Llegó la mañana. Una mañana serena. Ascendía con suave indiferencia entre nieblas tenues. Kristianpoller fue el primero en despertar. Se había dormido detrás de su mostrador, no recordaba ya a qué hora. Aparte de él, allí estaba todavía el coronel Tarabas. Dormía. Roncaba con fuerza, la cabeza entre los brazos cruzados sobre la mesa, ante la cohorte irregular y rutilante de vasos vacíos. La espalda ancha y ligeramente curvada del coronel se alzaba y descendía con cada una de las pesadas respiraciones. Kristianpoller observó en primer lugar al dormido Tarabas y reflexionó si podía o no atreverse a despertarlo. Sobre el mostrador el reloj marcaba las ocho y media. Kristianpoller recordó la mirada cansada, dulce, humana que había brillado en los ojos ebrios del coronel Tarabas a horas avanzadas de la noche, y se acercó resueltamente a la mesa y tocó un hombro del Terrible con dedos vacilantes. Tarabas saltó inmediatamente, risueño, casi turbulento. Había dormido poco, incómoda y profundamente. Se sentía fuerte. Estaba animado. Pidió un té. Llamó a su asistente, estiró las piernas; mientras tomaba el té, se hizo limpiar las botas, hincó el diente a un enorme bocadillo de pan con mantequilla y pidió al mismo tiempo un espejo; el judío Kristianpoller lo descolgó de la pared, lo llevó a la mesa y lo sostuvo delante de Tarabas.
—¡Afeitar! —ordenó Tarabas.
Y el asistente trajo jabón y navaja, y Tarabas apoyó la roja nuca en el duro respaldo de la silla. Mientras le afeitaban, silbaba una alegre y caprichosa melodía y, con la mano abierta, llevaba el compás sobre el muslo tenso. La mañana era cada vez más dorada y alegre.
—¡Abre la ventana! —ordenó Tarabas. A través de la ventana abierta inundó la sala el azul temprano y ya intenso del cielo otoñal. Se oía el desenfrenado parloteo de los gorriones, como en un cálido día del inicio de la primavera. Era como si, ese año, el invierno no quisiera venir.
Tan sólo al salir al patio, cuando vio que su sargento Konzev y cinco de sus leales faltaban, recordó Tarabas que aquel día se esperaban acontecimientos especiales. Salió de la posada. Observó un movimiento desacostumbrado en la única calle importante, alargada, de Koropta. Ante sus minúsculos puestos, los comerciantes judíos habían extendido sobre sillas, mesitas y cajas sus mercancías: cuentas de vidrio, corales falsos, papel de adorno de color azul turquesa, o plateado o dorado, largas barras de caramelo de un rojo sangre, delantales de algodón estampado con flores como de fuego, hoces relucientes, grandes navajas de bolsillo de mango rosa, pañuelos de cabeza turcos para las mujeres. Pequeñas carreteras de campesinos trotaban pacíficamente una tras otra por la calzada, como unidas por un cordel; aquí y allá relinchaba un caballo, y los cerdos, tumbados sin poder menearse en carretones, con las patas traseras atadas, lanzaban al cielo unos gruñidos a la vez alegres y lastimeros.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Tarabas.
—Viernes y mercado de cerdos —dijo el asistente.
—¡El caballo! —ordenó Tarabas. No se sentía ya totalmente a gusto. El viernes no le agradaba y el mercado de cerdos también le disgustaba. Si hoy, como todos los días, tenía que ir a pie al cuartel, podía ocurrir cualquier incidente. Tenía unas ganas tremendas de derrumbar con la mano, al pasar, las mercancías expuestas por los comerciantes, de lanzarlas desde la alta acera de madera al centro de la calle, a la calzada hundida, bajo las ruedas de las carretas de los campesinos. Sentía crecer una enorme rabia en su interior. ¡Viernes! Prefería cabalgar a través del viernes, saberlo bajo los cascos de su caballo. Montó y cabalgó al paso entre los carros de los aldeanos, profiriendo de vez en cuando alguna blasfemia ruidosa cuando alguien no se apartaba a tiempo, escupiendo otras veces, con una curva audaz, sobre la nuca desprevenida de un campesino, o cosquilleando a veces el rostro aterrorizado de otro con la fusta de cuero.
