XV

Los leales de Tarabas que se habían quedado en el cobertizo del patio de Kristianpoller recibieron a los desertores, con fingido agrado. Enviaron inmediatamente al sargento Konzev, en el cuartel, el parte de que los borrachos, sin saberlo, se habían metido en una nueva prisión. En cuanto al coronel Tarabas hacía rato que se hallaba con los oficiales en el barracón para «olvidar el viernes» y todas las demás agitaciones de aquel día insólito. El sargento Konzev le comunicó lo ocurrido, pero el coronel Tarabas ya no oía nada de nada.

Entretanto iba cayendo la tarde, una tarde de viernes, Y los judíos de Koropta, como de costumbre, empezaron a hacer los preparativos para su fiesta del sábado. También Kristianpoller los hacía. En la cocina donde dormía desde la partida de los suyos, mientras ponía la mesa y encendía las velas, pensaba en su mujer y sus hijos, y le llenaba cierta esperanza de que todos podrían regresar muy pronto. El mercado de cerdos era un signo evidente del regreso de la paz, de la paz definitiva. Suponiendo que los nuevos billetes de banco de la nueva patria con que pagaban los campesinos tuviesen un valor real en oro como los antiguos y buenos rublos, los ingresos de aquel día eran extraordinarios, como en los viejos tiempos anteriores a la guerra. Kristianpoller empezó a ordenar, a alisar y a meter en los numerosos departamentos de sus dos gruesas bolsas de piel los billetes que se amontonaban arrugados en el cajón de su mostrador. En las vigas que quedaban inmediatamente sobre su cabeza se veía, como en los días precedentes, el dorado resplandor del sol otoñal que caminaba serenamente hacia la puesta. Fuera, en la calle principal y en el patio, los campesinos se aprestaban ya a volver a sus casas. Habían comprado telas, corales, hoces y sombreros. Habían bebido mucho y estaban de buen humor. Todos se ponían los sombreros recién comprados sobre los viejos, y los pañuelos alrededor del cuello; el dinero que habían ganado con la venta de los cerdos lo llevaban en saquitos de tela grisácea sobre el pecho. Estaban cansados y gozosos, satisfechos de sí mismos y del día transcurrido. Los gallos cantaban apaciblemente, y entre las briznas de paja esparcidas por el centro de la calle, las aves domésticas, también de buen humor, buscaban un alimento especial, de día de feria. Incluso los perros, que habían sido liberados de sus correas, corrían entre las ocas y los gansos, sin ladrar ni amenazar a los animales más débiles.

Toda la paz beatífica de aquel viernes terrenal que tocaba a su fin, que parecía avanzar hacia el celestial y sagrado sábado, era acogida por Nathan Kristianpoller con el corazón abierto. A la noche siguiente pensaba escribir una carta a su mujer, a Kyrbitki, para pedirle que volviera a casa. «Corazón mío —pensaba escribir—, con ayuda de Dios nos hemos liberado de la guerra y se nos ha devuelto la paz. Dios quiere que tengamos aún una guarnición de soldados, pero el coronel no es tan peligroso como parece, y aun pensando que es un alto oficial, no es un salvaje. Creo que no es un mal hombre y que incluso tiene temor de Dios…».

Mientras Kristianpoller concebía esta carta, se cortaba las uñas con la navaja en honor al sábado próximo y miraba una y otra vez a la calle por la ventana, a la espera de nuevos clientes. De pronto se le heló el corazón. Se puso al acecho. Seis disparos de pistola —¡ah, qué bien podía diferenciarlos de los tiros de fusil!— sonaron uno tras otro en el patio. Súbitamente se extinguieron todos los rumores pacíficos del exterior: los graznidos y cacareos de las aves, los alegres gritos de los campesinos, el relinchar de los caballos, las carcajadas de las campesinas. A través de la ventana, Kristianpoller vio cómo los campesinos en la calle abrían la boca, se santiguaban y saltaban veloces de sus carros, en los que se habían sentado ya, dispuestos a partir. Como si los súbitos disparos hubiesen herido de algún modo el día, pareció que la oscuridad sobrevenía de pronto. Frente a la posada, en la pequeña tienda del vidriero Nuchim, reinaba una oscuridad casi total, aunque las ventanas estaban abiertas. Sólo se veía el plateado resplandor del blanco mantel preparado para el sábado. Un funesto presentimiento ordenó a Kristianpoller abandonar provisionalmente la posada por la ventana. Saltó por ella a la calle y corrió como una exhalación hacia la casita azul y decrépita del maestro vidriero Nuchim.

—¡Están disparando en mi casa! —dijo precipitadamente—. ¡No encendáis velas! ¡Cerrad la puerta!

Efectivamente, sonaban disparos en el cobertizo de Kristianpoller. Los leales del coronel Tarabas, ingenuamente confiados en su propia superioridad y esperando que el sargento Konzev apareciese en cualquier momento, habían empezado a beber con los desertores del cuartel y no habían tardado en apoderarse de ellos el cansancio, el sueño y también la indiferencia. Gradualmente, la falsa fraternidad que al principio habían fingido los leales de Tarabas con los desertores se convirtió en una amistad superficial, engañosa, pero no por ello menos teñida de sentimentalismo. En ambos bandos se derramaron muchas lágrimas falsas y ardientes. Ocurría pura y simplemente que se habían emborrachado.

—Vamos a disparar un poco, sólo para ver si aún tenemos puntería —dijo el más astuto de los desertores, un tal Ramsin.

—¡Estupendo! —dijeron los demás.

