IX

En la pequeña ciudad de Koropta reinaba un gran caos cuando llegó Tarabas con sus leales. Hombres vestidos con los más variados uniformes, que habían afluido en manadas y como una inundación desde todos los sectores del frente y del interior del país, prisioneros de los campos de concentración disueltos de improviso, gentes desastradas y ebrias, atraídas en parte por la posibilidad de atrapar algún azaroso beneficio en medio de la general confusión, de tentar su fortuna y al mismo Dios, pululaban por las callejas, acampaban en el amplio y desolado círculo de la plaza del mercado, se agazapaban en carretas de campesinos y vehículos militares que rodaban de acá para allá sin rumbo fijo, se encogían en las gradas soleadas del gran edificio de los tribunales, en las viejas lápidas del cementerio de la colina, en cuya cima se levantaba la pequeña iglesia pintada de un color amarillo chillón. Era un claro, magnífico día de otoño. En su perfecto esplendor azul, las casitas semiderruidas, con sus techos de ripias inclinados, las aceras de madera, el lodo seco, de reflejos plateados, en el centro de la calle, los uniformes andrajosos, se destacaban como una pintura festiva y en incesante movimiento, como una imagen que está formándose; sus distintas partes y figuras parecían buscar aún el lugar que les correspondía. Entre los vivos colores de los soldados, se veían las sombras oscuras, fugaces y medrosas, de los judíos de largos caftanes, y las pieles de cordero, de un amarillo claro, que llevaban los campesinos y campesinas. Mujeres con pañuelos estampados, floreados, se sentaban en los umbrales bajos de las puertas abiertas de las casonas, y se podía oír su cháchara excitada y sin ton ni son. Los niños jugaban en medio de la calle principal. Y por el plateado limo chapoteaban gansos y ocas dirigiéndose hacia los negros charcos que el sol no había logrado secar aún.

En medio de esta paz, los pobres habitantes de la pequeña villa de Koropta se hallaban completamente desconcertados y muy excitados. Esperaban algo terrible, quizá peor que todo lo que la guerra les había traído hasta entonces. Ella, con sus enormes botas de fuego, había dejado huellas carbonizadas y de desolación entre las míseras hileras de casas de Koropta. En la baja y antigua muralla que rodeaba el cementerio de la colina se veían innumerables agujeros de proyectiles insensatamente perdidos; la guerra había hundido en la piedra sus dedos asesinos. Y con esos mismos dedos había estrangulado a muchos de los hijos de la pequeña ciudad de Koropta. Desde siempre, la gente de Koropta estaba acostumbrada a vivir en paz, abandonándose al correr de sus días de escasez y de sus noches silenciosas, a los cambios habituales de un destino habitual. La guerra cayó repentinamente sobre ellos; al principio quedaron petrificados ante su semblante horrible, luego se replegaron en sí mismos, huyeron, regresaron, decidieron quedarse, sugestionados por su aliento de fuego. Inocentes, ajenos a las mortíferas leyes de la historia, indiferentes y resignados soportaron los golpes de Dios del mismo modo que, durante largos e inmemoriales años, habían soportado las leyes del zar. Apenas podían creer la noticia de que éste no ocupaba ya su trono dorado de Petersburgo, y menos aún la segunda noticia, más tremenda, de que lo habían fusilado como un perro viejo que ya no sirve para nada. Entonces les explicaron que ya no eran una parte de Rusia, sino un país independiente. Ahora, les decían los maestros, los abogados, los intelectuales, constituían una nación emancipada y libre. ¿Qué significaban tales discursos? ¿Y qué terribles peligros auguraba semejante tumulto?

