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Cuando la noticia de la llegada del terrible Tarabas y de sus también terribles acompañantes se divulgó en la posada El Águila Blanca, el posadero, el judío Nathan Kristianpoller, resolvió evacuar deprisa su casa y enviar a su mujer y a sus siete hijos con sus suegros, a Kyrbitki. Era un viaje que la familia Kristianpoller había hecho ya algunas veces. La primera, cuando estalló la guerra; luego cuando un regimiento extranjero de cosacos entró en la pequeña ciudad de Koropta; más tarde, cuando avanzaron los alemanes y ocuparon las partes occidentales de Rusia. El primer viaje lo hicieron cinco hijos, después fueron seis, y finalmente había nada menos que siete, chicos y chicas. Porque, independientemente de los horrores variados e incesantes de la guerra, la naturaleza concedía a la familia Kristianpoller su bendición, amable e inexorable a la vez.

La posada El Águila Blanca —era la única de la ciudad de Koropta— la había heredado el judío Kristianpoller de sus antepasados. Desde hacía más de ciento cincuenta años, los Kristianpoller poseían y administraban la posada. El heredero Nathan Kristianpoller no sabía ya nada de las vicisitudes vividas por sus abuelos. Había crecido en la vieja posada, tras los muros gruesos, decrépitos, señalados por múltiples grietas y hendiduras, cubiertos de vid silvestre, interrumpida y a la vez unida por un gran portón de doble batiente, pintado de rojo oscuro, del mismo modo que una piedra preciosa interrumpe y a la vez une un anillo. Ante aquel portón, el abuelo y el padre de Nathan Kristianpoller habían esperado y saludado a los campesinos que todos los jueves y viernes acudían al mercado de Koropta a vender sus cerdos y a adquirir guadañas, hoces, herraduras y pañuelos estampados en las pequeñas tiendas de los comerciantes. Hasta el día en que estalló la gran guerra, el posadero Kristianpoller no había tenido ocasión de pensar en un cambio. Más tarde, sin embargo, se acostumbró muy deprisa a la transformación del mundo y consiguió, como muchos de sus hermanos, eludir los peligros, oponer como un escudo, con ayuda de Dios, la astucia heredada y ejercitada a la violencia de los soldados indígenas y extranjeros, y, lo que es más importante, conservar pura y simplemente la vida, la propia y la de la familia.

Pero ahora, a la llegada del terrible Tarabas, se apoderó del posadero Kristianpoller un temor extraño, completamente desconocido para él. Una nueva angustia le llenó el corazón, ya acostumbrado a los habituales desasosiegos. ¿Quién es este Tarabas?, preguntó el corazón de Kristianpoller. Como un rey de acero resplandeciente, viene a Koropta. Traerá consigo nuevas miserias y peligros graves. Se iniciará una nueva época y Dios sabe qué nuevas leyes se implantarán. ¡Apiádate de todos nosotros, Señor, y especialmente de Nathan Kristianpoller!

La verdad era que ya llevaban dos semanas en la posada El Águila Blanca los oficiales del nuevo ejército del joven país con sus asistentes. Cierto que alborotaban cada noche en la sala grande y espaciosa de la posada, bajo las vigas de color marrón del techo bajo, de madera, y después seguían alborotando en sus habitaciones. Pero Kristianpoller se había dado cuenta enseguida de que sólo se excitaban y bebían por una insolencia inofensiva, y que esperaban un maestro y dominador que les condujese a metas aún desconocidas pero ciertamente peligrosas. Y este dominador era sin duda Tarabas. En consecuencia, Kristianpoller cargó a toda su familia, según su costumbre, en el gran landó que tenía ya dispuesto en el cobertizo de la posada, y envió a sus seres queridos a Kyrbitki. Él se quedó. Dejó las dos espaciosas estancias a las que conducía una puerta apenas visible situada detrás del mostrador y en las que había vivido con los suyos, y se hizo un lecho de paja en el suelo de la cocina. En el gran patio, al lado del cobertizo, había otro edificio pequeño, de ladrillos amarillos, medio derruido y construido sin finalidad aparente, que servía sólo ocasional y transitoriamente. Allí se almacenaban toda clase de utensilios domésticos, barriles vacíos, tinas y cestos, leña cortada para el invierno y haces de teas, viejos samovares en desuso y otros objetos útiles que se habían ido acumulando con el tiempo.