Al llegar al cuartel comprobó a primera vista que el bravo Konzev había hecho su trabajo. Los barriles llenos de cerveza y aguardiente, llegados esa misma mañana en el tren, formaban dos hileras junto al muro del patio del cuartel, vigilados por cinco leales. Los hombres tenían descanso. Los oficiales se hallaban en el barracón de madera recién construido en el que, desde la llegada de Tarabas, se había instalado la cantina. Se oían sus sonoras carcajadas. Se acercó Konzev. Se detuvo y saludó sin decir palabra. Dio un parte mudo, extraordinariamente elocuente. Tarabas lo entendió, le ordenó descanso y continuó su camino. Los soldados y los suboficiales estaban tumbados o agachados en el suelo. Amable y cada vez más caluroso, el sol bañaba el desnudo suelo del patio. Todos esperaban, risueños, satisfechos y festivos.
Hacia las once de la mañana se presentaron para la comida. Los platos tintineaban en la fila; entre chapoteos, el caldo espeso y caliente de los voluminosos calderos era extraído por el gigantesco cucharón del ranchero y se vertía en los recipientes. El coronel Tarabas estaba de pie junto a la cocina de campaña. Los hombres iban pasando uno tras otro frente a él. Les iba observando el rostro. Quería descubrir cuál de aquellos hombres valía para algo y a quiénes había que expulsar. Sí, por las caras, Tarabas quería conocer a las personas. ¡Vano intento! ¡El general Lakubeit podía hacerlo! Todos los rostros le parecían hoy al coronel Tarabas obtusos, crueles, falaces, pérfidos. En la guerra era distinto. En la guerra podía ver con precisión quién valía algo. No había pelirrojos. Por desgracia no los había. Habría sido una señal inequívoca. El coronel Tarabas se habría deshecho inmediatamente de todos los pelirrojos.
Aquel día comían a gran velocidad. Quien tenía una cuchara, prefería conservarla en la bota. Se llevaban las escudillas a los labios y engullían el espeso mejunje; luego chupaban los huesos y los lanzaban formando una gran parábola por encima del muro del patio, todo para llegar cuanto antes a la cerveza prometida. Konzev dirigía la distribución. Ahora que el reloj de la iglesia daba las doce del mediodía y el sol quemaba de un modo considerable, aparecieron como por encanto innumerables recipientes para beber, de todo tipo, de vidrio, de madera, de latón, de barro, jarros y jarritos, traídos a toda prisa por los soldados en los brazos a montones y depositados cuidadosamente ante los barriles. Y enseguida, a una señal de Konzev, se abrieron los grifos. Se oyó el gorgoteo y el rumor de la espuma. Y sobre los rostros saciados y sin embargo ávidos de los soldados, en cuyas barbas se veían aún las huellas pastosas de la comida engullida y en cuyas bocas empezaba a acumularse la saliva propia de la sed, pasó una llamarada de entusiasmo casi sagrado que les hacía a todos semejantes entre sí: un regimiento de verdaderos hermanos. En grupos compactos, se afanaban junto a los barriles.