—¡Vamos a pintar unos buenos blancos en la pared! —dijo Ramsin. Y con una tiza que había sacado del bolsillo del pantalón, se puso a dibujar toda clase de figuras y figurillas en tres hileras superpuestas sobre la pared pintada de azul oscuro del cobertizo. Era un hombre habilidoso ese Ramsin. Siempre había sido experto en juegos de destreza, de magia y de prestidigitación. Su figura alta y flaca, sus ojos negros en el rostro amarillento, su nariz larga y torcida, doblada hacia un lado, un mechón de pelo negro como la pez, que dejaba caer sobre la frente no sin coquetería, y sus largas manos huesudas con los dedos ligeramente retorcidos, todo ello había infundido hacía tiempo en sus camaradas la sospecha de que Ramsin jamás podría ser realmente uno de los suyos. Algunos le conocían desde hacía dos años y aún más, de los tiempos de guerra. Jamás había dicho a nadie de qué departamento o país procedía. Él, a quien la mayoría había considerado ucraniano, parecía pertenecer de improviso a aquel Estado acabado de estrenar. La lengua del país parecía ser su lengua materna. La hablaba con fluidez y desenvoltura.

Manejaba la tiza con soltura, con gran maestría; así les pareció a todos los presentes. Ya no estaban cansados. Se aglomeraron formando un gran amontonamiento detrás de Ramsin; se ponían de puntillas y seguían los ágiles movimientos de la mano que trazaba los dibujos. Sobre el fondo azul oscuro de la pared, Ramsin hacía surgir por arte de encantamiento gatitos blancos como la nieve persiguiendo ratones, perros enfurecidos y voraces que acosaban a su vez a los gatitos, hombres que se lanzaban contra los perros con bastones en alto. Debajo, en la segunda hilera, Ramsin empezó a dibujar tres mujeres que al parecer estaban quitándose la ropa. En realidad parecía como si la mano de Ramsin, con cierta avidez y no sin impaciencia, pero con una habilidad magistral, les quitase los vestidos de los cuerpos en el mismo momento en que los creaba de la nada; desnudaba a las mujeres en el mismo segundo de crearlas, y este proceder excitaba y avergonzaba a los espectadores en igual medida. Automáticamente se les pasó la borrachera. Pero cayeron en otra embriaguez mucho más fuerte. Cada uno de ellos deseaba que Ramsin se detuviese o se dedicase a otros temas, pero al mismo tiempo y con la misma intensidad deseaban que continuase. Sus corazones pasaban tumultuosamente del miedo a la vergüenza, a la embriaguez y a la expectativa. Y los ojos, ante los cuales todas las imágenes se confundían en algunos momentos, volvían de pronto a ver con una claridad aguda y torturadora las sombras, las líneas de los cuerpos, los pezones de los senos, los pliegues bien definidos de los regazos, la suave firmeza de los muslos y la dulce fragilidad de los talles hermosos y esbeltos. Con los rostros encendidos y para vencer el embarazo del que eran impotentes esclavos, los hombres lanzaban los gritos más variados, unos gritos perplejos, insensatos y desvergonzados. Algunos emitían estridentes silbidos, otros estallaban en carcajadas como relinchos. En el muro sobre el cual Ramsin llevaba a término su diabólica tarea, caían ahora los últimos y beatíficos rayos del sol crepuscular. La pared era una mezcla de azul profundo y oro rojizo, y las figuras blancas parecían incisas en el azul dorado.

Ramsin retrocedió. La tercera fila, en la que había empezado a trabajar, compuesta de soldados alemanes de diversos cuerpos, de soldados del ejército rojo, de toda clase de símbolos, como la hoz y el martillo, el águila y el águila bicéfala, la interrumpió de improviso. Arrojó la tiza contra la pared. Saltó en pedazos que cayeron al suelo. Ramsin dio media vuelta. A su lado se hallaba el ucraniano Kolohin, uno de los leales de Tarabas. Ramsin le sacó la pistola del cinto.

—¡Atentos! —dijo.

Todos se echaron a los lados. Ramsin retrocedió hasta la puerta abierta. Cargó y tiró. Acertó a las seis figuras una tras otra, todas las que componían la hilera superior. Hubo aplausos y bravos. Los hombres pataleaban con las botas. Gritaban «¡Hurra!» y «¡Viva Ramsin!». Todos se apresuraron a buscar un arma de fuego. Los leales de Tarabas dispararon primero e inmediatamente pasaron las armas a los demás. Todos probaron pero ninguno dio en el blanco.

—¡Está embrujado! —dijo uno de ellos—. ¡Ramsin ha embrujado sus dibujos!

Era algo diabólico. Incluso los buenos tiradores seguros de su mano y de su vista dispararon esta vez demasiado alto o demasiado bajo. Después de probar unas cuantas veces, tenían siempre la sensación de que una persona invisible tocaba sus pistolas en el preciso momento en que la bala salía del cañón. Y volvió a disparar Ramsin. Dio en el blanco. Y no había bebido ciertamente menos que los demás. Le habían visto beber. ¿Cómo era posible que su mano fuese más firme que todas las demás? Ramsin apuntaba, disparaba y acertaba. Sí, como obedeciendo a una orden infernal, proponía a los camaradas unos blancos cada vez más precisos, que se ofrecía a acertar.

Las propuestas despertaban en la mayoría un ávido deseo de destruir, una angustiosa necesidad de ver acertadas y eliminadas ciertas partes del cuerpo desnudo, cada vez más desnudo, de las tres mujeres. A la primera pregunta de Ramsin sobre cuál había de ser su blanco, nadie respondió. El ansia y la vergüenza se aferraban a sus gargantas y les ahogaban. El propio Ramsin los alentaba: «¿Pecho izquierdo del tercer dibujo del centro, segunda mujer?», preguntaba, o bien: «¿Borde inferior de la camisa? ¿Tobillo o pezón?», «¿Cara?», «¿Nariz?». Poco a poco les iba resultando imposible resistir aquellas preguntas que en cierto modo apuntaban a sus deseos ocultos con más precisión que el ojo del diestro tirador a los dibujos. Las desvergonzadas preguntas de Ramsin provocaban respuestas desvergonzadas. Ramsin disparaba y daba en todos los blancos que los gritos le proponían.

Gradualmente se llenó el patio de campesinos curiosos, atraídos por los alegres estallidos de los disparos y por las carcajadas. La turbación se apoderó también de los espectadores. Ya los campesinos habían abandonado sus carruajes dispuestos para la partida. Ahí estaban, con las bocas, los ojos y los oídos bien abiertos. Se empujaban y se estiraban para ver mejor. De pronto Ramsin, que ya había gastado tres cargadores, gritó:

—¡Dadme un fusil!