El capitán Tarabas se ocupaba tan poco de las leyes de la historia como de los habitantes de la pequeña ciudad de Koropta. La liberación de la nación le daba la posibilidad de continuar su vida de soldado. ¿Qué le importaba la política? ¡Era asunto de maestros, de abogados e intelectuales! El capitán Tarabas se había convertido en coronel. Su misión era organizar y mandar un regimiento intachable. Nadie más que Nikolaus Tarabas habría estado en condiciones de reunir un regimiento entero con un puñado de hombres. Tenía un plan definido. En la minúscula estación de Koropta, justo frente a la barraca de madera en la que un viejo mayor ruso mandaba todavía a un suboficial y a los guardianes del ferrocarril, Tarabas formó a sus hombres en dos filas, les ordenó unos cuantos ejercicios militares, les hizo poner de rodillas, llevarse el fusil al hombro y disparar unas salvas al aire, todo ello en presencia de algunas personas asombradas, vestidas de paisano y de uniforme, de la guardia de la estación y de su comandante, el viejo mayor. Después Tarabas, visiblemente satisfecho de la cantidad considerable de testigos, los cuales, atraídos por las extemporáneas salvas, asistían a la singular representación, pronunció un discurso. «Hombres que me habéis seguido —dijo Tarabas— en muchas batallas y en el reposo, en la guerra contra el enemigo y contra la revolución, no tenéis ganas de dejar el fusil y regresar a casa pacíficamente. Tanto vosotros como yo moriremos soldados; no queremos otra cosa. Con vuestra ayuda voy a formar un nuevo regimiento para la nueva patria que el destino nos ha concedido. ¡Rompan filas!». La pequeña tropa se puso el fusil al hombro. Todos ellos tenían un aspecto terrible, mucho más terrible que el de los personajes amenazadores y harapientos que llenaban la pequeña ciudad y la estación. Poseían de hecho aquel aíre terrible del que va armado hasta los dientes, del que avanza con el fragor y el estrépito de sus armas, de sus espuelas, el aire bien estudiado y cuidado de su caudillo y señor. Brillaban impecables los cañones laboriosamente engrasados de sus fusiles, los fuertes correajes se cruzaban sobre los anchos hombros y pechos, y ceñían las estrechas guerreras sin una sola mancha ni defecto. Como Tarabas, su caudillo y su dueño, todos llevaban belicosos bigotes cuidadosamente cepillados e imponentes en sus rostros bien alimentados. Y todos los ojos eran duros y fríos, de buen acero vigilante. El propio Tarabas, aunque no tenía ninguna necesidad de alimentar o fortalecer su resolución con cualquier mirada alentadora, sentía confirmada su fuerza al contemplar a sus hombres. Cada uno de ellos era su imagen fiel y devota. Todos juntos eran como veintiséis Tarabases, veintiséis trasuntos del gran Nikolaus Tarabas, y era imposible imaginarlos sin él. Venían a ser como veintiséis imágenes reflejadas por un espejo.

Les pidió que esperasen allí provisionalmente, y se acercó con pasos resonantes al mando de la estación. No encontró a nadie, porque el viejo mayor, como el suboficial, se hallaban aún fuera, en el andén, donde habían sido testigos de las singulares órdenes de Tarabas y de la singular disciplina de sus hombres. El coronel Tarabas golpeó la mesa con su fusta. El golpe debió de oírse en toda la estación, ahora silenciosa. El mayor compareció a toda prisa.

—Soy el coronel Tarabas —dijo Nikolaus—. Tengo orden de organizar un regimiento en esta ciudad. Además, hasta nueva orden, tomo el mando de la ciudad. Por el momento, deseo saber dónde puedo obtener provisiones para mí y para mis veintiséis hombres.

El viejo mayor se mantuvo inmóvil y silencioso en su puesto, al lado de la puerta por donde acababa de entrar. Llevaba ya mucho tiempo sin oír un lenguaje semejante. Era la música del soldado, familiar desde la infancia y no escuchada ya desde el estallido de la revolución, una melodía que uno creía perdida desde hacía mucho tiempo. El mayor de pelo canoso —se llamaba Kisilajka y era ucraniano— sentía que los miembros se le ponían tensos durante el discurso de Tarabas. Sentía que se le endurecían los huesos, sus huesos viejos y duros, que sus músculos se tensaban y obedecían el lenguaje militar.

