XVI

Tarabas estaba solo con el cadáver de Konzev. Habían lavado la cara del sargento, le habían limpiado las huellas de sangre y suciedad del uniforme, le habían lustrado sus botas altas y cepillado sus grandes bigotes. Sable y pistola habían sido colocados a su lado, a derecha e izquierda. Las manos fuertes y velludas, con las grandes uñas agrietadas, se hallaban cruzadas sobre el pecho. El suave resplandor de la paz eterna flotaba sobre el vigoroso rostro del soldado. El rostro del coronel Tarabas, en cambio, revelaba confusión, inquietud y amargura. Deseaba poder llorar, ser capaz de enfurecerse. Pero no podía llorar el coronel Tarabas. Veía cabellos grises en las sienes del sargento, y pasó la mano por ellas, retirándola inmediatamente, asustado de su propia ternura. Pensaba en la profecía de la gitana. ¡Nada anunciaba aún su santidad!

¡Palabras insensatas, largo tiempo enterradas bajo el peso de los horrores, ahogadas en la sangre que había sido derramada, hundidas como los años de Nueva York, el dueño del bar, la muchacha Katharina, la prima María, el padre, la madre y la casa! Tarabas se esforzó por dar el nombre de recuerdos a las imágenes que surgían ante él y por quitarles así todo su poder. Quería dar a los pensamientos que le torturaban la denominación sin peso que les confería el carácter de sombras irrelevantes e inofensivas, que se desvanecían con la misma rapidez con que habían aparecido. Intentó salvarse en la amargura por la muerte de Konzev, su mejor hombre, y acrecentar aún más su ansia de vengar aquella muerte. Ahora sentía odio por aquellos judíos, aquellos campesinos y aquella ciudad de Koropta, por aquel regimiento y por toda aquella patria nueva, por aquella paz y aquella revolución que la habían creado y formado. ¡Ah, Tarabas quería —con qué rapidez tomaba sus decisiones— restablecer el orden, dejar su cargo, decir al pequeño general Lakubeit cuatro verdades bien dichas y marcharse! ¡Dejarlo todo! Pero ¿adónde iría el poderoso Tarabas? ¿Existía aún América? ¿Existía aún la casa paterna? ¿Dónde podía sentirse como en su casa? ¿Había guerra aún en alguna parte del mundo?

De tales reflexiones —eran, como se ve, encadenamientos confusos de ideas— le arrancó a Tarabas la voz del ordenanza, que, a través de la puerta cerrada, anunció que la llamada del general Lakubeit tendría lugar veinte minutos después y que el coronel se dignase ir a correos. Tarabas maldijo las comunicaciones primitivas y fatigosas, otra consecuencia nefasta de los nuevos estados, fundados sin necesidad.

Dispuso que el muerto tuviese unas velas, una guardia de honor y un sacerdote, y se dirigió a la oficina de correos. Ordenó al único empleado del servicio que abandonase la oficina, porque tenía que tratar «asuntos de Estado». El empleado salió. Sonó el teléfono y el coronel Tarabas descolgó personalmente el auricular.

—¡General Lakubeit!

Tarabas quería efectuar un breve informe. Pero la voz dulce y clara del general, que parecía venir del más allá, dijo:

—¡No interrumpa!

Y empezó a dar instrucciones en frases breves: dio la orden de tener el regimiento a punto; sólo pasado mañana era posible mandar a Koropta contingentes del regimiento de la lejana guarnición de Ladka; había que contar con nuevos desórdenes; todos los campesinos de la comarca se reunían para ver el milagro; había que pedir al cura del lugar que tranquilizase a la gente; mantener a todos los judíos en las casas —«mientras aún los hubiera»—, dijo literalmente el general, y el coronel sintió el sarcasmo y el reproche que había en tal observación.

—Eso es todo —concluyó el general—. ¡Espere! —gritó aún. Tarabas esperó—. ¡Repítalo brevemente! —ordenó Lakubeit.

Tarabas quedó paralizado por el horror y la cólera. Repitió obediente.

—¡Basta! —dijo Lakubeit.

Abatido, impotente y lleno de rabia, anulado por la voz débil y remota de un hombre viejo y frágil, que no era un soldado sino «únicamente un abogado», el poderoso Tarabas salió de correos. Casi le extrañó el saludo del empleado, que había estado esperando a la entrada. Fuerte en apariencia, pero en realidad débil y desprovisto de su antiguo orgullo, el gran Tarabas recorría las ruinas de la pequeña ciudad de Koropta. Seguía habiendo humo y rescoldos a ambos lados de la calle. Y a pesar de su presencia musculosa y carnal, Tarabas se comportaba como un gran espectro en medio de los escombros, las cenizas, los objetos alineados indiscriminadamente delante de las casas, inútilmente salvados, abandonados.

Sin prestar atención a soldados ni oficiales, regresó a la posada. Se detuvo sorprendido en la sala. Detrás del mostrador, como si nada hubiera ocurrido, se inclinaba el judío Kristianpoller. Como si nada hubiera ocurrido, el mozo Fedia limpiaba los vasos.

