XI

En los días que siguieron, el coronel Tarabas, temible rey de Koropta, no se sintió a gusto en su reino. Cuando se despertaba por la mañana en la amplia y acogedora cama que le había preparado el posadero Kristianpoller, el rey Tarabas ya no sabía lo que había ocurrido el día anterior. Y la espera de las cosas que habían de suceder ese mismo día le desorientaba todavía más. Porque eran verdaderamente perturbadores los sucesos que se acumulaban esos días en torno al coronel, unos sucesos diabólicos. Eran diabólicos los papeles que traían los frecuentes correos que venían de la ciudad, a pie, en coche, a caballo y en los viejos automóviles militares. Para Tarabas no cabía la menor duda de que en su nueva patria gobernaba un demonio de papel. A sus órdenes, mil escribientes furibundos ocupaban las oficinas de la capital y maquinaban astutos planes para arruinar a Tarabas. Eran escribientes pelirrojos, tal vez judíos pelirrojos. Por la mañana, el asistente tenía que vestir, afeitar y cepillar al coronel. Tenía que calzarle las pesadas y estrechas botas, arrodillarse junto a su jefe ante la cama, avanzar o retroceder la cabeza y el torso entre las piernas abiertas del coronel, con los fuertes puños morenos aferrados alternativamente a la caña y a los tirantes de la bota derecha y la izquierda; arrastrarse después y golpear con fuerza los talones y las suelas para que el pie de Tarabas entrase por fin con comodidad en su morada. Porque era como si toda la aversión de Tarabas contra el nuevo día que apuntaba amenazador allá fuera, al otro lado de la ventana, se hubiese acumulado en aquel pie reacio. Para acostumbrarlo de nuevo al suelo, golpeaba un par de veces el pavimento resonante, levantaba los brazos en alto, bostezaba dando un grito hueco y prolongado y se hacía ceñir el correaje con puñal y pistola. Parecía que colocasen los arreos a un corcel real. Era el momento en que el judío Kristianpoller, al acecho tras la puerta desde primeras horas de la mañana, corría con sus silenciosas pantuflas a la taberna a preparar el té. Cuando entraba después el coronel en la sala, Kristianpoller le daba un sonoro «Buenos días» que parecía destinado a saludar a una ciudad entera. Era como si toda la gran alegría que sentía el judío por volver a ver finalmente a su ilustre huésped estallase en aquel saludo. «¡Buenos días, judío!», replicaba el Terrible. Le resultaba agradable; el ruidoso saludo de Kristianpoller acababa de despertarle del todo, le confirmaba además que él era más poderoso que el día que se iniciaba, por muchos nuevos papeles que le deparase. Con avidez y a grandes sorbos se tomaba el té casi hirviendo, saludaba y partía ruidosamente hacia el cuartel. Todos los que se cruzaban en su camino le cedían el paso y se inclinaban profundamente. Pero él no miraba a nadie.

Nuevos disgustos le esperaban en la oficina. Él era un hombre instruido, incluso universitario. Una vez, años atrás, había comprendido endiabladas fórmulas, había pasado exámenes. ¡Ah, no era una cabecita hueca la de nuestro Tarabas! Hoy había requerido la ayuda de dos capitanes; cuatro escribientes, al mando de un experto suboficial, estaban sentados en la oficina, escribiendo (también ellos eran como diablos). Todos juntos complicaban aún más las innumerables ordenanzas que venían de la capital, complicaban las demandas de informes, no resolvían ninguno de los múltiples problemas, hacían más densa la niebla que parecía alzarse de los papeles, se presentaban a Tarabas con intrincadas informaciones, le preguntaban si debían hacer esto o aquello, y si él les decía que le dejaran en paz, desaparecían como fantasmas que se los tragase la tierra, y le dejaban solo con el tormento de la responsabilidad. ¡Ah, qué nostalgia sentía de la guerra el poderoso Tarabas! La gente que se iba reuniendo al acaso y que componía su nuevo regimiento, no eran sus antiguos soldados. Por hambre habían acudido a Tarabas, no por otra cosa. Cada día le denunciaban deserciones. Cada día, cuando pasaba revista en la plaza de armas, veía nuevos claros en cada pelotón. Se efectuaba la instrucción de un modo perezoso y soñoliento. E incluso algunos de sus oficiales no tenían ni idea de los ejercicios de compañía. ¡Qué atrocidad para un Tarabas! Sólo en sus pocos fieles, que había traído con él a Koropta, podía confiar aún. Los demás le temían, eso sí, pero se daba perfecta cuenta de que ese temor podía engendrar la traición y el asesinato con alevosía. ¿Obedecían aún sus órdenes? Sólo las aceptaban sin resistencia. Habría preferido la revuelta.