No sin cierto escalofrío había penetrado Kristianpoller en aquel edificio cuando era adolescente. Y es que algunos contaban que, en tiempo inmemorial, cuando los primeros misioneros cristianos habían llegado a aquel país de un paganismo recalcitrante, habían erigido una capilla en aquel lugar, justamente en el patio. Tales relatos los guardaba en su pecho el judío Kristianpoller; no los divulgaba, porque intuía que tenían algo de verdad. De haber estado convencido de que eran leyendas, no se habría guardado de mencionarlos en ciertas ocasiones propicias, en lugar de imponer silencio a su mujer o a sus hijos cuando uno de ellos tenía alguna vez la ocurrencia de hablar del extraño pasado de aquel edificio. No hay que andar repitiendo fábulas absurdas, solía decir Kristianpoller.

Ahora dio la orden a Fedia, el mozo de cuadra, de limpiar y poner en orden la «caseta». Él mismo fue a la bodega donde se guardaban los redondos barriles de aguardiente y las grandes barricas de vino, que eran ya muy viejas y que, por fortuna, habían sobrevivido incluso a la guerra y a todas las invasiones sucesivas. Era un espacioso recinto abovedado, dispuesto en dos pisos, con muros de piedra, pavimento de piedra y una empinada escalera de caracol. Cuando uno pisaba el último escalón, el pie se posaba en una gran plancha que se podía levantar un poco con ayuda de un grueso anillo de hierro, y luego se mantenía alzada con una barra de hierro pesada. Kristianpoller había sacado este anillo de su gancho y lo había escondido para que a ningún intruso se le ocurriera pensar que la bodega tenía un piso inferior. Allí debajo se encontraba el caro vino viejo. El aguardiente y la cerveza estaban en la parte de arriba, al alcance de todo el mundo.

Tanto la barra de hierro como el anillo fueron sacados por Kristianpoller de su escondrijo y llevados a la sala de la taberna. Kristianpoller era un hombre considerablemente robusto; tenía la cara y la nuca enrojecidas por los vapores de alcohol que le rodeaban desde su infancia, y los músculos eran tensos y fuertes a causa del trabajo habitual con los grandes barriles y las pesadas carretas de sus parroquianos campesinos. Del servicio en el ejército, y por consiguiente de los peligros inmediatos de la guerra, Kristianpoller había escapado gracias a un pequeño defecto físico: una tenue membranita blanca le cubría el ojo izquierdo. En sus antebrazos desnudos, bajo las mangas enrolladas, crecían bosques de espesos pelos negros. Todo él tenía algo que infundía temor, y su ojo velado daba a veces a su rostro de barba oscura un aire feroz. Era impertérrito por naturaleza. Pero ahora el miedo habitaba en su corazón.

Gradualmente, en el curso de los preparativos que estaba haciendo, consiguió tranquilizarse un poco y reprimir el terror que le infundía el desconocido Tarabas. Sí, e incluso se fue haciendo a la idea de que podía ser víctima de la crueldad de aquel hombre de hierro que venía de fuera. Y aunque pudiera tratarse de un fin horrendo, pensaba Kristianpoller, tenía que ser valiente. Y contemplaba la barra de hierro que había sacado de la bodega y que se hallaba apoyada en el mostrador. Estaba algo oxidada por la humedad de la bodega. Sus manchas de herrumbre hacían pensar en sangre reseca.

Llegó el mediodía, y Kristianpoller saludó a los oficiales que vivían en su casa y que ahora entraban en la sala de la taberna con mucho estrépito y dando gritos. Los odiaba. Hacía ya cuatro años que, con la sonrisa en los labios, con ira o con terror en el corazón, soportaba los diversos uniformes, el metálico rechinar de los distintos sables, los golpes sordos de carabinas y fusiles en los entarimados de aquella sala, el tintineo de las espuelas y el paso brutal de las botas, el chirrido del cuero, del que colgaban las pistolas, y el chasquear de platos de rancho contra las cantimploras. El posadero Kristianpoller había esperado que, al terminar la guerra, vería por fin otro tipo de huéspedes: campesinos de las aldeas, comerciantes de las ciudades, judíos medrosos y astutos que vendían aguardiente de contrabando. Pero la moda de guerrear no parecía tener fin en este mundo. Se inventaban nuevos uniformes y novísimos galones y distintivos. Kristianpoller ni siquiera conocía ya la graduación de sus clientes. Para mayor seguridad, decía «mi coronel» a todo el mundo. Y estaba decidido a saludar a Tarabas con los títulos de «Excelencia» y «mi general».

