Aquel día, como tantos otros, en Koropta volvieron a sonar tambores y a tomarse disposiciones para que los judíos no se dejaran ver por las calles. Ellos, por su parte, no tenían la menor gana de hacerlo. Permanecían encerrados en las pocas casas de sus correligionarios que habían quedado en pie. Atrancaron puertas y ventanas. Desde que tenían memoria, aquél había sido el sábado más triste de su vida. No obstante, intentaban consolarse y esperar una rápida ayuda de Dios. Le daban las gracias porque al menos les había dejado con vida. Algunos estaban heridos. Permanecían acurrucados, con las cabezas vendadas, los brazos dislocados envueltos en brazales blancos, las caras laceradas, en las que se veía el trenzado violeta rojizo de las correas de los látigos; con los torsos desnudos, sobre cuyas heridas se habían colocado pañuelos húmedos. Por lo demás, se trataba de ancianos, gente débil o tullida: porque a los sanos y jóvenes se los había tragado la guerra. No sentían el ultraje que les habían inferido; sentían únicamente sus dolores. Porque el pueblo de Israel, desde hace dos mil años, conoce una única vergüenza, frente a la cual resultan ridículos todos los insultos y los sarcasmos de sus enemigos: la vergüenza de saber que en Jerusalén no existe ya el Templo. Todo lo que les pueda venir después en cuanto a ignominias, burlas y dolores es una consecuencia de esta amarga realidad. A veces, el Eterno, como si el pesado cáliz del sufrimiento no estuviese todavía lleno, envía nuevas plagas y castigos. En ocasiones se sirve de la población campesina. Es imposible defenderse. Y aunque lo fuese, ¿sería lícito? Dios había querido que, el día anterior, fuesen golpeados los judíos de Koropta. Y fueron golpeados. ¿Acaso no habían creído, con un orgullo pecaminoso, en el regreso de la paz? ¿No habían dejado de tener miedo? No es propio de un judío de Koropta perder el miedo.
Ahí permanecían, sentados y balanceando sus bustos maltrechos en la penumbra de las pequeñas estancias, cuyos postigos estaban cerrados y asegurados con clavos, a pesar de que estaba prohibido clavar clavos en sábado. Sin embargo, conservar la vida es un precepto tan digno como el que ordena santificar las fiestas. Balanceaban el busto, recitaban con su monótona cantilena los salmos que sabían de memoria, mientras otros los leían en los libros con los ojos turbios, en la penumbra, sirviéndose de sus gafas rotas, rajadas, atadas con cordeles, sobre las largas narices afligidas, arrimándose unos a otros, porque faltaban libros, y tres o cuatro tenían que leer en un solo ejemplar. Asimismo, se guardaban muy bien de levantar la voz, por miedo a que les oyesen desde el exterior. De vez en cuando se callaban y se ponían al acecho. Algunos se atrevían incluso a espiar por las grietas y rendijas de los postigos. ¿No venían ya los nuevos perseguidores, contra quienes les habían advertido los toques de tambor?
Había que fingirse muerto; hacer creer a los campesinos, que ya se acercaban, que no quedaba ni un solo judío vivo en Koropta.
Entre aquellos míseros judíos se encontraba también el servidor de la sinagoga Schemarjah, uno de los más desgraciados. Todo el mundo conocía sus penas. Era viudo desde hacía muchos años y tenía un único hijo. Sí, lo tenía. De hecho, no podía llamarle ya hijo suyo desde que éste había escupido a su padre —todavía durante la guerra— y había anunciado su decisión de convertirse en un revolucionario. Sin duda la culpa era del padre, del propio Schemarjah: había ahorrado unos cuantos centenares de rublos para dar estudios a su hijo. El insensato criado de la sinagoga de Koropta había tenido incluso el deseo de tener un hijo culto, un doctor en medicina o en jurisprudencia. ¿Y qué había resultado de tan arrogante e insensato propósito? Primero, un escolar rebelde, que había abofeteado a un profesor, que fue expulsado de la escuela y se convirtió en aprendiz de relojero, fundó un «círculo» revolucionario en Koropta, negó a Dios, leía libros y anunciaba la dominación del proletariado. Aunque era débil como su padre y el ejército no lo aceptó, se presentó voluntario durante la guerra, y no precisamente para defender al zar, sino, como él mismo proclamaba, para «dar el golpe de gracia a los detentadores del poder». Declaró además que no creía en Dios, porque era un invento de los zares y de los rabinos.