Se lo dieron. Disparó. Apenas hubo sonado el disparo, se alzó un grito simultáneo de todas las gargantas. Una extensa superficie del revoque pintado de azul, con los cuatro últimos dibujos obscenos de Ramsin, se desprendió de la pared, saltó, se hendió y cayó al suelo en mil pedazos y entre una nube de polvo. Y ante los ojos atónitos de los espectadores se produjo un verdadero milagro: en el fondo agrietado de la pared, a los dorados reflejos del sol poniente, en el lugar ocupado antes por las imágenes desvergonzadas de Ramsin, apareció el beatífico y dulce rostro de la Madre de Dios. Se vio primero la cara y después el busto. De un negro intenso era su espesa mata de pelo, adornada por una diadema de plata en forma de media luna. Sus ojos negros, brillantes, parecían mirar a los hombres con un dolor indecible, con un gozoso y fraternal consuelo y con una extrañeza infantil. Del escote de su vestido rojo como el rubí emergía el marfil blanco amarillento, reluciente, del cutis, y se adivinaba el seno hermoso y lleno de gracia, destinado a alimentar al pequeño Salvador. Bañada por los resplandores dorados y rojizos del sol poniente, que ese día parecía deseoso de permanecer más tiempo en el cielo que los días precedentes, la desvelada imagen de la Madre de Dios les pareció a todos sin lugar a dudas un verdadero milagro. De pronto, en medio de la multitud, una voz intensa, profunda y clara entonó la canción Oh dulce María, una canción conocida y amada en aquel devoto país, un canto que tenía ya siglos de antigüedad y que había brotado del corazón mismo del pueblo. En ese instante, fulminados por el rayo del temor de Dios, cayeron todos de rodillas: los pequeños campesinos, los soldados violentos, tanto los desertores como los leales a Tarabas. Una enorme embriaguez se apoderó de todos ellos. Les pareció que flotaban, cuando en realidad caían de rodillas. Se sentían aferrados por los hombros y obligados a prosternarse por un poder celestial, y a la vez les parecía ascender hacia lo alto impulsados por ese mismo poder.

Cuanto más se doblaban sus espaldas, más ligeras se elevaban sus almas. Con voces desvalidas entonaban el canto. Todos los himnos en loor de María iban saliendo espontáneamente de sus bocas, mientras los últimos reflejos del sol desaparecían lentamente de la pared. No tardó en verse únicamente una leve franja que doraba la frente de la Madre de Dios. La franja se iba volviendo cada vez más delgada y tenue. Ya sólo brillaba en la sombra la dulce faz y el escote marfileño. El manto rojo se fundía con el crepúsculo, se anegaba en la noche incipiente.

Se agolparon para acercarse cuanto podían a la milagrosa aparición. Algunos se levantaron del suelo donde se habían arrodillado y tendido. Otros no se atrevían a incorporarse. Se deslizaban y se empujaban hacia delante, avanzando sobre el vientre, sobre las rodillas. En todos ellos se agitaba el temor de que la imagen llena de gracia pudiera desvanecerse con la misma rapidez con que se había iluminado. Intentaban aproximarse a ella lo más posible, con la esperanza de poderla tocar con las manos. ¡Cuánto tiempo habían sentido sus pobres corazones la falta de un milagro tan evidente! ¡Había guerra en el mundo desde hacía muchos años! Cantaron todas las canciones marianas que conocían de la iglesia y de la escuela, mientras se acercaban, de pie, de rodillas o tendidos en el suelo, al fenómeno de la pared. De repente se extinguió el último fulgor del día, como borrado por una mano impía. El amable marfil del busto, del cuello, del rostro, y la corona plateada eran ya manchas pálidas. Los que más se habían acercado a la pared se levantaron y tendieron las manos para tocar a la Madre de Dios.

—¡Alto! —gritó una voz desde el fondo. Era Ramsin. Erguido en medio de un tropel de hombres arrodillados, profería su grito—: ¡Alto! ¡No toquéis la imagen! Este lugar es una iglesia. ¡Ahí en la pared, donde veis la imagen, estuvo el altar! El posadero judío lo ha quitado. Ha contaminado la iglesia. Ha cubierto de cal pintada de azul las sagradas imágenes. ¡Orad, hermanos! ¡Haced penitencia! ¡Aquí tiene que haber otra vez una iglesia! El judío Kristianpoller tiene que venir también a hacer penitencia. Vamos a buscarle. Se ha escondido. ¡Lo encontraremos!

Nadie contestó. Era ya noche cerrada. A través de la puerta abierta del cobertizo se veía la densa y fría tiniebla teñida de azul oscuro. Acentuaba el terrible silencio. La pared azul se había vuelto casi negra. Se veía tan sólo una mancha irregular, de color blanco grisáceo y contornos quebrados, y nada más. La gente que se había arrodillado o tumbado por el suelo se levantó vacilante, como si tuviesen que liberar sus miembros de alguna atadura. Una cólera salvaje, apenas conocida por ellos mismos, enterrada en sus corazones desde la más tierna infancia, absorbida por la sangre y extendida por todas sus venas, se despertó y creció en ellos, alimentada por el alcohol que habían trasegado, intensificada por la excitación del milagro que habían vivido. Cien voces confusas gritaron venganza para la dulce y benigna Madre de Dios, tan impíamente tratada y ultrajada. ¿Quién la había ofendido, ensuciado de barata pintura azul, enterrado bajo el mortero y el olor a aguardiente? ¡El judío! Un espectro ancestral, sembrado en miles de formas por todo el país, enemigo supurante en la carne, incomprensible, astuto, sediento de sangre y a la vez dulce, mil veces abatido y otras tantas resucitado, cruel y complaciente, más horrendo que todos los horrores de la guerra que quedaba atrás: ¡el judío! En este momento llevaba el nombre del posadero Kristianpoller.

—¿Dónde se esconde? —preguntó alguien.

Y otros gritaron:

—¿Dónde se esconde?