Se ponía delante del mostrador, sonreía y hacía infinitas reverencias, y deseaba para sus adentros a todos los clientes, sin excepción, una muerte horrenda. Éstos devoraban y bebían, pero no pagaban desde que había nacido aquel nuevo país. No recibían paga alguna y por ello tampoco podían pagar. Al judío Kristianpoller le parecían sospechosas las finanzas de su nuevo país. Aquellos caballeros esperaban sin duda a Tarabas y su nuevo regimiento. Hablaban de él sin cesar, y el oído fino y astuto de Kristianpoller escuchaba con gran atención mientras servía a sus clientes. Pronto le pareció que tenían casi tanto miedo de Tarabas como él, o tal vez más. El judío no se atrevía a preguntar más cosas sobre Tarabas. Sin duda le habrían podido dar algunas informaciones. Todos le conocían ya.

De pronto, mientras aún estaban comiendo, se abrió la puerta de golpe. Uno de los hombres armados de Tarabas entró, hizo chocar los talones a guisa de saludo y permaneció firmes al lado de la puerta como una estatua terrorífica. «Es el enviado de Tarabas —se dijo el posadero—. No tardará en aparecer él mismo».

En efecto, un momento después se oyeron pasos fragorosos de soldados. Por la puerta abierta entró el coronel Tarabas seguido de sus leales. La puerta quedó abierta. Todos los oficiales se levantaron de un salto. El coronel Tarabas saludó y les indicó con un gesto que volviesen a sentarse. Se volvió al judío Kristianpoller, que había permanecido todo el tiempo inclinado sobre su mostrador, y le ordenó que preparara inmediatamente comida, bebida y alojamiento para doce hombres. Él mismo se quedaría a vivir allí, comunicó Tarabas. Tenía necesidad de una habitación espaciosa. Y de una cama frente a la puerta para su asistente. Quería que doce de sus hombres estuviesen siempre cerca de él. Puntualidad, limpieza y obediencia eran las exigencias que formulaba también al posadero y a su personal, si es que lo tenía. Y concluyó con la frase:

—¡Repite, judío, lo que acabo de decir!

Palabra por palabra, Kristianpoller repitió todos los deseos del coronel Tarabas. Sí, para él era fácil repetirlos. Las palabras de Tarabas habían quedado grabadas en la cabeza de Kristianpoller como duros clavos en la cera. Por toda la eternidad se le habían metido en ella. Repitió palabra por palabra, siempre con la cabeza baja, mirando el pavimento, con la vista dirigida a las punteras de las botas de Tarabas y a la orla plateada que el lodo había dejado en los bordes de las suelas. «Podría exigir —pensó Kristianpoller— que le limpiara el borde de sus botas con la lengua. Ay de mí, si lo pide».

—¡Mírame a los ojos, judío! —dijo Tarabas. Kristianpoller se enderezó—. ¿Qué tienes que contestarme? —preguntó Tarabas.

—Dignísimo señor y Excelencia —contestó Kristianpoller—, todo está dispuesto y en orden. Una habitación grande está a la disposición de Su Señoría. Un amplio aposento está a punto para los acompañantes de Su Señoría. ¡Y frente a la habitación instalaremos una cama, una cama cómoda!

—Bien, bien —dijo Tarabas. Y ordenó a sus hombres que fuesen a buscar comida a la cocina. Y se sentó en una mesa libre.

En la sala se había hecho un gran silencio. Los oficiales ya no se movían. Ya no hablaban. Sus cucharas y tenedores descansaban inmóviles al lado de los platos.

—¡Buen provecho! —gritó Tarabas, se sacó el cuchillo de la bota y lo observó detenidamente. Se lamió el pulgar y pasó con tiento el dedo humedecido por el filo.

El judío Kristianpoller se acercó con el plato humeante en la derecha, la cuchara y el tenedor en la izquierda. Llevaba guisantes y col fermentada, y en medio una rosada y reluciente chuleta de cerdo. Un tenue velo de vapor gris envolvía el conjunto.

Después de dejar el plato, Kristianpoller se inclinó y retrocedió de espaldas hacia el mostrador.