—¿Pero tú eres judío? —preguntó el viejo Schemarjah.
—¡No, padre —replico el terrible hijo—, no soy judío!
Abandonó su casa, entró en el ejército y, una vez estalló la primera revolución, escribió una última carta a su anciano padre. Comunicaba que no regresaría nunca más a casa. Que le tuviesen por muerto y enterrado.
Schemarjah le tuvo por muerto y enterrado, le lloró durante siete días, como está escrito, y dejó de ser padre.
Era frágil, delgado y, a pesar de su avanzada edad, tenía aún el pelo y la barba de un rojo vivísimo. Parecía un mago maligno, con su corta barba en abanico, de un color llameante, con sus innumerables pecas sobre el rostro lívido y huesudo, sus brazos secos y de longitud simiesca, sus manos flacas y largas, cubiertas de pelos rojizos. Le llamaban «Schemarjah el Rojo», y más de una mujer judía tenía miedo de sus ojos amarillentos. En realidad se trataba de un hombre inofensivo, atento, humilde, excéntrico, creyente, bondadoso y lleno de celo en el cumplimiento de sus deberes. Vivía de cebollas, rábanos y pan. En verano, las mazorcas de maíz eran para él una golosina y un lujo. Vivía de los escasos kopeks que le pagaban los fieles, y de las limosnas que recibía de vez en cuando, habitualmente antes de las fiestas. Él mismo se culpaba del final de su hijo. Su orgullo paterno había sido castigado. De acuerdo con las leyes de la religión, que constituía la única verdad para él, era cierto que ya no tenía hijo. Sin embargo, en sueños o despierto, su hijo le venía aún con frecuencia a la memoria. ¿Regresaría algún día del reino de los muertos? ¿Podía Dios hacerle retroceder? Para que semejante cosa ocurriese, había que ser piadoso, cada vez más piadoso. Y superaba a todos los demás en devoción y fidelidad a las leyes.
También el día anterior había sido arrojado por los aires. Alguien le había dado un puñetazo en la barbilla. Hoy le dolían las mandíbulas hasta el extremo de que apenas podía articular una palabra comprensible. Pero no pensaba en su dolor. Otra preocupación le afligía. Habían incendiado la pequeña sinagoga de Koropta. ¿Se habían quemado los rollos de la Torá? Y si se hallaban indemnes, ¿no era preciso salvarlos a tiempo? Y si se habían quemado, ¿no había que enterrarlos en el cementerio, como prescribe la ley?
Durante todo el día, las preocupaciones de Schemarjah giraron en torno a los rollos de la Torá. Pero no dijo nada, por celos. Guardaba su secreto por miedo a que pudiera haber otro igualmente dispuesto a salvar los objetos sagrados. Aquella extraordinaria empresa debía serle reservada a él solo. En el gran libro que se lleva en el cielo sobre todos los judíos, el Eterno le calificaría con un magnífico «sobresaliente», y tal vez, a cambio de esta hazaña, el destino le devolviera a su hijo. De ahí que guarde Schemarjah sus preocupaciones para sí. No sabe aún de qué forma se puede ganar la calle sin ser visto por los soldados del poderoso Tarabas o por los campesinos, aún más peligrosos. La idea de que una Torá consumida por el fuego deba esperar en vano una sepultura digna provoca en Schemarjah una pena indecible. ¡Si pudiera hablar!
¡Descargar su corazón! La perspectiva de un mérito extraordinario y de un premio eterno le prohíbe hablar.