A la vista del judío, que, ileso y despreocupado, seguía con sus ocupaciones habituales como si hubiese reaparecido de repente saliendo de una nube que hasta entonces le hubiese hecho invisible y protegido, también en el coronel Tarabas surgió la sospecha de que había judíos capaces de brujería y de que aquel posadero era efectivamente responsable de la profanación de la imagen de la Virgen. Toda la gran muralla, la insalvable muralla de puro hielo y de odio acerado, de desconfianza y extrañeza, que aún hoy, como hace miles de años, se alza entre cristianos y judíos como si la hubiese erigido el mismo Dios, se levantó ante los ojos de Tarabas. Visible tras aquel hielo nítido y transparente se hallaba ahora Kristianpoller; no era ya la persona inofensiva de un comerciante y un posadero, ni era ya únicamente el miembro indigno pero nada peligroso de una capa social despreciada por todos, sino una personalidad extraña, incomprensible y misteriosa, dotada de recursos infernales para luchar contra seres humanos y santos, contra el cielo y contra Dios. De las profundidades insondables del ánimo de Tarabas, como ayer de los ánimos devotos y desprevenidos de campesinos y soldados, emergía un odio ciego y ardiente contra el judío ileso, contra el judío que surgía eternamente incólume de todos los peligros y que esta vez, casualmente, llevaba el nombre de Nathan Kristianpoller. Otras veces se llamó de otra manera. Y en una tercera ocasión llevaría otros nombres. Arriba, en la habitación de Tarabas, yacía de cuerpo presente el bueno y fiel Konzev, muerto, muerto por toda la eternidad y por causa de este invulnerable y diabólico Kristianpoller. ¡Cientos de miles de judíos habría sacrificado a Tarabas por una bota del difunto sargento Konzev! Tarabas no respondió al respetuoso saludo de Kristianpoller. Se sentó. Ni siquiera pidió té o aguardiente. Sabía que el posadero acudiría pronto con las bebidas.

Y Kristianpoller acudió. Se acercó con un vaso de té dorado, caliente, humeante. Sabía que, en aquellos momentos, Tarabas no tenía humor para saborear bebidas alcohólicas. El té calma. El té aclara las ideas de los perturbados, y la claridad no es peligrosa para los razonables. Ha hervido el té en el infierno…, fue la idea que pasó por el cerebro de Tarabas. ¿Cómo sabe que tengo sed? Al entrar, había decidido pedir un té. Y el hecho de que Kristianpoller hubiera adivinado el deseo de Tarabas halagó al coronel, a pesar de su desconfianza. No pudo reprimir cierta admiración por el judío. Además, tenía curiosidad por saber de qué modo había conseguido Kristianpoller esconderse y reaparecer tan fresco como de costumbre. Y empezó el interrogatorio:

—¿Sabes lo que está pasando?

—¡Sí, Excelencia!

—Tú tienes la culpa de que tus correligionarios hayan sido golpeados y torturados. Algunos de mis hombres han caído. Mi querido Konzev ha muerto, ¡por tu culpa! ¡Te voy a colgar, amigo! Eres un rebelde, un profanador; saboteas nuestra nueva patria, que tantos siglos llevamos esperando. ¿Qué dices a esto?

—Excelencia —dijo Kristianpoller abandonando su posición encorvada y mirando directamente a la cara del Terrible con su único ojo sano—, no soy un rebelde; no he profanado ningún santuario; amo a este país tanto y tan poco como cualquier otro. ¿Me permite Su Excelencia una observación general?

—¡Habla! —dijo Tarabas.

—Excelencia —dijo Kristianpoller, y volvió a inclinarse—, no soy más que un judío.

—¡Precisamente! —dijo Tarabas.

—Excelencia —replicó Kristianpoller—, permítame decirle con todo respeto que no soy judío por mi voluntad.

Tarabas calló. Ya no era el temible coronel Tarabas el que permanecía ahora silencioso y empezaba a reflexionar. Era el joven Tarabas, aquel a quien creían muerto desde hacía tanto tiempo, el antiguo revolucionario, miembro de una banda secreta que más tarde había acabado con el gobernador de Cherson, el estudiante Tarabas, que había escuchado miles de discusiones nocturnas, el tierno y apasionado Tarabas, hijo rebelde de un padre de corazón de piedra, dotado de la facultad de pensar y de reflexionar, pero también era el Tarabas eternamente inmaduro, a quien los sentidos le nublaban la cabeza, el que se abandonaba a los acontecimientos tal como se presentaban: al homicidio, al amor, a los celos, a la superstición, a la guerra, a la crueldad, a la bebida, a la desesperación. La inteligencia de Tarabas se mantenía despierta bajo los escombros de las pasiones y embriagueces que le destruían, bajo el tumulto de las que estaba viviendo. La causa que, con su razón implacable, defendía el judío Kristianpoller no le importaba nada al poderoso Tarabas y a su confuso pasado. Y sin embargo iluminaba las tinieblas que invadían a Tarabas desde hacía muchos años. La respuesta de Kristianpoller cayó en el cerebro de Tarabas como una luz repentina en un sótano. Por unos instantes iluminó sus secretas e ignoradas profundidades y los ángulos de sombra. Y aunque el coronel, al iniciar el interrogatorio, estaba ya dispuesto a poner al descubierto los enigmáticos atributos del siniestro judío, ahora tenía que confesarse a sí mismo que la respuesta de Kristianpoller sobrevenía como una luz súbita, más apta para iluminar las zonas sombrías de su propio corazón que las que podían envolver al judío y a su extraño pueblo.