Desde allí, con los párpados semicerrados, observó el apetito extraordinariamente saludable del peligroso Tarabas. No osaba obedecer, sin una invitación expresa, la voz de su corazón que le susurraba ofrecer alcohol a aquel hombre imponente. Prefirió esperar una orden.

—¡Bebida! —gritó finalmente el temible Tarabas.

Kristianpoller desapareció y momentos después volvió a aparecer con tres grandes botellas sobre una sólida bandeja de madera: vino, cerveza y aguardiente.

Puso las tres botellas, así como tres vasos diferentes, ante el coronel Tarabas, se inclinó profundamente y se retiró. Tarabas examinó primero las botellas, levantándolas una tras otra y observándolas en el aire, como para sopesarlas con la mano y con la vista, y se decidió por el aguardiente. Como es costumbre en todos los bebedores de aguardiente, bebió un vasito de un trago y se sirvió otro. En la sala reinaba un completo silencio. Los oficiales permanecían rígidamente sentados ante sus platos, cubiertos y vasos, y miraban a Tarabas entornando los ojos. Kristianpoller estaba de pie, inmóvil, con la cabeza gacha delante de su mostrador, con una obsequiosidad expectante, dispuesto a acudir en cada momento a una señal, más aún, a un simple movimiento de cejas del coronel Tarabas. Así estaba Kristianpoller, con el oído atento y todo él al acecho de los deseos del dios guerrero de Koropta, que podían tomar forma lentamente en su interior o surgir tal vez de un modo repentino. Se oía claramente el gorgoteo del licor cuando el coronel se llenaba otra vez el vasito, y después las palabras de reconocimiento del Terrible: «¡Buen aguardiente, querido judío!», una frase que Tarabas repetía cada vez con mayor frecuencia y en voz más alta. Finalmente, después que el coronel hubo bebido seis vasos, le pareció al más joven de los oficiales presentes, el teniente Kulin, que había llegado el momento de romper el silencio general, preñado de temor y de respeto. Se levantó con un vaso lleno de aguardiente en la mano y se aproximó a la mesa del coronel. La mano del teniente Kulin no temblaba; no se derramó ni una sola gota del vaso lleno basta el borde cuando se detuvo ante Tarabas en actitud marcial.

—¡Bebamos a la salud de nuestro primer coronel! —dijo el teniente Kulin. Todos los oficiales se pusieron de pie. También se levantó Tarabas.

—¡Viva nuestro nuevo ejército! —dijo Tarabas.

—¡Viva el nuevo ejército! —repitieron todos. Y en medio del tintineo de los vasos al chocar unos con otros, sonó como un eco algo retrasado y tímido la voz del judío Kristianpoller:

—¡Viva nuestro nuevo ejército!

Inmediatamente después de haber pronunciado estas palabras, Nathan Kristianpoller tuvo un susto enorme. Corrió tras el mostrador, abrió la pequeña puerta de madera que daba al patio, llamó al mozo Fedia y le ordenó que fuese a la bodega a buscar dos barrilitos de aguardiente. Mientras tanto, en la sala se estaba llegando a un clima de general confraternización. Primero uno a uno y después en pequeños grupos, los hombres abandonaron sus asientos, se acercaron cada vez con más valor y confianza al coronel Tarabas y vaciaron sus vasos a la salud de éste. Tarabas se sentía cada vez mejor y más a gusto. Más que el aguardiente, le daba calor la amistad sumisa de los oficiales; la vanidad le calentaba el corazón. «Eres mi amigo», decía indiscriminadamente a uno y a otro. No tardaron en juntar también las mesas. Jadeantes y con la frente cubierta de sudor, llegaron Kristianpoller y su mozo con los barriles de aguardiente. Momentos después, el licor, claro como el agua, se derramaba en los vasos relucientes y de buen tamaño, treinta y seis en total, que esperaban turno en el mostrador. Apenas se llenaba uno de ellos, pasaba de mano en mano como un cubo de agua en un incendio. Después, como si de apagar un fuego se tratase, los oficiales hicieron una cadena, desde el mostrador de Kristianpoller hasta la mesa donde se hallaba el temible Tarabas, y se pasaban los vasos llenos. Así se iban alcanzando un vaso lleno tras otro, y eran vasos de proporciones considerables.