—¡A la orden, mi coronel! —dijo el mayor Kisilajka—. El barracón de intendencia está a medio kilómetro de aquí. Pero hay pocos víveres. No sé…

—No voy a dar ni un paso más —dijo el coronel Tarabas—. Que traigan los víveres. ¿Quién es esta gente que anda remoloneando por la estación? Van a traernos los víveres. Mandaré ocupar las salidas.

Y Tarabas volvió a dirigirse a sus hombres:

—Que ninguno de los presentes salga de la estación —gritó Tarabas. Y todos se quedaron paralizados. Habían acudido por pura curiosidad y porque no tenían nada mejor que hacer, y se habían quedado en las proximidades de aquellos extraños recién llegados. Y ahora eran prisioneros. Estaban acostumbrados desde hacía tiempo a soportar el hambre, la sed y toda clase de privaciones. Pero habían poseído la libertad. Y de repente perdían también su libertad. Eran prisioneros. Ya no se atrevían a mirar a su alrededor. Sólo uno de los espectadores, un judío pequeño y flaco, vestido de paisano, con una ligereza temerosa y Dios sabe con qué esperanza en un milagro, intentó ganar una de las salidas. En ese mismo instante, Tarabas disparó sobre el fugitivo… y el pobre hombre cayó, se derrumbó dando un aullido inhumano, herido en el muslo izquierdo, exactamente en el lugar donde había apuntado Tarabas; la cabecita huesuda y delgada, con la barbita de chivo, tendida hacia delante, yacía pegada al montón de balasto destinado a anunciar a las locomotoras el lugar donde tenían que detenerse, y las miserables botas de suelas gastadas y rotas, con las puntas dobladas, apuntaban al tejado de vidrio del andén. El propio Tarabas se dirigió hacia el herido, tomó en brazos al judío, ligero como una pluma, y lo llevó como quien lleva una delgada ramita de abedul hacia la sala de mando de la estación. Todo el mundo callaba. Tras apagarse el eco del disparo, no se oyó otro sonido. Era como si todos los que deambulaban por allí hubiesen sido alcanzados y paralizados en su posición. Tarabas depositó el cuerpo sin peso de su desvanecida víctima sobre los papeles que cubrían la mesa del mayor, rasgó los viejos y relucientes pantalones de cuadros grises del judío, sacó un pañuelo, observó la herida y dijo «Es un rasguño» al aterrorizado mayor. Después gritó:

—¡Vendarlo!

Y uno de sus hombres, que había sido barbero y actuaba como sanitario, se acercó y se puso a tratar al judío herido con rapidez y cautela.

Eran unos cuarenta los petrificados espectadores de la estación. Tarabas los hizo formar. A dos de sus hombres les dio el mando. Tenían que ir a buscar comida.

El resto permaneció en el andén grande y soleado, esperando. Tarabas estaba al borde del andén y miraba los raíles estrechos, de reflejos azulados, mientras en la oficina del mayor el judío herido volvía en sí. Se oían sus débiles y lastimeros sollozos a través de la puerta abierta. En el aire azul gorjeaban los gorriones.

No tardaron en regresar los que habían ido a por la comida. Se oía el tintinear de los recipientes de lata y los pasos regulares de los hombres. Llegaron. Se empezó a repartir la comida. Tarabas fue el primero en recibir un plato. En medio de la sopa gris y espesa emergía un pedazo de carne oscura, como una roca en medio de un lago.

Tarabas se sacó una cuchara de la bota, y sus hombres hicieron lo propio al mismo tiempo que él. Los cuarenta prisioneros que habían traído la comida permanecían de pie sin moverse. En sus grandes ojos habitaba el hambre. En sus bocas se acumulaba la saliva. Se resistían a oír el agitado tintineo de las cucharas de latón contra los platos. Y unos cuantos intentaron taparse los oídos con los dedos.