Los campesinos, que habían visto la imagen de la Madre de Dios, ya no pensaban volver a casa ese día. Pero también los otros, los que sólo conocían el milagro de oídas, empezaron a desenganchar los pequeños caballos y a conducirlos al patio de Kristianpoller. Les parecía necesario permanecer en el lugar en que se había producido un hecho tan celestial. Primero lentamente, con sus cerebros tanteantes y de masticación pausada, recibieron la maravillosa noticia, le dieron vueltas y más vueltas en sus pesadas cabezas rumiantes, dudaron, entraron súbitamente en trance, hicieron la señal de la cruz, alabaron a Dios y se llenaron de odio hacia el judío.

¿Dónde estaba, por otra parte, el judío Kristianpoller? Unos cuantos fueron a buscarlo a la taberna. Detrás del mostrador hallaron tan sólo al mozo Fedia, que se había emborrachado y llevaba un buen rato durmiendo. Buscaron en las habitaciones de los huéspedes, en las que se albergaban los oficiales. Levantaron las camas, abrieron los arcones. Frente a la posada y en el patio se aglomeraba la gente. Incluso los campesinos que habían emprendido ya el camino de regreso dieron media vuelta para presenciar el milagro. Cuando con sus carretelas, sus mujeres e hijos se detuvieron frente al patio de la posada, les parecía que no habían vuelto atrás para orar ante la imagen dispensadora de gracias, sino para vengarse del judío que había ultrajado a la Madre de Dios. Porque más ardiente aún que la fe es el odio, y es tan vivo como el mismo diablo. Para los campesinos era como si no sólo hubiesen visto con sus propios ojos la prodigiosa aparición, sino que además pudiesen recordar con pelos y señales las distintas acciones vergonzosas con que el judío había ultrajado la imagen y la había cubierto de cal azul. Y a su deseo de venganza se unía la oscura sensación de la culpa en que ellos mismos habían incurrido al ser lo bastante irreflexivos para tolerar que el judío actuase según su infame capricho. No tenían ya la menor duda: el diablo les había ofuscado.

Se apearon de los carruajes, armados de fustas y garrotes, de guadañas, hoces y cuchillos recién comprados.

Era la hora en que los judíos vestidos de fiesta regresaban de la sinagoga; eran casi exclusivamente viejos e inválidos. Contra ellos se lanzaron entonces los campesinos. Para aquellos hombres armados, fuertes y enfurecidos, los frágiles judíos, ancianos y tullidos, que en su festivo abandono se arrastraban hacia sus casas, resultaban especialmente peligrosos, más peligrosos que la salud, la fuerza, la juventud y las armas. Sí, en el paso irregular y renqueante de los judíos, en sus espaldas encorvadas, en la oscura solemnidad de sus largos caftanes abiertos, en sus testas inclinadas e incluso en las sombras fugaces que proyectaban sus tambaleantes figuras aquí y allá sobre la calzada cada vez que pasaban por delante de uno de los escasos faroles de petróleo, creían reconocer los campesinos el origen verdaderamente infernal de aquel pueblo que se alimentaba del comercio, el incendio, la rapiña y el latrocinio. En cuanto al grupo de pobres judíos cojeantes, veían perfectamente, o más bien intuían, la desgracia que se avecinaba. No obstante, con su paso vacilante, le iban al encuentro, confiando a medias en el Dios que acababan de glorificar en la sinagoga y en quien tenían fe y confianza (demasiada fe y demasiada confianza), y a medias paralizados por el terror que la cruel naturaleza hace pesar sobre los débiles para que sean una presa aún más segura de la violencia de los fuertes. En la primera fila de los campesinos caminaba con la fusta en la mano un tal Pasternak, de digna presencia gracias a su enorme y espeso bigote gris; se trataba de un campesino rico, y por ello doblemente estimado, de los alrededores de Koropta. Al llegar a la altura del enjambre de judíos, alzó la fusta, hizo rodar dos o tres veces sobre su cabeza la tira de cuero negro con muchos nudos, la hizo restallar y, cuando su mano adquirió el impulso necesario, descargó el golpe sobre el negro grupo de los judíos. Acertó un par de caras. Algunos judíos lanzaron un grito. Todo el enjambre, indefenso, se detuvo. Unos cuantos intentaron apretarse contra las casuchas y desaparecer en la sombra. Otros en cambio se precipitaron desde la acera de tablas, de un metro de altura, hacia el centro de la calle, justamente a los pies de los campesinos. Los levantaron, los arrojaron al aire, docenas de manos se extendieron para coger al vuelo a los judíos, cuyos cuerpos se agitaban en el aire, y lanzarlos hacia arriba otra vez, y otra, y una cuarta vez. Era una noche muy clara. Contra el claro azul del cielo, cuajado de estrellas, los judíos vestidos de un negro profundo, volando hacia lo alto y volviendo a caer con las ropas ondeantes, se destacaban como enormes y extrañas aves nocturnas. A esto había que añadir sus chillidos agudos y breves, cada vez más frecuentes, a los que respondían las ruidosas carcajadas de sus torturadores. Aquí y allá, una de las mujeres judías que estaban a la espera abría temerosa el postigo de una ventana y volvía a cerrarlo con rapidez.

—¡Todos los judíos al patio de Kristianpoller, y que se arrodillen y recen! —gritó una voz. Era Ramsin. Y Pasternak, a golpes de fusta, desalojó a los judíos de las aceras. Los rodearon en la calzada y los condujeron a la posada de Kristianpoller.

Allí, en la caseta donde se había producido el milagro, habían encendido dos velas. Estaban pegadas sobre un gran tarugo e iluminaban con llama vacilante a la Madre de Dios. Todos los soldados, incluidos los leales al coronel Tarabas, se hallaban de rodillas ante las luces, cantaban, oraban, se santiguaban, inclinaban la cabeza, daban con la frente en el suelo. Las velas, constantemente renovadas (no se sabía de dónde las sacaban; era como si todos los campesinos hubiesen traído velas consigo), difundían más sombras que luz. Una solemne oscuridad reinaba en la «cámara», una oscuridad en la que las dos velas constituían dos puntos luminosos. Olía a estearina barata, a sudor, a cuero, a acres pieles de cordero y al cálido aliento de las bocas abiertas. Arriba, en la semioscuridad, a la luz desmayada e incierta de las débiles llamas, la milagrosa y dulce faz de la Madonna parecía a veces llorar y a veces sonreír consoladora, parecía vivir, vivir en una realidad ultraterrena y sublime. Cuando llegaron los campesinos con el negro enjambre de los judíos, Ramsin gritó:

—¡Dejad sitio a los judíos!