A una señal del mayor Kulubeitis, levantaron todos los vasos a la vez y lanzaron un siniestro «¡Hurra!» que acobardó totalmente al judío Kristianpoller, pero que alegró al mozo Fedia hasta el punto de que, sin más ni más, se echó a reír a pleno pulmón. Su cuerpo se doblaba, sacudido por las carcajadas. Y con sus pesadas manos se golpeaba los muslos. Aquellas risotadas insensatas, en lugar de ofender a los señores como empezaba ya a temer Kristianpoller, se contagió a los oficiales, de buen humor, y todo el mundo reía, entrechocaba los vasos, resoplaba, se agitaba, aullaba y tosía. Todos fueron dominados de pronto por una irrefrenable alegría, todos se entregaban a sus propias carcajadas y no podían evitarlas. El propio Tarabas, el poderoso, entre el júbilo incesante de los demás, llamó con una seña al risueño Fedia y le ordenó que bailase. Y para que no faltara la música, Tarabas mandó llamar a uno de sus hombres, un tal Kalejczuk, que tocaba muy bien el acordeón. Éste se puso a tocar con el instrumento entre ambas manos, colgado de su pecho erguido. Tocaba la celebérrima danza de los cosacos, porque se había dado cuenta enseguida de que el mozo Fedia era paisano suyo. E inmediatamente —como si los sones del acordeón hubiesen conmovido su corazón y sus pies— Fedia empezó a bailar. La cadena que hasta entonces formaran los oficiales se cerró en un anillo en cuyo centro daba brincos Fedia y Kalejczuk manipulaba el acordeón. Por propia voluntad, e incluso feliz, Fedia se había entregado al principio a su baile. Pero poco a poco, bajo la violencia de la música, que le mandaba y a la que se adaptaba con una obediencia dulce y a la vez angustiosa, se le heló la sonrisa en el rostro, y su boca abierta no podía volver a cerrarse. Entre los dientes amarillos aparecía de vez en cuando la lengua anhelante, como si tuviese que lamer el aire que les faltaba a los pulmones. Giraba sobre sí mismo, luego se dejaba caer y daba vertiginosas vueltas en cuclillas, volvía a levantarse para dar un salto en el aire: todo según las leyes prescritas por la danza cosaca. Se veía que tenía ganas de acabar. A veces parecía que las fuerzas amenazasen con abandonar al danzarín, más aún, que ya le hubiesen abandonado y que éste fuese empujado y animado tan sólo por las notas quejumbrosas y apasionadas del instrumento y por los golpes que daban con sus manos los oficiales, situados alrededor como guardianes de la danza. También el músico Kalejczuk se sintió pronto acometido por las ganas de moverse. La música que hacía le dominaba también a él, de suerte que, con los ágiles dedos recorriendo sin cesar las teclas del acordeón, empezó de pronto a dar vueltas, a saltar, a dejarse caer de rodillas y a ir al encuentro del incansable Fedia. Finalmente se pusieron también a saltar algunos oficiales del círculo; bailaban lo mejor que podían, en competencia con los dos danzarines, y los restantes, que seguían en su puesto, llevaban el compás pataleando con sus botas y sin dejar de golpear con las manos. Se levantó un enorme estruendo. Resonaban las botas contra el suelo, temblaban los cristales, tintineaban las espuelas y los vasos aún vacíos que estaban juntos sobre el mostrador forrado de chapa y que parecían esperar nuevos bebedores. El judío Kristianpoller no se atrevía a abandonar el puesto donde se había quedado plantado. Curiosamente, todo aquel ruido le tranquilizaba en la misma medida en que le aterraba. Temía que en cualquier momento también le hiciesen bailar, como a Fedia, el mozo. En su corazón había odio, y temor. Al mismo tiempo deseaba que aquella gente quisiese beber todavía más, aunque, como muy bien sabía, no tenían dinero para pagarle. Inmóvil al lado de su mostrador, era como un extranjero en su propia casa. Y no sabía qué podía hacer para evitarlo. Quería abandonar el mostrador… y sabía también que le era imposible hacerlo. Desconcertado, mísero y solícito a pesar de su inmovilidad, allí estaba el judío Kristianpoller.

