Una azul y plateada mañana de domingo, las campanas de dorados sones y los coros de los devotos campesinos que se resistían a abandonar el cobertizo de Kristianpoller despertaron al coronel Tarabas. Se levantó de golpe. Ya le esperaba Fedia con el té humeante. Impaciente, Tarabas bebió tan sólo unos sorbos. Estaba bien despierto y lúcido. Podía recordar todos los sucesos del día anterior. Sabía aún todos los discursos de los oficiales. Sabía cada una de las palabras que le había dicho el otro Tarabas. El otro Tarabas es un ser humano real. El coronel Tarabas ya no lo pone en duda.
Sale a la calle principal. Los soldados acampan junto a los restos de las casuchas incendiadas. Se levantan, saludan. Un suboficial le comunica que la noche ha transcurrido en calma. Tarabas dice:
—¡Bien, bien, está bien!
Y sigue su camino.
Las graves campanas tañen todavía, y los campesinos siguen con sus cánticos.
Tarabas piensa en el sepelio de Konzev y de los demás a las doce del mediodía. Aún hay tiempo. No son más que las nueve.
En Koropta no se ve a nadie, ni un solo judío. De las pocas casitas incólumes de los judíos, con sus postigos ciegos, cerrados, no viene el menor ruido. ¡A lo mejor se han asfixiado todos!, piensa Tarabas. Le da igual que se hayan asfixiado.
¡No puede darte igual!, le dice no obstante el segundo Tarabas. El coronel responde: ¡Sí, me da igual! ¡Los odio!
De pronto salió algo negro, sospechoso, de una de las casas no destruidas de los judíos. Dobló una esquina como una exhalación.
Tal vez Tarabas se había engañado. Continuó tranquilamente su camino.
Pero cuando dobló la esquina siguiente y entró en una calle contigua, una aparición realmente espantosa se le echó en los brazos.
Era una resplandeciente mañana dominical. Aún vibraban en el aire los ecos dorados de las campanas. De la iglesia, de la cima de la colina, se veían bajar y relucir los multicolores y alegres pañuelos en la cabeza de las campesinas que venían del oficio religioso. Era como si toda la colina se moviese sola en dirección a la ciudad, cuajada de enormes flores de todos los colores. Un viento leve traía los últimos sones resonantes del órgano. El domingo, con las campanas cuyos sones se expandían al viento y con las notas resonantes del órgano, parecía parte integrante de la naturaleza. Como señales infamantes de una infamante revuelta contra sus leyes se destacaban los huecos devastados y las ruinas todavía humeantes en la pequeña ciudad: una herida en la paz dominical. La colina del suroeste de la pequeña ciudad estaba inundada por la esplendorosa luz del sol. Cada vez más compactas parecían las grandes flores coloreadas de los pañuelos de las campesinas. La iglesia pequeñita y amarillenta estaba totalmente inmersa en los rayos de sol. Y en su minúsculo campanario relucía la cruz alegremente, sagrada y serena como un noble juguete. Así estaba hecho el mundo cuando la horrorosa aparición se lanzó a los brazos de Tarabas.
Esta horrorosa aparición era un judío flaco, mísero, frágil, pero de unos cabellos extraordinariamente rojos. Como una guirnalda flamígera, su barba corta le rodeaba el rostro pálido y cuajado de pecas. En la cabeza llevaba un gorro de reps negro, descolorido y de reflejos verdosos, bajo cuyo borde despuntaban los breves rizos de un rojo de fuego, que se unían formando un todo con la barba flamígera. De los minúsculos ojos, entre verdes y amarillentos, sobre los cuales se situaban dos espesas cejas rojas, como dos escobillas encendidas, parecían brotar asimismo llamitas, pequeños fuegos de otra especie, gélidas llamas aceradas. Nada peor podía salir al encuentro de Tarabas en un domingo.
Se acordó de aquel funesto domingo en que se había iniciado su desgracia. Había sido un día maravilloso, como hoy, y en la aldea de Galizia habían sonado las campanas. Y entonces, del borde del camino, se había alzado aquel soldado pelirrojo, mensajero del infortunio. ¡Ah! ¿Había pensado el poderoso coronel Tarabas que era posible burlar el infortunio? ¿Podía uno escapar a él? ¿Podía uno continuar las guerras por su cuenta?