Y la muchedumbre arrodillada y tumbada en el suelo dejó un callejón libre. Mientras los pobres, de uno en uno o de dos en dos, eran empujados hacia delante, ocurrió que algunos campesinos, aquí y allá, interrumpían su plegaria y escupían. Cuanto más se aproximaban los judíos al milagro, más frecuentes y violentos eran los salivazos sobre sus negros ropajes, y muy pronto se vieron numerosos rastros de saliva plateada pegados a sus caftanes, una mucosidad amarillenta, una horrenda y abstrusa especie de extraños botones. Era algo grotesco y horrible. Obligaron a los judíos a arrodillarse. Y cuando habían caído ya de rodillas y miraban a derecha e izquierda con rostros temerosos y desconcertados, como para saber de qué lugar les amenazaba el mayor peligro, y cuando, con un terror supremo a causa de las velas y la imagen iluminada por ellas, intentaban volver la cabeza, Ramsin gritó súbitamente desde el fondo:

—¡Cantad!

Y mientras los creyentes entonaban quizá por quincuagésima vez el Ave María, los judíos, con las gargantas atenazadas por un terror mortal, empezaron a proferir los más espantosos sonidos, que parecían provenir de viejos organillos estropeados y que no tenían el menor parecido con la melodía de la plegaria.

—¡Postraos! —ordenó Ramsin.

Y los obedientes judíos tocaron el suelo con la frente. Aún sostenían convulsivamente en sus manos los gorros, como si fuesen los últimos símbolos de la fe que querían arrebatarles.

—¡En pie! —volvió a ordenar Ramsin.

Los judíos se levantaron con la débil y ridícula esperanza de que serían ya liberados de su tormento.

—¡Arriba, hermanos! —dijo entonces Ramsin con una voz tremenda—. ¡Vamos a acompañarles a casa!

Y la mayoría de los devotos abandonó el lugar del milagro. Gente uniformada y campesinos, con látigos, palos y hoces en las manos, acompañaron el oscuro enjambre de judíos por las calles nocturnas, escasamente iluminadas. Penetraron por la fuerza en cada una de las casitas, apagaron las luces y ordenaron a los judíos que volvieran a encenderlas, porque sabían que su ley les prohibía hacer fuego en sábado. Algunos campesinos sacaron las velas encendidas de los candelabros, escondieron los candelabros bajo sus ropas y se divirtieron acercando la llama de las velas a todas las cosas combustibles que casualmente se ponían a su alcance, prendiéndoles fuego. No tardaron en arder manteles, cortinas y ropa de cama. Los niños judíos se echaron a llorar de un modo lastimero, las mujeres se mesaban los cabellos, gritaban los nombres de sus maridos, que a sus torturadores les parecían ridículos e indignos y cuyo sonido les hacía reír hasta las lágrimas. Algunos imitaban los aullidos de los niños y de las mujeres. Y se elevó en el aire un tumulto completamente enloquecido. Entre los judíos arrastrados por la fuerza, unos cuantos efectuaron la ingenua tentativa de esconderse en las casas que les eran familiares. Pero fueron inmediatamente atrapados y apaleados.

—¿Dónde se ha metido vuestro posadero, ese Kristianpoller? —bramaban una y otra vez unas cuantas voces. Por muy desmesurado que fuese el escándalo, se percibía claramente esta terrible pregunta en medio del general alboroto. Y cuando los judíos, con sus mujeres e hijos, se pusieron a jurar con todas sus fórmulas sagradas, en un coro extremadamente confuso, que no sabían dónde estaba su hermano Kristianpoller, las terribles preguntas no hicieron más que redoblarse y volverse cada vez más apremiantes.

—¡Os obligaremos! —gritó uno entre la multitud.

Era un soldado, un tipo robusto, de anchos hombros y una cabecita minúscula, que recordaba una pequeña nuez, un pobre fruto insignificante sobre un tronco poderoso. Se abrió paso entre la muchedumbre, avanzó y se plantó ante una joven judía, cuyo hermoso rostro moreno, con los ojos de un castaño dorado, inocentes y desorbitados por el terror bajo el blanco pañuelo de sedoso brillo, tal vez habían atraído ya desde lejos al soldado, moviéndole tanto al amor como al odio. La joven estaba paralizada. Ni siquiera intentó retroceder.

—Aquí está su mujer, la mujer del bribón de Kristianpoller —gritó el soldado. Una avidez indecible e inhumana encendía su rostro lívido, pequeño y desnudo. Levantó una corta porra de madera y la dejó caer silbando sobre el pañuelo que cubría la cabeza de la judía, que se desplomó inmediatamente. Todos lanzaron un grito. Apareció la sangre sobre el blanco reluciente del pañuelo de seda. Y como si la vista de la sangre roja, la primera que se derramaba aquel día, hubiese dado un sentido claro y una dirección determinada a la sorda ira de la muchedumbre, se despertó en todos los demás una avidez irrefrenable de golpear, de pisotear, y veían ya ante sus ojos velos rojos de sangre, ríos rojos de sangre como cascadas sangrientas. Y descargaron sus golpes, cada uno con el objeto que tenía en las manos, sobre los hombres, sobre los niños, sobre todas las cosas que tenían delante y a los lados.

