A la mañana siguiente llegó el general Lakubeit. Tarabas lo esperaba en la estación. La visión del general, un hombre diminuto y enclenque, sorprendió al coronel Tarabas; sí, las minúsculas dimensiones del general le habían cogido por sorpresa. Era como si el cuerpo debilucho de Su Excelencia no le prometiese nada bueno a su propio cuerpo, tan robusto. Desde el estribo, el general ya le tendió la mano. Pero era como si Su Excelencia buscara apoyarse en la enorme mano de Tarabas para apearse más que estrecharla para saludarlo. Por unos momentos Tarabas sintió la seca y frágil manita del general en su poderosa zarpa como si se tratase de un pajarito cálido e indefenso. El coronel Tarabas estaba preparado para recibir a un general semejante a otros muchos que conocía: casi siempre figuras imponentes y viriles, señores con barba o al menos con bigote, de mirada certera y militar, manos duras y paso firme. Para recibir a un general de esta clase, Tarabas sí estaba preparado. Pero Lakubeit era sin lugar a dudas uno de los generales más raros del mundo. Su carita bien afeitada, amarilla, adusta, emergía como un fruto exótico, viejo y apergaminado del cuello alto y ancho, de un color rojo sangre, y quedaba oculta por la sombra del enorme tejado negro del que parecía provista la gorra gris con galones de oro, a fin de evitar que aquella vieja cabecita siguiera marchitándose. Las delgadas piernas de Lakubeit se hundían en las botas altas, que parecían simples botas de campesino y no estaban provistas de espuelas. Una chaquetilla suelta ondeaba en torno a las secas costillas de Su Excelencia. Era un espantapájaros, no un general…
Tan mezquina apariencia fue considerada una especial alevosía por Tarabas. A él le gustaban sus iguales, los seres hechos a su imagen y semejanza. Muy profundo, escondido en el fondo de su corazón, reposaba aún adormilado, pero murmurando y amenazando de vez en cuando desde el sueño, el presentimiento de que el imponente Tarabas había de tener algún día un encuentro decisivo, fatal, con una de las muchas personas debiluchas que andan por este mundo, superfluas y astutas, y que no sirven para nada bueno. Cuando se colocó al lado del general para acompañarle a la salida, se dio cuenta de que Lakubeit le llegaba a la altura del codo; por cortesía y disciplina, el coronel Tarabas se vio obligado a hacerse, dentro de lo posible, más pequeño, a doblar el espinazo, a acortar el paso y a amortiguar la voz. Le tintineaban las espuelas. En cambio las botas del general eran silenciosas.
—¡Querido! —dijo el general en voz muy baja.
Tarabas se dobló aún más para oír bien.
—Querido —dijo el general Lakubeit—, le agradezco el recibimiento. Sé mucho de usted. Hace mucho que le conozco de nombre. ¡Me alegra verle!
¿Así hablaba un general? Tarabas no sabía qué responder exactamente.
Durante el camino, sentados en el carruaje —era el carruaje de Kristianpoller y lo conducía uno de los hombres de Tarabas—, el general Lakubeit no dijo una palabra. Encogido, como una criatura insignificante, permanecía sentado junto a Tarabas y sus ojos listos, oscuros y relucientes recorrían el paisaje. Se veían cada vez que se quitaba la gran gorra con galones de oro (lo hizo un par de veces durante el viaje, aunque no hacía calor). Unas cuantas veces Tarabas intentó asimismo entablar conversación. Pero tan pronto como se disponía a pronunciar una palabra, tenía la impresión de que el general Lakubeit estaba a muchos kilómetros de él. ¡Malos presagios atravesaban el corazón del poderoso Tarabas, oscuros presagios! Cuando llegaron a la pequeña ciudad, y a derecha e izquierda, en las aceras de madera, los habitantes de Koropta saludaban con su habitual sumisión, el general Lakubeit empezó a lanzar sonrisas a uno y otro lado y a responder a los saludos con la calva y amarillenta cabeza descubierta, y la gorra sobre las rodillas. Los labios finos se entreabrían y mostraban una boca sin dientes. Ahora Tarabas estaba ya completamente seguro: aquel Lakubeit era el máximo y más peligroso de todos los diablos de papel.