A última hora de la tarde, justo en el momento en que los judíos de Koropta suelen celebrar el fin del sabbat y saludar el inicio de los días de la semana, se oye ruido a través de las ventanas atrancadas. ¡Los campesinos se están acercando, los campesinos! ¡Ah, no son los campesinos más o menos familiares de los alrededores de Koropta, aunque precisamente éstos les hayan lanzado por los aires y golpeado! ¡Ah! ¡Son campesinos de fuera, campesinos nunca vistos! De ellos se puede esperar todo lo posible y lo imposible: profanaciones, e incluso asesinatos. ¡Bromas, bromas realmente inofensivas habían sido, si bien se pensaba, las crueldades del día anterior! Lo que aún puede venir debe ser algo de una mortífera gravedad. Los campesinos avanzan sobre Koropta. Se aproximan en largas procesiones, entre cánticos religiosos, con muchas banderas y pendones variopintos, recamados de oro y plata, guiados por clérigos de blancos ropajes, hombres, mujeres, doncellas y niños. Los hay que no tienen bastante con peregrinar a Koropta. Quieren aumentar las dificultades de la sagrada misión. Y cada cinco, siete o diez pasos, se dejan caer y se arrastran de rodillas diez pasos más. Otros se arrojan al suelo, en determinados intervalos, rezan acostados un Padrenuestro, se levantan, siguen andando tambaleantes y vuelven a dejarse caer. Casi todos llevan velas en las manos. Las botas de cordones, lustrosas, les cuelgan de los hombros para que no se gasten las suelas. Las campesinas llevan sus más bonitos pañuelos estampados; los hombres llevan los chalecos de los domingos, que, con sus alegres flores, parecen prados en primavera. Con voz de falsete, chillona, ronca, pero fervorosa y cálida, cantan el milagro.
La noticia del milagro ocurrido en la posada de Kristianpoller se ha extendido en un día por las aldeas de los alrededores. Sí, la forma y la velocidad con que dicha noticia se ha propagado son ya un milagro en sí mismas. Entre los campesinos que han tomado parte en el mercado de Koropta, no pocos han viajado esa misma noche a sus apartadas aldeas para dar la fabulosa información a parientes, amigos y extraños. Ciertos acontecimientos suscitan de manera inexplicable un eco en todos los rincones. No necesitan, para ser conocido por todo el mundo, ninguno de los modernos medios de transporte y comunicación. El aire los transmite a cuantos interesan. Así se propagó pues la noticia del milagro de Koropta.
Ahora, mientras avanzaban los campesinos, viniendo de todas direcciones, de suerte que no menos de seis procesiones confluyeron ante la posada de Kristianpoller, mientras los judíos, en unas cuantas casuchas oscuras, esperaban anhelantes la noche salvadora, Tarabas se hallaba sentado con sus oficiales en la sala de la posada, donde el mozo Fedia sustituía a su patrón. Kristianpoller se había escondido. Pero los piadosos campesinos no pensaban ya en la venganza ni en la violencia. Habían aceptado las advertencias de los sacerdotes. Su piadoso fervor iba afluyendo pausadamente hacia el milagro, como un río entre diques. Se celebraban oficios religiosos, uno tras otro, para cada uno de los grupos de fieles. Se había erigido un altar improvisado. El cobertizo recordaba una de esas toscas capillas construidas a toda prisa por los primeros misioneros que habían llegado al país hacía apenas trescientos años. Aquel pueblo llevaba ya trescientos años de bautismo cristiano. Sin embargo, después de un alegre mercado de cerdos, después de unos vasos de cerveza y a la vista de un judío paralizado, despertaba en cada uno de ellos un antiguo pagano.
Aquel día, sin embargo, ni siquiera los clérigos eran de fiar. Los soldados patrullaban por Koropta.