¡Un judío pelirrojo en la mañana de un domingo! Tarabas, cuyos ojos estaban especialmente ejercitados en distinguir pelirrojos, no había visto en toda su vida unos cabellos tan rojos, una barba tan llameante, que casi echaba chispas. Tarabas no sólo se asustó al ver al judío. La primera vez, cuando vio al soldado, sí que se asustó. Pero esta vez quedó literalmente paralizado de pies a cabeza. ¿De qué le servían todas las batallas en las que había tomado parte? ¿Qué significaban todos los horrores que había sufrido y que él mismo había causado? Resultó que Tarabas llevaba en su corazón el más grande de los horrores, un horror insuperable, un pavor que creaba nuevos pavores, un terror que producía fantasmas y una debilidad que engendraba en él nuevas debilidades. ¡De una hazaña a otra había corrido el poderoso Tarabas! Pero no había sido por su voluntad; el miedo en su corazón lo había empujado a través de las batallas. Incrédulo, había vivido de supersticiones, valeroso por miedo y violento por debilidad.
No menos que el coronel se espantó el judío Schemarjah. En sus brazos llevaba dos rollos de la Torá como dos niños muertos, vestido cada uno de ellos de rojo terciopelo recamado de oro. Los redondos mangos de madera de cada rollo estaban carbonizados, y también sus envolturas de terciopelo, de las que emergían los extremos inferiores del pergamino arrollado y consumido por el fuego. En ese mismo día, Schemarjah había conseguido ya por dos veces llevar al camposanto dos rollos cada vez. Por la mañana, antes de salir el sol, se había escabullido de la casa.
Ni un soldado lo había visto. Estaba convencido de que Dios mismo le había elegido. Sólo él podía cumplir aquella obra sagrada. Cuando salía por tercera vez de la sinagoga, creyente en los milagros, miserable y necio como era, se había imaginado ya que caminaba envuelto en aquella nube que nos hace invisibles y de la que habla la Biblia. Al caer en brazos del coronel, dominado aún por su fe en la nube, saltó hacia un lado, como si pudiera escapar del poderoso Tarabas sin ser visto. Este movimiento sumió a Tarabas en una tremenda cólera. Cogió al judío por el pecho, lo sacudió un poco y vociferó:
—¿Qué haces tú aquí?
Schemarjah no contestó.
—¿No sabes que tenéis que permanecer en las casas?
Schemarjah se limitó a asentir con la cabeza. Y estrujó aún más entre sus brazos los rollos de la Torá, como si el coronel le amenazara con arrebatárselos.
—¿Qué es esto que llevas y qué pretendes hacer con ello?
Schemarjah, a quien el miedo impedía articular palabra y que además conocía mal el idioma del país, respondió sólo con un movimiento. Después de haber pasado con sumo cuidado un rollo del brazo derecho al brazo izquierdo, producía una impresión aún más fantasmal. Oprimiendo contra el pecho, con el débil brazo izquierdo, los pesados objetos sagrados, su mano izquierda, en cuyo dorso había las rojas cerdas enhiestas, señaló el suelo, hizo el movimiento de quien maneja una pala y se puso a dar pisotones y a escarbar el suelo como quien tiene que alisar una tumba removida. Como es lógico, Tarabas entendió muy poco de todo aquello. El obstinado mutismo del judío despertó su encono, que no tardó en ponerse en efervescencia.
—¡Habla! —gritó levantando el puño.
—¡Excelencia! —balbuceó Schemarjah—, esto se ha quemado. No puede quedar así. ¡Hay que enterrarlo! ¡En el cementerio!
Y con la mano indicó la dirección del cementerio judío de Koropta.
—¡Tú no tienes que enterrar nada! —vociferó Tarabas.
El pobre Schemarjah, que no entendía muy bien, se creyó obligado a dar más explicaciones. Y explicó lo mejor que pudo, tartamudeando y entre balbuceos, pero con el rostro iluminado, que ya había cumplido otras dos veces su sagrado deber. Con sus palabras no hizo otra cosa que acrecentar la ira de Tarabas. Porque a los ojos de Tarabas, el hecho de que el judío pisara la calle por tercera vez era un crimen especialmente grave. Era demasiado. En un domingo como hoy —en un día laborable la cosa habría resultado todavía plausible, pero en domingo, aquella aparición era algo tremendo—, ser pelirrojo y judío se convertía en un insulto personal contra el coronel. ¡Ah, pobre Tarabas, tan violento y airado! De pronto sintió la voz mortecina del pobre Tarabas: ¡Cálmate!, ¡cálmate! Pero el Tarabas violento no obedeció. Al contrario, se puso todavía más furioso.