Se inició un enorme trasiego de bebida. Los recipientes no bastaban, pasaban de mano en mano y se esperaba con impaciencia su regreso; cuatro, seis manos sostenían cada una un recipiente bajo los grifos que manaban pródigos, con una generosidad infinita. Se bebía cerveza. La blanca espuma saltaba sobre los bordes, empapaba el suelo, se detenía en las comisuras de los labios y en los bigotes de los hombres; las lenguas la lamían de las barbas y los paladares la saboreaban, saboreaban aquel don especialmente generoso de un día ya propicio. ¡Oh, qué día! Konzev, con sus cinco hombres, cada uno con una jarra de latón llena de aguardiente claro en la mano, se abría paso entre las desenfrenadas aglomeraciones, escogía y reflexionaba, trataba a uno u otro de forma caprichosa, así lo creían ellos; aquellos a quienes servía le recompensaban con una sonrisa de agradecimiento, y las miradas desoladas y decepcionadas de los que nada recibían le perseguían con odio. Quien había engullido un trago considerable de aguardiente sentía su ardor en las fauces y reclamaba enseguida otra cerveza. Más de uno caía al suelo con estrépito, grande y pesado como era, fulminado por el claro rayo del licor. Y no parecía que pudiera volver a levantarse jamás. La espuma burbujeaba en las comisuras; los labios eran azules; los párpados no acababan de cerrarse, sino que dejaban ver el borde blanco azulado del globo ocular; la cara estaba deformada y a la vez satisfecha, llena de una dicha cruel y obstinada. El que se derrumbaba de este modo era levantado poco después por dos tipos robustos y arrojado fuera del cuartel. Cuatro grandes vehículos esperaban ante la puerta. Un camión estaba ya medio lleno. Había en él unos cuantos hombres colocados uno junto al otro, como grandes soldados de plomo metidos en una caja. Tendieron piadosamente una lona para ocultar los cuerpos inanimados.
Pronto se descubrió que el precavido Konzev no había contado con la naturaleza inquebrantable de ciertos hombres. Algunos, con quienes no podían nada el aguardiente ni la cerveza, en medio de la general confusión, aprovecharon la oportunidad, por la que llevaban suspirando largo tiempo, de acercarse a la puerta y salir. Primero deslizándose en silencio, y luego, ya fuera del cuartel, entre cantos balbuceantes, dando un rodeo con paso vacilante para llegar a la ciudad de Koropta, que llevaban tiempo sin ver y por la que sentían una verdadera nostalgia. Guardaban rencor al terrible Tarabas desde que éste les había atraído al cuartel y les había sometido a la dureza de su yugo. Sólo sus leales lo pasaban bien. Contra ellos la rabia era mayor aún que contra el propio coronel. Unas cuantas veces había ocurrido que los descontentos intentaron concertarse para una fuga o para una rebelión abierta. ¡Los descontentos! ¿Quién no formaba parte de ellos, dejando aparte los leales que habían venido con Tarabas a Koropta? Una vez que todos ellos, reunidos con tanta celeridad, hubieron calmado su hambre y su sed, empezaron a añorar su libertad, aquella dulce hermana del hambre cruel. Instruirse militarmente por una patria nueva, una patria que nadie podía saber a quién pertenecía, era algo insensato, pueril y excesivamente fatigoso. Pero todas las veces que se ponía en marcha un acuerdo entre los sedientos de libertad, acababa siendo denunciado al sargento Konzev de un modo abominable (e inexplicable). Los castigos eran horrendos. Algunos eran condenados a permanecer seis horas acurrucados, con las rodillas dobladas, sobre el estrecho borde del muro del cuartel, vigilados por dos hombres con los fusiles a punto de disparar, uno de ellos situado en el interior del patio y el otro fuera del muro, ambos con los ojos y las bocas de los fusiles apuntando al condenado. Konzev era insuperable en el arte de discurrir castigos y tormentos. A algunos les ataba con sus propias manos los brazos extendidos a dos peldaños de una larga escalera de mano que el desgraciado había de transportar a paso ligero, a paso regular y a paso de desfile. Otros tenían que subir corriendo diez veces seguidas, con todo el equipo y el fusil, sin detenerse y tomar el adecuado impulso, por el empinado terraplén levantado en un extremo del patio y tras el cual solían disponerse los soldados para los ejercicios de tiro. Tras aplicarse unas cuantas veces estos castigos, y otros semejantes, cesaron los acuerdos secretos. Pero la rabia en los corazones seguía existiendo e iba en aumento.