Se detuvieron frente a la posada de Kristianpoller, y el general saltó a tierra con ligereza, sin ocuparse de Tarabas. Hizo una seña amable al posadero, se puso a toda prisa la gorra en su cabecita y saltó directamente al interior de la posada. Pidió un té y un huevo duro. Y Tarabas no tocó el aguardiente que Kristianpoller, como siempre y sin preguntarle nada, había puesto delante del coronel. El general golpeó el huevo contra el borde del platito, mientras el elegante teniente, su ayudante, entró en el local y se plantó junto a la mesa.
—Siéntese —murmuró el general, y con su flaco índice sacó la cáscara del huevo.
Después que hubo comido el huevo y bebido el té en completo silencio, dijo el general Lakubeit:
—¡Vamos ahora a ver el regimiento!
Evidentemente, el coronel Tarabas lo tenía todo preparado. Desde primeras horas de la mañana, el regimiento esperaba al general frente al cuartel. En los distintos locales del mismo, estaba todo en perfecto orden. No obstante, el coronel Tarabas dijo:
—No puedo garantizarlo todo. No tenía paga, no tenía uniformes; ni siquiera el cuartel era utilizable cuando llegué. Tampoco puedo asumir la responsabilidad por cada uno de los hombres del regimiento. Muchos han desertado. Hay entre ellos mucha gentuza.
—Tómese primero su aguardiente —dijo el general.
Tarabas bebió.
—¡Usted también! —dijo el general al teniente—. Hoy mismo van a llegar dos cajas de dinero —dijo después el general—. Así podrán superarse las principales dificultades. Hay dinero para la paga de dos meses y sueldo suficiente para seis decenas. Viene además un suplemento para cerveza y aguardiente. El buen humor es lo más importante. Usted lo sabe, coronel Tarabas.
Sí, el coronel Tarabas lo sabía.
En silencio subieron al carruaje y partieron hacia el cuartel.
Con pasos breves y rápidos, el general Lakubeit pasó trotando junto a las filas del regimiento formado. Se quitaba la gorra con frecuencia, como parecía tener por costumbre. Y así, con la cabeza descubierta, con su pequeño cráneo liso, llegaba justo a la empuñadura de los fusiles colocados sobre el hombro, y había que suponer que sus listos ojuelos sólo podían inspeccionar bien los cintos y las botas de los hombres. Los soldados efectuaron los habituales giros de cabeza, pero sus ojos miraban todos al aire, por encima de la cabecita de Lakubeit. Algunas veces, sin embargo, de un modo inesperado y amenazador, el general levantaba la cabeza, se detenía, y sus ojos vivos se fijaban de un modo penetrante en la cara, el cuerpo, el correaje de cualquiera de los soldados u oficiales.
Era como si el general Lakubeit no examinase, como suelen hacerlo todos los generales del mundo, las cualidades militares de los hombres que miraba. Todos ellos estaban acostumbrados a que les valorasen por sus virtudes militares. Conocían la guerra, el cautiverio, las batallas y las heridas, la muerte misma. ¿Qué podía querer de ellos un general? Pero aquel minúsculo Lakubeit, cuando se detenía tan por sorpresa, parecía escudriñar lo más íntimo, el alma. Para escondérsela de alguna manera, los hombres se escudaban en una actitud rígida y marcial, se envolvían en la disciplina, se quedaban firmes como en sus primeros tiempos de recluta, y no por ello dejaban de tener la penosa sensación de que todo era inútil. La mayoría de ellos creían en el diablo. Y creían ver, como su coronel Tarabas, llamitas del infierno ardiendo en los ojillos de Lakubeit.
La inspección de Lakubeit acabó enseguida. El general pasó a la oficina con el coronel Tarabas, ordenó que mandasen salir a los escribientes, se sentó, hojeó los papeles, los clasificó en pequeños montones con sus manitas hábiles y flacas; sonreía de vez en cuando, alisaba amorosamente uno de los montones y luego el otro; miró a Tarabas, que se había sentado frente a él, y le dijo:
—¡Coronel Tarabas, de esto no entiende usted nada!
