban sentados en el primer piso de la bodega, cada uno en un pequeño barril de aguardiente. En un tercer barril estaba la bujía. La luz era oscilante. En las paredes húmedas y agrietadas, las sombras de los dos hombres subían y bajaban. El coronel Tarabas parecía reflexionar. Kristianpoller esperaba.

Finalmente, Tarabas dijo:

—¡Escucha, querido! Vete arriba. Tráeme uno de tus vestidos. ¡Préstamelo!

—¡Enseguida! —dijo el judío.

—¡Y hazme con él un hatillo! —exclamó luego Tarabas.

Cuando Kristianpoller regresó a la bodega con el hatillo, dijo Tarabas:

—¡Te lo agradezco! Voy a desaparecer unos días; pero no le digas nada a nadie.

Y salió de la bodega.