—¡Esfúmate! —atronó contra el judío.
Y al ver que Schemarjah, sin comprender y como paralizado, no se movía, Tarabas le arrancó del brazo, con un golpe violento, los rollos de la Torá. Cayeron pesadamente al suelo, en medio del fango.
Lo más terrible ocurrió inmediatamente después. Enloquecido, Schemarjah embistió con los dos puños cerrados y la cabeza baja contra el pecho poderoso del coronel. Era como si un payaso de circo intentase imitar un toro enfurecido. Era ridículo y desgarrador. Era la primera vez, desde que había judíos en Koropta, que uno de ellos intentaba pegar a un coronel, ¡y qué coronel! Era la primera vez y, con toda probabilidad, también la última.
Nunca hubiera creído Tarabas que pudiese sucederle en la vida semejante cosa. De haber necesitado aún una prueba de que los judíos pelirrojos le resultaban especialmente funestos en domingo, aquel ataque constituía dicha prueba. Era algo distinto a un ultraje. ¡Era…, no se podía hallar una definición verosímil para aquel suceso inverosímil! Si hasta ese momento le había invadido la furia sorda de un oso, ahora empezaba a hervir en su interior una rabia diabólica, lenta, cruel, una rabia llena de inventiva, astuta e incluso ingeniosa. La cara de Tarabas se transformó. Su sonrisa era como una pinza entre sus labios, una pinza fría, helada. Con dos dedos de la mano izquierda se sacudió al pelirrojo. Luego, con el pulgar y el índice de la mano derecha, agarró al pobre Schemarjah por el lóbulo de la oreja y pellizcó hasta que brotó una gota de sangre. Después —aún continuaba sonriendo— Tarabas agarró con las dos manos la barba llameante y en forma de abanico del judío. Y con toda su fuerza de gigante, empezó a sacudir hacia delante y hacia atrás el cuerpo flaco y trémulo. Unos cuantos pelos de barba quedaron en las manos de Tarabas. Con calma, se los metió en los bolsillos de su capote, a derecha e izquierda. Continuaba sonriendo el coronel Tarabas. Y como un niño que encuentra gusto en la destrucción de un juguete, con una expresión infantil, casi de débil mental, en los ojos, aferró de nuevo la roja barba.
Y preguntó:
—¿Tienes un hijo pelirrojo como tú, no?
—Sí, sí —balbuceó Schemarjah.
—¡Es un maldito revolucionario!
—Sí, sí —repitió Schemarjah, mientras le zarandeaban de aquí para allá, hacia delante y hacia atrás, y mientras sentía cada uno de los pelos de su barba como una gran llaga abierta. Quería renegar de su hijo, quería explicar que también el hijo había renegado de su padre. Pero ¿cómo hablar? Aun cuando el poderoso y violento Tarabas no le hubiese zarandeado de un modo tan tremendo y doloroso, Schemarjah no habría podido explicarlo todo exactamente en la lengua de los cristianos, que entendía a duras penas. Su corazón se bamboleaba, lo sentía dentro del pecho, como una carga infinitamente pesada, pero a la vez volando de un modo enloquecido; perdía el aliento, abría la boca, sacaba la lengua con avidez en busca de aire, y mientras lo aspiraba y volvía a expulsarlo, se le escapaban unos suspiros breves, como pequeños graznidos estridentes. Le dolía toda la cara como si le pinchasen con diez mil agujas incandescentes. ¡Mátame!, quería decir, pero no podía. Ante sus ojos velados se le presentaba el rostro de su torturador, a veces gigantesco como un círculo enorme, otras veces minúsculo como una avellana, y ambas cosas en un segundo. Finalmente profirió un grito agudo y penetrante, que salía directamente de lo más profundo de sus entrañas. Acudieron unos cuantos soldados. Vieron caer exánime a Schemarjah, y al coronel Tarabas que se quedaba unos instantes desconcertado, sin moverse. Tenía dos mechones de pelos rojos de las barbas; seguía sonriendo, miraba hacia una imprecisa lejanía; se metió finalmente las manos en los bolsillos, dio media vuelta y se fue.