Había, por consiguiente, una cosa de la cual no entendía nada el poderoso Tarabas, y ya se sabe que, desde que Tarabas había ido a la guerra, jamás había ocurrido nada semejante.
—Sí —repitió el general Lakubeit con su tenue vocecita—, de esto no entiende usted nada, coronel Tarabas.
—No —dijo el poderoso Tarabas—, no, la verdad es que no entiendo nada de este asunto. Los dos capitanes que yo consideraba expertos (eran capitanes de contabilidad durante la guerra) y los escribientes a quienes he confiado este trabajo tampoco entienden nada. Me presentan informes que no entiendo, ¡es verdad! Me temo que confunden las cosas todavía más.
—Exactamente —dijo el general Lakubeit—. Le mandaré un ayudante, coronel Tarabas. Un joven. ¡No lo trate con menosprecio! No ha hecho la guerra. Era débil y enfermizo. ¡Sí, no es una naturaleza de soldado como lo es usted, a Dios gracias, coronel! Para decirle la verdad: fue mi auxiliar durante diez años, en tiempo de paz. Debe usted saber, y espero que no le importe, que soy abogado. Durante la guerra fui auditor, no combatiente. Ya se habrá dado usted cuenta. Por lo demás, coronel Tarabas, he sido abogado de su señor padre. Hace sólo una semana estuve hablando con su anciano padre. No me dio saludos para usted…
El general Lakubeit hizo una pausa. Sus palabras penetrantes, monótonas, permanecían aún en la estancia, duras, agudas, y quietas alrededor del coronel Tarabas, como una valla de estacas delgadas y afiladas. De ellas se destacaba sólo un poco la palabrita «padre». De repente, el coronel Tarabas creyó sentir que se estaba volviendo pequeño, cada vez más pequeño, una mutación casi física, sin duda. Y así como antes por disciplina y cortesía había intentado en vano parecer más insignificante que el general, ahora se esforzaba por conservar toda su masa corpórea y por sentarse lo más erguido posible, como un Tarabas aún más imponente de lo que era. Podía mirar aún, por encima de la cabeza calva del general Lakubeit, el exterior a través de la ventana, y lo comprobó con satisfacción. Era un otoño lleno de sol. Frente a la ventana había un castaño dorado, medio deshojado. Detrás, como al alcance de la mano, relucía el intenso azul del cielo. Por primera vez desde su infancia, el coronel Tarabas sintió la fuerza y la energía de la naturaleza, más aún, olía el otoño tras la ventana y deseaba volver a ser un chiquillo. Por breves momentos se perdió en los recuerdos de su infancia y supo al mismo tiempo que no hacía otra cosa que huir de aquel presente para refugiarse en el pasado, el poderoso Tarabas, y así se volvió aún más pequeño y minúsculo y acabó por estar sentado ante el general Lakubeit como un niño.
—Tenía la intención —mintió— de visitar pronto a mis padres.
El general Lakubeit no pareció oír esta frase.
—Los conocí —dijo Lakubeit— cuando usted era todavía un chiquillo. Estuve muchas veces en casa de su padre. Usted se vio envuelto en aquel asunto de Petersburgo. Lo recordará. Entonces nos costó grandes sudores y fatigas. Y dinero, mucho dinero. Luego se fue usted a América. Y después vino el asunto del dueño del bar al que golpeó…
—¿El dueño del bar? —dijo Tarabas.
Cuánto tiempo llevaba sin pensar en aquel hombre, ni tampoco en Katharina. Ahora volvía a ver a Katharina, la enorme garganta roja del dueño del bar, la prima María, la pesada cruz de plata entre sus pechos, la gran bola de cristal y detrás la cara de la gitana.