Y Tarabas se acordaba del infausto domingo en que el desconocido pelirrojo había aparecido ante él por primera vez. Con él se había iniciado la gran desventura. A ratos le invadía un odio furioso contra sus subordinados, un odio que jamás había experimentado hacia el enemigo. Y por la noche, cuando estaba seguro de que todos sus enemigos hacía rato que dormían, se levantaba de la pacífica mesa de la posada, abandonaba sin saludar la tertulia de camaradas bebedores y, con sed de venganza en su corazón, corría a grandes pasos hacia el cuartel. Inspeccionaba las guardias, mandaba abrir las habitaciones, arrancaba los cobertores de los cuerpos desnudos de los durmientes, registraba lechos y sacos de paja, petates y mochilas, bolsos y cojines; controlaba los retretes, amenazaba con fusilar a uno y a otro, pedía pasaportes militares, papeles, batallas en las que éste y aquél habían tomado parte, se sentía de pronto conmovido y a punto de pedir disculpas; luego volvía a invadirle una nueva rabia contra sí mismo, y después la melancolía y la compasión. Profundamente avergonzado, pero con la vergüenza bien escondida tras su ruidosa intimidación, se alejaba con paso firme (y cómo hubiese deseado que sus pasos fuesen silenciosos) y regresaba a la posada.

No había recibido aún ninguna paga para sus hombres, ni honorario alguno para él y sus oficiales. Sus leales robaban y saqueaban cuanto necesitaban en casas y haciendas, como tenían por costumbre. Pensando en las costumbres vigentes en los países conquistados, Tarabas había ordenado a la población que cada tarde, provisionalmente, suministrase víveres al regimiento. Cada día, a las cuatro en punto de la tarde, los habitantes de Koropta ocupaban con cestos y hatillos el patio del cuartel. A cambio de carne, huevos, mantequilla y queso, recibían los llamados «recibos», unos papelitos minúsculos. Eran restos y pedazos de viejo papel amarillento de las oficinas, escritos por la mano inhábil del sargento Konzev y firmados por Tarabas con una enérgica T. Según un comunicado de Tarabas, difundido por tres de sus hombres en Koropta a golpes de tambor, algún día tales recibos serían rescatados y pagados. Nadie se fiaba de los tamborileros. ¡Con cuánta frecuencia, en el transcurso de aquella guerra, la gente de Koropta había oído ya los tambores! Con el mismo miedo de siempre, llevaban al cuartel cuantas provisiones no imprescindibles poseían o habían comprado, e incluso los más pobres aportaban también alguna menudencia, un pucherito de manteca de cerdo, un pedazo de pan, patatas, remolacha, rábanos y manzanas asadas.

Los insaciables oficiales eran alimentados por el judío Kristianpoller. El viejo Dios, benéfico y cruel a la vez, hacía cada día un nuevo regalo al judío Kristianpoller. De la aldea de Hupki venía su buen cuñado Leib con medio buey. Y al día siguiente comparecía inesperadamente el matarife Kuropkin, que esperaba cambiar un cerdo robado por un litro de aguardiente. No había sido vana su esperanza. Dos litros le dio Kristianpoller. En compensación, Kuropkin mató el cerdo con sus propias manos y lo asó en el patio, en una hoguera. Hasta entonces, sólo el temible Tarabas había pagado con dinero. De los demás, Kristianpoller no había obtenido ni siquiera recibos. ¿Pero qué significaba además el nuevo dinero en billetes, fabricado a toda prisa, que emitía el nuevo Estado? ¿Lo cambiarían por oro contante y sonante, aún en vida de Kristianpoller? Oro contante y sonante. Cinco montones de un metro de altura, formados con piezas de oro de diez rublos, guardaba Kristianpoller en el segundo piso de su bodega. Se preparaba ya para el día en que, a fin de saciar la voracidad de sus odiados huéspedes, tuviese que bajar a la bodega y sacar algo de uno de los montones. Pero rezaba para que este día fuese lo más lejano posible.

Tarabas había enviado ya una embajada a la capital para decir que faltaba dinero y que, de no recibirlo, podía esperar revueltas y desórdenes. Uno de los días siguientes apareció un elegante teniente en el nuevo uniforme del país de Koropta, justamente a una hora en la que el coronel Tarabas estaba ya bebiendo en su tertulia. El teniente anunció que Su Excelencia el general Lakubeit vendría al día siguiente a inspeccionar la guarnición. Tarabas se levantó.

—¿Trae dinero el general? —preguntó.

—¡Claro que sí! —dijo el teniente.

—¡Siéntate y bebe! —ordenó Tarabas.

El teniente obedeció y se sentó. Bebió muy poco. Era el ayudante de un general sobrio.