Cuando Konzev llegó del cuartel con una pequeña sección de soldados, vio enseguida que el enorme tumulto era superior a sus fuerzas. A toda prisa envió un parte al coronel Tarabas, mientras lanzaba en diversas lenguas palabras amenazadoras o tranquilizadoras a la multitud. Pero los campesinos y los soldados estaban ya demasiado profundamente dominados por su embriaguez para que aún pudiesen captar algo de aquellas voces que les llamaban a la calma. Sólo de manera imprecisa sentían que un poder, y por consiguiente un enemigo, intentaba imponerles un orden, y se aprestaron a hacerle frente con idéntica fuerza. Los instrumentos con que acababan de golpear los usaron como proyectiles contra Konzev y su sección. Konzev no se atrevía a dar ninguna orden decisiva sin permiso del coronel Tarabas. Así que, provisionalmente, se retiró y distribuyó a sus escasos hombres a ambos lados de la calle, como centinelas frente a las casas que aún estaban indemnes. Y, en efecto, la muchedumbre no siguió adelante, pero arremetió con tanta más fuerza contra el resto de los judíos, apresados en medio de ellos. Aquí y allí, emergían llamitas azules de las casas, y aullidos y lamentos brotaban de puertas y ventanas. Konzev esperaba impaciente. El coronel Tarabas tenía que llegar de un momento a otro.

Pero no vino nadie más que el soldado enviado por Konzev. Anunció que todos los oficiales, en su mesa, dentro de la barraca, se hallaban en un estado casi inconsciente y que el poderoso coronel Tarabas, por el momento, no se distinguía de los demás. Casi podía decirse que estaba peor. Porque, según le habían contado el cocinero y los soldados de servicio, en el transcurso de la tarde se había producido una pelea. El viejo mayor Libudin, el mismo que, desde los viejos tiempos, tenía el mando de la guardia de la estación y que no pensaba ni por asomo licenciarse, le había gritado al coronel Tarabas que unas borracheras tan insensatas no se habían conocido en el viejo ejército ruso. Y se había iniciado una discusión. Tarabas había conminado a todos los descontentos a abandonar sin tardanza el nuevo ejército. Y los oficiales habían llegado a las manos, incluido Tarabas. Y después de una sorprendente y general reconciliación, había vuelto a surgir en todos ellos el deseo de emborracharse.

El sargento Konzev decidió reagrupar su pequeña sección y lanzarla contra el montón de campesinos con la bayoneta en ristre. No sabía aún que entre la muchedumbre había soldados. Algunos seguían llevando las pistolas con las que habían disparado contra los dibujos de Ramsin. Odiaban al sargento Konzev. No habían olvidado nada de lo que les había hecho. Le reconocieron, identificaron su voz y, enardecidos por Ramsin, resolvieron vengarse. Apartaron a los campesinos, avanzaron y se situaron en las primeras filas de la turba. Cuando Konzev dio la orden de avanzar, Ramsin disparó y los soldados desertores le imitaron. Tres de los hombres de Konzev cayeron. Éste se dio cuenta del peligro, pero ya era tarde. Antes de que pudiese gritar «¡Fuego!», Ramsin y los desertores se adelantaron y dispararon el resto de su munición, acompañados por el alarido triunfal de los campesinos borrachos.

En la calle nocturna, iluminada por tres o cuatro míseros faroles de aceite y sobre la cual, de cuando en cuando y cada vez con mayor frecuencia, las lenguas de fuego que lamían las casonas de los judíos proyectaban un resplandor fugaz y escaso, se inició un breve y violento cuerpo a cuerpo. Como viejo soldado que era, el sargento Konzev previó el resultado de la lucha. Supo que su pequeña sección no podría hacer frente a la masa enfurecida. Y sentía dolor y vergüenza al pensar que, después de aquel vergonzoso zafarrancho, le esperaba un final vergonzoso, a él, uno de los soldados más intrépidos del gran ejército ruso.

Con sus valientes manos había matado a muchos soldados, a muchos enemigos valientes, alemanes y austriacos. Por desorientación, pero también por lealtad a su señor y coronel Tarabas, había acudido allí. ¿Qué le importaba a él este país? ¿Qué diablos le importaban los judíos de Koropta? ¡Ah, qué final para un viejo soldado de la gran guerra! Todas estas ideas pasaron a gran velocidad por la mente del magnífico Konzev, mientras su escrupulosa conciencia de soldado, como si se tratase de su propio cerebro, un cerebro especial, le dictaba todas las medidas necesarias a la vista de aquella situación horrible. Con la pistola en la izquierda y el sable curvo y pesado en la derecha, rodeado de los campesinos que berreaban y de sus enemigos mortales, los desertores, el valeroso Konzev asestaba sablazos y disparaba a diestra y siniestra. Sobrepasaba en una cabeza a la jauría que se afanaba a su alrededor. Sentía dolores en todas las partes de su cuerpo; una espesa granizada de golpes se abatió sobre él. De pronto, sintió un pinchazo en el cuello. Sus ojos inyectados de sangre, cubiertos por un velo, pudieron aún percibir a Ramsin, que blandía un cuchillo común de campesino en su mano alzada.

—¡Perro! —resolló Ramsin—. ¡Hijo y nieto de perra!