Entre los oficiales de la taberna de Kristianpoller reinaba una gran excitación. Por primera vez desde que los mandaba Tarabas, se atrevían a decir en su presencia todo lo que pensaban. A pesar de que Tarabas se tomaba su aguardiente habitual con aire sombrío, silencioso y terco, los demás alborotaban, se peleaban; algunos desarrollaban diversas teorías sobre el nuevo Estado, sobre el ejército, la revolución, la religión, los campesinos, la superstición y los judíos. Parecía que de pronto habían perdido el miedo y el respeto. Era como si el milagro del cobertizo de Kristianpoller y el incendio de Koropta hubiesen quitado dignidad y poder al comandante Tarabas. También los oficiales de aquel regimiento habían confluido de todos los sectores del antiguo ejército y del frente. Eran rusos, fineses, bálticos, ucranianos, habitantes de Crimea, del Cáucaso y de otros lugares. El azar y la necesidad los habían arrastrado hasta allí. Eran soldados, verdaderos lansquenetes. Entraban en servicio donde podían. Habían querido únicamente seguir siendo soldados. No podían vivir sin un uniforme, sin un ejército. Como todos los mercenarios del mundo, tenían necesidad de un comandante sin flaquezas ni defectos: ni una flaqueza visible, ni un defecto visible. Y resultaba que el día anterior había habido una pelea entre ellos y Tarabas. Le habían visto inconsciente y bebido, y ya no tenían la menor duda de que le relevarían del mando a los pocos días. Por otra parte, cada uno de ellos se creía a sí mismo mucho más apto para formar y mandar un regimiento.
El silencioso Tarabas intuía perfectamente lo que pensaban los oficiales. De repente le parecía que sólo había tenido suerte, y no mérito alguno. Te has servido o, mejor, has abusado del casual parentesco con el ministro de la Guerra. En realidad nunca has sido un héroe. Has demostrado valor, porque tu vida no tiene valor alguno. Has sido un buen soldado en la guerra, porque en realidad anhelas la muerte, y la guerra es lo más próximo a la muerte. Es una vida echada a perder, Tarabas, la vida que llevas desde hace años. Empezó en el tercer semestre de tus estudios. No has sabido nunca lo que te conviene. ¡La casa, Katharina, Nueva York, padre y madre, María, el ejército, la guerra, todo perdido! Ni siquiera has sido capaz de morir, Tarabas. Has visto morir a muchos hombres, y a muchos los has matado. Y aquí llegaste con la pompa y la mascarada del poder. Pero todos han visto cómo eres: primero el general Lakubeit, después el judío Kristianpoller, ahora los oficiales. Konzev, el único que ha creído en ti, está muerto.
Así hablaba Tarabas consigo mismo. Pronto le pareció que había en realidad dos Tarabas. Uno de ellos estaba de pie ante la mesa, con una mísera vestimenta de color ceniciento; al otro lado se hallaba sentado el poderoso Tarabas, armado, de uniforme, con sus condecoraciones, botas y espuelas. El Tarabas sentado se hundía cada vez más en su silla, y el miserable situado ante él alzaba con orgullo la cabeza y crecía y crecía fuera de su humilde vestimenta.
El coronel Tarabas no escuchaba ya las conversaciones de los oficiales a su alrededor: tanto le ocupaba su miserable y orgulloso trasunto. De pronto le pareció que le aconsejaba subir a ver al difunto Konzev. Salió haciendo eses. Se agarró a la barandilla de la escalera. Pasó un buen rato hasta que logró alcanzar el último de los peldaños. Luego entró y se acercó al muerto. Mandó salir a los dos soldados que estaban de guardia. Cuatro gruesos cirios, dos a la cabeza y dos a los pies del cadáver, difundían una claridad inconstante, cambiante, dorada. Había un olor dulzón y sofocante. Sobre los hombros de Konzev habían caído unas cuantas gotas de cera. Tarabas las rascó con las uñas y luego pasó la bocamanga, como un cepillo, por el uniforme del muerto. «Rezar», se le ocurrió. Y recitó mecánicamente un Padrenuestro detrás de otro.
Abrió la puerta, llamó a los soldados y bajó la escalera dando traspiés.
—¡Señores! —dijo—, ustedes saben que mañana enterramos a los muertos. A mediodía. Al sargento Konzev y a los demás.
Al coronel Tarabas le pareció que la comunicación que acababa de hacer a los oficiales era una de las últimas de su vida; como si hubiese indicado la hora de su propio entierro.
Permaneció toda la noche sentado ante su mesa. Le pareció que tenía que esperar al otro Tarabas. «Probablemente ya no vendrá —pensó Tarabas— porque está ya harto de mí». Y se durmió, sobre la mesa, con la cabeza sobre los brazos cruzados.