—En Nueva York —comenzó a decir de pronto Tarabas, y era como si otra persona, como si alguien hablase dentro de él—, en Nueva York, en una feria, una gitana me predijo que sería un asesino y un santo… Creo que la primera parte de esta profecía…
—Coronel Tarabas —dijo el pequeño Lakubeit, y sostenía su escuálida manita frente a la cara, con los dedos abiertos—, la primera parte de la profecía no se ha cumplido. No mató usted al dueño del bar de Nueva York. Aunque de todos modos no está vivo. Fue a la guerra y cayó. En Ypres, para decirlo con exactitud. Aquella historia nos costó grandes sudores y fatigas. Mire: la justicia, y perdone esta digresión, no se dejó desorientar por la guerra. Se inició una persecución contra usted. Habría sufrido usted una nueva degradación si hubiese asesinado a aquel buen hombre. Por otra parte, el joven que pienso enviarle llevó su caso en esa ocasión. ¡Algo tiene usted que agradecerle! Su padre estaba fuera de sí.
El silencio era absoluto. La voz monótona de Lakubeit ondeaba en él; como un viento suave ondeaba hacia el coronel Tarabas. Un vientecillo suave, pertinaz, inexorable. Familiar y penoso a la vez. Venía de unos años remotos, familiares, desagradables.
—¿Y mi prima María? —preguntó Tarabas.
—Se ha casado —dijo Lakubeit—. Está casada con un oficial alemán. Al parecer se enamoró de él.
—Yo también la amé —dijo Tarabas.
Se hizo un silencio absoluto. Lakubeit cruzó los dedos de las manos. Sus dedos entrelazados formaban una valla de huesos sobre la mesa, ante el pulcro montoncito de documentos.
Las manos del coronel Tarabas descansaban en cambio, sueltas y sin fuerza sobre los muslos. Era como si no pudiese levantar las manos de los muslos ni los pies del suelo. María se había enamorado de un oficial extranjero. ¡Traición contra el poderoso Tarabas! Era un agravio contra él, contra el terrible Tarabas, que hasta entonces sólo había ejercido la violencia y el agravio contra los demás. Una enorme y amarga injusticia se ha cometido contra el pobre Tarabas. Modera un poquito la propia violencia; se trata en realidad de una injusticia benigna. ¡Es una expiación, una expiación, oh poderoso Tarabas!
—Lo más importante —empezó diciendo el general Lakubeit—, lo más importante es que haga limpieza en su propio regimiento. Echará por lo menos a la mitad de la gente. Tendremos que hacernos con un informe completo sobre el origen de cada uno de los hombres que conserve. Coronel Tarabas, estamos creando un nuevo ejército. Un ejército de toda confianza. A las gentes extrañas que no pueda retener los expulsaremos o los meteremos en la cárcel, o los entregaremos a los distintos consulados. En una palabra: nos desharemos de ellos, sea como sea. No importa cómo. ¡Conserve usted a los músicos! La música es importante. Y conserve también, siempre que sea posible, a los hombres que sepan leer y escribir. ¡Y que todo el mundo tenga su paga! Incluso los expulsados. Para que pueda quitarles las armas con más facilidad mande repartir cerveza, mañana y pasado mañana. Por mí, puede usted decir que es un regalo del general. ¡Bien, esto es todo! —concluyó Lakubeit, y se levantó de su asiento.
En silencio, como habían venido, se dirigieron a la estación. Caía la noche. La estación estaba situada al oeste de Koropta. El carruaje avanzaba por la calle recta hacia el sol crepuscular, que mostraba un semblante rojo y melancólico a través de las nubes de humo de las locomotoras en maniobra, sobre el tejado amarillo de la estación. Se reflejaba en la enorme visera negra charolada de la gorra del general. El elegante teniente, sentado frente al general, contemplaba rígido y mudo aquel reflejo.
—¡Buena suerte! —dijo el general Lakubeit antes de subir al tren. Su manita seca era extrañamente cálida, como un pájaro indefenso en la mano poderosa del poderoso Tarabas—. Y no olvide la cerveza, ni el aguardiente, si es preciso —dijo aún Lakubeit a través de la ventana abierta.
Y el ferrocarril partió… y el vigoroso Tarabas se quedó solo; tan solo, así se lo parecía, como nunca lo había estado en su vida.