Con la postrera claridad que le concedía su cercana muerte, Konzev comprendió toda la abyección de su caída. Un cuchillo de campesino se había hundido en su cuello. Un miserable bandolero, un desertor se lo había clavado. El furor, la vergüenza y el odio contrajeron su rostro. Se desplomó, primero de rodillas. Luego extendió ambos brazos y le dejaron sitio. Ya no tenía fuerzas para sostenerse sobre las manos. Cayó cuan largo era, con la cara en el cieno y la inmundicia de la calzada. La sangre le brotaba del cuello en abundancia, le caía sobre el uniforme y manchaba la tierra fangosa. Sobre su cuerpo, y sobre los cuerpos de los otros soldados, pasaban pataleando y pisoteando las claveteadas botas de la chusma. Algunos se habían causado heridas ellos mismos, otros habían sido heridos. Pero el correr de su propia sangre no les aplacaba en absoluto, sino que les embriagaba más aún que la sangre ajena que veían derramarse a su alrededor. El breve combate no les había extenuado en modo alguno, sino que, por el contrario, había aumentado su furia insensata. Con sus enormes bocas abiertas proferían gritos inhumanos a un ritmo extrañamente regular, casi perfecto; en ellos se mezclaban sollozos, aullidos, lamentos, voces jubilosas, carcajadas, lloros, gritos de bestias en celo o famélicas. De repente un soldado sacó una antorcha. Había enrollado un mantel en el extremo superior de su palo, había roto uno de los escasos faroles y empapado la ropa en petróleo para encenderla después. Agitó primero la antorcha sobre las cabezas, luego la acercó a las vigas de madera seca que sobresalían mucho de las paredes de las casas y les prendió fuego. Muchos hicieron lo mismo. Así, poco a poco, toda la calle principal de Koropta empezó a arder. Las lenguas de fuego, que bailoteaban alegres y traviesas en los tejados, a ambos lados de la calle, alegraron a la muchedumbre hasta el punto de que casi olvidaron a los judíos. Seguían arrastrando a aquellas pobres gentes, que tropezaban constantemente, caían de rodillas y eran incorporados de nuevo con violencia, pero ya no les golpeaban ni empujaban. Incluso empezaron a dirigirse a ellos en un tono bondadoso y consolador y a mostrarles el bello y tremendo espectáculo que habían organizado. «¡Mira, mira las llamitas!», decían. «¡Mira, mira qué herida tengo!», decían. «Me duele, ¿sabes?», decían. Se habían acostumbrado poco a poco a los judíos. Después de haberlos torturado tanto rato, éstos se habían convertido en parte integrante del cortejo triunfal. No hubieran renunciado a ellos por nada del mundo. Pero a los judíos las palabras dulces y el trato deferente les asustaban más aún que los golpes y los tormentos. Les parecía que a aquella suavidad general debían seguir torturas aún peores. Si una mano apacible se acercaba a sus hombros, se sobresaltaban como si hubiesen recibido un latigazo. Parecían un puñado de locos; representaban una especie de locura sorda, débil y temerosa, en medio de la demencia violenta y peligrosa de los demás. Veían arder sus casas; sus mujeres, hijos y nietos podían estar muertos; habrían podido rezar, pero temían emitir cualquier sonido. ¿Por qué el viejo Dios los castigaba con tanta dureza? Desde hacía cuatro años, hacía llover penalidades y más penalidades sobre los judíos de Koropta. El zar, el viejo faraón, había muerto y un nuevo monarca le había sustituido en la eterna tierra de Egipto; sí, había surgido sin duda de un nuevo Egipto, más pequeño pero de una crueldad trágica. De vez en cuando, los judíos lanzaban suspiros sofocados; sonaban como los gritos roncos y atemorizados de las gaviotas antes de una tormenta.

La guardia del cuartel había oído los disparos. El resto de los hombres de Tarabas, que se había quedado en la caseta de Kristianpoller, los había oído también. Aquella gente despertó súbitamente de la embriaguez en que les había sumido el alcohol, el milagro, la plegaria, el canto. Fueron presa del miedo, el miedo de los soldados disciplinados a la propia conciencia militar y al terrible castigo de Tarabas. Los desertores les habían quitado parte de sus armas. Dentro del cobertizo, los soldados se miraban en silencio, con expresión de reproche y de temor, y cada uno bajaba los ojos ante los demás con sentimiento de culpa. A medida que despertaban de su embriaguez, podían recordar ciertamente todos los sucesos de aquel día extraño y terrible, pero no acertaban a explicarse el maligno sortilegio del que habían sido víctimas. Ardían y humeaban aún los innumerables residuos de las velas ante la Madre de Dios. Pero la imagen ya no se veía.

Era como si hubiese vuelto a desaparecer, tragada por la penumbra.

—Pasan cosas horribles —dijo finalmente uno.

—Tenemos que ir al cuartel. Tenemos que informar al viejo. ¿Quién se atreve?

Callaron.

—Vamos todos juntos —dijo otro.

Apagaron con los dedos los cabos de vela que ardían sin llama y abandonaron el cobertizo. Vieron el resplandor del fuego, oyeron el ruido y se pusieron al trote; corrieron formando un arco para evitar la calle Mayor. Cuando llegaron al cuartel, el regimiento estaba dispuesto para la marcha. Tarabas acababa de montar y se mantenía erguido.

—¡Venga, a la formación, rápido! —les gritó.

Corrieron a los edificios, buscaron y encontraron aún unos fusiles abandonados y cada uno de ellos se introdujo, donde pudo encontrar un hueco, en una de las filas ya formadas. Algunos oficiales (no todos) iban a pie. Seguían los mandos habituales. El regimiento, muy reducido, entró en la ciudad. A la cabeza, como mandaba el reglamento, iba Tarabas a caballo, con el sable desenvainado. Se metieron directamente en la calle principal. El poderoso coronel Tarabas, a veinte pasos de distancia de su primera compañía, todo él enrojecido por el reflejo de las llamas, ofrecía una imagen tan terrible que todo el alboroto de la enloquecida turba se extinguió.

—¡Atrás! —gritó Tarabas con voz de trueno.

Obedientes, empezaron a retroceder; luego se volvieron como si de pronto tuviesen conciencia de que, andando de espaldas, no podían escapar con suficiente rapidez del peligroso Tarabas y de las innumerables bayonetas caladas que vieron relucir tras él al resplandor del fuego. Echaron a correr; corrían a la desesperada para salvar la vida. Dejaron a los judíos. Los habían olvidado ya. Éstos quedaron como un ovillo negro, como pegados unos a otros, en medio de la calle. Presentían que les llegaba la salvación, pero sabían al mismo tiempo que era demasiado tarde. Estaban perdidos, para siempre. No se movían. Los Salvadores podían acabar de pisotearlos y aplastarlos definitivamente. Había hielo y muerte en sus corazones. Ni siquiera sentían ya sus dolores físicos. En las aceras de leño, que, en algunos puntos, empezaban a arder lentamente, había mujeres y niños a uno y otro lado, con las casas en llamas a sus espaldas. No gritaban. Ni siquiera los niños lloraban ya.