Por fin eran libres. A los primeros ocho hombres que se habían deslizado fuera del cuartel, siguieron otros grupos, a pesar de que esta vez no se habían puesto de acuerdo. Era como si aquellos a quienes el alcohol no había podido tumbar se hubiesen vuelto extraordinariamente lúcidos después de haberlo saboreado. Y mientras sus cuerpos perdían el equilibrio, en sus cabezas se hacía la luz y se imponía la firmeza. Al poco rato —antes de que Konzev y los suyos pudiesen darse cuenta de cuántos hombres se les habían escabullido—, los fugitivos habían alcanzado la posada de Kristianpoller gracias al seguro instinto del borracho. En tres, cuatro grupos, penetraron en la posada, irrumpieron en ella.
Aquel día, el portón de la posada estaba abierto. De nuevo, después de mucho tiempo, había mercado de cerdos en Koropta. El judío Kristianpoller ensalzaba los prodigios de Dios. Él era grande en sus designios incomprensibles, muy grande en su inescrutable bondad. La razón humana no podía desentrañar por qué precisamente aquel día tenía lugar el buen mercado de cerdos, de larga tradición, que así alegraba el corazón de Kristianpoller. ¡El día anterior ni un alma habría podido suponerlo! Y he aquí que, si era la voluntad de Dios que volviese a celebrarse un mercado de cerdos en Koropta después de tanto tiempo, lo sabían en un dos por tres todos los campesinos de los alrededores, y quién sabe si lo sabían también los cerdos.
Cuando los primeros huéspedes campesinos, tan añorados, hicieron su aparición en el patio del Águila Blanca, Kristianpoller ordenó a su mozo Fedia que abriese los dos grandes batientes del portón, como en los buenos tiempos, años atrás, cuando ni un hombre armado, fuera de los pacíficos policías, pisaba aún el umbral de la posada. Sí, cuando a primeras horas de la mañana llegaron los primeros campesinos, con tanta naturalidad como si hubiesen estado allí la semana anterior, como si no hubiese habido guerra, ni revolución, ni una nueva patria, con sus pieles de cordero sin botones, de olor acre y de un color blanco amarillento, sostenidas por cintos de tela azul oscura; cuando estas figuras familiares reaparecieron después de largo tiempo, el judío Kristianpoller olvidó la noche en vela, el terror, los huéspedes, los oficiales e incluso a Tarabas. Era como si aquellos campesinos fuesen los primeros mensajeros seguros de una nueva paz, completamente restablecida. Cuando Kristianpoller, con alegre y piadosa premura, desceñía y plegaba su filacteria, comparecieron en la sala los primeros clientes campesinos. Con precipitadas reverencias, intentó el posadero despedirse de Dios, a quien acababa de dirigir sus plegarias, y saludar con ese mismo movimiento a los campesinos. ¡Oh, qué dulce y apacible era el olor acre de sus pieles! ¡Qué maravillosamente gruñían fuera los cerdos atados sobre la paja, en las pequeñas carretas! No había duda, eran las voces auténticas de una dulce paz perdida desde hacía tiempo. La paz volvía a entrar en el mundo y hacía un alto en la posada de Kristianpoller.
Y como en los viejos tiempos, el judío Kristianpoller hizo sacar de la bodega los pequeños y panzudos barriles y llevarlos no sólo al patio, sino también al exterior, puesto que puso unos cuantos ante el portal abierto, a fin de animar aún más a los recién llegados, ya bastante dispuestos a beber. Una grande y confiada gratitud invadía a Nathan Kristianpoller. Dios, el inescrutable, había extendido sin duda por todo el mundo la guerra y la devastación; pero al mismo tiempo hacía crecer en abundancia la cebada y el lúpulo, de los que se fabricaba la cerveza, el arma de los posaderos, y aunque tantos hombres habían caído en la guerra, siempre surgían nuevos campesinos sedientos y buenos bebedores, tan abundantes como la cebada y el lúpulo. ¡Oh gracia inmensa! ¡Oh dulce paz!
Pero mientras el piadoso Kristianpoller admiraba y cantaba sus alabanzas, se preparaba la desventura, la grande y sangrienta desventura de Koropta, y a la vez el funesto extravío del poderoso Tarabas.