Tarabas fue el primero en dejar la cuchara sobre el plato. Al primero de los prisioneros, que se hallaba cerca de él, le tendió el resto de la comida, junto con la cuchara. Y sin que Tarabas dijera una palabra, todos sus hombres hicieron lo mismo. Cada uno de ellos hizo un gesto brusco y tendió el plato al prisionero más próximo. Todo ocurrió sin que se llegase a pronunciar una sola palabra. No se oía más que el tintinear de platos y cucharas de latón, el chasquear de los labios y el masticar de los dientes, y el gorjeo de los gorriones bajo el techo de vidrio del andén.

Después que todos hubieron comido, el coronel Tarabas ordenó ponerse en marcha hacia la ciudad. A los improvisados y fortuitos prisioneros les pareció de pronto agradable el cambio de su situación. Se dejaron conducir en medio de los hombres de Tarabas. Y rodeados por una muralla viva de hombres armados, marcharon satisfechos, indiferentes, algunos de ellos contentos, hacia la pequeña ciudad de Koropta a las órdenes de Tarabas.

Marchaban por el limo ya medio seco, de un gris plateado, del centro de la calle…, y los gansos, las ocas y los niños corrían gritando y lamentándose delante de ellos. La pequeña tropa sembraba un insólito terror. Los habitantes no sabían qué especie de nueva guerra podía haber estallado. Porque una nueva especie de guerra les parecía la entrada del coronel Tarabas. Le precedían tremendos y agitados rumores. Decían algunos que era el nuevo rey del nuevo país. Y otros afirmaban que era hijo del mismo zar y que había venido a vengar a su padre. En cuanto a los judíos, de los que había unos centenares en la pequeña ciudad de Koropta, se apresuraron a cerrar a toda velocidad sus minúsculas tiendas, porque era viernes y se avecinaba el sagrado sabbat, y tenían la firme creencia de que su sabbat podía detener el inexorable curso de la historia del mismo modo que el de sus negocios.

Tarabas, a la cabeza de su peligrosa tropa, no comprendía por qué los pequeños comercios cerraban con tanta prisa, y se sintió ofendido. Las mujeres que estaban charlando se levantaban de los umbrales así que le veían acercarse. Se oía el chasquido metálico de cadenas, cerrojos y pestillos ante los establecimientos de madera. Aquí y allá se deslizaba veloz la sombra negra de un judío en dirección a Tarabas, pasando de largo al precario abrigo de las casas. Ante sí, Tarabas no veía en su camino más que gente huyendo. No entendía que pudieran tenerle miedo. A medida que avanzaba se sentía cada vez más preocupado, sí, más preocupado. Le preocupaba la ciudad de Koropta. Se detuvo frente al edificio del gobierno. Seguido por dos de sus hombres armados, subió la amplia escalinata y abrió la puerta de doble batiente tras la cual suponía que debía de encontrarse el comandante de la policía. Y allí estaba en efecto, un pobre anciano, flaco y menudo, perdido en el inmenso butacón: un hombre de otros tiempos.

—He tomado el mando de esta ciudad —dijo Tarabas—. Mi misión es formar aquí un regimiento. Me dará usted una lista de los edificios más importantes. ¿Dónde está el cuartel? Después podrá irse tranquilamente a casa.

—Con mucho gusto —dijo el vejete. Y con una voz polvorienta y extraordinariamente floja, que parecía salir de un armario antiguo, fue recitando lo que le habían pedido. Luego el anciano se levantó. Su cráneo calvo, amarillento, salpicado de manchas, llegaba escasamente a la altura del respaldo del butacón. Fue a buscar el sombrero y el bastón que colgaban de una percha, se inclinó sonriente y salió.

—¡Siéntate ahí! —dijo Tarabas a uno de sus acompañantes—. Hasta que yo vuelva, serás el jefe de policía.

Y Tarabas salió y fue «depurando» uno tras otro los pocos organismos oficiales que había en Koropta. Después ocupó el cuartel vacío, reunió a los prisioneros en el patio y preguntó:

—¿Quién de vosotros ha sido soldado? ¿Quién de vosotros quiere seguir siendo soldado conmigo?

Todos dieron un paso al frente. Todos querían ser soldados a las órdenes de Tarabas.