Tarabas estuvo un rato callado. Por un momento le pareció reconocer la indignidad, la insensatez y el vacío de su vida fragorosa y heroica; le pareció que tenía sobrados motivos para envidiar al odiado Kristianpoller por su razón siempre despierta y por su existencia sin duda perfectamente reglamentada. Esta intuición duró poco. El poderoso Tarabas se hallaba aún imbuido del orgullo que, en todos los poderosos de este mundo, subyuga a la razón y envuelve los raros momentos de conocimiento que a veces se apoderan también de ellos como en una nube de oro falso. Era el orgullo lo que habló por boca de Tarabas:

—A los demás judíos, hermanos tuyos, les has dejado perecer. ¡Si te hubieras presentado, a los otros no les habría ocurrido nada! Has vendido a tus propios hermanos en la fe. Eres un ser abyecto. ¡Te aplastaré!

—Excelencia —replicó Kristianpoller—, habrían golpeado a todos los demás, como ha ocurrido, y a mí me habrían matado. Tengo mujer y siete hijos. Cuando llegaron aquí Sus Señorías, los envié a Kyrbitki. Me dije que la situación era peligrosa. Un nuevo regimiento es siempre peligroso para nosotros, los judíos. Su Excelencia es un noble caballero, lo sé. Pero…

Tarabas alzó los ojos y Kristianpoller enmudeció. Tenía un miedo terrible a ese «pero», a esa palabrita que se le había escapado. Permaneció quieto, con la espalda profundamente encorvada, de suerte que la mirada de Tarabas caía de lleno y directamente en el gorrito de seda del judío.

—¿Qué significa este «pero»? —preguntó Tarabas—. ¡Dilo todo!

—Pero —repitió Kristianpoller volviendo a incorporarse— Su Excelencia está también en manos de Dios. Él nos maneja y nosotros no sabemos nada. No entendemos ni su crueldad ni su bondad…

—¡No filosofes, judío! —gritó Tarabas—. ¡Di lo que piensas!

—Bien —repuso Kristianpoller—, ayer Su Excelencia se pasó demasiado tiempo en el cuartel.—Y tras una pausa añadió—: ¡Era la voluntad de Dios!

—Vuelves a esconderte detrás de Dios —dijo Tarabas—. ¡Dios no es una pantalla para ocultarte! Te haré ahorcar. Pero ahora dime, ¿dónde te escondiste? ¡Tendrás que volver a esconderte! He recibido orden de la capital de mantener ocultos a todos los judíos. Están llegando campesinos deseosos de ver el milagro de tu patio. Serás el primero a quien degollarán. Y yo quiero ahorcarte personalmente. ¡No me estropees la diversión!

—¡Excelencia! —dijo Kristianpoller—, me escondo en el sótano. Mi bodega tiene dos pisos. En el primero está el aguardiente. En el segundo tengo vino viejo. Bajo la primera escalera hay una pesada losa de piedra con un gancho. Meto en él un aro de hierro. Y en este anillo, una barra también de hierro. Así levanto la losa. Cuando estoy metido en el segundo piso de la bodega, dejo puesta la punta de la barra entre la losa y el pavimento. Su Excelencia puede sacarme de mi escondite y hacerme ahorcar.

Tarabas calló. El judío no mentía. Pero dicha por aquella boca, incluso la verdad debía tener algo de mentira. Incluso el valor que demostraba el posadero Kristianpoller debía ser simplemente la máscara de una especie de cobardía oculta, de una cobardía diabólica. Por ello dijo Tarabas:

—Iré a buscarte. Pero aún quiero que me digas por qué profanaste el templo de tu patio y la imagen de la Madre de Dios.

—¡No lo hice! —exclamó Kristianpoller—. Esta casa es muy vieja. ¡La he heredado de mi bisabuelo! No sé cuándo la capilla se convirtió en un cuarto trastero. No lo sé. ¡Soy inocente!

Había tanto ardor en la exclamación de Nathan Kristianpoller, que en el propio Tarabas se despertó la confianza.

—Anda, ve, escóndete —dijo el coronel—. Deseo otra habitación para mí. En mi cama está el cadáver.

—¡Hecho! —replicó Kristianpoller—. Su Excelencia tendrá la habitación de mi difunto abuelo. ¡Está en el segundo piso, bajo techado, por desgracia! La he arreglado. La cama es buena. La estufa está encendida. Fedia se la enseñará a Su Excelencia. Para el difunto señor Konzev he dispuesto una docena de velas de cera. Están en la mesita de noche, al lado de la cama. Su reverencia el señor párroco está arriba.

—¡Llámalo! —ordenó Tarabas.