El párroco de Koropta era un viejo. Llevaba más de treinta años ejerciendo su ministerio en la parroquia. Un servicio sencillo, humilde, ingrato. La vieja sotana de brillo grasiento flotaba sobre su cuerpo flaco. Los años le habían hecho minúsculo y descarnado y le habían encorvado la espalda. Habían cavado fosas bajo sus grandes ojos grises y dos surcos a ambos lados de su boca delgada y sin dientes; le habían aclarado el pelo en las sienes y la frente y habían debilitado su humilde corazón. Había dejado que la guerra, la gran cólera del cielo, pasase sobre su cabeza, y con ella centenares de mañanas en las que no había podido decir misa. Había enterrado muertos que, alcanzados por proyectiles perdidos, no habían podido recibir la última bendición. Había consolado a padres cuyos hijos habían caído y muerto. Él mismo ansiaba ya la muerte. Flaco y débil, con los ojos apagados y los miembros temblorosos, se presentó a Tarabas.
El coronel le comunicó que era preciso calmar a los campesinos sedientos de milagros que acudían a Koropta. Le dijo que la desgracia ocurrida era grande. El ejército contaba con la influencia del clero. Él, el coronel Tarabas, contaba con el apoyo del párroco.
—¡Sí, sí! —dijo el párroco.
A todos los poderosos que, en el transcurso de los últimos años, habían entrado en Koropta y habían hablado como ahora lo hacía el coronel Tarabas, el párroco les había dicho lo mismo: «¡Sí, sí!».
Por unos instantes posó sus ojos viejos, apagados, grandes y claros en el rostro del coronel. El párroco sentía compasión por el coronel Tarabas. (Sí, probablemente el sacerdote era la única persona de Koropta que sentía compasión por Tarabas).
—¡Mañana hablaré a los fieles como usted lo desea! —dijo el párroco.
Pero para Tarabas era como si el sacerdote hubiese dicho más o menos: ¡conozco el lío en que te encuentras, hijo mío! Estás confuso y desorientado. Lo puedes todo y no puedes nada. Eres un valiente, pero estás lleno de temor. Me das instrucciones, pero tú mismo te sentirías mejor si yo pudiera dártelas a ti.
Tarabas callaba. Esperaba aún una palabra del anciano. Pero éste no dijo nada.
—¿Usted bebe? —preguntó Tarabas.
—¡Un vaso de agua! —dijo el párroco.
Fedia lo trajo. El párroco bebió un sorbo.
—¡Aguardiente! —gritó Tarabas.
Fedia trajo un vaso lleno de aguardiente. Era claro como el agua. Tarabas bebió.
—Los señores soldados pueden aguantar una gran cantidad de alcohol —dijo el párroco.
—Sí, sí —respondió Tarabas, distante, extraño y distraído.
Los dos veían claro que no tenían nada más que decirse. El párroco esperaba sólo una señal para retirarse. Tarabas habría podido decir muchas cosas: tenía el corazón repleto y a la vez cerrado. Un saco misteriosamente cerrado, pesado: así era el corazón que tenía dentro del pecho el poderoso Tarabas.
—¿Tiene algo más que ordenarme, señor coronel? —preguntó el párroco.
—¡Nada! —dijo Tarabas.
—Alabado sea Jesucristo —dijo el párroco.
Tarabas se levantó también y susurró:
—¡Por siempre sea alabado, amén!