Entretanto, aquel dorado día de otoño tocaba ya a su fin. Y frente a las tres grandes ventanas, en los colgadores de los que pendían los cintos grasientos y lustrosos y los sables relucientes, se reflejaba el sol rojizo de otoño que iba hacia el ocaso. A él dirigía su mirada el judío Nathan Kristianpoller. Le parecía un signo de que el viejo Dios seguía existiendo. El judío sabía que el sol se ponía por el oeste y que sus rayos iluminaban aquellas vigas siempre que los días no fuesen nublados. Y de aquel hecho tan familiar y natural obtenía sin embargo un consuelo en aquel momento. Aunque se hubiese presentado Tarabas, el Terrible, el sol de Dios se ponía, como todos los días anteriores. Era la hora de decir la oración vespertina, con el rostro vuelto hacia Oriente, justo donde estaban las vigas que ahora contemplaba Kristianpoller. ¿Cómo podía rezar? El alboroto era cada vez mayor. Todos los horrores de la guerra y de las diversas ocupaciones militares anteriores le parecían a Kristianpoller inofensivos en aquel momento, comparados con los aullidos y pataleos, que nada tenían de realmente peligroso, de los hombres de Tarabas. Éste era el único que, por otra parte, seguía sentado a su mesa. Se echaba hacia atrás, casi estaba más acostado que sentado, con las piernas muy separadas en los ajustados pantalones y los pies estirados frente a él, en las relucientes botas. De vez en cuando se sentía movido a golpear con las manos, como hacían los demás sin parar un momento. En su mesa había ya una buena docena de vasos vacíos… y siempre venía a juntarse otro lleno, ofrecido como un sacrificio por las previsoras manos de los oficiales colocados en círculo. Con excepción de Tarabas, nadie bebía ya desde hacía media hora. Desde su puesto en el mostrador, el judío Kristianpoller podía notar cuándo era el momento de llenar un nuevo vaso. De hecho, durante todo el tiempo tenía los ojos fijos únicamente en la mesa del coronel Tarabas, y ni el ruido que casi le ensordecía, ni la angustia que le invadía por motivos tan diversos, podían distraerle de la preocupación capital en aquel momento: si el Terrible deseaba beber más. Tarabas no se servía ya nada de la botella que Kristianpoller le había puesto antes sobre la mesa. Al parecer, prefería que le sirvieran los oficiales. Por entonces, así lo creyó observar Kristianpoller, empezaba a ser víctima del cansancio. Según la apreciación superficial del posadero, debía de haber vaciado ya el vaso número dieciséis. Bostezaba, el Grande; Kristianpoller lo veía con toda claridad. Y esta indudable manifestación de una universal debilidad humana tranquilizó al judío.

Mientras tanto, el reflejo crepuscular del sol desaparecía rápidamente de la sala de la posada. Oscureció casi de pronto. De improviso se oyó una pesada caída. Fedia yacía sobre la espalda, con los brazos abiertos, y el acordeón dejó de tocar como si alguien lo hubiese cortado por la mitad. «¡Agua!», gritó una voz. Kristianpoller se precipitó corriendo con el cubo que estaba siempre dispuesto tras el mostrador y lanzó un cubo de agua fría sobre la cara de Fedia. Los que le rodeaban observaron detenidamente, con más solicitud que espanto, cómo Fedia volvía en sí, tosía y, tras su regreso a la vida, aún en el suelo, estallaba en una sonora carcajada… del mismo modo que un recién nacido saluda la luz del mundo con un llanto quejumbroso. La oscuridad era ya total.

—¡Luz! —gritó Tarabas, y se levantó.

Kristianpoller encendió primero el farol que siempre había en el mostrador, y con su llama, como tenía por costumbre, ayudándose con un papel enrollado, prendió la lámpara de petróleo. La luz amarillenta y untuosa cayó de lleno sobre Fedia, que se levantó riendo. Resopló, jadeó; el agua le corría por cabeza y hombros. Todos los demás callaban. Nadie se movía.

—¡La cuenta! —gritó de pronto Tarabas.

¡Cuánto tiempo llevaba ya el judío Kristianpoller sin oír aquel grito! ¿Quién había gritado «La cuenta»?

—¡Señoría, Excelencia, mi general! —dijo Kristianpoller—, le pido disculpas. No he hecho la cuenta…

—¡A partir de mañana vas a hacerla! —dijo Tarabas—. Les propongo un paseo, caballeros.

Y todos se prepararon velozmente. Entre tintineos y estrépito salieron al exterior, a la noche de la pequeña ciudad de Koropta, todos en tropel detrás de Tarabas, en dirección al cuartel, para ver cómo se comportaban los hombres del nuevo regimiento en la oscuridad.