—¡Fuera! ¡Fuera! —ordenó Tarabas. Y ante él corría ahora el oscuro enjambre de los judíos, a ambos lados; sobre los maderos tableteaban las suelas veloces de mujeres y niños. Cuando la calle estuvo despejada, los soldados empezaron a salvar cuanto podía salvarse de las casas. Se intentó sofocar los incendios en la medida de lo posible. Faltaba agua, y también recipientes. No era posible pensar en extinguir el fuego. Arrojaron mantas, piedras, basuras en el fuego; sacaron de las estancias, indiscriminadamente, mesas, ropa de cama, candelabros, lámparas, pucheros, caballetes, cunas, panes, alimentos de todas clases, utensilios domésticos de todo género. Con las botas se pisoteó el rescoldo que abrasaba las aceras.

Lo que no se pudo apagar, se dejó arder; con bayonetas, sables y culatas de fusiles se intentó arrancar techumbres de madera, derrumbar paredes, aplastar sábanas y mantas en llamas. Una hora más tarde sólo se podía ver el llamear azulado de pequeñas lenguas de fuego, el rescoldo amarillento, la brasa rojiza de las casas total o parcialmente quemadas de Koropta, así como la sofocante humareda azul grisácea que envolvía toda la pequeña ciudad.

Desfallecidos e inmóviles, los soldados estaban en cuclillas y tumbados por las calles. Esperaban indiferentes la mañana. No soplaba el viento, por fortuna. De las pocas casas que habían quedado intactas en Koropta, sólo una contenía aún habitantes vivos: la posada El Águila Blanca; la posada del desaparecido judío Kristianpoller. Allí en el patio y en las estancias, en la espaciosa sala y en la bodega, se aglomeraban los judíos y los campesinos. A algunos les había adormecido el terror y el cansancio, el alcohol, el aturdimiento y el dolor. Campesinos y judíos yacían juntos. No se veían ya soldados. Los desertores, al mando de Ramsin, habían salido ya de Koropta. Los niños gritaban en sueños. Las mujeres sollozaban. Unos cuantos judíos, en cuclillas, no tenían ya fuerzas para levantarse; oraban en un susurro y en una cantilena, y balanceaban el torso al compás de sus viejas melodías.

Cuando llegó la mañana, una mañana risueña, que anunciaba de nuevo uno de tantos días dorados de aquel extraño y tardío otoño, despertaron primero los campesinos, se tambalearon un poco, despertaron a sus mujeres y salieron a ver sus caballos y carruajes. Lentamente y con dificultad recordaron la tarde, la noche, el fuego, la lucha, el milagro y los judíos. Se fueron hacia el cobertizo. Y he aquí que la milagrosa imagen de la Madre de Dios vivía aún en la pared, y ante ella había innumerables tarugos, y en cada tronco, innumerables cabos de vela consumidos. Así que era cierto. El dulce rostro de la Madre de Dios, a la gris claridad de la mañana, no presentaba modificación alguna en sus rasgos. Bondadoso, sonriente, dolorido, lucía marfileño sobre el manto de un rojo sangre. Su bondad, su dolor, su celestial tristeza, su belleza sobrenatural eran más reales que la mañana, que el sol naciente, que el recuerdo de los horrores, del fuego y la sangre de la noche anterior. El recuerdo de todo aquello desaparecía ante la santidad de la imagen. Y aunque en este o aquel campesino pudiera despertarse el remordimiento, les parecía que todo estaba perdonado, puesto que les era concedido contemplar aquel dulce rostro.

Eran sin embargo campesinos. Pensaban en sus granjas y haciendas, en los cerdos y en el dinero que llevaban en sus bolsitas colgadas al cuello. Tenían que volver a casa, a las aldeas de los alrededores. Y redoblaban y triplicaban su apresuramiento, porque tenían que dar noticia del milagro de Koropta a sus hermanos, que se habían quedado en casa. A la vez intuían que aún podía amenazarles algún peligro por parte del regimiento del coronel Tarabas, que les había obligado a huir el día anterior. Se montaron en los carritos. Fustigaron los pequeños caballos y escaparon hacia las aldeas de los alrededores.

Cuando el coronel Nikolaus Tarabas entró a caballo en la posada de Kristianpoller, halló únicamente a los judíos que se lamentaban; se le acercaron con cara de desesperación, con los semblantes deshechos en lágrimas y a golpes, con los brazos alzados en actitud suplicante, con un dolor y un horror indecibles en los ojos. Les ordenó que abandonasen la posada, que se refugiasen en las casas aún incólumes y que no se moviesen hasta nueva orden. Y como le daban pena, les aseguró que los soldados velarían por ellos siempre que se mantuviesen quietos, encerrados en las casas. Los judíos se fueron.

Llegaron unos cuantos oficiales. Tarabas se fue con ellos hasta el cobertizo para ver el milagro. Ante la imagen de la Virgen, se quitaron las gorras. Los soldados de Tarabas habían relatado cómo Ramsin disparó sobre sus dibujos obscenos y cómo, bajo la cal, había aparecido de pronto la imagen. Tarabas se santiguó. En un primer momento sintió deseos de arrodillarse. Pero inmediatamente reflexionó que, después de los sucesos de la última noche, criminal consecuencia de una fe ciega, tenía la obligación de adoptar una actitud razonable. Tras él se hallaban en pie los oficiales. Se avergonzó. No podía permitirse ningún movimiento que traicionase sus santurrones impulsos. Se santiguó nuevamente y dio media vuelta.

En opinión de Tarabas, el posadero Kristianpoller debía seguir escondido en algún rincón de la posada. Ordenó registrar todos los recovecos de la casa. Mientras tanto, eran entrados al patio de la posada los soldados muertos durante la noche. Eran cinco, entre ellos el sargento Konzev.

—¡Dejad a Konzev en mi habitación! —ordenó el coronel Tarabas.

Dio unas cuantas instrucciones para las próximas horas. Ordenó ponerse en comunicación telefónica con la capital, con el general Lakubeit. Luego se dirigió a su habitación, se encerró por dentro con el cerrojo y se sentó junto a la cama donde habían puesto el cadáver de Konzev.